martes, 1 de agosto de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 12




La asistente social de Didsbury iba a presentarse esa tarde.


Le alegró haber ido de compras aquella mañana. Un mantel nuevo adornaba la mesa de la cocina. Pedro había  terminado su trabajo en el campo y después de comer había arreglado la puerta floja para que cerrara y abriera con facilidad. En ese momento se estaba dando una ducha. 


Daniela estaba bañada, olía maravillosamente y lucía una prenda nueva de dos piezas.


Se tomó un momento para cepillarse el cabello antes de recogérselo a la nuca. La nevera estaba llena y la casa ordenada. Daniela tenía todo lo que necesitaba para varios días ordenado sobre la mesa para cambiarla. Junto con varios atuendos bonitos y cómodos. A pesar de sus resquemores, había disfrutado yendo de compras, porque al fin había sentido que tenía un objetivo. No se había dado cuenta de lo mucho que había extrañado eso hasta que volvieron a necesitarla.


Sin embargo, estaba nerviosa. Tanto por Pedro, quien se jugaba mucho en esa reunión, como por sí misma, ya que sabía que también ella tendría que contestar preguntas. Y sin saber cuáles serían éstas, no podía prever las respuestas. La inquietaba tener que airear todo delante de Pedro. No debería importarle lo que él pensara, pero le importaba la opinión que se hiciera.


Oyó el sonido apagado de los pies enfundados en calcetines por el pasillo y se echó un último vistazo en el espejo. 


Desterró las arrugas de preocupación y se obligó a sonreír. 


Se había puesto unos pantalones azul marino y un suave jersey de color frambuesa. Al volverse, lo vio allí de pie y la sonrisa vaciló en sus labios.


Era tan atractivo, incluso con unos vaqueros impecables y una camisa a rayas blancas y azules, exudaba ese leve toque de peligro rudo, de excitación, que lo volvían fascinante.


—¿Estoy bien?


La preocupación nubló esos ojos enigmáticos y ella apoyó una mano en su brazo.


—Desde luego que estás bien.


—Quizá debería haberme vestido un poco más formal.


Trató de imaginarlo y no terminó de encajar para ella. Lo suyo eran los vaqueros ceñidos y las camisas de algodón que resaltaban sus hombros anchos.


—No lo creo. Ésta es la persona que eres. Y hoy, de todos los días, necesitas ser tú mismo. No puedes fingir ser alguien que no eres.


Finalmente una sonrisa se abrió paso entre sus facciones tensas.


—A ti se te ve estupenda. El rojo resalta el rosado de tus mejillas.


Cuando Pedro sonreía, Pau sentía como si en su interior hubieran encendido una vela. Quizá importaban más porque no tendía a regalar sus sonrisas de forma frívola.


—Te burlas de mí —acusó con suavidad, complacida de que hubiera notado el esfuerzo extra que había dedicado a arreglarse.


Él asintió.


—Se te ve tan nerviosa como me siento yo, incluso te has recogido el cabello —la estudió—. Me gusta. Te hace parecer… sofisticada. Demasiado sofisticada para un rancho destartalado.


Pero también Pau había notado cosas en las últimas semanas, aunque hubiera sido desde la distancia del porche de la casa de los Cameron.


—Este lugar no está destartalado. Ya has realizado muchas mejoras. Todo requiere tiempo y trabajo duro.


—De lo que esperaba hoy, no había contado con tu apoyo. Gracias, Pau.


La sinceridad en su voz hizo que tuviera ganas de abrazarlo, pero no podía. Sí, veía las diferencias y se sentía atraída por él. Pero en cuanto esa «situación» se resolviera, Pedro volvería a ser un ranchero a tiempo completo y ella estaría… no en la casa de los Cameron. Se suponía que era un tiempo para forjar su nueva vida, no para volver a dejarse arrastrar a la de otra persona, como le había sucedido con Eduardo.


—De nada. E intenta no preocuparte demasiado. Daniela debería estar contigo. Eres su tío. Además, tampoco es para siempre.


Dijo las palabras como un recordatorio para ambos. Sería demasiado fácil verse inmersos en la situación y confundirla con la realidad.


Los dos oyeron el coche que subió por el sendero y al unísono giraron las cabezas hacia la puerta.


—Ha llegado la hora de la verdad —murmuró Pedro y frunció el ceño.


Pau se alisó el jersey; no había tiempo de echarle un último vistazo a su maquillaje.


Él abrió la puerta y salió a la terraza. Pau notó que aunque había partes en que la pintura se veía descascarillada, Pedro había reforzado el suelo y los escalones. A veces daba la impresión de que podía hacerlo todo con sus manos y unos pocos suministros.


Una mujer joven, apenas mayor que Pau, bajó del coche. Era alta y de cabello negro, las trenzas rectas recogidas atrás de forma muy elegante. No había nada en ella que fuera ostentoso o excesivo, pero era la clase de mujer ecuánime que siempre conseguía que Paula se sintiera un poco desaliñada. Tuvo ganas de fundirse con la madera.


De hecho, no le pareció una mala idea. Cuanto menos llamara la atención ese día, mejor.


Entró en la casa en el momento en que Pedro la recibía.


—Señorita Beck, soy Pedro Alfonso. Me alegra que haya podido venir hoy.


Pedro abrió la puerta y la sostuvo para que pasara. Ésta lo hizo y miró a su alrededor brevemente antes de comenzar a desabotonarse el abrigo.


—Agradezco su capacidad de adaptación —dijo ella mientras Pedro se adelantaba para quitarle el abrigo de las manos.


Lo puso en un colgador que había detrás de la puerta. Pau lo observaba todo desde el salón, donde en silencio doblaba unas toallas que había quitado de la secadora hacía unos minutos. Cualquier cosa que le mantuviera las manos ocupadas e impidiera que se las retorciera, como tenía ganas de hacer.


—No había razón para demorarlo. Desde luego, usted quiere cerciorarse de que Daniela está bien cuidada. Nosotros buscamos lo mismo, señorita Beck. El mejor cuidado para mi sobrina mientras su madre se recupera.


Eso le ganó una sonrisa de la otra mujer.


—Eso queremos —convino—. Por favor, llámeme Angela. No termino de acostumbrarme a señorita Beck. Me hace sentir como una profesora de instituto.


Pedro le devolvió la sonrisa y Pau contuvo el aliento. Quizá no había nada por lo que sentirse nerviosa. Quizá la asistente social del hospital había sido inusualmente severa.


—Como cualquier agencia gubernamental, hay papeleo que necesita rellenarse y procedimientos que seguir. Pero ¿podría ver primero a Daniela? —de pronto notó a Paula en el salón—. Ah, hola.


Paula tragó saliva y se sintió incluso más baja que su metro sesenta y siete de estatura, intentó erguirse y extendió la mano.


—Hola. Soy Paula Chaves.


—Paula me está ayudando con Daniela —explicó Pedro.


Angela asintió, pero Pau no se sintió más relajada. ¿Qué parecería? ¿Una amiga? ¿Una novia? ¿Cuál prefería? No estaba segura.


—Daniela duerme en este momento, pero podría ir a recogerla. O podría ir usted a observarla. Estoy segura de que se levantará pronto.


—Eso estaría bien.


Pau condujo a la asistente social hasta el dormitorio. Había hecho la cama y junto al corralito y la mesa había añadido unos cojines a la cama de Pedro y un bonito móvil de cachorritos y gatitos de colores vivos al costado del corralito.


Las dos se asomaron. Daniela dormía, tapada hasta los hombros con la manta rosada y con ambas manos a los lados de la cabeza en una clásica postura de bebé. Pau sintió un nudo en el corazón al ver esa carita apacible.


Salieron de puntillas y Angela se volvió hacia Paula.


—Es un bebé hermoso.


—Y bueno, también —Pau asintió—. Tan bueno como cabe esperar de un recién nacido —sonrió. Esa mujer parecía una aliada. Se dijo que todo saldría bien. Tenía que ser así.


Pedro esperaba sentado a la mesa de la cocina, con la vista clavada en las manos. Al verlas entrar, se puso de pie.


—¿Empezamos? —en ese momento Angela Beck se mostró seria; recogió su maletín y extrajo una carpeta—. Primero tenemos que rellenar su solicitud, señor Alfonso.


La cantidad de papeles que depositó sobre la mesa fue abrumadora. Pedro miró a Pau, quien sintió su vacilación.


—¿Realmente es necesario todo esto? Después de todo, será algo tan breve.


—Quizá, pero quizá no. La verdad es que no sabemos cuándo su hermana podrá reanudar el cuidado de Daniela o el tiempo que usted será su tutor ¿Representa ello un problema?


Pedro la miró directamente a los ojos.


—Bajo ningún concepto. Daniela puede quedarse aquí el tiempo que sea necesario. Soy la única familia que tienen y es lo correcto que Daniela se quede conmigo hasta que Barbara se ponga bien.


—Entonces, empecemos.


Paula preparó café mientras Pedro y Angela cumplimentaban la solicitud. Una vez listo, les llevó las tazas a los dos. A pesar de la sonrisa relajada que ofrecía, pudo ver que él estaba tenso como un muelle. Apoyó la mano en su hombro un instante y se lo apretó.


El tiempo fue pasando. Pau dio de desayunar a Daniela cuando la pequeña se levantó, luego le cambió los pañales y después puso una lavadora. Finalmente, Angela Beck ordenó los papeles y los guardó en el maletín.


—El café estaba muy bueno. ¿Por qué no nos tomamos unos momentos y me muestra el rancho, señor Alfonso?


Le ofreció un breve recorrido, perfilando cómo había vivido allí y qué mejoras había realizado ya en la propiedad al igual que las que tenía planeadas hacer.


—Me centré más en el ganado y en el rancho al llegar —explicó de vuelta en la casa—. Pero Daniela cambia las cosas.


—¿Y eso?


Se detuvieron al final del pasillo y Paula dejó de secar una taza mientras aguardaba su respuesta.


—Tener un bebé a tu cuidado modifica tus prioridades, ¿no está de acuerdo?


—Lo estoy.


Pau dejó la taza en el escurridor y se preguntó si Pedro sabía lo peculiar que era. No montaba un escenario para la asistente social como harían algunas personas, respondía con sinceridad y honestidad. Nadie podría cuestionar la dedicación hacia su sobrina.


—Señorita Chaves, ¿verdad?


La mirada astuta de la señorita Beck la inmovilizó.


—Así es —contuvo el impulso de añadir señora por todo lo que la intimidaba, pero no podía ser mucho mayor que ella.


—¿Cuánto tiempo llevan Pedro y usted viviendo juntos, entonces?


Paula sintió que perdía el control debido a la pregunta tan inesperada.


—Viviendo juntos —repitió de forma algo estúpida, luego miró a Pedro en busca de guía.


Angela enarcó una ceja.


—Nuestros requisitos para que sean elegibles estipulan que, si existe una cohabitación, la relación ha de ser estable por el bien del bebé. Exigimos un mínimo de doce meses.


No podía dejar que descartaran a Pedro como tutor temporal sólo por su presencia.


—No vivimos juntos —afirmó.


—¿Oh? —su tono manifestaba que no terminaba de creérselo.


—Paula es la niñera —aportó él. Miró a Pau con expresión lóbrega y movió levemente la cabeza antes de que Angela girara para mirarlo.


—¿Su niñera?


—Por supuesto. Tengo un rancho que llevar y necesitaba ayuda. Paula ha aceptado ayudar durante un tiempo. Es una solución mucho más idónea que una guardería. Yo no puedo estar en la casa todo el rato ni puedo llevarme a Daniela conmigo a los campos ni a los establos.


—Por supuesto.


—De este modo, Daniela no está todos los días al cuidado de alguien diferente. Está aquí, conmigo, y con Paula. ¿No es bueno disfrutar de normalidad? Consideré que una niñera era una opción mucho mejor.


Pau permaneció muda durante toda la conversación. Sabía por qué había dicho eso y era lo más sensato. Pero dolía. Y mucho.


—Un entorno estable decididamente es una de las cosas que buscamos —expuso Angela, indicó la mesa, invitando a Paula a sentarse—. ¿Y el señor Alfonso le paga, señorita Chaves?


Pau tragó saliva pero no alteró sus facciones. Si Pedro podía hacerlo, ella también.


—Sí, estipulamos ese acuerdo.


—Señorita Chaves, ¿de qué conoce al señor Alfonso?


Paula no pudo mirarlo, ya que daría la impresión de que buscaba respuestas.


—Somos vecinos. He vivido en la casa de al lado durante los últimos dos meses, desde que él se trasladó aquí.


Angela ocupó la silla de enfrente.


—¿Y no tienen una relación romántica?


Pau pensó en el beso de la noche anterior y fue como revivirlo. Pero ¿un beso significaba una relación romántica? 


En la superficie, supuso que sí. Pero habían dado marcha atrás y pensado primero en Daniela. Y él acababa de llamarla «niñera» delante de la asistente social. No «una amiga» o incluso una vecina. La niñera. Eso indicaba con claridad dónde estaban los sentimientos de Pedro.


—No, no salimos —al menos eso era verdad.


—¿Y cuánto tiempo lleva usted viviendo en la casa de al lado?


Pau alzó el mentón.


—En este momento cuido la casa de mis amigos. Me despidieron de mi trabajo en Calgary y acepté la oferta de quedarme en su casa mientras actualizo mis conocimientos con algunos cursos y busco trabajo.


Esperó que no sonara demasiado patético y que no la juzgaran por haber sido víctima de unos recortes presupuestarios.


—¿Y está soltera?


—Divorciada hace poco.


Pudo sentir la mirada de Pedro y se negó a imitarlo. Supo que, de hacerlo, se ruborizaría y eso traicionaría lo que acababa de exponer.


—¿Hijos?


—No —mantuvo la mirada de Beck.


—Entonces, ¿qué considera que la cualifica para el puesto?


Y entonces no pudo evitarlo, sus ojos fueron al encuentro de los de él. Mostraba una expresión inescrutable, pero vio que suavizaba la expresión. Los dos pensaban en el bebé que había perdido. Y supo que Pedro no diría una palabra. Que su secreto estaba a salvo con él.


El apoyo silencioso la ayudó a mirar a Angela con serenidad y a sonreírle.


—Estoy disponible —comenzó—, y más que eso, tengo amor para dar. Las necesidades de un bebé son sencillas… comida, dormir y que le cambien los pañales. Cualquiera puede aportarlo. Lo que Daniela necesita es amor, atención y seguridad. Yo puedo ayudar a Pedro a darle todo eso. 
Conmigo aquí, Daniela tiene garantizada una atención completa de al menos uno de los dos en todo momento. 
Recibirá consistencia —al terminar, a su espalda se oyó un grito leve—. Hablando de lo cual —se afanó en sonreír mientras mantenía a raya sus emociones—. Creo que alguien me necesita. Si me disculpa.


—Por supuesto. Es el momento perfecto para que inicie la entrevista con el señor Alfonso.


Daniela se chupaba los dedos, por lo que Pau calentó un biberón y lo llevó a la habitación.


—Te dejaré intimidad —le susurró a Pedro al pasar a su lado—. Estaremos en el dormitorio si me necesitáis —la expresión suave había desaparecido, sustituida por algo duro y desconfiado. Comprendió que tenía mucho miedo—. Todo irá bien —lo reafirmó en voz baja.


Pero una vez en el dormitorio, sentada y alimentando a Daniela, pensó que aún seguía en el exterior mirando desde un cristal polvoriento. Eso no tenía nada que ver con ella. 


Era sobre Pedro, Daniela y proteger a su familia. La explicación que había dado de que sólo era la «niñera» le había demostrado que haría lo que fuera necesario con el fin de retener al bebé con él.


Sin embargo, quedaba claro que no formaba parte de la prioridad de Pedro, a pesar de las escenas bonitas que habían tenido juntos. En todo caso, los últimos días le habían revelado que había hecho lo correcto al disolver su matrimonio con Eduardo. Porque aunque ése no fuera su lugar, empezaba a entender lo que quería. Y no tenía nada que ver con una casa elegante, un coche caro y los complementos apropiados.


No pensaba conformarse con nada que no fuera todo. Nunca más.






lunes, 31 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 11






Pau lo seguía por el pasillo y el corazón le latía a un kilómetro por minuto. Ya no sabía qué pensar acerca de ella. 


Era un rompecabezas. Herida y emocional un momento, bromista al siguiente. No podía olvidar la expresión en su rostro en cuanto le habló del aborto. Todo encajaba. La expresión peculiar que ensombrecía su rostro, el modo en que se ocupó de Daniela la primera vez, como si tuviera miedo. Quería su ayuda y que se sintiera como en casa.


Pero dentro del dormitorio volvió a padecer otro ataque de vergüenza. La habitación era, en el mejor de los casos, sencilla. Una cama y una cómoda, nada en las paredes, nada acogedor como esperaría que fuera el dormitorio de una mujer. Jamás había pensado mucho en la decoración ni sentido la necesidad de atestar las cosas con objetos que carecían de significado. Supuso que esa filosofía hacía que su casa pareciera un poco austera.


—Lamento que no sea muy sofisticada —se disculpó, viendo la habitación a través de los ojos de ella.


—Está bien —respondió Pau—. Esperaba que centraras tu energía en el rancho y no en la decoración.


Mientras ella dejaba su bolsa en el suelo, Pedro quitó las sábanas blancas de la cama y las tiró a la cesta grande que había junto a la pared.


—Eso lo resume —convino. Se preguntó en qué estaría pensando Pau. Sabía el aspecto que ofrecía la casa. El poco efectivo que guardaba en la cocina probablemente tampoco ayudara. No era que no dispusiera del dinero para arreglar las cosas. Simplemente, había situado sus prioridades en otra parte—. Traeré unas sábanas limpias —murmuró mientras iba al armario del pasillo.


El sofá no iba a ser cómodo, pero Daniela era su sobrina, no de Pau, y ésta era su invitada. Sin embargo, pensar que iba a dormir en su cama con la pequeña en el corralito, le provocaba sensaciones raras en el estómago.


Después de años de soledad, le resultaba extraño que otros ocuparan su espacio. En particular Pau, con esas sonrisas tímidas y ojos suaves. Pero en ese momento era diferente. 


Tenía una familia, aunque no se pareciera a la que había esperado que fuera. Y Pau formaba parte de ella, tuviera eso o no sentido. Lo sorprendía querer que lo hiciera.


Alisó la sábana sobre el colchón y retiró un costado del edredón.


—¿Seguro que estarás abrigada? —le encantó ver que se ruborizaba—. Hay mantas en el armario del pasillo.


—Así es suficiente —murmuró—. Además, tú vas a necesitar las mantas.


Ella volvió a mirar la cama y Pedro sintió que se le tensaba el estómago, tal como había sucedido en la cocina antes de empezar a besarse. La tentación estaba ahí. Se preguntó cómo sería estar echado a su lado en la cama.


Sentir ese cuerpo cerca, besarla en la oscuridad, oírla susurrar su nombre.


Recogió una almohada. Después de todo lo sucedido ese día, su libido debía mantenerse al margen.


—El cuarto de baño está en el pasillo. Traeré la mesita para cambiarla y me despediré.


Al volver con la mesa, la vio sentada en la cama con las piernas cruzadas, un libro y un pequeño ordenador portátil abiertos ante ella. También Daniela se hallaba encima del edredón jugando con un anillo con llaves de plástico. 


Mientras pasaba distraída una página, Pau acarició distraída un pie de Daniela con la mano libre.


Pedro tragó saliva.


¿Por qué tenerla allí parecía tan correcto? ¿Por qué se había sentido tan avaro al contar los billetes para dárselos?


No era rico, pero tenía ese lugar y, desde luego, podía permitirse llevar comida a la mesa y comprar todo lo que necesitaran. Quizá era hora de desviar algo de esfuerzo al interior y adecentar la casa.


¿Por qué no era capaz de quitarse a Pau de la cabeza?


Dejó la mesa apoyada contra la pared más apartada y volvió a mirarlas, tan cómodas y relajadas. Resultaba extraño que hubiera dedicado tantos años a buscar la oportunidad adecuada cuando la tenía ahí, depositada sobre su regazo. 


La llegada de Daniela había cambiado muchas cosas.


No tenía nada que ver con el rancho o el ganado.


Era sobre la familia. Y sobre Pau.


Su madre, incluso en los peores momentos, le había advertido de no dejarse dominar por la amargura. Le había suplicado que no juzgara el mundo basándose en el matrimonio de sus padres. Pero durante mucho tiempo había hecho exactamente eso.


Pero cuando miraba a Pau, esos pensamientos cansados parecían lejanos. Era evidente que ella había pasado por muchas cosas y seguía sonriendo. Tal vez pudiera mejorar las cosas para Pau de un modo en que no había sido capaz de lograrlo para su madre.


—¿Te vas a quedar despierta un rato, entonces?


Paula alzó la vista del libro y sonrió.


—Daniela aún no está preparada para dormir. Si termino esta clase, podré enviarla mañana.


El asintió.


—Pau, acerca del dinero… sabes dónde está la lata. Lo que quiero decir es que saques más si lo necesitas.


—No quiero dejarte sin un hogar y una casa —respondió, aunque sin mirarlo.


De modo que era eso. ¿Lo consideraba tan pobre que creía que unas pocas cosas iban a desbaratarle el presupuesto?


—No es más que calderilla, Pau —explicó, sonriendo—. No vas a dejarme en la bancarrota. Además, confío en ti.


Eso captó su atención y alzó la vista del libro.


—¿Sí?


—¿Hay algún motivo por el que no deba hacerlo?


Las mejillas se le encendieron y una vez más él pensó en lo bonita que estaba.


—Se me pasó por la cabeza comprar algunas cosas para arreglar un poco la casa, pero no sabía muy bien cómo sacar el tema.


—Por supuesto. Yo soy un inútil en lo referente a la decoración. Me encantará que compres algunas cosas. Ayudará a que todo se vea más acogedor cuando se presenten los de servicios sociales para la evaluación —fue a la puerta y apoyó la mano en el marco, sin querer marcharse pero sintiéndose bobo quedándose.


—¿Pedro?


—¿Mmm? —giró y luchó contra el súbito impulso de darle un beso de buenas noches. Se dijo que lo mejor sería largarse de allí de inmediato.


—No me llevaré todo, no te preocupes.


—¿Parezco preocupado?


Ella esbozó una sonrisa angelical.


—De hecho, sí.


—No es por eso —respondió, y antes de que pudiera cambiar de parecer, cerró la puerta y fue a prepararse el sofá.


Aunque tampoco importaba mucho. Esa noche no iba a poder dormir.








BUENOS VECINOS: CAPITULO 10





Cuando Paula regresó de la casa de los Cameron con una bolsa, Pedro se hallaba en el centro del salón montando un corralito que ella había llevado de la casa de su madre. 


Contuvo el aliento, ya que ese mismo corralito había estado destinado para Guillermo, y no logró ahogar por completo la furia y el dolor de saber que jamás lo usaría.


Pero lo mejor era que lo disfrutara Daniela y que sirviera para algo.


Arrinconó sus pensamientos atribulados y sonrió ante los gruñidos de él.


—¿Te diviertes?


Ceñudo, él alzó la vista.


—Las cosas de bebés tienen demasiados botones y palancas —se irguió, tiró del costado del corralito y la estructura encajó en su sitio—. Ya está. Puede que no sea una cuna, pero al menos por esta noche la pequeña no tendrá que dormir en el asiento para el coche.


Pau dejó la bolsa en el suelo y fue a su lado. Una colchoneta mullida cubría el fondo del corralito; estaba decorada con  animales de granja. Daniela se hallaba junto a Pedro en el suelo encima de una manta de juegos, con la atención clavada en una cebra negra y blanca.


—Te estás esforzando mucho —se arrodilló junto a él y apoyó la mano en el borde del corralito. En el breve tiempo que había estado ausente, pudo ver que había tratado de ordenar el salón.


Una lámpara brillaba con calidez en un rincón y había extendido una manta suave sobre los cojines del sofá con el fin de cubrir la tapicería gastada. La habitación resultaba más acogedora de lo que había pensado. Era una buena casa, sólo… algo descuidada. No haría falta mucho esfuerzo adecentarla.


—La verdad es que nunca antes había tenido un motivo para hacerlo —musitó, poniéndose de pie—. He estado solo mucho tiempo —el fantasma de una sonrisa se asomó a sus labios—. Y por si no lo has notado, requiero poco mantenimiento.


—Y los bebés no.


—Desde luego que no —fue a otra caja que apenas habían podido meter en el maletero del coche de Paula—. Esto sería lo siguiente que debería montar —levantó la tapa y prosiguió—: No hay gracias suficientes por este préstamo. ¡Estas cosas son nuevas! ¿Dónde las conseguiste?


No le había mencionado que la casa ante la que se habían detenido era de sus padres y de antemano había decidido que, si llegaba a preguntárselo, le respondería que pertenecían a alguien que había perdido a un bebé. Cuantos menos detalles le diera, mejor.


Lo último que deseaba era contarle lo que había sucedido realmente con Guillermo. Pero después de la revelación que le había hecho durante la cena, se sentía impulsada a ser sincera con él. Quizá si le ofreciera una parte pequeña de la verdad, bastaría para detener sus preguntas. Algún día tendría que hablar de ello.


—Eran mías, para cuando tuviera un bebé —expuso, decidida a mantener la voz firme. No quería ver la misma compasión en su cara que había visto ese día en sus antiguos compañeros—. Las guardé en la casa de mi madre, eso es todo. Ya conoces a las madres. Les mencionas la palabra nieto…


Sacó un tablero de la caja y lo depositó en el suelo.


—¿No te adelantaste un poco? —dijo con tono de broma.


Pero Pau descubrió que le empezaba a costar mantener la mentira. Al no contestar, Pedro alzó la vista. La sonrisa se desvaneció de su cara y esos condenados ojos negros indagaron en los suyos.


—He dicho algo que no debía.


Se levantó del suelo y fue hacia ella, sin tocarla, pero Pau pudo ver el muro de ese torso y parpadeó. No iba a llorar, no otra vez. Pedro no tenía ninguna idea preconcebida sobre ella ni sobre su matrimonio con Eduardo.


Además, en cuanto se marchara de la casa de los Cameron, lo más factible era que jamás volvieran a cruzarse.


—No pasa nada —musitó—. No podías saberlo.


—¿Qué sucedió?


—Estaba embarazada, pero… —no quería entrar en demasiados detalles. Una cosa era la preocupación, y otra la compasión y la simpatía que provocarían una confesión completa. Había decidido revelárselo, pero ¿por qué le costaba tanto pronunciar las palabras—. Pero perdí al bebé —concluyó con un murmullo, reacia a explayarse—. Todo lo que habíamos comprado lo guardamos en la casa de mi madre, pensando que estaría allí para el futuro.


—Pero no hubo ningún futuro —conjeturó Pedro.


—No, no lo hubo —respondió con suavidad—. Nuestro matrimonio se acabó.


«Junto con el sueño», pensó, pero la idea no resultaba tan triste como podría haber sido. Eduardo se había casado con ella por todos los motivos equivocados. Había querido tener una buena esposa, una casa en un barrio de prestigio y la fotografía familiar perfecta para acompañarla. En eso habían sido parecidos.


Ella había creído estar enamorada de él cuando la verdad era que había estado enamorada de sus propios sueños. No era un error que pensara repetir. En ese momento era más fuerte. Si alguna vez volvía a casarse, sólo lo haría por la razón verdadera.


—Lo siento —la tomó en brazos.


Era tan agradable estar ahí, casi tanto como el beso que le había dado antes. Su torso era cálido y sólido, sus brazos gentiles al rodearla. Esperó que fuera el fin de las preguntas.


Que creyera que había sufrido un aborto natural. No necesitaba saber lo cerca que había estado del parto como para probar la dulzura de la maternidad y que se la arrebataran con crueldad.


Le acarició el cabello y ella experimentó un escalofrío por la columna, una sensación de puro placer. De la manta llegó un gorgoteo en el momento en que Daniela descubría una textura nueva.


—En estos dos últimos días no has dicho nada. Unas pocas veces vi tu expresión al ocuparte de la pequeña y supe que algo pasaba, pero… —la apartó para poder mirarla a la cara—. Si lo hubiera sabido… qué insensible por mi parte —concluyó, apretándole las manos.


—Podría haberte dicho que no —sonrió un poco, devolviéndole el apretón—. Daniela y tú necesitabais ayuda. No podías haberlo imaginado.


La pequeña se cansó de que no le prestaran atención y chilló. Pedro soltó las manos de Paula y fue a recogerla, acomodándola en el hueco de su brazo.


—Ayer me daba pánico tocarla y ya da la impresión de calmarse cuando la tengo en brazos.


—Es algo innato en ti —le sonrió.


—Lo dudo. Pero quiero hacerlo bien con ella. Y si esto te resulta excesivo, lo entiendo. No te lo habría pedido de saber el dolor que te causaría —la manita regordeta de Daniela tiró de su labio inferior. Le retiró los dedos con cuidado y los besó con suavidad.


Pau estuvo segura de que ni se había percatado de que lo había hecho, pero había una ternura en él que resultaba completamente inesperada.


—No, es bueno para mí. Hace siglos que debería haber dejado de esconderme. Descarté seguir adelante y cuidar de Daniela me está ayudando. Duele, pero tú no eres el único en beneficiarse de este acuerdo.


—Mientras lo tengas claro…


—Estoy segura.


La atmósfera pareció aligerarse.


—Muy bien, entonces. ¿Podrías tomarla en brazos mientras yo monto esto?


Sonrió, y Pau le agradeció que dejara los temas serios y se ocupara de cosas más pragmáticas. Cada día descubrían cosas nuevas el uno del otro y, para sorpresa de ella, estaban haciéndose amigos.


Se sentó mientras Pedro montaba la mesa para cambiar a Daniela. El silencio fue agradable. Él podría pensar que su hogar no era lo bastante bueno, pero contenía algo de lo que otros muchos hogares mejor equipados carecían. Era confortable.


Le extrañó comprobar que se sentía más como en casa allí que en el apartamento que había compartido con Eduardo. El pensamiento la inquietó. ¿Cómo podía haber estado tan equivocada? ¿Cómo había podido engañarse tan bien? ¿Por qué se había asentado cuando en realidad había querido algo mucho más sencillo?


Cuando Pedro terminó, la madera de color arce brillaba a la luz de la lámpara. Ya no habría que cambiar a Daniela en el sofá. Tenía un sitio donde dormir y una mesa donde podrían organizar los pañales y demás artículos infantiles.


Resultaba idóneo, lo que la aterraba. Todo iría bien mientras no bajara la guardia. Luego encontraría un trabajo nuevo y un apartamento en alguna parte.


Daniela se había quedado dormida y la dejó en el sofá.


—Se ve fantástica —comentó, acercándose a la mesa para pasar los dedos por la madera barnizada—. ¿Dónde crees que deberíamos ponerla?


Pedro alternó su peso sobre cada pie, incómodo de repente.


—Supongo que donde vaya a dormir. Aún hay que limpiar el segundo dormitorio y pintarlo. Lo primero que intenté fue dejar habitables las habitaciones que usaba.


—Y no parece lo mejor instalarla aquí.


—Bueno…


—Todavía me resulta raro ocupar tu dormitorio, Pedro. Yo puedo dormir en el sofá.


—No, no me sentiría bien. Quédate con la cama. Yo me levanto a las seis de la mañana y te despertaría.


—Entonces, puedo dejar a Daniela conmigo.


—¿Estás segura?


—Sí, lo estoy. ¿No querías mi ayuda para eso? ¿Para que tú pudieras ocuparte del ganado mientras yo velaba por la pequeña?


—Sí, pero…


—Te sientes culpable.


Él esbozó una leve sonrisa.


—Algo así.


—Puedo cuidar de mí misma, Pedro.


—¿Me comunicarás si necesitas algo?


—¿Siempre intentas cuidar de todo el mundo?


La miró y recordó cómo la había tomado en brazos, cómo los labios de ella se habían abierto bajo los suyos.


—¿Es un defecto?


No pudo evitar sonreír al tiempo que el corazón le latía más deprisa que de costumbre.


—Es la típica técnica de responder a una pregunta con otra pregunta. Pero esta vez dejaré que te libres. Tenemos cosas más importantes de qué ocuparnos, entre ellas artículos para bebé —indicó, apartándose un paso. Estar cerca de él empezaba a tornarse en una costumbre que debía eliminar—. Casi nos hemos quedado sin ropa y sin pañales. La lata de leche en polvo para bebés que compré tampoco nos va a durar mucho. Si preparas una lista, puedo ir a la ciudad por la mañana y comprar lo necesario.


—Es verdad —fue a la cocina seguido de Pau. Abrió una lata de café y sacó un fajo de billetes que empezó a contar—. ¿Cuánto crees que vas a necesitar?


Ella se quedó boquiabierta.



—¿Guardas tu dinero en una lata de café?


—Es mi fondo de emergencia. Es más fácil darte el efectivo que elegir entre las tarjetas del banco o de crédito —extendió varios billetes—. Mañana compra lo que necesites. No me atrevo a tomarme otro día libre lejos del ganado y tienes razón, será de una gran ayuda.


Ella aceptó el dinero.


—De acuerdo, entonces.


Pedro volvió a tapar la lata y a guardarla en un armario bajo. 


Paula frunció el ceño. Parecía tan… tan anticuado recurrir a una lata. Justo cuando empezaba a creer que lo descifraba, surgía algo que volvía a convertirlo en un misterio. Se dijo que quizá debería dejar de intentarlo.


—Vamos —dijo, girando para quedar otra vez frente a ella—. Es hora de acomodaros.