miércoles, 6 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 16




La voz de Ghita era jadeante de la excitación. Paula sabía la respuesta a aquella pregunta.


—¿Quién? —preguntó la delgada rubia.


PedroPedro Alfonso. ¿Te acuerdas que te lo presenté? Bueno, creo que fue hace casi un año. El americano alto, atractivo y…


—¿Cómo me iba a olvidar? —dijo la rubia entre risas—. No dejaste de hablar de él. Era el hombre más maravilloso, sexy, considerado, dinámico, inteligente que haya pisado la faz de la tierra. Un absoluto parangón de la virtud y la virilidad. Sin pecados ni defectos.


—Ríete lo que quieras, pero es verdad. Él…


Paula estaba empezando a sentir mucho calor. Bueno estaba echada al sol. Alcanzó el zumo de fruta de la pasión y dio un trago. No quería oír más, pero era imposible. Estaba comentando que Pedro ya no estaba casado, que su mujer se había divorciado de él hacía unos años.


—Me hace preguntarme qué pasaría —comentó la rubia con voz seca—. ¿Por qué una mujer dejaría por propia voluntad irse a un hombre perfecto?


—No debía ser muy inteligente.


Hubo un tono áspero en la sexy voz de Ghita.


Paula se sentía a punto de saltar y enfrentarse a ellas, de decirles que no tenían ni idea de lo que sucedía tras las puertas cerradas en la vida de otra gente. Que era extremadamente estúpido juzgar cuando no se sabía nada de los hechos.


—No se ha vuelto a casar —escuchó decir a Ghita—. Me lo dijo él. Dios sabe lo que le haría esa mujer.


Paula se puso rígida. Tenía la respiración entrecortada y la rabia le sabía amarga en la boca. ¡Cómo se atrevía! ¿Qué pensaría que le había hecho ella a Pedro?


—Una buena mujer debería ser capaz de hacerle cambiar de idea —comentó la rubia—. ¿Cómo de buena eres tú, Ghita?


Las dos se rieron. Paula apretó los puños. Se quitó las gafas de sol, se levantó de la hamaca y se tiró al agua. No quería escuchar una palabra más.


Nadó largo tras largo como si estuviera entrenando para las olimpiadas.


Por fin, agotada, se alzó por el borde, se sentó y echó un vistazo a su alrededor. Las dos mujeres seguían allí. Bueno, tendría que recoger sus cosas e instalarse al otro extremo de la piscina. No le apetecía escuchar más su conversación.


Hizo lo planeado, pidió otra bebida y volvió a intentar leer el libro que había comprado.


Al final de la interminable tarde, volvió a la habitación conteniendo el aliento por miedo a encontrarse allí a Pedro.


La habitación estaba vacía y soltó un suspiro de alivio. El baño mostraba señales de haber sido usado; vapor, y aroma a champú y a loción. Bien, había estado y se había ido; le había dejado el sitio entero para ella.


A las seis en punto llegó a la terraza del restaurante y encontró a Pedro sentado a una mesa con la adorable Ghita. Apretó la mandíbula. Maldición. Lo único que le faltaba, que le presentaran a Ghita.


Estiró la espalda, esbozó una sonrisa radiante y se contoneó hacia la pequeña mesa, el suave algodón de su vestido balanceándose con suavidad alrededor de sus tobillos.


—Hola —saludó con ánimo.


Los dos alzaron la vista. Pedro se puso de pie y separó una silla para ella presentándolas pero omitiendo los apellidos y relaciones. El frío y reservado de Pedro. Debería haber imaginado que eso sería lo que haría.


—¿Qué tal has pasado la tarde? —preguntó con cortesía.


Paula le contestó que había sido placentera y relajante, lo que por supuesto, era la mentira del siglo.


Cuando apareció el camarero, ella pidió un «Baile a la luz de la luna» una bebida con abundancia de alcohol. Sintió la sorpresa de Pedro. Ella no solía beber nada más fuerte que el vino y aún así, no muy a menudo. Pero en ese mismo momento, el vino le parecía demasiado suave para el humor que tenía.


Su bebida llegó unos momentos más tarde, completa con una sombrilla de papel y una mariposa. Pedro se levantó y se disculpó para ir a hacer unas llamadas. Ghita le sonrió con dulzura y le dijo que se las arreglarían sin él.


Por supuesto que se las arreglarían. Podrían charlar y conocerse. Un poco de charla femenina. Paula sacó la piña del borde de la copa y la masticó. Oh, Dios, ¿qué le pasaba? 


No era propio de ella ser tan negativa y poco amable. Era evidente que aquella mujer, mejor dicho, aquella chica, estaba enamorada de Pedro y no había motivos por los que no debiera estarlo. No había ninguna razón por la que debiera molestarla a ella, su ex mujer. Dio un generoso trago a su bebida.


Paula se dio cuenta de que Ghita la estaba estudiando sin ocultar su curiosidad. Paula esbozó una sonrisa.


—Esto es un sitio precioso —dijo por decir algo.


Ghita se humedeció los labios.


—Seguro.


—¿Estás de vacaciones aquí?


—No. No vivo lejos de aquí. Mi padre es el propietario del complejo.


Paula asimiló la información aunque no estaba segura de su utilidad. Asintió.


—¿Cómo conociste a Pedro? —preguntó Ghita sin poder contener ya la curiosidad.


—En un cóctel en Kuala Lumpur —contestó Paula con maldad—. Hace tres días.


La chica se quedó en silencio por un momento. Paula sonrió.


—Me invitó a venir con él a las montañas mientras él escribía su informe. Y me alegro. Esto es precioso.


Ghita tenía los ojos como platos de asombro.


—¿Lo conociste en una fiesta hace tres días y te invitó a venir con él?


Paula asintió con solemnidad.


—Sucedió todo con mucha rapidez, lo sé. Pero parecía como si nos conociéramos el uno al otro de toda la vida. ¿Conoces esa sensación cuando acabas de conocer a alguien?


Ghita asintió despacio, pero su expresión carecía de convicción. En sus ojos oscuros brilló algo extraño: ¿rabia? ¿Sospecha? Paula no estaba segura.


—¿Pasa algo malo?


—No, quiero decir que no es algo que esperaba de él. Él… no es así.


—Ya entiendo —dijo Paula sabiendo que era la verdad.


Ghita parecía incómoda, como si supiera que tenía que hacer algo, pero no el qué.


—Puede que te parezca que lo conoces de toda la vida —dio por fin—, pero yo lo conozco de bastante más que de tres días y… y creo hacerte un favor si te advierto que no esperes demasiado de él.


Paula se sintió tensa. ¿Quién se creía aquella mujer que era? ¿Reclamando el territorio?


—Gracias por tu advertencia —dijo con frialdad.


Ghita apretó las manos alrededor de la copa.


—Estuvo casado una vez, ¿sabes? —Contó como una niña rebelde que desvelara un secreto—. ¿Te lo ha contado?


Había reto en sus ojos y en su voz.


—No. Eso no me lo ha contado.


El triunfo brilló en los ojos oscuros de Ghita. Su cara decía: yo sé de él mucho más que tú.


—Realmente no se puede conocer a una persona en estos tiempos —siguió Ghita con aire de seguridad—, y podría ahorrarte un montón de sufrimiento si no te ilusionas demasiado.


Paula mantuvo un silencio significativo. Había un par de formas de jugar con aquello, pero optó por la salida fácil.


—Gracias por tu preocupación, pero no te preocupes. Yo no lo quiero.


Ghita empezó a abrir la boca, pero se contuvo.


—¿Que no lo quieres?


Era evidente que encontraba la idea imposible de creer.
Paula sacudió la cabeza.


—No, eh… esto es sólo una situación temporal terminó su copa—. Ah, ahí llega.


Contempló cómo se aproximaba Pedro, fijándose en cómo mantenía la cabeza alta con confianza, cómo movía sus anchas espaldas y sintió un vuelco en el corazón. Avanzó entre las mesas con gracia atlética y a Paula se le contrajo el estómago. Su cuerpo exudaba una poderosa gracia y una sexualidad masculina que despertó todos sus sentidos femeninos. Al llegar a la mesa, se sentó de nuevo y se reclinó con abandono.


—Perdona que os haya abandonado.


—No te preocupes —dijo Paula—. Nos hemos estado conociendo —sonrió sintiéndose un poco diabólica—. Le he contado a Ghita que nos conocimos hace unos pocos días en Kuala Lumpur y que me invitaste a quedarme en casa de los O’Connors.


Él la miró con gesto interrogante.


—Ya entiendo.


No hizo ningún comentario más, pero preguntó si les apetecería otra bebida.


—A mí me encantaría otro «Baile a la luz de la luna» y si me disculpas, yo también tengo que hacer otra llamada.






UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 15




Avanzaron por caminos bordeados de flores hasta que el agua cristalina de la piscina apareció ante ellos. Era grande, de forma irregular y rodeada de césped en las zonas soleadas y de pequeñas mesas bajo los árboles. Un café al aire libre en un extremo servía bebidas y comida. No estaría mal pasar allí unas cuantas horas.


Volvieron al edificio principal que contenía el restaurante así como la tienda de deportes.


—Iré a hacer mis llamadas y después al campo de golf. Nos reuniremos a las seis en la terraza del restaurante. ¿Te parece bien?


Ella asintió.


—Bien. Allí te veré.


Se metió en la tienda cruzándose por delante de una joven oriental que salía en ese momento. De procedencia india, tenía el largo cabello negro brillante y los ojos muy negros. Incluso con sólo una mirada, Paula notó que era extremadamente bonita. Miró a su alrededor dentro de la tienda para orientarse.


—¡Pedro! —oyó a la mujer a sus espaldas.


De forma automática, Paula se dio la vuelta para verla abrazar y sonreír a Pedro.


—Hola, Ghita —la saludó él animado.


—Lisette me dijo que venías. Esperaba poder ponernos en contacto.


Tenía una voz bonita y un acento sexy y llevaba un sencillo vestido de color blanco que se ajustaba como un guante a sus curvas perfectas.


—Ya sabes —siguió la chica—. Yo no…


Paula no pudo oír el resto y se quedó mirando como los dos desaparecían de la vista. Comprendió que se había quedado mirando al vacío sin moverse con la boca seca como el polvo. Tragó saliva y se dio la vuelta para empezar de nuevo su exploración de la tienda.


Una hora más tarde tenía lo que buscaba: un bikini, un pareo para cubrirse, unas gafas y crema solar, hidratante y maquillaje. También compró un largo vestido de algodón al estilo tradicional malayo de color blanco y azul índigo. Esa noche se lo pondría en el restaurante.


En vez de volver a la habitación, donde podría encontrarse a Pedro y, que Dios no lo permitiera, a la mujer llamada Ghita, se cambió en las duchas y se aposentó en una mecedora. Después de ponerse crema con filtro solar por todo el cuerpo, cerró los ojos y suspiró.


¡Qué bendición!


Pero no por mucho tiempo. Voces. Risas. Gente ocupando la mesa de al lado. Las palabras y frases le llegaban a los oídos. Algo acerca de una cena, una fiesta y un partido de tenis. Dos chicas, por el tipo de conversación y una de las voces le resultó conocida.


Paula se dio la vuelta y miró entre las pestañas. Ghita, como había sospechado. Estaba sentada en una mesita muy cercana con otra mujer, una alta rubia. Ambas jóvenes, en el comienzo de la veintena. Ambas llevaban bikinis y estaban sorbiendo sus bebidas. Ghita se inclinó un poco hacia adelante y apartó su bebida.


—¡Adivina con quién me he encontrado hace un minuto!




martes, 5 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 14




Las montañas cubiertas de neblina la recibieron al asomarse adormilada a la ventana la mañana siguiente. El aire era fresco y húmedo. Se puso unos vaqueros enrollando los bajos y apretándose la cintura con una correa. Eran al menos una talla mayor que la de ella, pero se llevaban sueltos. Las zapatillas también le quedaban grandes, pero como eran de cordones, se mantendrían amarradas. Se puso una sudadera sobre la camiseta y se fue en busca del desayuno.


Pedro no estaba a la vista y supuso que estaría trabajando en su despacho. Tomó el desayuno sola y después intentó hablar con Ramyah, lo que le costó un poco. Paula sabía diez palabras en malayo y Ramyah veinte en inglés.


Estaba a punto de bajar al jardín cuando apareció Pedro en la cocina con una taza de café en las manos.


—Buenos días —dijo con una sonrisa de diversión—. Estás encantadora.


Ella lo miró furiosa.


—No es culpa mía que esta ropa sea demasiado grande para mí. Y si no te gusta, no me mires.


—Vaya. Te has levantado susceptible esta mañana. ¿Dónde ha quedado tu sentido del humor?


Ella apretó los dientes.


—Lo dejé junto con mi ropa y bolso cuando me arrastraste de allí.


—Yo no te arrastré. Te rescaté.


Ella agitó una mano con desdén.


—Como quieras, pero eso no quiere decir que me guste estar aquí contigo.


—Nadie te lo está preguntando —respondió él con frialdad—. Tampoco era mi idea de la diversión.


—Pues si no me quieres aquí, podría habérsete ocurrido otra idea.


—Le prometí a tu padre que te cuidaría y lo haré.


Su tono era calmado y resuelto.


—¿Cuidarme?


—Mantenerte a salvo.


—¡Qué encantador! —no estaba siendo justa y lo sabía pero no podía controlarse—. Bueno, pues tendrás que tolerar mí presencia, por muy desagradable que te resulte y por horrible que esté con esta ropa.


—No me estaba quejando —curvó levemente los labios—. De alguna manera, querida Paula, consigues estar sexy te pongas lo que te pongas.


Ella lo miró furiosa.


—No tengo absolutamente ningún deseo de parecer sexy ni deseable, te lo aseguro.


—Eso es un alivio —dijo él con sequedad—. Podría complicar las cosas.


—No tengo intenciones de complicar las cosas. Sólo quiero que queden claras.


Él asintió.


—Tú y yo en la misma casa. Camas diferentes. Muy simple.


—Exactamente.


Él le dirigió una larga mirada.


—No te engañes a ti misma, Paula —dijo en voz muy baja—. Esto no será fácil. Ya no está siendo fácil.


Hubo un incómodo silencio. Paula buscó con desesperación algo que decir, algo animado, sencillo. Pero no encontró nada.


—Bueno —dijo él despacio—. Será mejor que vuelva a mi trabajo. Hasta luego.


Paula soltó un largo y lento suspiro. Entonces, con decisión, apartó sus palabras de su mente y se fue a explorar el jardín. 


Los pollos corrían sueltos por los alrededores de la casa. 


Descubrió un gran tanque que supuso sería de gasolina y una vieja furgoneta muy maltratada.


Al final del jardín encontró un estrecho camino que conducía al bosque. De pie bajo el sol, consideró la posibilidad de dar un breve paseo por el verde y umbrío camino para contemplar los peligros. Evidentemente aquel camino era el que había visto en los mapas del despacho, usado por los O’Connors y los estudiantes.


Bajó la vista y examinó los vaqueros y las zapatillas. Sólo sería un corto paseo.


Estaba empezando a hacer más calor y se quitó la sudadera y la dejó en el césped. La recogería a la vuelta. A pocos metros dentro de la foresta ya se sentía como si la hubiera devorado un mundo antiguo y primigenio, vibrante de vida secreta. Miró a sus espaldas y ya no vio el soleado jardín con su explosión de flores. Continuó con cuidado de donde ponía los pies. El camino estaba resbaloso y mojado de la lluvia de la noche.


Las inmensas lianas colgaban de los gigantescos troncos y los pájaros invisibles trinaban en lo alto entre el zumbido de los insectos.


Era mágico. Se sintió maravillada por todo.


Justo cuando decidió dar la vuelta, escuchó el sonido del agua. Dio algunos pasos más y vio un arroyo borboteando entre rocas y plantas, con el agua cristalina como un espejo. 


Se agachó y metió la mano. Estaba fría como el hielo.


Encontró una roca plana, se sentó y contempló las brillantes mariposas revoloteando a su alrededor. Qué maravilloso sería tener a alguien para compartir aquello. La idea le devolvió los recuerdos de sus viajes de acampada y senderismo por las montañas de Blue Ridge, o cuando se sentaban al lado de idílicos arroyos y compartían íntimas fogatas por la noche. Con impaciencia, apartó las imágenes y se levantó de nuevo. Era hora de volver.


Apenas se había incorporado cuando vio a una serpiente enroscada tranquilamente sobre una roca al sol a pocos metros de ella. El corazón le dio un vuelco. Alejándose muy despacio, empezó a retirarse sin apartar la vista del reptil inmóvil. Este no se agitó, desinteresado por completo de ella.


En cuanto se encontró a una distancia segura, dejó escapar un largo suspiro de alivio y sonrió para sí misma. Ya había visto serpientes antes y había aprendido a aceptarlas como una forma extraña de vida, pero nunca le habían gustado.


Sus fuertes latidos empezaron a remitir y retrocedió por el camino. Había llegado casi a la casa cuando escuchó su nombre. Era Pedro que la llamaba. Un momento después lo vio acercándose por el sinuoso sendero con pantalones cortos y una camiseta. No pudo evitar un leve sobresalto al ver su familiar figura, las largas y musculosas piernas avanzando con resolución en dirección a ella, los movimientos de su esbelto cuerpo, tan sexy entre la lujuriosa vegetación de la jungla. Tragó saliva y apartó aquellos pensamientos.


—Aquí estoy. Sólo fui a dar un paseo. ¡Es tan bonito esto!


Estaba a punto de relatar las maravillas que había visto cuando su entusiasmo se vino abajo al ver la expresión sombría de su cara.


—¿Qué diablos crees que estás haciendo desapareciendo de esa manera?


Ella lo miró fijamente.


—Estaba dando un paseo. Sólo he estado fuera una media hora o así.


—¡Deberías habérselo dicho a alguien! —dijo con un destello de furia en los ojos—. ¡Esto no es el parque de la ciudad, por Dios bendito! Mira a tu alrededor. Esto es una selva tropical.


Ella se puso rígida.


—Gracias por la información. Ya me había dado cuenta.


—¿Tienes la más remota idea de lo peligrosa que es?


Paula se cruzó de brazos mientras pensaba en la serpiente.


—Creo que tengo alguna idea, sí.


—En adelante, si quieres ir a dar un paseo, díselo a alguien y nunca des un solo paso fuera del camino o podríamos no volver a encontrarte nunca.


—Lo recordaré —dijo ella con frialdad—. Y en adelante, ¿te acordarás de no hablarme como si fuera una niña de cinco años?


—¡Entonces no actúes como tal!


Pedro se dio la vuelta, se paró de repente y esperó a que ella le alcanzara.


—¿Juegas al golf? —preguntó de repente.


Ella lo miró con la boca abierta.


—¿Qué?


—Golf —repitió él con tranquilidad—. Que si juegas al golf.


Ella soltó una carcajada sin poder evitarlo. Pedro se metió las manos en los bolsillos.


—¿Qué es lo que te resulta tan divertido? Es una pregunta sencilla, ¿no crees?


Ella asintió.


—Sí. Y no. No juego al golf. Ya sabes que no.


—Pueden cambiar muchas cosas en cuatro años


—¿Por qué lo preguntas?


—Voy a ir a Montañas del Paraíso, un complejo que está muy cerca de aquí. Tengo que hacer algunas llamadas de teléfono y jugaré una partida para cenar después con unos amigos. ¿Te gustaría venir?


Desde luego que le encantaría tener un teléfono y estar en un sitio donde hubiera otra gente además de Pedro.


—Me encantaría. Me gustaría llamar a mi padre.


—Bien. Hay una piscina y una pequeña tienda donde puedes comprar un bañador.


Se fueron después de almorzar y tardaron veinte minutos en llegar a la carretera asfaltada y otros treinta en divisar los portones del complejo.


Pedro aparcó en un aparcamiento sombreado cerca del edificio principal, una construcción rústica de piedra y madera.


—No quiero preocuparte más de lo necesario —dijo Pedro mirándola—, pero cuando llames a tu padre, ten cuidado con lo que digas. No quiero que esto parezca una película de terror, pero los teléfonos pueden estar pinchados. No le digas dónde estás. Él ya lo sabe. Le mencioné que vendría aquí a escribir mi informe en la fiesta. Y tampoco hables del negocio y de esos tiburones. No preguntes tampoco por tu pasaporte. Más vale prevenir que lamentar.


Ella lo miró fijamente.


—Esto no puedo creerlo. ¿Cómo voy a recuperar mi bolso y mi pasaporte?


—Imagina algo.


—¿Como qué?


Él hizo un gesto de impaciencia.


—De momento no es tan importante. Sólo dile a tu padre que todo va bien. Ya tiene bastantes preocupaciones con lo que tiene.


Paula cerró los ojos fugazmente y suspiró.


—De acuerdo, tendré cuidado. ¿De qué puedo hablar?


—Dile que estás en una fiesta y que te lo estás pasando estupendamente.


Ella lo miró y vio un destello de humor en sus ojos.


—Tienes que estar de broma —dijo en voz baja.


Pedro sacó la llave de contacto y se la metió en el bolsillo.


—También puedes decirle que lo estás pasando fatal, pero eso le dejaría preocupado.


Abrió la puerta y saltó del coche.


Dentro del edificio, la llevó hasta la oficina de dirección donde la presentó a un sofisticado hombre malayo que los recibió con una sonrisa. Hablaba inglés a la perfección y era evidente que conocía a Pedro de anteriores visitas. Era amigo de los O’Connors, que acudían al complejo con regularidad a jugar al golf y al tenis y a visitar a los amigos que vivían en la zona.


Les ofrecieron una habitación para que pudieran cambiarse de ropa y hacer sus llamadas.


La llamada de Paula apenas le llevó tiempo. Su padre no estaba en la oficina. La secretaria le informó que estaba en una importante reunión con el Ministro de Industria y Comercio y que no le esperaban hasta por la tarde. Colgó desilusionada y preocupada.


—Inténtalo más tarde —sugirió Pedro—. Te enseñaré esto primero —sacó su monedero y de allí la tarjeta de crédito—. Compra lo que necesites.


A Paula no le quedó otro remedio que aceptar la tarjeta de plástico, lo que le hizo sentir como un niño molesto al que le compran chucherías para quitárselo de encima.


—Te lo devolveré —dijo con tensión.


—Estoy seguro de que lo harás.


Arqueó la comisura de los labios.


—¡No te rías de mí! —explotó ella.


—No lo estaba haciendo.


—Estás disfrutando de esto, ¿verdad?


—¿Disfrutar de qué? ¿De prestarte dinero? ¿Qué importancia tiene?


—Disfrutas de verme impotente y dependiente de ti.


Paula odiaba aquello. Y depender de él, de entre todo el mundo, era aún más intolerable.


—Desde luego, a mí no me sacaría de quicio —dijo él con enloquecedora calma—. Ahora, ven por aquí. Te enseñaré donde está la piscina.


¡Era insufrible! ¡No podía soportarle! Le costó gran esfuerzo mantener la frialdad.







UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 13



Pedro volvió al despacho y ella se sintió aliviada de que desapareciera. Ramyah le sirvió café y se fue a tomarlo a la terraza, donde ya había encendido algunos palitos antimosquitos y las finas espirales de humo se elevaba por el aire.


De la jungla de detrás del jardín llegaban todo tipo de ruidos de animales. Pensó en Pedro en el despacho escapando de ella. Qué extraño era estar con él en la misma casa y hacer las comidas juntos. Sintió un nudo en la garganta. Hubo un tiempo en que había creído que estarían juntos toda la vida. 


Había estado tan segura, tan confiada.


Suspiró. Había sido tan ingenua a los veintiún años. Ahora le dolía pensarlo; recordar sus sentimientos, las palabras que había pronunciado. Saber que las había creído con el alma y lo enamorada que había estado de Pedro. Había estado tan segura de que conseguirían que funcionara su matrimonio.


Después del divorcio se había sentido muerta durante mucho tiempo, años de hecho. Hasta que había aparecido en escena Salvador. Salvador era un periodista duro en su profesión y suave en la intimidad. Sabía cómo decir las palabras adecuadas en el momento adecuado.


Había derrumbado sus barreras y la había hecho volver a sentir, al menos un poco. Habían estado saliendo más de un año hasta que a Paula le pareció que no sería justo seguir la relación con él aunque fuera cómoda y a pesar de gustarle y respetarle mucho.


Sí, le había gustado mucho, pero no le había amado. Faltaba algo. Él nunca había llegado a lo más profundo del corazón de ella, quizá porque ella no se lo hubiera permitido. No estaba segura.


Se removió inquieta. Necesitaba algo qué hacer, algo en qué ocupar su mente. No podía pasarse las semanas siguientes revolcándose en los fracasos de su vida. No era productivo. 


Ya pertenecía al pasado.


Se estiró justo cuando Pedro apareció en la terraza. No le había oído acercarse y la pilló por sorpresa.


—Pensé que estabas trabajando.


—No consigo concentrarme —frunció el ceño—. No tienes por qué irte.


—No, es que me iba a mi habitación. Además, sé que prefieres estar solo.


Paula vio que se ponía tenso.


—Oh, por Dios bendito —dijo él irritado—. Vamos a dejar los jueguecitos. No vamos a ser capaces de evitarnos, así que ni siquiera lo intentemos, ¿de acuerdo?


—Yo no estaba intentando evitarte. Simplemente me iba a mi habitación a escribir algo. Eso es todo.


Pedro se encogió de hombros.


—Como quieras.


Paula pasó por delante de él y se fue a su habitación donde encontró papel y bolígrafos en el escritorio, probablemente dejados allí por algún estudiante. Necesitaba poner sus ideas en papel para planear qué hacer con ellas más tarde. 


Necesitaba apartar su cabeza de Pedro.


Leyó el comienzo del artículo, gimió, dejó caer la cabeza sobre la mesa. Después de unos minutos se estiró, rompió lo escrito y se metió en la cama.