viernes, 18 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 12








Sin saber que acababa de ser catalogado como multimillonario arrogante, Pedro Alfonso estaba pensando en Paula poco antes de acostarse.


Se sirvió una copa y se fue al estudio. Su consejero legal acababa de irse a la cama.


Al recordar el berrinche que había tenido ella al subirse en el
helicóptero, Pedro sonrió.


Era una mujer muy capaz e inteligente. Y atractiva… 


Recordó su esbelta figura, con los vaqueros y el suéter que había llevado puestos, y su grácil forma de caminar…


Pensó en su fría mirada azul, capaz de atravesar a cualquiera y, al mismo tiempo, en lo cálida que podía mostrarse, como cuando había estado en los jardines con Armando.


Sin embargo, no debía dejarse llevar por aquel tren de
pensamientos, se dijo Pedro. Ella tenía muchos traumas por resolver.


Sin duda, su condición de madre soltera tenía la culpa, caviló él, recordando con tristeza a su hermana Amelia, la madre de Armando…


Con un suspiro, Pedro posó la atención en los cuadros de la pared: caballos, barcos y Shakespeare. Y se fijó en un barco en particular, el Miss Miranda, que había sido el primero que sus padres habían comprado.


Encogiéndose de hombros, se sentó detrás del escritorio y sus pensamientos volaron hasta los días en que había vivido con sus padres.


Debían de haber sido una pareja curiosa cuando se habían casado: una chica de una familia noble venida a menos y un alto bosquimano que había crecido en Cooktown, al norte de Queensland, con el mar en las venas y el sueño de poseer una flota pesquera.


De hecho, a la familia de su madre, los Hastings, le había parecido una pareja tan poco convencional que había repudiado a su madre. Todos, excepto su tía Narelle. De todos modos, sus padres habían estado muy enamorados hasta el día en que habían muerto… juntos.


Su amor les había acompañado en todos sus obstáculos y tribulaciones… todos los días que habían pasado en el mar, impregnados de olor a diesel y a pescado, en barcos que se estropeaban a menudo. Y todos los días que habían soportado juntos el calor tropical de Cooktown, cuando los barcos habían estado anclados por ser la estación baja. Y cuando la pesca había sido tan pobre como para dar ganas de llorar…


De forma milagrosa, su madre había sido capaz de convertir cada lugar en su hogar… aunque sólo fuera con su cálida sonrisa y poniendo unas flores silvestres en un vaso, o un pequeño arreglo de conchas. Y lo había hecho a pesar de no tener una casa en condiciones, ni jardines, como había tenido cuando había sido niña. Y su padre, incluso cuando había estado agotado hasta lo más hondo de su ser, siempre había sido capaz de alejar la sombra de la tristeza de su madre.


Siempre había sabido cómo hacerla feliz… a veces sólo con una simple caricia en el pelo.


Pedro apuró su bebida y le dio vueltas al vaso entre los dedos.


¿Por qué, cada vez que pensaba en sus padres, se sentía un poco…? Se sentía un poco como si su propia vida fuera la nota discordante de la melodía.


¿Sería porque, aunque había continuado con su trabajo y había formado un gran imperio a partir de él, no tenía lo que ellos habían tenido?


Por otra parte, le acompañaba siempre el recuerdo de su
hermana, Amelia, que había amado con todo su corazón y había sido abandonada. Desde entonces, ella no había vuelto a ser la misma.


Si aquello no era suficiente para hacerle desconfiar del amor y sus desastrosas consecuencias…


Lo habían demostrado todas las mujeres que lo había 
perseguido por su dinero, pensó, haciendo una mueca.


Era extraño admitirlo, pero en el fondo de su corazón, Pedro
desconfiaba tanto del amor como la señorita Paula Chaves.


Colocándose las manos detrás de la cabeza, Pedro se preguntó si él tendría la culpa… si sería problema suyo esa sensación de discordancia en su vida. ¿Tenía demasiadas expectativas respecto a las mujeres? ¿Era por eso por lo que había dejado de buscar a su mujer ideal? ¿Estaría su punto de vista empañado por la tragedia que había vivido su hermana?


Y, por otra parte, se sentía un poco frustrado porque no creía
estar haciéndolo bien con Armando.


Sí, podía darle todo lo que el dinero podía comprar, podía hacerle una casa para los animales… pero su tiempo era más difícil de prodigar.


De pronto, Pedro se incorporó en la silla de un brinco, al darse cuenta de que no era sólo Armando quien necesitaba más de su tiempo.


Él mismo se había encajonado en un hábito de trabajo y la adquisición de más y más poder le parecía, en ocasiones, como estar atrapado en una camisa de fuerza. Sin embargo, no sabía cómo salir de ella.


Sumido en sus pensamientos, se quedó mirando al frente con aire ausente.


¿Sería todo por causa de no tener una mujer a su lado ni una familia?, se preguntó y, de pronto, sintió un nudo en la garganta.


¿Sería por eso por lo que quería asegurarse de no perder de vista a Paula Chaves? Lo cierto era que había algo más que una atracción física imposible de negar. ¿Acaso, muy en su interior, albergaba el plan de crear una unidad familiar con ella, su hija y Armando? ¿Pero qué sucedería si la dama de hielo resultaba no derretirse? ¿Y si acababa siendo la única mujer que quería, pero no podía tener?




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