miércoles, 9 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 18





No era la primera vez que Pedro se quedaba cuidando de un niño. Había sido el padrino de Tobias, el hijo de Daniel. Le había comprado muchos regalos, le había cantado nanas para que se durmiera y había estado jugando con él las pocas veces que había ido a Thunder Canyon. De alguna manera, Tobias le había servido para hacerse una idea de lo que sería ser padre.


Joaquin se portó muy bien esa mañana. Se tomó el desayuno, se lavó y cepilló los dientes y luego salió con Pedro a jugar al rugby. Corría una brisa fresca de la montaña. A media mañana, tomaron un chocolate caliente y se pusieron a hacer puzles juntos en el suelo.


Pero después del segundo puzle, Joaquin pareció empezar a aburrirse.


—Mamá me ha dicho que hay alces por aquí. ¿Podría ver uno?


—No lo sé, Joaquin —respondió Pedro, echándose a reír—. Eso depende de si salen de su escondite y tienes la suerte de verlos. Pero para eso tendríamos que salir a dar un paseo. No suelen venir aquí al jardín de esta casa.


—Vámonos entonces.


El sol se derramaba sobre la maleza dorada, mientras los dos caminaban por el mismo sendero que Pedro había recorrido con Paula unos días antes. Iban charlando oyendo de fondo el canto de los pájaros. Pedro le enseñó una pareja de arrendajos azules que había en la rama de un pino. Joaquin se quedó mirándolos entusiasmado.


De vez en cuando se paraba a recoger alguna piedra del camino y se la metía en el bolsillo.


—¿Tienes un cofre del tesoro? —le preguntó Pedro.


—¿Qué es eso?


—Bueno, es una caja de zapatos o de cualquier otra cosa, donde uno pone sus objetos favoritos.


—¿Tú tienes un cofre del tesoro?


—De pequeño, sí. Coleccionaba piedras como tú. Tenía también dentro algunas pequeñas monedas. Una vez, un amigo me dio una punta de flecha. Tenía también allí los tres cochecitos de carreras que más me gustaban. Uno pone en esa caja las cosas que más quiere.


—¡Qué bien! ¿Puedo decírselo a mamá?


—Claro que sí.


Siguieron subiendo en zigzag por la montaña. Al llegar a una curva vieron un gran bosque de pinos. Joaquin extendió entonces el brazo, señalando algo.


—¡Mira! ¡Mira! ¿Es un alce?


El niño se echó a correr de pronto con tal velocidad que pilló a Pedro desprevenido.


—Joaquin, no te salgas del sendero. No te acerques tanto a… —dijo Pedrocorriendo tras el niño.


Pero antes de que pudiera alcanzarle, Joaquin tropezó y se cayó al suelo. Cuando Pedro llegó junto a él, le encontró tendido boca abajo. Se asustó, en un primer momento. Parecía que no respiraba. Pero luego le puso la mano en el cuello y se tranquilizó al sentir su respiración.


—¿Te duele algo? —preguntó él, tratando de recordar lo que había aprendido en los cursillos de primeros auxilios que había hecho en su juventud.


Joaquin estaba ya intentando levantarse a pesar de que Pedro trataba de que se quedara quieto.


Entonces fue cuando vio la sangre. Al caer, se había abierto la barbilla con una roca.


—¡Me duele mucho! —dijo el niño, medio llorando.


—Espera un poco —dijo Pedro sacando un pañuelo del bolsillo y poniéndoselo en la barbilla.


—¡Ahora me duele más!


—Lo sé, pero tenemos que detener la hemorragia. ¿Te duele en algún sitio más?


Joaquin tenía toda la ropa manchada de tierra de la caída, pero no parecía tener más heridas.


Sin embargo, la sangre no dejaba de salir. Aquello era sin duda una emergencia.


Pero no había teléfono en la casa y el móvil no tenía cobertura en la montaña hasta que no se llegaba a la carretera. Soltó una maldición para sus adentros.


Joaquin le miró con los ojos muy abiertos. Pedro supo en seguida que las cosas no iban bien, pero tampoco quería asustar al chico más de lo que ya estaba. Joaquin necesitaba que le pusieran, cuanto antes, unos puntos en la barbilla para coserle la herida.


—Tienes que ser valiente —dijo Pedro, tomando al niño en brazos—. Sujeta el pañuelo y apriétatelo con fuerza contra la barbilla hasta que lleguemos a casa.


Joaquin asintió con la cabeza. Se dirigieron por el sendero en dirección a casa.


Montarían en el todoterreno e irían al centro de asistencia médica más cercano que encontraran.


Quince minutos después, al llegar al garaje, el pánico se adueñó de Pedro. La sangre seguía saliendo y además no tenía silla de seguridad en el asiento del coche.


Así que hizo lo único que se le ocurrió. Agarró todas las almohadas que halló por la casa y se las puso por alrededor, en el asiento, en el respaldo y por delante, a modo de airbag. Luego le cambió el pañuelo por una toalla de baño.


—Voy a conducir de prisa, pero iré con cuidado —le dijo a Joaquin abrochándole el cinturón de seguridad—. Sigue apretándote la toalla en la barbilla. Llegaremos en seguida.


—Quiero estar con mi mamá.


—No te preocupes. La llamaré en cuanto bajemos la montaña y le contaré lo valiente que has sido. Le diré que venga a verte cuando lleguemos a la clínica, ¿vale?


Joaquin asintió con la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas.


Pedro se sentó al volante y se puso el cinturón de seguridad. 


Al llegar a la carretera sacó el móvil y marcó el número de la casa de Daniel, encomendándose al cielo para que Paula estuviera allí. Sabía que le pondría de vuelta y media, pero lo
importante ahora era el niño. Él había tenido la culpa de la caída por no haber estado vigilándole más de cerca.


Se dirigía a buena velocidad hacia Thunder Canyon, cuando Erika respondió al teléfono.


—Erika, ¿sabes si Daniel está ahora en la clínica?


—Sí. ¿Por qué? —respondió ella inquieta, advirtiendo su estado de tensión.


—Le necesito. ¿Tienes a Paula por ahí? Le ha pasado algo a Joaquin.


Paula debía estar muy cerca porque se puso en seguida al teléfono.


—¿Pedro?


—Joaquin se cayó mientras paseábamos por la montaña. Se ha hecho una herida en la barbilla y está sangrando. Creo que va a necesitar algunos puntos. Voy camino de la clínica de Daniel. ¿Puedes ir allí?


Ella no perdió el tiempo haciendo preguntas inútiles.


—Me reuniré allí con vosotros —dijo ella con voz temblorosa.


Con la mirada fija en la carretera, Pedro se preguntó cómo podía haber pasado todo. Estaban disfrutando de una espléndida mañana en la montaña, hablando de alces y arrendajos y en un segundo…


Echó un vistazo al asiento de atrás. Vio que Joaquin apretaba la toalla contra la barbilla con menos fuerza que antes.


—¡Sigue apretando un poco más, vaquero!


Joaquin obedeció y Pedro le sonrió a través del espejo retrovisor.


Marcó luego el número del teléfono móvil de Daniel para avisarle de que iban a ir.


Daniel les estaba esperando ya en la recepción cuando Pedro entró corriendo, atravesando las puertas correderas de cristal, con Joaquin en brazos.


—¿Ha llegado Paula? —preguntó Pedro, mirando alrededor.


—Aún no —respondió Daniel—. Pero no te preocupes, no tardará en llegar.


—Joaquin, este es Daniel, mi mejor amigo. Es médico y va a curarte la herida para que no te duela y te sientas mejor —dijo Pedro al niño sujetándole ahora él la toalla—. Daniel conoce mis secretos. Sabe todo lo que guardaba en mi cofre del tesoro cuando los dos éramos como tú.


Daniel les llevó a una sala y dijo a Pedro que pusiera al niño sobre una mesa de exploración.


—Me alegra mucho conocerte, Joaquin—dijo el doctor Traub—. Pedro ya me ha contado lo valiente que has sido. Vamos a echar un vistazo a esa herida, ¿te parece?


Daniel estaba examinándole la barbilla cuando Paula entró precipitadamente seguida de una enfermera. No se detuvo en saludar a Pedro sino que fue corriendo a ver a su hijo. Joaquin se puso a llorar al verla y extendió los brazos hacia ella.


Pedro se sintió impotente, sin poder hacer nada, mientras Daniel limpiaba la herida al niño y Paula trataba de tranquilizarle acariciándole el pelo.


Daniel le explicó a Joaquin lo que iba a hacer exactamente. Le pondría un poco de anestesia. Serían solo un par de pinchazos tan rápidos que casi ni se enteraría. En un par de minutos se le quedaría toda la barbilla adormecida y así no sentiría nada cuando le pusiera los puntos.


Joaquin buscó entonces la mirada de Pedro.


—¿Puedes sujetarme la mano?


Pedro, emocionado y con un nudo en la garganta, se acercó a la mesa y se puso junto a Paula. Ella lo miró un instante, pero él fue incapaz de leer su expresión.


Daniel le puso cuatro puntos de sutura en la barbilla y luego la enfermera le llevó al niño una caja de plástico con muñecos de dinosaurios.


—¿Te importa si Pedro y yo salimos afuera un momento? —preguntó Paula a Daniel.


—No, en absoluto. Joaquin me contará mientras tanto todos los nombres de dinosaurios que se sabe. Tal vez, yo pueda añadir alguno a su lista.


Pedro siguió a Paula por el pasillo de la clínica, hasta llegar al vestíbulo de recepción.


—Estábamos dando un paseo —dijo él, dispuesto a contarle todo lo que había sucedido—. Habíamos salido de casa porque Joaquin quería ver un alce. De pronto, en una curva, salió corriendo. Yo le dije que se parara, pero entonces tropezó con algo y se cayó. Debió darse con alguna piedra al caer y se hizo una herida en la barbilla. No sabes cuánto lo siento, Paula. Sé que debía haber tenido más cuidado con él y haberle vigilado más de cerca. Pienso contratar un teléfono por satélite, así podré llamar desde la casa de la montaña. Sé que ya es tarde para eso y las disculpas no sirven para nada y me figuro que ahora ya no tendrás confianza en mí para volver a dejarme a Joaquin…


—¿Por qué le trajiste a la clínica de Daniel en vez de ir al hospital? —preguntó ella—. ¿Fue para proteger tu identidad?


Pedro la miró detenidamente. Le estaba preguntando si él había antepuesto su interés por encima de la salud de su hijo. Si no le había llevado al hospital por temor a que alguien le reconociera o tuviera que registrar su nombre en la recepción.


—No, no fue por eso. La clínica estaba más cerca y pensé que le atenderían antes. Eso fue lo único que pensé. Eso y bajar la montaña lo más rápido posible para poder llamarte.


—He oído que Daniel trabaja de forma gratuita un par de días a la semana para los ciudadanos de Thunder Canyon que no tienen seguro médico. Yo no soy un caso de caridad, Pedro. Joaquin tiene su seguro médico. Puede que no sea el mejor seguro del mundo pero…


Pedro la cortó antes de que llegara demasiado lejos en sus suposiciones.


—Paula, no sé por qué me lo dices. Esa idea nunca pasó por mi mente.


Se quedaron mirándose el uno al otro durante unos instantes. Podían oír a lo lejos parte de la conversación que Daniel y Joaquin mantenían sobre los dinosaurios y las cuevas donde vivían. A pesar de la situación y del lugar en que estaban, Pedro sentía un deseo irresistible por ella. Era lo mismo que le había pasado esa misma mañana al despertarse.


—Supongo que esto puede significar el final de nuestra relación. Ya no podrás confiar en mí para que me quede con Joaquin. Y no te culpo por ello. Lo he echado todo a perder.


—No ha sido todo culpa tuya, Zane Pedro—dijo ella, acercándose un poco más a él—. Siento haberte hecho esas preguntas, pero quería saber lo que pensabas y lo que Joaquin significaba para ti. Los niños son siempre algo traviesos. Yo tampoco puedo, a veces, detenerle cuando sale corriendo de esa forma tan alocada. Pero habría que pensar en poner una silla de seguridad en tu coche si piensas llevarle alguna vez a otro sitio.


Él hubiera jurado que ella estaba pensando en ese momento en el padre de Joaquin y en el accidente que tuvo. Recordó que le contó que se había quedado dormido al volante sin llevar puesto el cinturón de seguridad.


Pedro adivinaba lo que estaba pasando por su mente. Se sentía culpable de la muerte de su prometido, igual que él se sentía culpable de lo que le había pasado a Joaquin y a aquella chica del concierto. Paula y él eran, en eso, dos almas gemelas.


Le puso los brazos en los hombros y la abrazó. Se apartó en seguida de ella, consciente de que aquel no era el lugar adecuado para exteriorizar sus sentimientos.


—¿Quieres que siga cuidando de Joaquin esta tarde?


—Tú eres el que debes preguntarte si estás dispuesto a hacerlo. Probablemente estará molesto y de mal humor cuando se le pase la anestesia. ¿Te importaría quedarte con él en mi apartamento? Así, si me necesita, podría volver a casa antes.


—Me parece bien. Joaquin se sentirá mejor allí.


Paula le miró fijamente y le acarició la mejilla con la mano.


—No ha sido culpa tuya, Pedro. Nadie puede controlar todo lo que pasa a su alrededor.


Él sintió un fuego intenso en su interior. La deseaba con toda su alma. Pero sus caricias estaban consiguiendo también sacar a la luz otras sensaciones que había mantenido ocultas. Cuando escribía sus canciones, acudía a ese lugar íntimo de su corazón donde guardaba sus secretos, donde residían las penas, las alegrías y los sentimientos que no lograba exteriorizar más que a través de la música. De alguna forma, Paula conseguía acceder a ese lugar. Y eso le inquietaba, porque le hacía sentirse más vulnerable. Había estado solo tanto tiempo que únicamente se había adentrado en lo más hondo de su corazón cuando había necesitado dar sentido a las letras de sus canciones o atrapar alguna melodía que se le escapaba.


Se apartó unos pasos de ella y buscó una de esas sonrisas que solía utilizar cuando estaba con sus fans. Paula se sintió decepcionada al verle apartarse de ella. Necesitaba tiempo para reflexionar sobre lo que estaba pasando entre ellos.


Tal vez, a lo largo de la tarde, mientras él estuviese cuidando de su hijo, podría tratar de poner en orden sus sentimientos










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