viernes, 4 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 1




Paula Chaves metió la aspiradora en el armario y se ajustó la cinta del pelo. Estaba agotada. Más agotada aun que cuando corría detrás de su hijo de cuatro años y medio. Pero tenía que terminar su trabajo en aquella casa de la montaña si no quería que la despidieran.


Le temblaban las manos. Al echar un paquete de café molido en un frasco de cristal, se le cayó el café al suelo.


Estaba acostumbrada a las adversidades, sobre todo después de la muerte de su prometido, unos meses antes de que Joaquin naciera. Pero ahora se sentía realmente angustiada, sabiendo que después de salir de esa casa tendría que ir a su otro trabajo en el restaurante LipSmackin’ Ribs. Un trabajo que no le gustaba nada. Sin embargo, el desánimo era una palabra que no estaba en su vocabulario. Todo lo hacía por su hijo Joaquin.


Abrió de nuevo el armario, sacó el recogedor y el cepillo, y se puso de rodillas en el suelo a recoger el café que se le había caído.


Oyó entonces un ruido. Era la puerta de la calle. Alguien había entrado.


Cuando giró la cabeza, vio a un hombre alto con un sombrero Stetson negro mirándola con cara de sorpresa. 


Parecía tan sorprendido como ella misma. Tenía aspecto de llevar casi una semana sin afeitar y parecía algo demacrado. Llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de color azul pálido con las mangas remangadas, que remarcaban sus antebrazos fuertes y musculosos. Sus botas de color marrón estaban cubiertas de polvo. Paula se quedó mirándolo extasiada durante un buen rato. Creyó ver una mezcla de tristeza e impaciencia en sus ojos verdes.


—Siento estar aún aquí —dijo ella—. Pero no se preocupe, me iré en seguida. Me he retrasado un poco porque cuando ya estaba a punto de salir se me ha caído el café al suelo.


—Déjelo —replicó él secamente.


—En realidad, solo me va a llevar un par de minutos.


—Váyase —insistió él—. Yo me encargaré de recogerlo.


Ella sabía que él valoraba mucho su intimidad, que era un hombre solitario al que no le gustaba que le molestasen. Trató de reprimir las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. No quería parecer débil a sus ojos. No le costaba mucho dar la imagen de una mujer segura de sí misma en aquel restaurante de costillas a la barbacoa donde recibía tantos comentarios lascivos por parte de los clientes. Pero la
mirada triste y penetrante de aquel hombre la conmovía. Y, a pesar de que se le notaba claramente enfadado con ella, había algo en su porte, en el tono de su voz y en la mirada de sus ojos verdes que la atraían poderosamente.


El hombre de la montaña se dio cuenta de su angustia y suspiró profundamente. Cerró la puerta de la calle y se acercó a ella, que seguía arrodillada.


Medía más de un metro ochenta, tenía unos hombros anchos y un aire tan varonil…


Sin saber bien por qué, ella sintió un ligero temblor por todo el cuerpo. Él la observó fijamente como si estuviera tratando de descubrir su secreto más íntimo.


Luego se agachó.


—Déjeme que la ayude a limpiar todo esto.


Eso era algo que ella nunca hubiera esperado. Se hizo un silencio tenso mientras ella pasaba el cepillo por el suelo. Luego él deslizó la mano por las baldosas de color teja y empujó hacia el recogedor el café que había quedado en el suelo.


—Necesito este trabajo. Tengo un hijo. Le compraré otro paquete de café —dijo ella, tratando de justificarse, sintiéndose como una colegiala—. Le prometo que no volverá a ocurrir —añadió ella muy azarada, tragando saliva y agarrándole del brazo.


Estaba quedando en evidencia. No podía ocultar la atracción que sentía por aquel hombre. ¿Cuándo había sido la última vez que se había comportado de una manera tan torpe?, se preguntó ella, sintiendo la dureza de aquel brazo cálido y musculoso y la suave aspereza de su vello. Tenía que controlarse. Apartó la mano de su brazo.


—Está bien, está bien —dijo él—. Son cosas que pasan. Debí haberme fijado que estaba su coche en la entrada cuando volví de dar un paseo por la montaña. Pero no se me ocurrió hacerlo.


—Ha sido culpa mía. No volverá a suceder —repitió ella.


Una vez recogido el café que había caído al suelo, él se puso de pie, echó al cubo de la basura todo lo que había en el recogedor y luego lo dejó en el armario de la cocina, con el cepillo.


Se limpió las manos con uno de los trapos de la cocina y se volvió hacia ella.


—Vamos a hacer una cosa. Vamos a olvidar todo esto, como si nada hubiera sucedido. Será nuestro secreto. Pero con una condición.


Paula se incorporó también e inclinó la cabeza un poco hacia atrás para mirarle a los ojos. Estaba confusa e incluso algo asustada. ¿Qué esperaría él a cambio de su silencio? Dada su fuerza y su corpulencia, poco podría hacer si él intentase…


El hombre esbozó una sonrisa irónica como si le adivinase el pensamiento.


—No le diga a nadie que me ha visto aquí.


Paula suspiró aliviada. Sin embargo, no pudo evitar sentir también una pequeña sensación de decepción. Había llegado a imaginar que él la estrecharía entre sus brazos y la besaría.


—Descuide, no se lo diré a nadie.


El hombre de la montaña se inclinó ligeramente hacia ella y le tendió la mano para sellar el trato. Ella sintió su calidez y su aroma varonil, al estrecharla. El corazón comenzó a latirle de forma acelerada. Se apartó ligeramente para tratar de recobrar la calma.


—¿Seguro que no quiere que lave un poco el suelo?


—No, déjelo.


Ella recogió el bolso y las llaves del coche que había dejado en la mesa y se dirigió hacia la puerta. Pero la detuvo la voz profunda y penetrante del aquel hombre de la montaña.


—¿Cómo se llama?


—Paula, Paula Chaves.


—Has olvidado algo, Paula—dijo él entregándole el billete que había debajo del bote de café.


—Creo que hoy no me lo he ganado.


—Tonterías. Te lo has ganado con tu trabajo. El que se te haya caído al suelo un poco de café no desmerece todo el trabajo que has hecho en esta casa.


Paula pensó en Joaquin y en el apartamento al que se habían trasladado hacía unos meses. Tenía que hacer frente a una buena colección de facturas todos los meses. Decidió entonces tomar el dinero que le ofrecía aquel hombre misterioso y enigmático.


Salió corriendo de la casa, preguntándose si él habría utilizado alguna vez el todoterreno de color gris que había en el garaje y si viviría solo en la ladera de aquella montaña.


Pero ella ya tenía bastante con sus propios problemas como para preocuparse de los de los demás. Tenía otro trabajo en el Smackin Ribs.


Mientras conducía el coche por aquel sendero desierto, lleno de baches y sin asfaltar, rezando para que no se le pinchase una rueda, recordó la sonrisa fugaz del hombre de la montaña.





UNA CANCION: SINOPSIS






Algún día tendría que abandonar su escondite…


Pedro Alfonso, el famoso cantante country, había ido a refugiarse a Thunder Canyon, en Montana, huyendo de los paparazzi y de una tragedia que no podía olvidar. Pero no iba a ser fácil pasar desapercibido, especialmente cuando Pedro empezó a sentirse atraído por Paula Chaves, una madre soltera de la región.


¿Encontraría el cowboy un hogar en Thunder Canyon? 


¿Estaría dispuesto a entregarle a aquella camarera todas las canciones de amor que atesoraba en su corazón?







jueves, 3 de agosto de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO FINAL




Con una sonrisa amplia, Pedro rellenó los cuencos con sopa y volvió a sentarse a la mesa. No era muy buen cocinero, no como Pau. Ya echaba de menos las sonrisas de ella. Hizo a un lado esos pensamientos hasta estar a solas. La reunión con su hermana eclipsaba su carencia de habilidades culinarias.


—Lamento que no sea una cena más suculenta.


—No seas bobo —Barbara alzó su cuchara y sonrió—. Gracias. Una cosa que le prometí a la doctora era que comería mejor. Esto es lo que necesitaba.


—¿De verdad estás bien? —su sonrisa vaciló un poco—. Quiero decir que vas a ocuparte otra vez de Daniela a tiempo completo. ¿Estás segura de encontrarte preparada?


La sonrisa de ella también se esfumó ante la seriedad del tema.


—Te mentiría si dijera que no me siento asustada. Pero estoy aprendiendo técnicas para encarar las situaciones y tengo un número al que llamar en todo momento, de día o de noche. No te preocupes, Pedro. Todo el mundo está pendiente de mí.


—Lo de llamar de día o de noche también se aplica a mí —dejó la cuchara y le tomó la mano—. Sospeché lo de nuestro padre en todo momento, pero fui un cobarde y no dije nada. Eso se acabó. Si tú quieres, me gustaría ser tu hermano.


Los ojos de Barbara se llenaron de lágrimas y le apretó la mano.


—Siempre fuiste un buen chico y te has convertido en un buen hombre, incluso cuando no pensaba con claridad, sé que no te habría confiado a Daniela si no hubiera creído que te desvivirías por ella. En una ocasión te fuiste a casa con un ojo morado por mí, Pedro. No lo he olvidado.


—Es bueno volver a tener una familia —repuso él con sencillez.


—Sí, lo es. Y sé que tuviste ayuda. ¿Dónde está Paula?


Hasta la mención de su nombre le causaba dolor.


—Se ha ido a casa.


—Quiero darle las gracias por todo lo que ha hecho.


—Ahora puede que no sea un buen momento, Barby. Creo que para ella fue muy difícil dejar a Daniela.


Sintió la mirada inquisitiva de su hermana y se levantó para dejar el cuenco en el fregadero.


—¿Sólo a Daniela?


—No lo sé —apoyó las manos en el borde de la encimera.


—¿Hay algo entre vosotros dos?


Se volvió.


—Aunque lo hubiera, ya no.


—Lo siento, Pedro. ¿Estás enamorado de ella?


En ese momento, ella se enfrentaba al resultado del fracaso de su relación y seguía adelante como madre soltera. El modo en que lo miraba le reveló que comprendía un poco con lo que él mismo luchaba.


—Lo estoy.


—Entonces, ¿qué te impide pelear por ella?


—No somos los únicos con cicatrices, Barby. Paula tiene sus propios problemas. Yo llegué a un punto en el que estaba listo para dejarlos atrás y emprender la vida que quería. Pero ella aún no ha llegado ahí. Y yo no puedo hacerlo por ella.


Daniela emitió ruiditos de felicidad desde su sillita y Barbara sonrió.


—Debería llevarla a casa.


Se levantó, fue al asiento, tomó al bebé en brazos y lo cubrió con una manta.


—¿Estarás bien?


—Lo estaré.


—¿Me llamarás mañana?


—¿Vuelves a ser el hermano mayor conmigo? —Barbara sonrió.


Él la imitó.


—Es raro, ¿eh? Pero, sí, supongo que lo hago.


Para su sorpresa, ella se acercó y lo abrazó.


—Gracias —murmuró, retrocediendo un poco—. A veces la peor parte en todo esto es la sensación de soledad. Creo que me gustará tener un hermano mayor.


La acompañó fuera, llevando la bolsa de ropa mientras ella portaba el asiento para el coche. Al asegurar a Daniela a la parte de atrás, él añadió:
—Me he quedado con el corralito y la mesa. Siempre que necesites un descanso, Daniela es bienvenida a quedarse con el tío Pedro.


—Gracias.


Al ver alejarse el coche, la despidió con un gesto de la mano.


Una vez dentro, la casa le pareció vacía y sin vida. Durante dos semanas había estado llena de ruido, pero también de momentos felices y, de algún modo, un ambiente de familia.


A Daniela volvería a verla, pero Paula se marcharía en breve adonde la llevaran sus circunstancias. Y era a la que más echaba de menos.


Miró por la ventana de la cocina los campos oscuros. Gotas de lluvia comenzaron a rebotar en el cristal, reflejando su propio estado de ánimo. Ese día había intentado decirle lo que quería, pero Pau había tenido demasiado miedo de aceptarlo. Sabía que no podía obligarla a cambiar.


Pero también sabía que él no quería rendirse.


Ella seguía en la casa de los Cameron y él allí. Los dos solos. No tenía sentido.


Fue a la puerta, se puso las botas y luego el impermeable. 


Todas las cosas que debería haber dicho aquella mañana las diría esa noche. No tenía por qué ser demasiado tarde. Al abrir la puerta, la vio.


Al pie de los escalones, el cabello separado en mechones por la lluvia, arrebujada en su chaqueta.


Durante una fracción de segundo, ambos se miraron y titubearon. Luego él dio un paso fuera y extendió la mano.


Paula subió los escalones y la tomó con dedos helados. Sin pronunciar una palabra, Pedro la abrazó.


—Pasa —murmuró él pasado mucho rato.


Una vez dentro, vio las pruebas de su llanto en los ojos hinchados. Le dio esperanzas.


—Daniela se ha ido a casa con Barby —comentó, estudiando su reacción.


—Lo sé.


—La casa parece vacía sin ella.


—Lo sé —reconoció con tristeza—. ¿Adonde ibas ahora? —alzó la cabeza.


—A buscarte.


El mundo se abrió para Paula al oír eso. Su corazón, tan marchito y temeroso, se expandió, cálido y hermoso. 


También ella había ido a buscarlo.


El labio inferior le tembló por la emoción y le acarició el pelo. 


Unas manos firmes le alzaron el rostro hasta que ambos se miraron.


—Iba a buscarte —repitió Pedro antes de besarla.


Cuando al fin la soltó, Paula reconoció:
—Yo también venía a buscarte.


Había pasado horas llorando y sufriendo, pero al final había comprendido que no quería ser prisionera de su miedo. 


Amaba a Pedro, y aunque hubiera sabido que la relación jamás funcionaría, habría tenido que dar el paso importante de revelarle la verdad. Jamás lo sabría a menos que se lo preguntara. La bienvenida que le ofreció era más de lo que se había atrevido a esperar.


Pedro, yo… yo quiero contestarte la pregunta que me hiciste esta mañana.


—De acuerdo.


Aún seguían cerca de la puerta de la entrada.


—Me preguntaste qué quería —se acomodó los mechones de pelo detrás de las orejas—. Y mi respuesta es la misma que la tuya. Es lo único que he querido en toda mi vida. 
Nunca quise ser abogada, doctora o modelo, ni siquiera rica.
Lo único que quería era un hogar, con un marido al que amar y un par de hijos. Quería la clase de matrimonio que habían tenido mis padres y más que nada quería ser madre. Y durante un tiempo tuve todo eso, o casi. Y todo se evaporó como humo. Y ahora al fin conozco la causa.


—Pau, siento tanto eso…


—No —cortó ella—. Quiero que el pasado deje de definirme y demostrar que un patrón no tiene por qué continuarse, igual que tú. Se acabó conformarse, Pedro. Me convencí de que con Eduardo lo podría tener todo, y me equivoqué. Lo sé porque…


La siguiente parte era la más dura. Representaba desnudarse emocionalmente. Pero ¿cuál era la alternativa? 


Nada. Esa tarde se lo había dejado claro.


—Sé que me equivoqué porque nunca lo amé de verdad. Amé la idea de él, la fantasía de la vida perfecta que podía tener con él. Pensé que lo podríamos tener todo. Pero resultó ser nada. Porque ahora sé lo que es amar realmente a alguien. Del modo en que me he enamorado de ti.


Pedro la miraba boquiabierto, en silencio, su cara una máscara de sorpresa.


—La última vez me rendí sin ofrecer resistencia. Quizá porque no valía la pena luchar. Pero tú sí lo vales, Pedro. No quiero alejarme de ti. Quiero esas cosas contigo. ¿Existe la posibilidad de que tú también las quieras conmigo?


Retrocedió, la mandíbula trémula, esperando su respuesta.


Él suspiró al tiempo que avanzaba.


—Mírate… estás empapada.


Dejó que le quitara la chaqueta, que cayó al suelo en un montón mojado. Con la mano en el mentón la obligó a mirarlo.


—Te amo, Pau —bajó la cabeza y le dio un beso lleno de dulzura—. Tardaste bastante —murmuró sobre sus labios antes de abrazarla y alzarla en el aire—. Me dije que debía esperar hasta que te sintieras preparada. Pero esta noche, solo… no pude.


Apoyada contra su cuello, el miedo quedó desterrado por el júbilo que la invadió, Pedro no diría eso a menos que lo sintiera. La amaba. Cerró los ojos. Podía enfrentarse a cualquier cosa si él la amaba.


Rió.


—¿Bastante? Si nos conocemos desde hace unas semanas.


Él simplemente la abrazó con más fuerza.


—En las últimas dos semanas hemos pasado más tiempo juntos que la mayoría de las personas durante un noviazgo. Hemos compartido cosas que no le había contado a ninguna otra persona. Además, ¿qué importa el tiempo? Lo supe la noche que nos besamos en el porche.


—¿Lo supiste entonces? ¿Cuando me apartaste y decretaste que nuestra relación debía ser platónica?


—Sí, entonces.


Ella volvió a reír.


—Has sido más rápido que yo. No pude reconocerlo hasta que te vi con Daniela en la mecedora —la dominó la ternura—. ¿Sabes?, amarte significaba enfrentarme a muchas cosas que me hacían daño.


Finalmente la soltó y retrocedió un poco.


—Hay tantas cosas que quiero contarte. No sé por dónde empezar. Sobre Barbara hoy, de mí, de mis planes…


—Poco a poco —frenó ella en broma. Él la tomó de la mano y la llevó hasta la mecedora. Al sentarse y acomodarla sobre su regazo, Pau alzó sus manos y las besó—. Tenía tanto miedo de venir, de que tú no sintieras lo mismo.


—Me alegro de que lo hicieras —repuso, girando las manos e imitándola en su acción—. No estaba seguro de cómo iba a poder arreglarme sin ti. Me mató ver cómo te alejabas. Pero esta mañana supe que, si te presionaba, que si no te daba la oportunidad, algún día me lo reprocharías. Y sería demasiado duro tenerte y verte partir.


Pau se apoyó contra su pecho.


—No fue hasta esta tarde cuando lo vi con claridad. Estar sin ti me dejó bien claro lo mucho que te amaba. No me imaginaba continuar sin ti. Supe que debía intentarlo.


—Miraba por la ventana, pensando en lo tonto que había sido al dejar que te marcharas, iba a verte para pedirte que nos brindaras una oportunidad.


—Me fui porque dijiste que querías esas cosas, pero en ningún momento mencionaste que las querías conmigo.


Él suspiró y apoyó la barbilla sobre la cabeza de Pau.


—Y no lo hice porque tenía miedo de asustarte y que te fueras definitivamente.


—Somos idiotas —afirmó ella, y lo notó sonreír entre su cabello.


—No, no lo somos. Ambos recobramos el sentido común.
Durante varios minutos oscilaron en la mecedora, absorbiéndose, forjando un vínculo nuevo, dos partes de un todo mayor.


—¿Y ahora qué? —inquirió Paula al final.


—¿Qué te inspira la idea del trabajo en un rancho y esta casa?


Eso fue algo totalmente inesperado.


Se irguió un poco para girar la cabeza y mirarlo a los ojos.


—Es un sitio acogedor.


—¿Podrías ser la esposa de un ranchero? No soy médico y sé que hemos tenido educaciones muy diferentes.


—¿Y eso qué importa? ¿Qué importa lo que hagas? —le acarició la mejilla—. Sólo necesito estar donde tú estés. Me encanta este sitio. Me he sentido más en casa en este rancho que en cualquier otro lugar que pueda recordar. No finge ser algo que no es.


—¿E hijos? Sé que es un tema delicado. ¿Estás bien físicamente? Dios, nunca antes había preguntado algo así. Y entiendo que debas estar asustada…


Tener hijos era una idea aterradora, sólo porque sabía lo que era amar y perder. Pero el sueño no había muerto. Aún quería ser madre por encima de cualquier cosa.


—Nada se consigue sin riesgo —musitó—. Y la idea de tener bebés… oh, Pedro. No sólo bebés, sino tus bebés.


No pudo seguir. Los dos dejaron que la idea floreciera, frágil y delicada.


—Pase lo que pase, lo sobrellevaremos —afirmó él.


—Lo sé —confirmó con sinceridad. Era lo que le inspiraba una relación verdadera.


—Te amo, Pau—la miró con esos ojos castaños e intensos. Ella extendió la mano y le apartó el sempiterno mechón de pelo que le caía sobre la frente. Le tomó los dedos y se los besó—. ¿Te casarás conmigo?


—En un abrir y cerrar de ojos —respondió.


Y al fin supo lo que era estar en casa.


Fin







BUENOS VECINOS: CAPITULO 19




Pau sintió cada kilo de su bolsa a medida que la correa se clavaba en su hombro. No iba a mirar atrás. No podía. En esa ocasión debía enfrentarse a la realidad, no al sueño. Y ésa era que Pedro no la amaba, no del modo en que ella necesitaba que la amara. No como ella lo amaba.


Al entrar en el camino que conducía a la parte frontal de la casa de los Cameron, no pudo evitar girar la cabeza hacia el rancho. Una mujer de cabello oscuro, alta como Pedro, se bajó del coche y Pau se detuvo. Él bajó los escalones con Daniela envuelta en la manta. A través de los dos jardines, oyó la exclamación de Barbara y la vio tomar al bebé que Pedro le ofrecía. La meció en sus brazos y la vio besar la frente perfecta.


No pudo mirar más.


Abrió la puerta y entró. Si en el pasado la habían asombrado la opulencia y la perfección del recibidor, en ese momento le pareció frío y vacío. Fue hasta el salón, miró por los enormes ventanales hacia las praderas que se extendían ante ella, tan vastas e implacables. Llevó la bolsa a la habitación de invitados, la soltó y esperó. Un sonido. Cualquier cosa.


En el rancho, Pedro volvía a conectar con su hermana y se reconciliaba con su pasado. Daniela se iría a casa, pero él la vería a menudo. No había tenido que despedirse del bebé. 


Pero ella los había perdido a los dos. Se hallaba sola.


Desolada, enterró la cara en la almohada y dejó correr las lágrimas que había estado conteniendo toda la mañana.




BUENOS VECINOS: CAPITULO 18





Pedro vio cómo Pau palidecía. Era una pregunta justa. ¿Qué quería y por qué, simplemente, no lo decía? Con Daniela marchándose, ya nada se interponía en el camino de ambos. ¿Por qué no iba a él?


Sabía que tenía miedo. Esa mañana había intentado presionarla para ver si lograba hacerla reaccionar con sinceridad, pero lo único que había conseguido era que se retrajera más. Y sabiendo lo frágil que era, no podía repetirlo. Quizá necesitara más tiempo. Jamás presionaría donde no era bien recibido; el amor no se podía forzar. Y estaba convencido de que empezaba a enamorarse de Pau.


Se preguntó qué haría ella si se lo dijera. Mientras se miraban, el rostro pálido de Pau lleno de tensión, supo exactamente lo que haría. Huir.


—He de irme.


—Paula—avanzó un paso, la sujetó por los brazos a pesar de su determinación de no presionarla y la obligó a mirarlo—. No huyas.


El color volvió a sus mejillas y lo miró con ojos centelleantes.


—¿Qué ofreces, Pedro? ¿Qué quieres tú de la vida? Porque saberlo me ayudaría mucho. No te entiendo, de verdad que no. Y durante la última semana y media, te has desvivido por apartarte de mi camino.


Le soltó los brazos. ¿Era eso lo que pensaba? ¿Que no soportaba estar cerca de ella?


—¿Yo?


—¡Fuiste tú quien estableció límites! —exclamó.


—¡Para proteger a Daniela! —de pronto la frustración se sumó al cóctel de sentimientos que bullía en su interior.


—¿Sólo a Daniela?


Sintió un hormigueo de culpabilidad. Tuvo que reconocerse que tal vez había sido cauto. Y quizá había usado a Daniela como un escudo para no admitir lo que sentía de verdad. 


Pero en ese momento guardó silencio porque no estaba seguro de ella. La había visto retraerse y sabía que no se hallaba preparada. Sabía que tenía miedo. ¿Y qué mujer no lo tendría después de lo que Pau había pasado? No podía obligarla a abrirse.


—De acuerdo. ¿Quieres saber lo que yo quiero, Paula? Te lo diré. Quiero que este rancho prospere, que esta casa sea un hogar, una esposa a quien amar y un par de hijos. Quiero la clase de matrimonio que mis padres jamás tuvieron y darles a mis hijos la infancia que yo nunca tuve. Quiero que el pasado deje de definirme y demostrar que un patrón no tiene por qué continuar —lo soltó de golpe y fue una sensación magnífica—. Y ahora, adelante —bajó la voz y la miró, sabiendo que ella no había esperado semejante exabrupto—. Huye. Sé que es lo que quieres hacer.


Ella no había movido un músculo, pero dio la impresión de que entre ambos se alzaba un muro invisible. Su retraimiento era completo.


—He de irme —susurró.


No lo sorprendió, pero experimentó el dolor sordo de la desilusión. No podía suplicarle a alguien que lo amara. Hacía tiempo que había dejado a aquel niño pequeño y tenía demasiado orgullo. Fue al extremo de la cama y recogió la bolsa que ella había dejado caer cuando la aferró de los brazos.


—Te acompañaré hasta la puerta.


Fueron en silencio y Pedro abrió. El aire estaba fresco: en algunas partes del patio la hierba se veía plateada por la escarcha. El sol rebotaba en las pocas hojas doradas que aún quedaban. Era un perfecto día otoñal. Pero eso no le inspiró júbilo alguno. Esa noche volvería a estar solo en su casa, salvo que en esa ocasión sentiría la soledad de forma más aguda.


Titubearon un momento en el porche. Pedro extendió la bolsa y Pau la aceptó sin mirarlo.


—Gracias por todo —dijo con formalidad, pero el orgullo le impedía hablar con más intimidad—. Si alguna vez necesitas algo…


—No —pidió con suavidad—. Por favor, no emplees esta cortesía fría. No después de todo lo sucedido.


Bajó los escalones y se volvió a medias, y a él le pareció captar un destello de humedad en sus ojos antes de que parpadeara y desapareciera.


—Adiós, Pedro.


Esperó en el porche y la observó marchar por el sendero de tierra, sintiendo que su corazón se iba con ella. Deseó que se detuviera. Que regresara con él. Que lo dejara arreglarlo todo.


Pero no lo hizo. Su andar no vaciló.


Y al llegar hasta el buzón, un coche aminoró y giró para entrar en su propiedad.


Barbara había llegado.