martes, 5 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 14




Las montañas cubiertas de neblina la recibieron al asomarse adormilada a la ventana la mañana siguiente. El aire era fresco y húmedo. Se puso unos vaqueros enrollando los bajos y apretándose la cintura con una correa. Eran al menos una talla mayor que la de ella, pero se llevaban sueltos. Las zapatillas también le quedaban grandes, pero como eran de cordones, se mantendrían amarradas. Se puso una sudadera sobre la camiseta y se fue en busca del desayuno.


Pedro no estaba a la vista y supuso que estaría trabajando en su despacho. Tomó el desayuno sola y después intentó hablar con Ramyah, lo que le costó un poco. Paula sabía diez palabras en malayo y Ramyah veinte en inglés.


Estaba a punto de bajar al jardín cuando apareció Pedro en la cocina con una taza de café en las manos.


—Buenos días —dijo con una sonrisa de diversión—. Estás encantadora.


Ella lo miró furiosa.


—No es culpa mía que esta ropa sea demasiado grande para mí. Y si no te gusta, no me mires.


—Vaya. Te has levantado susceptible esta mañana. ¿Dónde ha quedado tu sentido del humor?


Ella apretó los dientes.


—Lo dejé junto con mi ropa y bolso cuando me arrastraste de allí.


—Yo no te arrastré. Te rescaté.


Ella agitó una mano con desdén.


—Como quieras, pero eso no quiere decir que me guste estar aquí contigo.


—Nadie te lo está preguntando —respondió él con frialdad—. Tampoco era mi idea de la diversión.


—Pues si no me quieres aquí, podría habérsete ocurrido otra idea.


—Le prometí a tu padre que te cuidaría y lo haré.


Su tono era calmado y resuelto.


—¿Cuidarme?


—Mantenerte a salvo.


—¡Qué encantador! —no estaba siendo justa y lo sabía pero no podía controlarse—. Bueno, pues tendrás que tolerar mí presencia, por muy desagradable que te resulte y por horrible que esté con esta ropa.


—No me estaba quejando —curvó levemente los labios—. De alguna manera, querida Paula, consigues estar sexy te pongas lo que te pongas.


Ella lo miró furiosa.


—No tengo absolutamente ningún deseo de parecer sexy ni deseable, te lo aseguro.


—Eso es un alivio —dijo él con sequedad—. Podría complicar las cosas.


—No tengo intenciones de complicar las cosas. Sólo quiero que queden claras.


Él asintió.


—Tú y yo en la misma casa. Camas diferentes. Muy simple.


—Exactamente.


Él le dirigió una larga mirada.


—No te engañes a ti misma, Paula —dijo en voz muy baja—. Esto no será fácil. Ya no está siendo fácil.


Hubo un incómodo silencio. Paula buscó con desesperación algo que decir, algo animado, sencillo. Pero no encontró nada.


—Bueno —dijo él despacio—. Será mejor que vuelva a mi trabajo. Hasta luego.


Paula soltó un largo y lento suspiro. Entonces, con decisión, apartó sus palabras de su mente y se fue a explorar el jardín. 


Los pollos corrían sueltos por los alrededores de la casa. 


Descubrió un gran tanque que supuso sería de gasolina y una vieja furgoneta muy maltratada.


Al final del jardín encontró un estrecho camino que conducía al bosque. De pie bajo el sol, consideró la posibilidad de dar un breve paseo por el verde y umbrío camino para contemplar los peligros. Evidentemente aquel camino era el que había visto en los mapas del despacho, usado por los O’Connors y los estudiantes.


Bajó la vista y examinó los vaqueros y las zapatillas. Sólo sería un corto paseo.


Estaba empezando a hacer más calor y se quitó la sudadera y la dejó en el césped. La recogería a la vuelta. A pocos metros dentro de la foresta ya se sentía como si la hubiera devorado un mundo antiguo y primigenio, vibrante de vida secreta. Miró a sus espaldas y ya no vio el soleado jardín con su explosión de flores. Continuó con cuidado de donde ponía los pies. El camino estaba resbaloso y mojado de la lluvia de la noche.


Las inmensas lianas colgaban de los gigantescos troncos y los pájaros invisibles trinaban en lo alto entre el zumbido de los insectos.


Era mágico. Se sintió maravillada por todo.


Justo cuando decidió dar la vuelta, escuchó el sonido del agua. Dio algunos pasos más y vio un arroyo borboteando entre rocas y plantas, con el agua cristalina como un espejo. 


Se agachó y metió la mano. Estaba fría como el hielo.


Encontró una roca plana, se sentó y contempló las brillantes mariposas revoloteando a su alrededor. Qué maravilloso sería tener a alguien para compartir aquello. La idea le devolvió los recuerdos de sus viajes de acampada y senderismo por las montañas de Blue Ridge, o cuando se sentaban al lado de idílicos arroyos y compartían íntimas fogatas por la noche. Con impaciencia, apartó las imágenes y se levantó de nuevo. Era hora de volver.


Apenas se había incorporado cuando vio a una serpiente enroscada tranquilamente sobre una roca al sol a pocos metros de ella. El corazón le dio un vuelco. Alejándose muy despacio, empezó a retirarse sin apartar la vista del reptil inmóvil. Este no se agitó, desinteresado por completo de ella.


En cuanto se encontró a una distancia segura, dejó escapar un largo suspiro de alivio y sonrió para sí misma. Ya había visto serpientes antes y había aprendido a aceptarlas como una forma extraña de vida, pero nunca le habían gustado.


Sus fuertes latidos empezaron a remitir y retrocedió por el camino. Había llegado casi a la casa cuando escuchó su nombre. Era Pedro que la llamaba. Un momento después lo vio acercándose por el sinuoso sendero con pantalones cortos y una camiseta. No pudo evitar un leve sobresalto al ver su familiar figura, las largas y musculosas piernas avanzando con resolución en dirección a ella, los movimientos de su esbelto cuerpo, tan sexy entre la lujuriosa vegetación de la jungla. Tragó saliva y apartó aquellos pensamientos.


—Aquí estoy. Sólo fui a dar un paseo. ¡Es tan bonito esto!


Estaba a punto de relatar las maravillas que había visto cuando su entusiasmo se vino abajo al ver la expresión sombría de su cara.


—¿Qué diablos crees que estás haciendo desapareciendo de esa manera?


Ella lo miró fijamente.


—Estaba dando un paseo. Sólo he estado fuera una media hora o así.


—¡Deberías habérselo dicho a alguien! —dijo con un destello de furia en los ojos—. ¡Esto no es el parque de la ciudad, por Dios bendito! Mira a tu alrededor. Esto es una selva tropical.


Ella se puso rígida.


—Gracias por la información. Ya me había dado cuenta.


—¿Tienes la más remota idea de lo peligrosa que es?


Paula se cruzó de brazos mientras pensaba en la serpiente.


—Creo que tengo alguna idea, sí.


—En adelante, si quieres ir a dar un paseo, díselo a alguien y nunca des un solo paso fuera del camino o podríamos no volver a encontrarte nunca.


—Lo recordaré —dijo ella con frialdad—. Y en adelante, ¿te acordarás de no hablarme como si fuera una niña de cinco años?


—¡Entonces no actúes como tal!


Pedro se dio la vuelta, se paró de repente y esperó a que ella le alcanzara.


—¿Juegas al golf? —preguntó de repente.


Ella lo miró con la boca abierta.


—¿Qué?


—Golf —repitió él con tranquilidad—. Que si juegas al golf.


Ella soltó una carcajada sin poder evitarlo. Pedro se metió las manos en los bolsillos.


—¿Qué es lo que te resulta tan divertido? Es una pregunta sencilla, ¿no crees?


Ella asintió.


—Sí. Y no. No juego al golf. Ya sabes que no.


—Pueden cambiar muchas cosas en cuatro años


—¿Por qué lo preguntas?


—Voy a ir a Montañas del Paraíso, un complejo que está muy cerca de aquí. Tengo que hacer algunas llamadas de teléfono y jugaré una partida para cenar después con unos amigos. ¿Te gustaría venir?


Desde luego que le encantaría tener un teléfono y estar en un sitio donde hubiera otra gente además de Pedro.


—Me encantaría. Me gustaría llamar a mi padre.


—Bien. Hay una piscina y una pequeña tienda donde puedes comprar un bañador.


Se fueron después de almorzar y tardaron veinte minutos en llegar a la carretera asfaltada y otros treinta en divisar los portones del complejo.


Pedro aparcó en un aparcamiento sombreado cerca del edificio principal, una construcción rústica de piedra y madera.


—No quiero preocuparte más de lo necesario —dijo Pedro mirándola—, pero cuando llames a tu padre, ten cuidado con lo que digas. No quiero que esto parezca una película de terror, pero los teléfonos pueden estar pinchados. No le digas dónde estás. Él ya lo sabe. Le mencioné que vendría aquí a escribir mi informe en la fiesta. Y tampoco hables del negocio y de esos tiburones. No preguntes tampoco por tu pasaporte. Más vale prevenir que lamentar.


Ella lo miró fijamente.


—Esto no puedo creerlo. ¿Cómo voy a recuperar mi bolso y mi pasaporte?


—Imagina algo.


—¿Como qué?


Él hizo un gesto de impaciencia.


—De momento no es tan importante. Sólo dile a tu padre que todo va bien. Ya tiene bastantes preocupaciones con lo que tiene.


Paula cerró los ojos fugazmente y suspiró.


—De acuerdo, tendré cuidado. ¿De qué puedo hablar?


—Dile que estás en una fiesta y que te lo estás pasando estupendamente.


Ella lo miró y vio un destello de humor en sus ojos.


—Tienes que estar de broma —dijo en voz baja.


Pedro sacó la llave de contacto y se la metió en el bolsillo.


—También puedes decirle que lo estás pasando fatal, pero eso le dejaría preocupado.


Abrió la puerta y saltó del coche.


Dentro del edificio, la llevó hasta la oficina de dirección donde la presentó a un sofisticado hombre malayo que los recibió con una sonrisa. Hablaba inglés a la perfección y era evidente que conocía a Pedro de anteriores visitas. Era amigo de los O’Connors, que acudían al complejo con regularidad a jugar al golf y al tenis y a visitar a los amigos que vivían en la zona.


Les ofrecieron una habitación para que pudieran cambiarse de ropa y hacer sus llamadas.


La llamada de Paula apenas le llevó tiempo. Su padre no estaba en la oficina. La secretaria le informó que estaba en una importante reunión con el Ministro de Industria y Comercio y que no le esperaban hasta por la tarde. Colgó desilusionada y preocupada.


—Inténtalo más tarde —sugirió Pedro—. Te enseñaré esto primero —sacó su monedero y de allí la tarjeta de crédito—. Compra lo que necesites.


A Paula no le quedó otro remedio que aceptar la tarjeta de plástico, lo que le hizo sentir como un niño molesto al que le compran chucherías para quitárselo de encima.


—Te lo devolveré —dijo con tensión.


—Estoy seguro de que lo harás.


Arqueó la comisura de los labios.


—¡No te rías de mí! —explotó ella.


—No lo estaba haciendo.


—Estás disfrutando de esto, ¿verdad?


—¿Disfrutar de qué? ¿De prestarte dinero? ¿Qué importancia tiene?


—Disfrutas de verme impotente y dependiente de ti.


Paula odiaba aquello. Y depender de él, de entre todo el mundo, era aún más intolerable.


—Desde luego, a mí no me sacaría de quicio —dijo él con enloquecedora calma—. Ahora, ven por aquí. Te enseñaré donde está la piscina.


¡Era insufrible! ¡No podía soportarle! Le costó gran esfuerzo mantener la frialdad.







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