viernes, 4 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 1




Paula Chaves metió la aspiradora en el armario y se ajustó la cinta del pelo. Estaba agotada. Más agotada aun que cuando corría detrás de su hijo de cuatro años y medio. Pero tenía que terminar su trabajo en aquella casa de la montaña si no quería que la despidieran.


Le temblaban las manos. Al echar un paquete de café molido en un frasco de cristal, se le cayó el café al suelo.


Estaba acostumbrada a las adversidades, sobre todo después de la muerte de su prometido, unos meses antes de que Joaquin naciera. Pero ahora se sentía realmente angustiada, sabiendo que después de salir de esa casa tendría que ir a su otro trabajo en el restaurante LipSmackin’ Ribs. Un trabajo que no le gustaba nada. Sin embargo, el desánimo era una palabra que no estaba en su vocabulario. Todo lo hacía por su hijo Joaquin.


Abrió de nuevo el armario, sacó el recogedor y el cepillo, y se puso de rodillas en el suelo a recoger el café que se le había caído.


Oyó entonces un ruido. Era la puerta de la calle. Alguien había entrado.


Cuando giró la cabeza, vio a un hombre alto con un sombrero Stetson negro mirándola con cara de sorpresa. 


Parecía tan sorprendido como ella misma. Tenía aspecto de llevar casi una semana sin afeitar y parecía algo demacrado. Llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa de color azul pálido con las mangas remangadas, que remarcaban sus antebrazos fuertes y musculosos. Sus botas de color marrón estaban cubiertas de polvo. Paula se quedó mirándolo extasiada durante un buen rato. Creyó ver una mezcla de tristeza e impaciencia en sus ojos verdes.


—Siento estar aún aquí —dijo ella—. Pero no se preocupe, me iré en seguida. Me he retrasado un poco porque cuando ya estaba a punto de salir se me ha caído el café al suelo.


—Déjelo —replicó él secamente.


—En realidad, solo me va a llevar un par de minutos.


—Váyase —insistió él—. Yo me encargaré de recogerlo.


Ella sabía que él valoraba mucho su intimidad, que era un hombre solitario al que no le gustaba que le molestasen. Trató de reprimir las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. No quería parecer débil a sus ojos. No le costaba mucho dar la imagen de una mujer segura de sí misma en aquel restaurante de costillas a la barbacoa donde recibía tantos comentarios lascivos por parte de los clientes. Pero la
mirada triste y penetrante de aquel hombre la conmovía. Y, a pesar de que se le notaba claramente enfadado con ella, había algo en su porte, en el tono de su voz y en la mirada de sus ojos verdes que la atraían poderosamente.


El hombre de la montaña se dio cuenta de su angustia y suspiró profundamente. Cerró la puerta de la calle y se acercó a ella, que seguía arrodillada.


Medía más de un metro ochenta, tenía unos hombros anchos y un aire tan varonil…


Sin saber bien por qué, ella sintió un ligero temblor por todo el cuerpo. Él la observó fijamente como si estuviera tratando de descubrir su secreto más íntimo.


Luego se agachó.


—Déjeme que la ayude a limpiar todo esto.


Eso era algo que ella nunca hubiera esperado. Se hizo un silencio tenso mientras ella pasaba el cepillo por el suelo. Luego él deslizó la mano por las baldosas de color teja y empujó hacia el recogedor el café que había quedado en el suelo.


—Necesito este trabajo. Tengo un hijo. Le compraré otro paquete de café —dijo ella, tratando de justificarse, sintiéndose como una colegiala—. Le prometo que no volverá a ocurrir —añadió ella muy azarada, tragando saliva y agarrándole del brazo.


Estaba quedando en evidencia. No podía ocultar la atracción que sentía por aquel hombre. ¿Cuándo había sido la última vez que se había comportado de una manera tan torpe?, se preguntó ella, sintiendo la dureza de aquel brazo cálido y musculoso y la suave aspereza de su vello. Tenía que controlarse. Apartó la mano de su brazo.


—Está bien, está bien —dijo él—. Son cosas que pasan. Debí haberme fijado que estaba su coche en la entrada cuando volví de dar un paseo por la montaña. Pero no se me ocurrió hacerlo.


—Ha sido culpa mía. No volverá a suceder —repitió ella.


Una vez recogido el café que había caído al suelo, él se puso de pie, echó al cubo de la basura todo lo que había en el recogedor y luego lo dejó en el armario de la cocina, con el cepillo.


Se limpió las manos con uno de los trapos de la cocina y se volvió hacia ella.


—Vamos a hacer una cosa. Vamos a olvidar todo esto, como si nada hubiera sucedido. Será nuestro secreto. Pero con una condición.


Paula se incorporó también e inclinó la cabeza un poco hacia atrás para mirarle a los ojos. Estaba confusa e incluso algo asustada. ¿Qué esperaría él a cambio de su silencio? Dada su fuerza y su corpulencia, poco podría hacer si él intentase…


El hombre esbozó una sonrisa irónica como si le adivinase el pensamiento.


—No le diga a nadie que me ha visto aquí.


Paula suspiró aliviada. Sin embargo, no pudo evitar sentir también una pequeña sensación de decepción. Había llegado a imaginar que él la estrecharía entre sus brazos y la besaría.


—Descuide, no se lo diré a nadie.


El hombre de la montaña se inclinó ligeramente hacia ella y le tendió la mano para sellar el trato. Ella sintió su calidez y su aroma varonil, al estrecharla. El corazón comenzó a latirle de forma acelerada. Se apartó ligeramente para tratar de recobrar la calma.


—¿Seguro que no quiere que lave un poco el suelo?


—No, déjelo.


Ella recogió el bolso y las llaves del coche que había dejado en la mesa y se dirigió hacia la puerta. Pero la detuvo la voz profunda y penetrante del aquel hombre de la montaña.


—¿Cómo se llama?


—Paula, Paula Chaves.


—Has olvidado algo, Paula—dijo él entregándole el billete que había debajo del bote de café.


—Creo que hoy no me lo he ganado.


—Tonterías. Te lo has ganado con tu trabajo. El que se te haya caído al suelo un poco de café no desmerece todo el trabajo que has hecho en esta casa.


Paula pensó en Joaquin y en el apartamento al que se habían trasladado hacía unos meses. Tenía que hacer frente a una buena colección de facturas todos los meses. Decidió entonces tomar el dinero que le ofrecía aquel hombre misterioso y enigmático.


Salió corriendo de la casa, preguntándose si él habría utilizado alguna vez el todoterreno de color gris que había en el garaje y si viviría solo en la ladera de aquella montaña.


Pero ella ya tenía bastante con sus propios problemas como para preocuparse de los de los demás. Tenía otro trabajo en el Smackin Ribs.


Mientras conducía el coche por aquel sendero desierto, lleno de baches y sin asfaltar, rezando para que no se le pinchase una rueda, recordó la sonrisa fugaz del hombre de la montaña.





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