sábado, 19 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 13



PAULA LLEGÓ tarde al trabajo a la mañana siguiente gracias a una rabieta de Sol, algo muy poco habitual en ella. No había querido vestirse, ni había querido desayunar, no había querido hacer ninguna de las cosas que hacía todos los días.


Como la pequeña no había tenido fiebre ni otros síntomas, Paula había pensado que su hija habría captado su estado de ánimo inquieto después de otra noche de insomnio.


–Vete –había indicado Maria–. Bueno, termina de vestirte primero. La niña estará bien conmigo. Y recuerda lo que te he dicho –había añadido.


Así que Paula se había terminado de vestir a toda prisa, eligiendo un vestido sencillo negro, con cuello cuadrado, cinturón y falda corta. Se había puesto unos zapatos de tacón, dos pulseras y el bolso para salir corriendo a tomar el autobús.


Sólo llegó quince minutos tarde, y eso después de pasarse por el baño para ponerse el maquillaje y retocarse el pelo. Por eso, se llevó una sorpresa cuando Monica Swanson le dijo, al verla entrar, que su jefe la estaba esperando.


–¿E-esperando? –balbuceó ella–. No creí que él fuera a venir hoy. Al menos, no por la mañana.


–Lleva aquí una hora. Agarra la agenda –recomendó Monica.


Paula obedeció y, tras respirar hondo varias veces, llamó a la puerta del despacho de Pedro Alfonso y entró.


Él estaba hablando por teléfono y, al verla, la indicó con la mano que se sentara.


Paula dejó la agenda sobre la mesa y aprovechó que él estaba hablando de espaldas a ella para recomponerse lo mejor que pudo.


Se colocó el pelo detrás de las orejas, se alisó la falda y cruzó los tobillos. Hizo algunos discretos ejercicios faciales, enderezó los hombros y entrelazó las manos sobre el regazo.


–¿Lista?


Ella levantó la vista y, avergonzada, se percató de que, al
parecer, Pedro Alfonso llevaba un tiempo observándola. No se había dado cuenta de cuándo había terminado la llamada.


–Eh… sí. Siento llegar tarde.


–¿No esperabas que me presentara en la oficina?


–No ha sido por eso. Sol se ha portado un poco mal –explicó
ella–. Además, no esperaba que usted estuviera aquí –reconoció.


–He decidido que no quiero que me tomen por un tipo que lo deja todo para irse a pescar –dijo él tras un silencio.


Paula se sonrojó un poco.


–Yo… no les habría dicho eso –murmuró ella.


–Ayer por la tarde, sí lo habrías dicho.


Paula se retorció incómoda, sin decir nada.


Él se puso en pie y se acercó a las ventanas.


–¿Has tomado alguna decisión?


–Bueno, lo he hablado con mi madre y ella… –comenzó a decir Paula y se interrumpió, carraspeando–. No. Yo quiero aceptar el puesto… si usted no ha cambiado de idea.


–¿Por qué iba a hacerlo?


–Por lo que le dije ayer de irse a pescar –sugirió ella, haciendo una mueca.


Él esbozó una sonrisa fugaz.


–Fui muy poco considerado. Tal vez, me lo merecí. No, no he
cambiado de idea. ¿Qué me decías? Parece que quieres que crea que eres tú y no tu madre quien ha tomado la decisión…


–Sí –admitió ella y bajó la vista–. Si le soy honesta, no podría rechazarla. Para empezar, me ayudará mucho en lo económico. Y será como trabajar desde casa y no tendré que trabajar a media jornada durante los fines de semana. Desde el punto de vista profesional, como usted ha señalado, será bueno para mi currículum. Me permitirá estar mucho más tiempo con Sol y… –enumeró e hizo una pausa, tragando saliva–. Sobre todo, me permitirá ser mejor madre a la vista de todos.


–¿En el caso de que el padre de Sol decida reclamarla?


Ella asintió.


–¿Se lo vas a decir a él?


–No, pero… –balbuceó Paula–. Se ha mudado a Sídney –añadió y le explicó cómo lo había averiguado–. Así que ésa es otra razón por la que prefiero vivir en otro sitio.


–No puedes seguir huyendo de él, Paula.


–Lo sé –admitió ella, extendiendo las manos–. Lo que pasa es que es más fácil así. Además, creo que un buen trabajo como el que me ofrece me hará tener mejor autoestima…


–¿Y tu madre? ¿Qué opina?


–Ella me apoya. Aunque me ha costado mucho convencerla de que se quede aquí y retome su trabajo de diseñadora de ropa. Pero tiene sólo cincuenta años y necesita tener una vida propia. Por supuesto, dice que vendrá a visitarnos… si a usted le parece bien.


–Claro –repuso él y apretó los labios–. ¿Tienes ganas, entonces? Todas las razones lógicas para aceptar el trabajo no te van a servir de nada si, luego, odias el lugar o no te sientes cómoda allí.


–¿Odiar el lugar? –repitió Paula con tono burlón–. Eso iba a ser difícil.


–O si te sientes sola.


Sus miradas se encontraron cuando Pedro pronunció esas
palabras. Por la forma en que él lo dijo y por cómo la observaba, Paula se sintió atrapada en sus ojos.


Se humedeció los labios.


–Planeo estar demasiado ocupada como para sentirme sola.


Pero, de inmediato, Paula se dio cuenta de que ésa no era la
respuesta correcta. No contestaba la pregunta indirecta que él le había hecho… La corriente eléctrica que cargaba el aire entre ellos estaba allí, envolviéndolos otra vez. Sin poder evitarlo, ella se preguntó cómo se sentiría si él la tomara entre sus brazos.


Al pensarlo, Paula notó cómo se le ponía la piel de gallina.


Entonces, las palabras de él resonaron en su mente. 


Sentirse sola, se dijo, tomando aliento.


Llevaba años sintiéndose sola, ansiando tener un amante y un compañero. Y no tenía ninguna duda de que Pedro Alfonso podía desempeñar ambos roles de forma brillante. 


¿Pero cuánto tiempo pasaría hasta que otra Portia se cruzara por su camino?


–¿Paula? ¿Vas a seguir negándolo?


Ella se estremeció un momento. Al instante, se dijo que nunca había sido deshonesta con Pedro Alfonso y que no iba a empezar a serlo.


–¿Se refiere a si voy a negar que existe cierta atracción entre nosotros? No. Pero… –comenzó a decir ella e hizo una pausa–. No puedo dejar que me afecte. Ya he cometido un terrible error en nombre del amor, que terminó siendo sólo una atracción pasajera. Todavía no me he recuperado del todo y sigo hecha pedazos, no sólo mi corazón, sino también mi autoestima.


Paula se calló un momento, ignorando la terrible tensión que
delataban sus ojos. Intentó quitarle hierro a la conversación.


–Igual cree que cinco años deberían haber bastado para
superarlo, pero no es así –admitió ella y esbozó una rápida sonrisa–. Además, si me disculpa, señor Alfonso, usted también tiene lo suyo.


–Sigue –la invitó él con tono seco–. ¿O quieres que lo adivine? ¿Dudas de que mis intenciones sean honestas? –preguntó e hizo una pausa–. Te aseguro que no soy tan despiadado como para dejarte embarazada y abandonarte.


–Fui yo quien… lo dejó –susurró ella.


–Paula, ahora tienes veinticuatro años. Eso significa que sólo tenías diecinueve cuando sucedió, ¿no es así?


–Bueno, sí, pero…


–¿Cuántos años tenía él? –inquirió Pedro–. Supongo que era mayor.


–Él… tenía treinta y cinco.


–¿Y quién era? No quiero nombres –puntualizó él con expresión tempestuosa–. ¿Quién era él para ti?


–Uno de mis tutores.


–Es una vieja historia, Paula. Un hombre mayor con autoridad. Una joven impresionable e ingenua. Él no debió desaparecer de tu vida sin mirar atrás cuando encontró a otra mujer.


Paula jugueteó con sus pulseras un momento.


–Mire –dijo ella con voz tensa–. Por la razón que sea, legítima o no, no estoy preparada para pasar por eso de nuevo.


–Entonces, ¿por qué aceptas el trabajo?


–Es la única oportunidad que se me ha presentado hasta el
momento de salir del agujero en que Sol y yo nos encontramos. Y…


–¿Y?


–Puede que suene raro, pero al verle con Armando… me resultó más fácil decidirme. Sin embargo, si va a ser… –contestó ella y titubeó, deteniéndose a mitad de la frase.


–¿Va a ser qué? ¿Incómodo para mí? –adivinó él.


–Yo… no quiero… –balbuceó ella y se mordió el labio.


Pedro Alfonso se dejó caer en su silla.


–Tal vez, si me siento incómodo, pueda quemar energías
cortando madera –sugirió él.


–En serio, igual es mejor que nos olvidemos de todo esto…


Pedro la miró a los ojos con gesto frío y serio.


–No. Tú pareces convencida de poder manejar la situación, así que yo haré lo mismo.


–Sigo sin entender bien por qué me ha ofrecido el puesto si… – comenzó a decir Paula y se interrumpió, sintiéndose impotente.


–¿Si no es para llevarte a la cama? –dijo él, terminando la frase por ella–. Creo que es por mi hermana. Su historia era parecida a la tuya. Estaba angustiada y sentía que había sido traicionada. Cuando Armando tenía tres años, murió en una avalancha en la nieve, cuando estaba esquiando.


–Oh. Lo siento.


Pedro se encogió de hombros.


–Bueno, ¿entonces, aceptas, Paula Chaves?


Ella titubeó.


–No te preocupes. No te obligaré a hacer nada que no quieras.


Aquella promesa le provocó a Paula un escalofrío… aunque decidió ignorarlo.


–De acuerdo.


–Bien. Lo prepararé todo. Ahora, veamos qué tengo en la agenda para hoy.


Despacio, Paula tomó la agenda y repasaron las citas del día una por una. Luego, Pedro Alfonso le encargó varias cosas para los siguientes días.


Justo cuando iba a llegar a la puerta, Pedro Alfonso la llamó.


–Puedes hablar conmigo siempre que quieras… o lo necesites – aseguró él en voz baja.


Paula se quedó mirándolo y, sin poder evitarlo, se le saltaron las lágrimas.


–Gracias –dijo ella con voz ronca–. Gracias.


Entonces, se dio medio vuelta, rezando porque él no se hubiera dado cuenta de cómo la habían conmovido aquellas simples palabras de amabilidad…


Tumbada en su cama esa noche, Paula se preguntó, sin embargo, si había sido la inesperada amabilidad de su comentario lo que le había llegado al alma. No, debía de ser algo más. Algo que la atraía de manera irresistible.






viernes, 18 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 12








Sin saber que acababa de ser catalogado como multimillonario arrogante, Pedro Alfonso estaba pensando en Paula poco antes de acostarse.


Se sirvió una copa y se fue al estudio. Su consejero legal acababa de irse a la cama.


Al recordar el berrinche que había tenido ella al subirse en el
helicóptero, Pedro sonrió.


Era una mujer muy capaz e inteligente. Y atractiva… 


Recordó su esbelta figura, con los vaqueros y el suéter que había llevado puestos, y su grácil forma de caminar…


Pensó en su fría mirada azul, capaz de atravesar a cualquiera y, al mismo tiempo, en lo cálida que podía mostrarse, como cuando había estado en los jardines con Armando.


Sin embargo, no debía dejarse llevar por aquel tren de
pensamientos, se dijo Pedro. Ella tenía muchos traumas por resolver.


Sin duda, su condición de madre soltera tenía la culpa, caviló él, recordando con tristeza a su hermana Amelia, la madre de Armando…


Con un suspiro, Pedro posó la atención en los cuadros de la pared: caballos, barcos y Shakespeare. Y se fijó en un barco en particular, el Miss Miranda, que había sido el primero que sus padres habían comprado.


Encogiéndose de hombros, se sentó detrás del escritorio y sus pensamientos volaron hasta los días en que había vivido con sus padres.


Debían de haber sido una pareja curiosa cuando se habían casado: una chica de una familia noble venida a menos y un alto bosquimano que había crecido en Cooktown, al norte de Queensland, con el mar en las venas y el sueño de poseer una flota pesquera.


De hecho, a la familia de su madre, los Hastings, le había parecido una pareja tan poco convencional que había repudiado a su madre. Todos, excepto su tía Narelle. De todos modos, sus padres habían estado muy enamorados hasta el día en que habían muerto… juntos.


Su amor les había acompañado en todos sus obstáculos y tribulaciones… todos los días que habían pasado en el mar, impregnados de olor a diesel y a pescado, en barcos que se estropeaban a menudo. Y todos los días que habían soportado juntos el calor tropical de Cooktown, cuando los barcos habían estado anclados por ser la estación baja. Y cuando la pesca había sido tan pobre como para dar ganas de llorar…


De forma milagrosa, su madre había sido capaz de convertir cada lugar en su hogar… aunque sólo fuera con su cálida sonrisa y poniendo unas flores silvestres en un vaso, o un pequeño arreglo de conchas. Y lo había hecho a pesar de no tener una casa en condiciones, ni jardines, como había tenido cuando había sido niña. Y su padre, incluso cuando había estado agotado hasta lo más hondo de su ser, siempre había sido capaz de alejar la sombra de la tristeza de su madre.


Siempre había sabido cómo hacerla feliz… a veces sólo con una simple caricia en el pelo.


Pedro apuró su bebida y le dio vueltas al vaso entre los dedos.


¿Por qué, cada vez que pensaba en sus padres, se sentía un poco…? Se sentía un poco como si su propia vida fuera la nota discordante de la melodía.


¿Sería porque, aunque había continuado con su trabajo y había formado un gran imperio a partir de él, no tenía lo que ellos habían tenido?


Por otra parte, le acompañaba siempre el recuerdo de su
hermana, Amelia, que había amado con todo su corazón y había sido abandonada. Desde entonces, ella no había vuelto a ser la misma.


Si aquello no era suficiente para hacerle desconfiar del amor y sus desastrosas consecuencias…


Lo habían demostrado todas las mujeres que lo había 
perseguido por su dinero, pensó, haciendo una mueca.


Era extraño admitirlo, pero en el fondo de su corazón, Pedro
desconfiaba tanto del amor como la señorita Paula Chaves.


Colocándose las manos detrás de la cabeza, Pedro se preguntó si él tendría la culpa… si sería problema suyo esa sensación de discordancia en su vida. ¿Tenía demasiadas expectativas respecto a las mujeres? ¿Era por eso por lo que había dejado de buscar a su mujer ideal? ¿Estaría su punto de vista empañado por la tragedia que había vivido su hermana?


Y, por otra parte, se sentía un poco frustrado porque no creía
estar haciéndolo bien con Armando.


Sí, podía darle todo lo que el dinero podía comprar, podía hacerle una casa para los animales… pero su tiempo era más difícil de prodigar.


De pronto, Pedro se incorporó en la silla de un brinco, al darse cuenta de que no era sólo Armando quien necesitaba más de su tiempo.


Él mismo se había encajonado en un hábito de trabajo y la adquisición de más y más poder le parecía, en ocasiones, como estar atrapado en una camisa de fuerza. Sin embargo, no sabía cómo salir de ella.


Sumido en sus pensamientos, se quedó mirando al frente con aire ausente.


¿Sería todo por causa de no tener una mujer a su lado ni una familia?, se preguntó y, de pronto, sintió un nudo en la garganta.


¿Sería por eso por lo que quería asegurarse de no perder de vista a Paula Chaves? Lo cierto era que había algo más que una atracción física imposible de negar. ¿Acaso, muy en su interior, albergaba el plan de crear una unidad familiar con ella, su hija y Armando? ¿Pero qué sucedería si la dama de hielo resultaba no derretirse? ¿Y si acababa siendo la única mujer que quería, pero no podía tener?




LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 11




Era una cocina enorme, con paredes de ladrillo y el suelo de
madera. Había plantas en vasos con agua junto a la ventana y un gran armario antiguo albergaba una colección de porcelana china. Todos los electrodomésticos eran modernos, de acero inoxidable.


Había una mesa en un lado de la habitación, con seis sillas.


La señora Preston, con aspecto saludable, cabello gris y mejillas sonrosadas, comenzó a servir filetes con patatas asadas con crema amarga y cebollinos. También, había una ensaladera repleta de lechuga, tomate y pepino, junto a una cestita con pan caliente.


Los filetes, marinados y asados con champiñones, desprendían un aroma muy tentador.


Y había una botella de vino tinto abierta sobre la mesa.


–¿Tienes hambre? –preguntó él mientras se sentaban.


–Acabo de darme cuenta de que tengo mucha –confesó ella y miró a su alrededor–. ¿Dónde está Armando?


–En el dentista. Ha ido a una revisión –contestó Pedro–. Señora Preston, ¿puedo contarle a la señorita Chaves lo que me dijo usted por teléfono hace un par de días?


La señora Preston parpadeó, mirando a Paula.


–Claro.


Pedro tomó la botella de vino y sirvió dos vasos.


–La señora Preston trabaja desde hace años como ama de llaves y cocinera, todo en uno –explicó él y levantó el vaso en un gesto de brindis antes de continuar–: Tal vez quiera usted contárselo en persona, señora Preston.


El ama de llaves entrelazó las manos y miró a Paula.


–Llamé al señor Alfonso hace un par de días porque sabía que lo comprendería –indicó la señora Preston y le lanzó una mirada llena de afecto a su jefe–. Me estoy haciendo mayor y me gustaría concentrarme en la cocina. Siempre me ha gustado elegir yo misma los ingredientes que necesito, pero comprar provisiones para una casa tan grande, con tantas fiestas como celebramos, es demasiado trabajo para mí. Preferiría hacer una lista y pasársela a alguien –confesó e hizo una pausa–. No quiero tener que preocuparme más por el estado del armario de los manteles o por si necesitamos más servilletas. No quiero tener que ocuparme de contratar y despedir gente, ni de contar la cubertería de plata para comprobar que no se hayan llevado nada, ni dudar si les di a los mismos invitados el mismo menú la última vez que estuvieron aquí, porque me olvidé de escribirlo. Me gustaría que hubiera alguien que pudiera coordinarlo todo –añadió con tono esperanzado.


Pedro miró a Paula con gesto interrogativo. Y ella se dio cuenta de que la oferta de trabajo no había sido algo que él se hubiera sacado de la manga. La necesidad de cubrir el puesto era real. Por otra parte, estaba claro que Pedro Alfonso era un jefe querido por sus empleados. No sólo la señora Preston, sino también Monica Swanson y unos cuantos más que había conocido…


–Creo que, al margen de la decisión que yo tome, sería criminal sobrecargarla con esas tareas por más tiempo, señora Preston – comentó Paula tras tragarse un delicioso pedazo de carne–. Esta comida es una de las más exquisitas que he comido.


–Gracias, señorita Chaves –repuso el ama de llaves y, antes de retirarse, añadió–: Armando está muy emocionado con usted. Dice que tiene una hija pequeña, ¿es cierto?


–Sí –confirmó Paula–. Tiene casi cuatro años.


–Éste es un lugar estupendo para los niños.


–Por ahora, ¿qué opinas? –preguntó Pedro Alfonso mientras
caminaban juntos a los establos después de comer.


Una ligera brisa atemperaba el calor del sol y removía el aroma a hierba y a caballos.


–N-no sé qué decir –confesó ella.


–Por si te preocupa que sea un puesto de ama de llaves
disfrazado, puedo asegurarte que no sólo estarás a cargo del funcionamiento interno de la casa, sino también de los jardines… de todo –afirmó él.


–¿No cree que el puesto sería más adecuado para un hombre? – sugirió ella–. Me refiero a un hombre que pueda… –balbuceó y miró a su alrededor, sin saber cómo explicarse–. Bueno, arreglar vallas rotas y esas cosas.


–Un hombre que pueda arreglar vallas no podría llevar la casa. Sin embargo, una mujer con ojo crítico y la habilidad de contratar a los empleados que necesite podría llevar a cabo ambas cosas –señaló él e hizo una pausa–. Además, es importante que sea una mujer que no se deje engañar.


–Me hace usted sentir como si fuera un sargento. Siento haberle tratado así en alguna ocasión, pero se lo merecía.


–Acepto tus disculpas –repuso él con tono grave–. ¿Por dónde íbamos? Sí. La casa necesita algunas reformas. Además, está lo del programa de ordenador para llevar registro de los caballos.


Paula se quedó en silencio.


–Quedaría bien en tu currículum –continuó él–. Encargada de la finca Yewarra.


–En el caso de que aceptara, ¿cuándo querría que comenzara?


Él la miró con expresión socarrona.


–No antes de que Rogelio regrese y te tome el testigo. Y puede ser que necesites algunos días libres para organizarte. Ya estamos aquí. 


Los establos estaban rodeados de petunias y el aire olía a estiércol y paja fresca. Tenían una gran actividad y, al ver a tantas personas trabajando allí, Paula comprendió lo que su jefe había querido decir con que entraba y salía mucha gente de la finca.


Dentro, en la oficina, había un tipo muy alto de unos cuarenta años, con cabello rubio, pecas y todo el aspecto de ser un hombre de acción, sentado delante de un ordenador. 


Parecía a punto de arrancarse los pelos.


Bob Collins, el jefe de los establos, los saludó a ambos con aire distraído.


–Me he perdido de nuevo –informó Bob–. ¡Todo el maldito
programa parece haber desaparecido en una especie de agujero negro informático!


Pedro miró a Paula. Ella sonrió, tomó una silla y se sentó junto a Bob.


Tras unas cuantas preguntas, empezó a teclear en el ordenador. En cuestión de minutos, restauró el programa.


Bob la miró a la cara por primera vez desde que habían entrado, le dio una palmadita en la espalda y se dirigió a Pedro.


–No sé de dónde la has sacado, pero ¿puedo quedármela? Por favor…


Pedro sonrió.


–Tal vez. Tiene que tomar una decisión.


Paula y Pedro estaban caminando de regreso a la casa, en silencio, perdidos en sus propios pensamientos, cuando el teléfono de él sonó.


–Sí. Ajá… ¿Esta tarde? Bueno, de acuerdo, pero dile a Jim que tendrá que regresar luego directamente a Sídney.


Después de colgar, Pedro miró a Paula.


–Cambio de planes. Nuestro consejero legal necesita verme de inmediato. Va a venir en el helicóptero de la compañía y se quedará a pasar la noche. Yo…


–¿Cómo voy a ir a casa? –preguntó Paula, agitada.


–No tengo intención de secuestrarte –repuso él con tono
cortante–. Puedes volver en el helicóptero.


–¿Perdón? –murmuró Paula, poniéndose roja.


Pedro se detuvo y posó una mano en el hombro de ella.


–Si de veras no confías en mí, Paula, es mejor que disolvamos nuestra relación profesional ahora mismo.


Ella respiró hondo e intentó recuperar la compostura.


–No he tenido tiempo de preguntarme si confío en usted o no… Estaba pensando en mi madre y en Sol. Nunca he pasado la noche lejos de ellas.


Pedro apartó las manos y pareció a punto de decir algo. Sin
embargo, siguió caminando hacia la casa en silencio.


Paula titubeó. Y lo siguió.


Más tarde, el helicóptero, azul y blanco, aparcó al otro lado de la casa. El consejero legal bajó, con aspecto de estar bastante agobiado.


Paula también se sentía agobiada mientras esperaba para subir a bordo. Antes, había estado todo el rato en compañía de la señora Preston, que le había mostrado la casa. Era imposible no estar impresionada… sobre todo por el ala infantil del edificio. La sala de juegos era el sueño de cualquier niño, con personajes de cuento adornando las paredes e incontables juguetes. Había, también, tres dormitorios y una pequeña cocina…


En ese momento, Pedro Alfonso estaba parado junto a ella, con aspecto tranquilo y relajado. Armando estaba con él y era obvio que el pequeño estaba encantado con el cambio de planes.


–¿Puedo tomarme un tiempo para pensarlo? –preguntó Paula.


–Claro –repuso Pedro y se acercó a su consejero legal–. Buenos días, Jim. Ésta es Paula, pero ya se va. Sube, Paula.


¿Era eso todo?, se preguntó Paula mientras subía al vehículo. Se sentó y comenzó a abrocharse el cinturón.


Entonces, se detuvo de golpe.


–Espere un momento –le pidió Paula al piloto–. Olvidé preguntarle… ¿Puede esperar?


–Como desee.


Cuando Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y salió, los dos hombres la miraron sorprendidos.


–Señor Alfonso… Olvidé preguntarte a qué hora llegará mañana a la oficina.


–Ahora mismo no lo sé, Paula.


–¡Pero he fijado algunas de las citas que tenía hoy para mañana!


–Entonces, puede que tengas que cambiarlas otra vez.


–¿Y qué les digo esta vez?


–Lo que quieras –contestó su jefe, encogiéndose de hombros.


Paula respiró, furiosa, pero intentó mantener la calma.


–De acuerdo. ¡Les diré que se ha ido a pescar!


Dicho aquello, ella se dio media vuelta y se subió al helicóptero.


–Podemos irnos ya –informó ella al piloto, roja de furia.


El piloto la miró con una sonrisa en los labios.


–¡Ha estado muy bien lo que le ha dicho!


–¿Crees… crees que es un jefe difícil?


El piloto inclinó la cabeza mientras ponía el motor en marcha.


–A veces, pero a fin de cuentas es el mejor tipo para el que he trabajado. Creo que todos pensamos lo mismo.


Esa noche, Paula le contó a su madre lo que había pasado, incluido el comentario del piloto.


–Parece que todos sienten gran reverencia hacia él, mamá. Por lo menos, es lo que he visto en su ama de llaves, en el encargado de los establos y en Monica Swanson. Puede ser un jefe difícil, pero la gente lo admira y lo respeta. Su sobrino lo adora –explicó Paula y meneó la cabeza, intentando poner en orden sus pensamientos–. No me esperaba que el señor Alfonso tuviera ese carisma con los niños, de verdad me ha sorprendido.


–Acéptalo –aconsejó Maria de forma impulsiva–. Acepta el trabajo. Lo digo porque me parece una buena oportunidad profesional. Si no te gusta, siempre puedes volver a lo de antes. Además, el dinero te va a venir muy bien. ¡Y yo iré contigo!


–Mamá, no –replicó Paula y le explicó lo de la nota que había leído–. Si acepto, será en parte para que puedas tener una vida propia y hacer lo que más te gusta.


Maria siguió en sus trece con obcecación y continuaron
discutiendo un poco más hasta que Paula consiguió convencerla.



Cuando se fue a la cama, no podía dejar de pensar en Armando y en la nueva imagen que había visto de su jefe.


No había duda de que Pedro Alfonso podía ser muy arrogante… pero cuando estaba con su sobrino era un hombre diferente. Y muy atractivo…