miércoles, 9 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 18





No era la primera vez que Pedro se quedaba cuidando de un niño. Había sido el padrino de Tobias, el hijo de Daniel. Le había comprado muchos regalos, le había cantado nanas para que se durmiera y había estado jugando con él las pocas veces que había ido a Thunder Canyon. De alguna manera, Tobias le había servido para hacerse una idea de lo que sería ser padre.


Joaquin se portó muy bien esa mañana. Se tomó el desayuno, se lavó y cepilló los dientes y luego salió con Pedro a jugar al rugby. Corría una brisa fresca de la montaña. A media mañana, tomaron un chocolate caliente y se pusieron a hacer puzles juntos en el suelo.


Pero después del segundo puzle, Joaquin pareció empezar a aburrirse.


—Mamá me ha dicho que hay alces por aquí. ¿Podría ver uno?


—No lo sé, Joaquin —respondió Pedro, echándose a reír—. Eso depende de si salen de su escondite y tienes la suerte de verlos. Pero para eso tendríamos que salir a dar un paseo. No suelen venir aquí al jardín de esta casa.


—Vámonos entonces.


El sol se derramaba sobre la maleza dorada, mientras los dos caminaban por el mismo sendero que Pedro había recorrido con Paula unos días antes. Iban charlando oyendo de fondo el canto de los pájaros. Pedro le enseñó una pareja de arrendajos azules que había en la rama de un pino. Joaquin se quedó mirándolos entusiasmado.


De vez en cuando se paraba a recoger alguna piedra del camino y se la metía en el bolsillo.


—¿Tienes un cofre del tesoro? —le preguntó Pedro.


—¿Qué es eso?


—Bueno, es una caja de zapatos o de cualquier otra cosa, donde uno pone sus objetos favoritos.


—¿Tú tienes un cofre del tesoro?


—De pequeño, sí. Coleccionaba piedras como tú. Tenía también dentro algunas pequeñas monedas. Una vez, un amigo me dio una punta de flecha. Tenía también allí los tres cochecitos de carreras que más me gustaban. Uno pone en esa caja las cosas que más quiere.


—¡Qué bien! ¿Puedo decírselo a mamá?


—Claro que sí.


Siguieron subiendo en zigzag por la montaña. Al llegar a una curva vieron un gran bosque de pinos. Joaquin extendió entonces el brazo, señalando algo.


—¡Mira! ¡Mira! ¿Es un alce?


El niño se echó a correr de pronto con tal velocidad que pilló a Pedro desprevenido.


—Joaquin, no te salgas del sendero. No te acerques tanto a… —dijo Pedrocorriendo tras el niño.


Pero antes de que pudiera alcanzarle, Joaquin tropezó y se cayó al suelo. Cuando Pedro llegó junto a él, le encontró tendido boca abajo. Se asustó, en un primer momento. Parecía que no respiraba. Pero luego le puso la mano en el cuello y se tranquilizó al sentir su respiración.


—¿Te duele algo? —preguntó él, tratando de recordar lo que había aprendido en los cursillos de primeros auxilios que había hecho en su juventud.


Joaquin estaba ya intentando levantarse a pesar de que Pedro trataba de que se quedara quieto.


Entonces fue cuando vio la sangre. Al caer, se había abierto la barbilla con una roca.


—¡Me duele mucho! —dijo el niño, medio llorando.


—Espera un poco —dijo Pedro sacando un pañuelo del bolsillo y poniéndoselo en la barbilla.


—¡Ahora me duele más!


—Lo sé, pero tenemos que detener la hemorragia. ¿Te duele en algún sitio más?


Joaquin tenía toda la ropa manchada de tierra de la caída, pero no parecía tener más heridas.


Sin embargo, la sangre no dejaba de salir. Aquello era sin duda una emergencia.


Pero no había teléfono en la casa y el móvil no tenía cobertura en la montaña hasta que no se llegaba a la carretera. Soltó una maldición para sus adentros.


Joaquin le miró con los ojos muy abiertos. Pedro supo en seguida que las cosas no iban bien, pero tampoco quería asustar al chico más de lo que ya estaba. Joaquin necesitaba que le pusieran, cuanto antes, unos puntos en la barbilla para coserle la herida.


—Tienes que ser valiente —dijo Pedro, tomando al niño en brazos—. Sujeta el pañuelo y apriétatelo con fuerza contra la barbilla hasta que lleguemos a casa.


Joaquin asintió con la cabeza. Se dirigieron por el sendero en dirección a casa.


Montarían en el todoterreno e irían al centro de asistencia médica más cercano que encontraran.


Quince minutos después, al llegar al garaje, el pánico se adueñó de Pedro. La sangre seguía saliendo y además no tenía silla de seguridad en el asiento del coche.


Así que hizo lo único que se le ocurrió. Agarró todas las almohadas que halló por la casa y se las puso por alrededor, en el asiento, en el respaldo y por delante, a modo de airbag. Luego le cambió el pañuelo por una toalla de baño.


—Voy a conducir de prisa, pero iré con cuidado —le dijo a Joaquin abrochándole el cinturón de seguridad—. Sigue apretándote la toalla en la barbilla. Llegaremos en seguida.


—Quiero estar con mi mamá.


—No te preocupes. La llamaré en cuanto bajemos la montaña y le contaré lo valiente que has sido. Le diré que venga a verte cuando lleguemos a la clínica, ¿vale?


Joaquin asintió con la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas.


Pedro se sentó al volante y se puso el cinturón de seguridad. 


Al llegar a la carretera sacó el móvil y marcó el número de la casa de Daniel, encomendándose al cielo para que Paula estuviera allí. Sabía que le pondría de vuelta y media, pero lo
importante ahora era el niño. Él había tenido la culpa de la caída por no haber estado vigilándole más de cerca.


Se dirigía a buena velocidad hacia Thunder Canyon, cuando Erika respondió al teléfono.


—Erika, ¿sabes si Daniel está ahora en la clínica?


—Sí. ¿Por qué? —respondió ella inquieta, advirtiendo su estado de tensión.


—Le necesito. ¿Tienes a Paula por ahí? Le ha pasado algo a Joaquin.


Paula debía estar muy cerca porque se puso en seguida al teléfono.


—¿Pedro?


—Joaquin se cayó mientras paseábamos por la montaña. Se ha hecho una herida en la barbilla y está sangrando. Creo que va a necesitar algunos puntos. Voy camino de la clínica de Daniel. ¿Puedes ir allí?


Ella no perdió el tiempo haciendo preguntas inútiles.


—Me reuniré allí con vosotros —dijo ella con voz temblorosa.


Con la mirada fija en la carretera, Pedro se preguntó cómo podía haber pasado todo. Estaban disfrutando de una espléndida mañana en la montaña, hablando de alces y arrendajos y en un segundo…


Echó un vistazo al asiento de atrás. Vio que Joaquin apretaba la toalla contra la barbilla con menos fuerza que antes.


—¡Sigue apretando un poco más, vaquero!


Joaquin obedeció y Pedro le sonrió a través del espejo retrovisor.


Marcó luego el número del teléfono móvil de Daniel para avisarle de que iban a ir.


Daniel les estaba esperando ya en la recepción cuando Pedro entró corriendo, atravesando las puertas correderas de cristal, con Joaquin en brazos.


—¿Ha llegado Paula? —preguntó Pedro, mirando alrededor.


—Aún no —respondió Daniel—. Pero no te preocupes, no tardará en llegar.


—Joaquin, este es Daniel, mi mejor amigo. Es médico y va a curarte la herida para que no te duela y te sientas mejor —dijo Pedro al niño sujetándole ahora él la toalla—. Daniel conoce mis secretos. Sabe todo lo que guardaba en mi cofre del tesoro cuando los dos éramos como tú.


Daniel les llevó a una sala y dijo a Pedro que pusiera al niño sobre una mesa de exploración.


—Me alegra mucho conocerte, Joaquin—dijo el doctor Traub—. Pedro ya me ha contado lo valiente que has sido. Vamos a echar un vistazo a esa herida, ¿te parece?


Daniel estaba examinándole la barbilla cuando Paula entró precipitadamente seguida de una enfermera. No se detuvo en saludar a Pedro sino que fue corriendo a ver a su hijo. Joaquin se puso a llorar al verla y extendió los brazos hacia ella.


Pedro se sintió impotente, sin poder hacer nada, mientras Daniel limpiaba la herida al niño y Paula trataba de tranquilizarle acariciándole el pelo.


Daniel le explicó a Joaquin lo que iba a hacer exactamente. Le pondría un poco de anestesia. Serían solo un par de pinchazos tan rápidos que casi ni se enteraría. En un par de minutos se le quedaría toda la barbilla adormecida y así no sentiría nada cuando le pusiera los puntos.


Joaquin buscó entonces la mirada de Pedro.


—¿Puedes sujetarme la mano?


Pedro, emocionado y con un nudo en la garganta, se acercó a la mesa y se puso junto a Paula. Ella lo miró un instante, pero él fue incapaz de leer su expresión.


Daniel le puso cuatro puntos de sutura en la barbilla y luego la enfermera le llevó al niño una caja de plástico con muñecos de dinosaurios.


—¿Te importa si Pedro y yo salimos afuera un momento? —preguntó Paula a Daniel.


—No, en absoluto. Joaquin me contará mientras tanto todos los nombres de dinosaurios que se sabe. Tal vez, yo pueda añadir alguno a su lista.


Pedro siguió a Paula por el pasillo de la clínica, hasta llegar al vestíbulo de recepción.


—Estábamos dando un paseo —dijo él, dispuesto a contarle todo lo que había sucedido—. Habíamos salido de casa porque Joaquin quería ver un alce. De pronto, en una curva, salió corriendo. Yo le dije que se parara, pero entonces tropezó con algo y se cayó. Debió darse con alguna piedra al caer y se hizo una herida en la barbilla. No sabes cuánto lo siento, Paula. Sé que debía haber tenido más cuidado con él y haberle vigilado más de cerca. Pienso contratar un teléfono por satélite, así podré llamar desde la casa de la montaña. Sé que ya es tarde para eso y las disculpas no sirven para nada y me figuro que ahora ya no tendrás confianza en mí para volver a dejarme a Joaquin…


—¿Por qué le trajiste a la clínica de Daniel en vez de ir al hospital? —preguntó ella—. ¿Fue para proteger tu identidad?


Pedro la miró detenidamente. Le estaba preguntando si él había antepuesto su interés por encima de la salud de su hijo. Si no le había llevado al hospital por temor a que alguien le reconociera o tuviera que registrar su nombre en la recepción.


—No, no fue por eso. La clínica estaba más cerca y pensé que le atenderían antes. Eso fue lo único que pensé. Eso y bajar la montaña lo más rápido posible para poder llamarte.


—He oído que Daniel trabaja de forma gratuita un par de días a la semana para los ciudadanos de Thunder Canyon que no tienen seguro médico. Yo no soy un caso de caridad, Pedro. Joaquin tiene su seguro médico. Puede que no sea el mejor seguro del mundo pero…


Pedro la cortó antes de que llegara demasiado lejos en sus suposiciones.


—Paula, no sé por qué me lo dices. Esa idea nunca pasó por mi mente.


Se quedaron mirándose el uno al otro durante unos instantes. Podían oír a lo lejos parte de la conversación que Daniel y Joaquin mantenían sobre los dinosaurios y las cuevas donde vivían. A pesar de la situación y del lugar en que estaban, Pedro sentía un deseo irresistible por ella. Era lo mismo que le había pasado esa misma mañana al despertarse.


—Supongo que esto puede significar el final de nuestra relación. Ya no podrás confiar en mí para que me quede con Joaquin. Y no te culpo por ello. Lo he echado todo a perder.


—No ha sido todo culpa tuya, Zane Pedro—dijo ella, acercándose un poco más a él—. Siento haberte hecho esas preguntas, pero quería saber lo que pensabas y lo que Joaquin significaba para ti. Los niños son siempre algo traviesos. Yo tampoco puedo, a veces, detenerle cuando sale corriendo de esa forma tan alocada. Pero habría que pensar en poner una silla de seguridad en tu coche si piensas llevarle alguna vez a otro sitio.


Él hubiera jurado que ella estaba pensando en ese momento en el padre de Joaquin y en el accidente que tuvo. Recordó que le contó que se había quedado dormido al volante sin llevar puesto el cinturón de seguridad.


Pedro adivinaba lo que estaba pasando por su mente. Se sentía culpable de la muerte de su prometido, igual que él se sentía culpable de lo que le había pasado a Joaquin y a aquella chica del concierto. Paula y él eran, en eso, dos almas gemelas.


Le puso los brazos en los hombros y la abrazó. Se apartó en seguida de ella, consciente de que aquel no era el lugar adecuado para exteriorizar sus sentimientos.


—¿Quieres que siga cuidando de Joaquin esta tarde?


—Tú eres el que debes preguntarte si estás dispuesto a hacerlo. Probablemente estará molesto y de mal humor cuando se le pase la anestesia. ¿Te importaría quedarte con él en mi apartamento? Así, si me necesita, podría volver a casa antes.


—Me parece bien. Joaquin se sentirá mejor allí.


Paula le miró fijamente y le acarició la mejilla con la mano.


—No ha sido culpa tuya, Pedro. Nadie puede controlar todo lo que pasa a su alrededor.


Él sintió un fuego intenso en su interior. La deseaba con toda su alma. Pero sus caricias estaban consiguiendo también sacar a la luz otras sensaciones que había mantenido ocultas. Cuando escribía sus canciones, acudía a ese lugar íntimo de su corazón donde guardaba sus secretos, donde residían las penas, las alegrías y los sentimientos que no lograba exteriorizar más que a través de la música. De alguna forma, Paula conseguía acceder a ese lugar. Y eso le inquietaba, porque le hacía sentirse más vulnerable. Había estado solo tanto tiempo que únicamente se había adentrado en lo más hondo de su corazón cuando había necesitado dar sentido a las letras de sus canciones o atrapar alguna melodía que se le escapaba.


Se apartó unos pasos de ella y buscó una de esas sonrisas que solía utilizar cuando estaba con sus fans. Paula se sintió decepcionada al verle apartarse de ella. Necesitaba tiempo para reflexionar sobre lo que estaba pasando entre ellos.


Tal vez, a lo largo de la tarde, mientras él estuviese cuidando de su hijo, podría tratar de poner en orden sus sentimientos










martes, 8 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 17




Cuando Pedro se despertó, estaba a punto de amanecer. 


Una leve luz grisácea entraba por los resquicios de la tienda. 


Vio que Paula tenía la cabeza casi pegada a su hombro y el cuerpo inclinado hacia él. Estaba cada uno en su saco, pero parecía como si durante la noche hubieran estado juntos. Tal vez, Paula había sentido frío y se hubiera arrimado a él.


Pensó que si se movía, podría despertarla. Sabía que ella tenía que ir a trabajar, pero no sabía cuánto tiempo tardaría en arreglarse. A algunas mujeres les llevaba horas su ritual matinal.


El pelo de Paula le tocaba el hombro. Con la camisa de franela que llevaba puesta no podía sentirlo en la piel, pero adivinaba que debía ser suave y sedoso. Olía un poco al humo del fuego de la noche anterior, pero también a esencia de lavanda.


Paula era una combinación fascinante de mujer sexy y madre amorosa. Era muy atractiva pero, a la vez, muy natural. Con su rostro, su pelo y su figura, podría muy bien pasar por una top model.


Pero, ¿por qué pensaba él ahora en esas cosas?


Al hacer un ligero movimiento, ella abrió los ojos. Tardó solo unos segundos en darse cuenta de lo cerca que estaba de Pedro. Un rubor encantador subió por sus mejillas.


—Lo siento. No era mi intención…


Él interrumpió sus disculpas sacando el brazo del saco y acariciándole el pelo.


—Está bien. Acurrucarse en busca de calor no es ningún pecado.


Se quedaron mirándose el uno al otro un buen rato sin decir nada. Luego ella sonrió y trató de incorporarse. Volvió la cabeza para ver a Joaquin.


—Tengo que ir al trabajo. He quedado con Erika a las ocho. ¿Quieres encargarte de despertar a Joaquin y hacerle el desayuno?


—Déjale dormir un poco más —dijo él, en voz baja—. Cuando se despierte, ya veremos lo que hacemos para pasar la mañana.


Ella asintió con la cabeza, abrió la cremallera del saco y salió de la tienda de campaña.


Pedro se preguntó que estaría pensando en ese momento. 


Él, por su parte, tenía muchas cosas dándole vueltas en la cabeza.


Cuarenta y cinco minutos después, Paula volvió al jardín. 


Pedro se quedó fascinado al verla. Parecía un ángel anunciando la mañana. Se había puesto un traje pantalón de color teja con una blusa de seda de color crema y unos zapatos planos marrones. Él sabía que luego tendría que cambiarse para ir al LipSmackin’ Ribs. A pesar de lo provocativo que era ese uniforme, él prefería verla como ahora. Ese conjunto le sentaba mejor.


—¿Te gusta trabajar con Erika? —preguntó él, tratando de disimular su excitación.


—Sí. Hoy vamos a revisar la logística del festival. La carpa para la ceremonia de entrega de premios se va a montar en el recinto ferial, junto a la sala de conciertos.


—Por lo que veo, va a ser un espectáculo en toda regla.


—Va a haber un concurso para nuevos talentos y un premio para la mujer más elegante. También habrá miss Simpatía. Los propietarios de los comercios de la ciudad, que han colaborado en el festival, formarán el jurado. Hay un premio de quinientos dólares para animar a todas las mujeres solteras. Por ahora, tenemos ya diez aspirantes.


—Tú podrías participar.


—Deja, ya tengo bastantes hombres mirándome todos los días en el LipSmackin’ Ribs. Pero gracias, de todos modos, por el cumplido —dijo ella con una sonrisa, y luego añadió mirándole fijamente, algo más seria—. Tú cantaste en el festival del año pasado, ¿verdad?


Pedro no sabía adónde quería llegar con esa pregunta, pero le disgustó el comentario.


—Sí —respondió él, con cierto recelo.


—Erika me ha dicho que no ha conseguido traer este año al festival a ninguna estrella, así que el sábado actuarán solo las bandas y cantantes locales. Estoy segura de que te haría un hueco en la programación si quisieras participar.


—No, Paula.


Pedro, eres un ídolo para mucha gente. Entiendo que no estés con ánimo para componer música pero puedes cantar y tocar. Tal vez así podrías recuperar la inspiración.


—La música es algo que se lleva en el alma y en el corazón y que se saca de allí para dárselo al público. Pero ahora mi alma y mi corazón están vacíos. No tengo nada que ofrecer a la gente.


Se quedaron los dos callados un instante, hasta que Paula rompió el silencio.


—Lo siento. No era mi intención presionarte —dijo ella con una leve sonrisa—. Pero, como fan nueva tuya que soy, me hubiera entusiasmado oírte cantar.


Él la rodeó con sus brazos y luego los dejó caer por detrás de su espalda hasta la cintura.


—Algún día, cantaré con mi guitarra para ti. Pero ahora tengo otras cosas en la cabeza.


—Lo comprendo.


—Eres maravillosa —dijo él, y luego añadió mirándola fijamente a los ojos—: Veo que Joaquin sigue dormido, así que creo que voy a aprovechar la ocasión.


Inclinó la cabeza, cerró los ojos y la besó, perdiéndose entre la dulzura de sus labios y la suavidad de su pelo, mientras el sol comenzaba a asomar por el horizonte.


Fue un beso intenso y prolongado. Él sabía que si no dejaba de besarla, acabaría llevándosela a la cama, por eso se apartó de ella unos centímetros y la miró fijamente a los ojos.


—Tengo una cosa más que preguntarte —dijo ella.


—¿Cuál?


—¿Te has acostado con algunas de tus fans incondicionales?


¡Maldita sea! ¿Qué clase de hombre se creía que era?


—No, nunca —respondió él sin poder ocultar su indignación.


—No te lo tomes a mal. Pero dijiste que habías tenido algunas aventuras. Todo el mundo sabe cómo funcionan las cosas después de un concierto.


—No, no es verdad. La gente acostumbra a hablar de lo que no sabe. No todos somos iguales. Es cierto que cuando estoy sobre un escenario segrego adrenalina y me convierto en otro hombre distinto. Pero cuando el concierto acaba vuelvo a ser el mismo, una persona normal. No soy un juerguista trasnochador, ni le he pedido nunca a mi manager que me llevara a una chica a la cama. Yo no soy así, Paula.
¿Aún no me conoces?


—Solo hace dos semanas que nos conocemos —respondió ella.


Él estuvo tentado de volverla a besar para disipar todas sus dudas y para que se fuera haciendo una idea de lo que podría esperar cuando estuvieran en la cama. Pero recordó que le había dicho que no había salido con ningún hombre desde que Eduardo murió.


—Lo siento. No debía haberme enfadado por tu pregunta. Es lógico que te creas esas leyendas urbanas de las fans que acosan sexualmente a sus ídolos. Hay mucha gente que las cree. Me he acostado ocasionalmente con algunas mujeres, pero no eran fans. Lo hice porque me sentía solo o tal vez porque no sabía bien lo que quería.


—Pedro, si te lo he preguntado ha sido porque no entiendo por qué quieres estar conmigo —dijo ella, y añadió luego sin esperar su respuesta—: Voy a darle un beso a Joaquin. ¿Seguro que quieres quedarte con él? Puedo llamar aún a sus abuelos.


En realidad, sabía muy bien que no podía llamar desde aquella casa de la montaña porque ni tenía teléfono fijo ni había cobertura para los móviles.


—No te preocupes, lo pasaremos muy bien. Le prepararé el desayuno y luego jugaremos al rugby o montaremos juntos algún puzle.


Ella le dirigió una sonrisa, entró en la tienda con cara de felicidad y le dio un beso a su hijo.










UNA CANCION: CAPITULO 16





Pedro echó un poco de agua en los rescoldos que quedaban de la hoguera. El fuego pareció extinguirse con la misma facilidad con que Paula Chaves le había hecho olvidar dónde estaba e incluso quién era. Estaba allí como si fuera un tipo corriente. Pero no lo era. Si Ashley Tuller no hubiera muerto aquella noche, él seguramente no estaría allí ahora apagando una hoguera después de haber estado comiendo perritos calientes y galletas de chocolate con una madre soltera y su hijo.


¿Podría un hombre de treinta y nueve años, como él, cambiar de la noche a la mañana y llevar a partir de entonces una nueva forma de vida? ¿Habría conseguido Paula sacar a la luz lo que él llevaba dentro sin saberlo? ¿O tal vez, ella fuera solo igual que las demás mujeres que había conocido? A decir verdad, en los últimos años, había renunciado a encontrar a la mujer de sus sueños. En las canciones de su último disco, se hablaba más de soledad que de amor.


Pero, ¿cómo podía sentirse solo rodeado a todas horas de toda esa gente que le adoraba y se pegaba por acercarse a él para tocarle? Sin embargo, era cierto. Muchas veces se había sentido como si estuviera solo en una isla de su propiedad. Tal vez lo único que necesitase fuera pasar una temporada en su estudio de Nashville. Pero, ¿qué podía él hacer allí?, ¿esperar con paciencia a que le volviera la inspiración?


Su carrera había causado la muerte de una joven, casi una niña. ¿Cómo podía olvidar eso?


Plegó las tumbonas y se cercioró una vez más de que el fuego estuviera apagado. Luego entró en la tienda de campaña. Joaquin parecía dormir tranquilamente, pero Paula…


Estaba tumbada boca arriba con las manos detrás de la cabeza, en actitud pensativa. Se había quitado la chaqueta y la había puesto encima de la de Joaquin.


Había dejado también las zapatillas de deporte junto a las suyas. El saco de dormir le cubría justo hasta la altura de los pechos cuyas formas se adivinaban bajo la camiseta de algodón que llevaba puesta.


Pedro se quitó las botas, mientras miraba el interior de la tienda pensando que debería haber comprado otra un poco más grande. Los sacos de dormir estaban casi pegados el uno al otro.


—¿Suele dormir bien, Joaquin? —preguntó él en voz baja, mientras se metía dentro del saco.


—Normalmente, sí —contestó ella—. Ni siquiera se dio cuenta cuando entré.


Pedro, miró hacia el techo de la tienda, donde parecían moverse ligeramente las sombras que proyectaban las linternas.


—¿Puedo apagar las luces?


—Cuando quieras.


Pedro apagó las linternas y la tienda quedó sumida en la más absoluta oscuridad. Cuando sus ojos se acomodaron a la ausencia de luz, se volvió hacia ella.


—Has demostrado tener una gran confianza en mí, aceptando dormir aquí esta noche.


—Bueno, contaba con las referencias de Erika y Daniel. Tienen un concepto muy alto de ti.


Pedro prefirió no decir nada sobre eso y cambiar de tema de conversación.


—¿Le has hablado alguna vez a Joaquin de su padre?


Pedro oyó el crujido del saco de dormir de Paula e imaginó que estaría dándose la vuelta para mirarle. A pesar de que estaban separados por unos centímetros y por dos sacos, le pareció que en ese momento había entre ellos un clima de intimidad aún mayor que el que habían tenido una hora antes bajo la manta con las manos agarradas. Él estaba excitado nuevamente y se alegraba de que ella no pudiera verle la cara. La oscuridad era su cómplice, actuando como una barrera invisible mientras ellos se deslizaban en un territorio peligroso en el que aparentemente ninguno de ellos quería adentrarse.


—Hay una foto de Eduardo en el dormitorio de Joaquin, y otra conmigo en mi habitación. Le he dicho a Joaquin que esa foto es de su padre. Además ha visto muchas fotos de Eduardo en casa de sus abuelos. Olga y Manuel hablan mucho de su hijo.


—¿Y lo entiende?


—Entiende que una vez tuvo un padre. Ahora que va al colegio, ve que a los demás chicos suelen acompañarles sus padres y a él en cambio no. Olga le dice que su padre sabe en todo momento lo que hace y que está muy orgulloso de él, pero eso no creo que lo entienda. Cuando empieza a hacer más preguntas, suelo sacarle el álbum de fotos. Quiero que sepa quién era su padre y lo mucho que le habría querido.


Pedro podía oír la emoción contenida en la voz de Paula. Le pareció que hablaba como si siguiera enamorada de Eduardo. Él sabía lo difícil que le había resultado superar lo que había pasado entre Beatriz y él. Comprendía, por tanto, lo duro que sería para ella aceptar que el futuro que había tenido al alcance de la mano se hubiera truncado definitivamente porque la persona con la que pensaba compartirlo había muerto en un accidente.


—¿Por qué me lo has preguntado? —dijo ella.


—Por curiosidad. Pero no me gustaría meterme donde no debiera.


—Yo no tengo secretos para ti, Pedro. Puedes preguntarme lo que quieras.


Él tampoco tenía ningún secreto, pero aún había muchas cosas que no sabían el uno del otro.


—Lo que quiero es besarte otra vez. Pero sé que Joaquin podría despertarse.


En vez de responder con palabras, ella extendió el brazo y le agarró la mano, entrelazando los dedos entre los suyos. Él pensó entonces que dormirse así con las manos enlazadas era casi mejor que un beso.