lunes, 31 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 10





Cuando Paula regresó de la casa de los Cameron con una bolsa, Pedro se hallaba en el centro del salón montando un corralito que ella había llevado de la casa de su madre. 


Contuvo el aliento, ya que ese mismo corralito había estado destinado para Guillermo, y no logró ahogar por completo la furia y el dolor de saber que jamás lo usaría.


Pero lo mejor era que lo disfrutara Daniela y que sirviera para algo.


Arrinconó sus pensamientos atribulados y sonrió ante los gruñidos de él.


—¿Te diviertes?


Ceñudo, él alzó la vista.


—Las cosas de bebés tienen demasiados botones y palancas —se irguió, tiró del costado del corralito y la estructura encajó en su sitio—. Ya está. Puede que no sea una cuna, pero al menos por esta noche la pequeña no tendrá que dormir en el asiento para el coche.


Pau dejó la bolsa en el suelo y fue a su lado. Una colchoneta mullida cubría el fondo del corralito; estaba decorada con  animales de granja. Daniela se hallaba junto a Pedro en el suelo encima de una manta de juegos, con la atención clavada en una cebra negra y blanca.


—Te estás esforzando mucho —se arrodilló junto a él y apoyó la mano en el borde del corralito. En el breve tiempo que había estado ausente, pudo ver que había tratado de ordenar el salón.


Una lámpara brillaba con calidez en un rincón y había extendido una manta suave sobre los cojines del sofá con el fin de cubrir la tapicería gastada. La habitación resultaba más acogedora de lo que había pensado. Era una buena casa, sólo… algo descuidada. No haría falta mucho esfuerzo adecentarla.


—La verdad es que nunca antes había tenido un motivo para hacerlo —musitó, poniéndose de pie—. He estado solo mucho tiempo —el fantasma de una sonrisa se asomó a sus labios—. Y por si no lo has notado, requiero poco mantenimiento.


—Y los bebés no.


—Desde luego que no —fue a otra caja que apenas habían podido meter en el maletero del coche de Paula—. Esto sería lo siguiente que debería montar —levantó la tapa y prosiguió—: No hay gracias suficientes por este préstamo. ¡Estas cosas son nuevas! ¿Dónde las conseguiste?


No le había mencionado que la casa ante la que se habían detenido era de sus padres y de antemano había decidido que, si llegaba a preguntárselo, le respondería que pertenecían a alguien que había perdido a un bebé. Cuantos menos detalles le diera, mejor.


Lo último que deseaba era contarle lo que había sucedido realmente con Guillermo. Pero después de la revelación que le había hecho durante la cena, se sentía impulsada a ser sincera con él. Quizá si le ofreciera una parte pequeña de la verdad, bastaría para detener sus preguntas. Algún día tendría que hablar de ello.


—Eran mías, para cuando tuviera un bebé —expuso, decidida a mantener la voz firme. No quería ver la misma compasión en su cara que había visto ese día en sus antiguos compañeros—. Las guardé en la casa de mi madre, eso es todo. Ya conoces a las madres. Les mencionas la palabra nieto…


Sacó un tablero de la caja y lo depositó en el suelo.


—¿No te adelantaste un poco? —dijo con tono de broma.


Pero Pau descubrió que le empezaba a costar mantener la mentira. Al no contestar, Pedro alzó la vista. La sonrisa se desvaneció de su cara y esos condenados ojos negros indagaron en los suyos.


—He dicho algo que no debía.


Se levantó del suelo y fue hacia ella, sin tocarla, pero Pau pudo ver el muro de ese torso y parpadeó. No iba a llorar, no otra vez. Pedro no tenía ninguna idea preconcebida sobre ella ni sobre su matrimonio con Eduardo.


Además, en cuanto se marchara de la casa de los Cameron, lo más factible era que jamás volvieran a cruzarse.


—No pasa nada —musitó—. No podías saberlo.


—¿Qué sucedió?


—Estaba embarazada, pero… —no quería entrar en demasiados detalles. Una cosa era la preocupación, y otra la compasión y la simpatía que provocarían una confesión completa. Había decidido revelárselo, pero ¿por qué le costaba tanto pronunciar las palabras—. Pero perdí al bebé —concluyó con un murmullo, reacia a explayarse—. Todo lo que habíamos comprado lo guardamos en la casa de mi madre, pensando que estaría allí para el futuro.


—Pero no hubo ningún futuro —conjeturó Pedro.


—No, no lo hubo —respondió con suavidad—. Nuestro matrimonio se acabó.


«Junto con el sueño», pensó, pero la idea no resultaba tan triste como podría haber sido. Eduardo se había casado con ella por todos los motivos equivocados. Había querido tener una buena esposa, una casa en un barrio de prestigio y la fotografía familiar perfecta para acompañarla. En eso habían sido parecidos.


Ella había creído estar enamorada de él cuando la verdad era que había estado enamorada de sus propios sueños. No era un error que pensara repetir. En ese momento era más fuerte. Si alguna vez volvía a casarse, sólo lo haría por la razón verdadera.


—Lo siento —la tomó en brazos.


Era tan agradable estar ahí, casi tanto como el beso que le había dado antes. Su torso era cálido y sólido, sus brazos gentiles al rodearla. Esperó que fuera el fin de las preguntas.


Que creyera que había sufrido un aborto natural. No necesitaba saber lo cerca que había estado del parto como para probar la dulzura de la maternidad y que se la arrebataran con crueldad.


Le acarició el cabello y ella experimentó un escalofrío por la columna, una sensación de puro placer. De la manta llegó un gorgoteo en el momento en que Daniela descubría una textura nueva.


—En estos dos últimos días no has dicho nada. Unas pocas veces vi tu expresión al ocuparte de la pequeña y supe que algo pasaba, pero… —la apartó para poder mirarla a la cara—. Si lo hubiera sabido… qué insensible por mi parte —concluyó, apretándole las manos.


—Podría haberte dicho que no —sonrió un poco, devolviéndole el apretón—. Daniela y tú necesitabais ayuda. No podías haberlo imaginado.


La pequeña se cansó de que no le prestaran atención y chilló. Pedro soltó las manos de Paula y fue a recogerla, acomodándola en el hueco de su brazo.


—Ayer me daba pánico tocarla y ya da la impresión de calmarse cuando la tengo en brazos.


—Es algo innato en ti —le sonrió.


—Lo dudo. Pero quiero hacerlo bien con ella. Y si esto te resulta excesivo, lo entiendo. No te lo habría pedido de saber el dolor que te causaría —la manita regordeta de Daniela tiró de su labio inferior. Le retiró los dedos con cuidado y los besó con suavidad.


Pau estuvo segura de que ni se había percatado de que lo había hecho, pero había una ternura en él que resultaba completamente inesperada.


—No, es bueno para mí. Hace siglos que debería haber dejado de esconderme. Descarté seguir adelante y cuidar de Daniela me está ayudando. Duele, pero tú no eres el único en beneficiarse de este acuerdo.


—Mientras lo tengas claro…


—Estoy segura.


La atmósfera pareció aligerarse.


—Muy bien, entonces. ¿Podrías tomarla en brazos mientras yo monto esto?


Sonrió, y Pau le agradeció que dejara los temas serios y se ocupara de cosas más pragmáticas. Cada día descubrían cosas nuevas el uno del otro y, para sorpresa de ella, estaban haciéndose amigos.


Se sentó mientras Pedro montaba la mesa para cambiar a Daniela. El silencio fue agradable. Él podría pensar que su hogar no era lo bastante bueno, pero contenía algo de lo que otros muchos hogares mejor equipados carecían. Era confortable.


Le extrañó comprobar que se sentía más como en casa allí que en el apartamento que había compartido con Eduardo. El pensamiento la inquietó. ¿Cómo podía haber estado tan equivocada? ¿Cómo había podido engañarse tan bien? ¿Por qué se había asentado cuando en realidad había querido algo mucho más sencillo?


Cuando Pedro terminó, la madera de color arce brillaba a la luz de la lámpara. Ya no habría que cambiar a Daniela en el sofá. Tenía un sitio donde dormir y una mesa donde podrían organizar los pañales y demás artículos infantiles.


Resultaba idóneo, lo que la aterraba. Todo iría bien mientras no bajara la guardia. Luego encontraría un trabajo nuevo y un apartamento en alguna parte.


Daniela se había quedado dormida y la dejó en el sofá.


—Se ve fantástica —comentó, acercándose a la mesa para pasar los dedos por la madera barnizada—. ¿Dónde crees que deberíamos ponerla?


Pedro alternó su peso sobre cada pie, incómodo de repente.


—Supongo que donde vaya a dormir. Aún hay que limpiar el segundo dormitorio y pintarlo. Lo primero que intenté fue dejar habitables las habitaciones que usaba.


—Y no parece lo mejor instalarla aquí.


—Bueno…


—Todavía me resulta raro ocupar tu dormitorio, Pedro. Yo puedo dormir en el sofá.


—No, no me sentiría bien. Quédate con la cama. Yo me levanto a las seis de la mañana y te despertaría.


—Entonces, puedo dejar a Daniela conmigo.


—¿Estás segura?


—Sí, lo estoy. ¿No querías mi ayuda para eso? ¿Para que tú pudieras ocuparte del ganado mientras yo velaba por la pequeña?


—Sí, pero…


—Te sientes culpable.


Él esbozó una leve sonrisa.


—Algo así.


—Puedo cuidar de mí misma, Pedro.


—¿Me comunicarás si necesitas algo?


—¿Siempre intentas cuidar de todo el mundo?


La miró y recordó cómo la había tomado en brazos, cómo los labios de ella se habían abierto bajo los suyos.


—¿Es un defecto?


No pudo evitar sonreír al tiempo que el corazón le latía más deprisa que de costumbre.


—Es la típica técnica de responder a una pregunta con otra pregunta. Pero esta vez dejaré que te libres. Tenemos cosas más importantes de qué ocuparnos, entre ellas artículos para bebé —indicó, apartándose un paso. Estar cerca de él empezaba a tornarse en una costumbre que debía eliminar—. Casi nos hemos quedado sin ropa y sin pañales. La lata de leche en polvo para bebés que compré tampoco nos va a durar mucho. Si preparas una lista, puedo ir a la ciudad por la mañana y comprar lo necesario.


—Es verdad —fue a la cocina seguido de Pau. Abrió una lata de café y sacó un fajo de billetes que empezó a contar—. ¿Cuánto crees que vas a necesitar?


Ella se quedó boquiabierta.



—¿Guardas tu dinero en una lata de café?


—Es mi fondo de emergencia. Es más fácil darte el efectivo que elegir entre las tarjetas del banco o de crédito —extendió varios billetes—. Mañana compra lo que necesites. No me atrevo a tomarme otro día libre lejos del ganado y tienes razón, será de una gran ayuda.


Ella aceptó el dinero.


—De acuerdo, entonces.


Pedro volvió a tapar la lata y a guardarla en un armario bajo. 


Paula frunció el ceño. Parecía tan… tan anticuado recurrir a una lata. Justo cuando empezaba a creer que lo descifraba, surgía algo que volvía a convertirlo en un misterio. Se dijo que quizá debería dejar de intentarlo.


—Vamos —dijo, girando para quedar otra vez frente a ella—. Es hora de acomodaros.








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