viernes, 18 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 11




Era una cocina enorme, con paredes de ladrillo y el suelo de
madera. Había plantas en vasos con agua junto a la ventana y un gran armario antiguo albergaba una colección de porcelana china. Todos los electrodomésticos eran modernos, de acero inoxidable.


Había una mesa en un lado de la habitación, con seis sillas.


La señora Preston, con aspecto saludable, cabello gris y mejillas sonrosadas, comenzó a servir filetes con patatas asadas con crema amarga y cebollinos. También, había una ensaladera repleta de lechuga, tomate y pepino, junto a una cestita con pan caliente.


Los filetes, marinados y asados con champiñones, desprendían un aroma muy tentador.


Y había una botella de vino tinto abierta sobre la mesa.


–¿Tienes hambre? –preguntó él mientras se sentaban.


–Acabo de darme cuenta de que tengo mucha –confesó ella y miró a su alrededor–. ¿Dónde está Armando?


–En el dentista. Ha ido a una revisión –contestó Pedro–. Señora Preston, ¿puedo contarle a la señorita Chaves lo que me dijo usted por teléfono hace un par de días?


La señora Preston parpadeó, mirando a Paula.


–Claro.


Pedro tomó la botella de vino y sirvió dos vasos.


–La señora Preston trabaja desde hace años como ama de llaves y cocinera, todo en uno –explicó él y levantó el vaso en un gesto de brindis antes de continuar–: Tal vez quiera usted contárselo en persona, señora Preston.


El ama de llaves entrelazó las manos y miró a Paula.


–Llamé al señor Alfonso hace un par de días porque sabía que lo comprendería –indicó la señora Preston y le lanzó una mirada llena de afecto a su jefe–. Me estoy haciendo mayor y me gustaría concentrarme en la cocina. Siempre me ha gustado elegir yo misma los ingredientes que necesito, pero comprar provisiones para una casa tan grande, con tantas fiestas como celebramos, es demasiado trabajo para mí. Preferiría hacer una lista y pasársela a alguien –confesó e hizo una pausa–. No quiero tener que preocuparme más por el estado del armario de los manteles o por si necesitamos más servilletas. No quiero tener que ocuparme de contratar y despedir gente, ni de contar la cubertería de plata para comprobar que no se hayan llevado nada, ni dudar si les di a los mismos invitados el mismo menú la última vez que estuvieron aquí, porque me olvidé de escribirlo. Me gustaría que hubiera alguien que pudiera coordinarlo todo –añadió con tono esperanzado.


Pedro miró a Paula con gesto interrogativo. Y ella se dio cuenta de que la oferta de trabajo no había sido algo que él se hubiera sacado de la manga. La necesidad de cubrir el puesto era real. Por otra parte, estaba claro que Pedro Alfonso era un jefe querido por sus empleados. No sólo la señora Preston, sino también Monica Swanson y unos cuantos más que había conocido…


–Creo que, al margen de la decisión que yo tome, sería criminal sobrecargarla con esas tareas por más tiempo, señora Preston – comentó Paula tras tragarse un delicioso pedazo de carne–. Esta comida es una de las más exquisitas que he comido.


–Gracias, señorita Chaves –repuso el ama de llaves y, antes de retirarse, añadió–: Armando está muy emocionado con usted. Dice que tiene una hija pequeña, ¿es cierto?


–Sí –confirmó Paula–. Tiene casi cuatro años.


–Éste es un lugar estupendo para los niños.


–Por ahora, ¿qué opinas? –preguntó Pedro Alfonso mientras
caminaban juntos a los establos después de comer.


Una ligera brisa atemperaba el calor del sol y removía el aroma a hierba y a caballos.


–N-no sé qué decir –confesó ella.


–Por si te preocupa que sea un puesto de ama de llaves
disfrazado, puedo asegurarte que no sólo estarás a cargo del funcionamiento interno de la casa, sino también de los jardines… de todo –afirmó él.


–¿No cree que el puesto sería más adecuado para un hombre? – sugirió ella–. Me refiero a un hombre que pueda… –balbuceó y miró a su alrededor, sin saber cómo explicarse–. Bueno, arreglar vallas rotas y esas cosas.


–Un hombre que pueda arreglar vallas no podría llevar la casa. Sin embargo, una mujer con ojo crítico y la habilidad de contratar a los empleados que necesite podría llevar a cabo ambas cosas –señaló él e hizo una pausa–. Además, es importante que sea una mujer que no se deje engañar.


–Me hace usted sentir como si fuera un sargento. Siento haberle tratado así en alguna ocasión, pero se lo merecía.


–Acepto tus disculpas –repuso él con tono grave–. ¿Por dónde íbamos? Sí. La casa necesita algunas reformas. Además, está lo del programa de ordenador para llevar registro de los caballos.


Paula se quedó en silencio.


–Quedaría bien en tu currículum –continuó él–. Encargada de la finca Yewarra.


–En el caso de que aceptara, ¿cuándo querría que comenzara?


Él la miró con expresión socarrona.


–No antes de que Rogelio regrese y te tome el testigo. Y puede ser que necesites algunos días libres para organizarte. Ya estamos aquí. 


Los establos estaban rodeados de petunias y el aire olía a estiércol y paja fresca. Tenían una gran actividad y, al ver a tantas personas trabajando allí, Paula comprendió lo que su jefe había querido decir con que entraba y salía mucha gente de la finca.


Dentro, en la oficina, había un tipo muy alto de unos cuarenta años, con cabello rubio, pecas y todo el aspecto de ser un hombre de acción, sentado delante de un ordenador. 


Parecía a punto de arrancarse los pelos.


Bob Collins, el jefe de los establos, los saludó a ambos con aire distraído.


–Me he perdido de nuevo –informó Bob–. ¡Todo el maldito
programa parece haber desaparecido en una especie de agujero negro informático!


Pedro miró a Paula. Ella sonrió, tomó una silla y se sentó junto a Bob.


Tras unas cuantas preguntas, empezó a teclear en el ordenador. En cuestión de minutos, restauró el programa.


Bob la miró a la cara por primera vez desde que habían entrado, le dio una palmadita en la espalda y se dirigió a Pedro.


–No sé de dónde la has sacado, pero ¿puedo quedármela? Por favor…


Pedro sonrió.


–Tal vez. Tiene que tomar una decisión.


Paula y Pedro estaban caminando de regreso a la casa, en silencio, perdidos en sus propios pensamientos, cuando el teléfono de él sonó.


–Sí. Ajá… ¿Esta tarde? Bueno, de acuerdo, pero dile a Jim que tendrá que regresar luego directamente a Sídney.


Después de colgar, Pedro miró a Paula.


–Cambio de planes. Nuestro consejero legal necesita verme de inmediato. Va a venir en el helicóptero de la compañía y se quedará a pasar la noche. Yo…


–¿Cómo voy a ir a casa? –preguntó Paula, agitada.


–No tengo intención de secuestrarte –repuso él con tono
cortante–. Puedes volver en el helicóptero.


–¿Perdón? –murmuró Paula, poniéndose roja.


Pedro se detuvo y posó una mano en el hombro de ella.


–Si de veras no confías en mí, Paula, es mejor que disolvamos nuestra relación profesional ahora mismo.


Ella respiró hondo e intentó recuperar la compostura.


–No he tenido tiempo de preguntarme si confío en usted o no… Estaba pensando en mi madre y en Sol. Nunca he pasado la noche lejos de ellas.


Pedro apartó las manos y pareció a punto de decir algo. Sin
embargo, siguió caminando hacia la casa en silencio.


Paula titubeó. Y lo siguió.


Más tarde, el helicóptero, azul y blanco, aparcó al otro lado de la casa. El consejero legal bajó, con aspecto de estar bastante agobiado.


Paula también se sentía agobiada mientras esperaba para subir a bordo. Antes, había estado todo el rato en compañía de la señora Preston, que le había mostrado la casa. Era imposible no estar impresionada… sobre todo por el ala infantil del edificio. La sala de juegos era el sueño de cualquier niño, con personajes de cuento adornando las paredes e incontables juguetes. Había, también, tres dormitorios y una pequeña cocina…


En ese momento, Pedro Alfonso estaba parado junto a ella, con aspecto tranquilo y relajado. Armando estaba con él y era obvio que el pequeño estaba encantado con el cambio de planes.


–¿Puedo tomarme un tiempo para pensarlo? –preguntó Paula.


–Claro –repuso Pedro y se acercó a su consejero legal–. Buenos días, Jim. Ésta es Paula, pero ya se va. Sube, Paula.


¿Era eso todo?, se preguntó Paula mientras subía al vehículo. Se sentó y comenzó a abrocharse el cinturón.


Entonces, se detuvo de golpe.


–Espere un momento –le pidió Paula al piloto–. Olvidé preguntarle… ¿Puede esperar?


–Como desee.


Cuando Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y salió, los dos hombres la miraron sorprendidos.


–Señor Alfonso… Olvidé preguntarte a qué hora llegará mañana a la oficina.


–Ahora mismo no lo sé, Paula.


–¡Pero he fijado algunas de las citas que tenía hoy para mañana!


–Entonces, puede que tengas que cambiarlas otra vez.


–¿Y qué les digo esta vez?


–Lo que quieras –contestó su jefe, encogiéndose de hombros.


Paula respiró, furiosa, pero intentó mantener la calma.


–De acuerdo. ¡Les diré que se ha ido a pescar!


Dicho aquello, ella se dio media vuelta y se subió al helicóptero.


–Podemos irnos ya –informó ella al piloto, roja de furia.


El piloto la miró con una sonrisa en los labios.


–¡Ha estado muy bien lo que le ha dicho!


–¿Crees… crees que es un jefe difícil?


El piloto inclinó la cabeza mientras ponía el motor en marcha.


–A veces, pero a fin de cuentas es el mejor tipo para el que he trabajado. Creo que todos pensamos lo mismo.


Esa noche, Paula le contó a su madre lo que había pasado, incluido el comentario del piloto.


–Parece que todos sienten gran reverencia hacia él, mamá. Por lo menos, es lo que he visto en su ama de llaves, en el encargado de los establos y en Monica Swanson. Puede ser un jefe difícil, pero la gente lo admira y lo respeta. Su sobrino lo adora –explicó Paula y meneó la cabeza, intentando poner en orden sus pensamientos–. No me esperaba que el señor Alfonso tuviera ese carisma con los niños, de verdad me ha sorprendido.


–Acéptalo –aconsejó Maria de forma impulsiva–. Acepta el trabajo. Lo digo porque me parece una buena oportunidad profesional. Si no te gusta, siempre puedes volver a lo de antes. Además, el dinero te va a venir muy bien. ¡Y yo iré contigo!


–Mamá, no –replicó Paula y le explicó lo de la nota que había leído–. Si acepto, será en parte para que puedas tener una vida propia y hacer lo que más te gusta.


Maria siguió en sus trece con obcecación y continuaron
discutiendo un poco más hasta que Paula consiguió convencerla.



Cuando se fue a la cama, no podía dejar de pensar en Armando y en la nueva imagen que había visto de su jefe.


No había duda de que Pedro Alfonso podía ser muy arrogante… pero cuando estaba con su sobrino era un hombre diferente. Y muy atractivo…



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