sábado, 29 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 4




El resto de la tarde y mientras se preparaba un sándwich de jamón y queso para cenar, luchó consigo misma. La comida era un placer que rara vez se permitía ya. Los meses de crítica de Eduardo la habían empujado a encerrarse más en su dolor. Y como un ciclo desagradable, cuanto más se aislaba, más se había satisfecho con comida. Los comentarios cortantes de él acerca de su figura habían representado sólo una parte hiriente de la desintegración de su matrimonio.


Colocó el plato en el lavavajillas y limpió las migas de la encimera. El problema era que no podía quitarse de la cabeza a Pedro y a Daniela. Recordar cómo había muerto Guillermo había hecho que deseara huir de la situación a la máxima velocidad que pudieran llevarla sus piernas. Al mismo tiempo, sabía que quien sufriría mientras él se adaptaba a la situación impuesta sería la pequeña.


Se acercó a las ventanas que daban a los campos del sur y se preguntó cómo le estaría yendo en ese momento… si Daniela estaba gritando.


Se pasó las yemas de los dedos y experimentó una combinación de sorpresa y normalidad al descubrir que lloraba. Nunca había tenido la oportunidad de oír los gritos de Guillermo. La ausencia de éstos le había partido el corazón.


Sacó un pañuelo de papel y se secó la humedad.


¿Qué iba a hacer Pedro cuando tuviera que trabajar? ¿Había logrado alimentarla de forma apropiada? No era justo para Daniela pasar por el proceso de aprendizaje de él. 

Y lo único que le impedía ayudarlos era el miedo estúpido que la atenazaba. ¿Acaso no debería anteponer el bienestar de la pequeña a sus recelos?


Volvió a secarse los ojos y, antes de poder reconsiderarlo, recogió la chaqueta del perchero y realizó el breve trayecto a través de la hierba que la separaba de la casa de él.



* * *


Pedro caminaba por el salón con Daniela al hombro y los labios húmedos de ella pegados a su cuello. En poco tiempo había adquirido un gran respeto por las madres que parecían manejar esas situaciones con aplomo.


Una llamada a la puerta quebró el silencio y Daniela adelantó las manos, sobresaltada. Un rápido vistazo le mostró que había vuelto a abrir los ojos. Contuvo la irritación y fue a abrir, rezando para que se tratara de Barbara para decirle que todo había sido un error.


Pero en su lugar encontró a Paula Chaves en el porche desvencijado.


—Oh —dijo y la vio fruncir el ceño.


—Veo que estás decepcionado —comentó ella y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.


Pedro tuvo que luchar contra la expansión que experimentó su pecho al volver a verla.


Esa tarde había sido un idiota. Había ido a verla pensando únicamente en conseguir ayuda, pero apenas había necesitado treinta segundos con ella para que sus prioridades cambiaran y sólo pudiera ser consciente de esa presencia perturbadora, de cómo las pestañas oscuras resaltaban los ojos azules o el modo en que el jersey le acentuaba las curvas. No estaba en absoluto decepcionado. 


Aunque debería estarlo.


—Para nada —musitó con voz ronca—. Sólo esperaba que fuera Barbara, nada mas.


—Lo solucionaría todo, ¿verdad? —le ofreció una sonrisa leve. La mirada de él se posó en sus labios carnosos—. ¿No vas a invitarme a pasar?


Por supuesto. Se hallaba allí quieto como un idiota, pensando en lo bonita que se la veía en esa chaqueta de lana. Se apartó y le sostuvo la puerta para que entrara.


Al instante vio su casa tal como la verían los ojos de ella… el marcado contraste con la impecable morada de clase alta de los Cameron. Procedían de dos mundos diferentes. La expresión de ella no podía dejarlo más claro.


—No he dispuesto de mucho tiempo para prestarle atención al interior —explicó, y luego se dio una patada mental por disculparse. ¡No tenía por qué hacerlo, por el amor de Dios! 


Era su casa y comprada con su propio dinero. Podía hacer con ella lo que le apeteciera. Sería un ranchero pobre si antepusiera arreglar el interior de la casa a la dirección del negocio.


—Imagino que has estado ocupado —respondió ella suavemente.


—Algo así —se obligó a apartar la vista del brillo de esos ojos que no se mitigaba ni siquiera a la tenue luz de la lámpara.


—Sólo quería ver cómo te iba con Daniela


—Puedo bajarla exactamente siete minutos. Después de eso, se pone a llorar otra vez —acomodó el peso de la pequeña en el brazo—. Así que no paro de alzarla —inesperado y poderoso, el deseo volvió a golpearlo cuando ella le miró los brazos.


—A los bebés les gusta que los tengan acurrucados —murmuró Pau—. Piensa en ello. Si hubieras pasado los primeros nueve meses de tu vida en un lugar que siempre era cálido y acogedor, también querrías tener eso en el exterior.


Se dio cuenta de que se hallaba delante de la puerta con la chaqueta y los zapatos puestos. Se dijo que debería invitarla a pasar. Ese día ya lo había ayudado. Quizá podría volver a hacerlo.


—Lo siento… Paula. Por favor, dame tu chaqueta y pasa. He logrado preparar café. Puedo ofrecerte una taza.


Ella se mostró complacida y sonrió. El corazón de Pedro experimentó un ligero vuelco ante el modo en que le cambiaba el rostro, desterrando la seriedad y haciendo que casi volviera a parecer juvenil. Se quitó la chaqueta y la puso en su mano libre.


—Un café suena estupendo. Y, por favor, llámame Pau.  Paula es como me llama mi madre cuando está disgustada por algo que he hecho.


Se la veía tan dulce con esos ojos azules y la sonrisa tímida, que respondió sin pensar.


—¿Tú? —ella rió, el sonido más hermoso que había oído en mucho tiempo.


—Sí, yo. No permitas que el aspecto angelical te engañe, Alfonso.


Giró y la condujo a la cocina mientras apretaba los labios. 


Desde luego que era un aspecto angelical. Eso ya lo había cautivado dos veces ese mismo día. Pensando en la pequeña que llevaba al hombro, decidió que con una complicación bastaba. No saldría nada bueno de coquetear con Pau Chaves. Haría bien en recordarlo. Su vida estaba allí, en esa casa y ese rancho. Todo lo demás era pasajero, capaz de entrar y salir sin previo aviso. Había levantado su vida de esa manera a propósito. Lo último que quería era mostrarse tonto e impulsivo y terminar tan infeliz como lo habían sido sus padres.


Mientras sostenía la cabeza de Daniela, trató de acomodarla de nuevo en su asiento. Apenas le permitió sacar unas tazas del armario cuando la pequeña reanudó sus chillidos.


Suspiró. Uno de los motivos por los que nunca aspiraría a la paternidad.


—¿Le has dado el biberón ya?


La voz de Pau le sonó a crítica y se encrespó, sabiendo muy bien que se trataba de una pregunta legítima que, de todos modos, hizo que se sintiera inepto.


—Sí, se lo he dado. También ha eructado.


Los gritos se aquietaron cuando ella la alzó en brazos. Pedro giró en el instante en que Daniela callaba por completo.


—Quizá está incómoda. ¿Tú qué dices, pequeña? —dirigió la conversación al bebé.


—¿Qué crees que le pasa? —inquirió él, dejando la cafetera en su base caliente.


El rostro de Pau mostró una expresión extraña, parecida a una mezcla de culpabilidad y pánico. Pero se desvaneció con rapidez.


—No sabría decirlo —contestó.


—Pero esta tarde te mostraste tan diestra con ella.


—Sólo fue suerte. Simplemente… recordé unas pocas cosas.


Pedro llevó el café a la mesa.


—Me engañaste. Diste la impresión de saber exactamente lo que hacías —tanto, que hizo que se sintiera inepto, algo que despreciaba, ya que le gustaba tener el control.


Paula caminó por la cocina con Daniela en brazos. Pasado un rato, admitió:
—La verdad es que nunca antes he cuidado de un bebé. Las cosas que pensé eran cosas sobre las que había oído hablar. No que conocía por experiencia propia —alzó el mentón, zanjando el tema.


—Yo no tengo idea de lo que necesitan los bebés —reconoció él—. La alimenté, le palmeé la espalda como me indicaste, la llevé a dormir, pero cada vez que la dejaba…


Casi gimió. Claro. Había olvidado una cosa importante. 


Había estado tan concentrado en recordar todos los pasos, que había olvidado por completo comprobarle los pañales. 


Aunque tampoco con eso tenía idea de lo que debía hacer.


—Probablemente ya es hora de que le cambien los pañales, ¿verdad? —agregó, intentando sonar casual. Ésa era la oportunidad perfecta. Paula debía de saber cómo hacerlo. 


Podía observarla para aprender para la próxima vez.


Pero ella rodeó la encimera y depositó a la pequeña en sus brazos.


—Aquí tienes, tío Pedro—observó con ligereza—. Te toca el turno de los pañales. Yo me ocuparé del café. ¿Con leche y azúcar?


«Santo cielo», pensó él, mirando la carita fruncida de Daniela, hecho añicos su astuto plan.




BUENOS VECINOS: CAPITULO 3





Leyó la carta en voz alta, con su suave voz reverberando en la sala vacía. Escuchar las palabras de algún modo hacía que fuera más real. Pedro parecía mirar a cualquier parte menos al bebé.


Querido Pedro, sé que ahora mismo te estarás preguntando qué diablos pasa. Y, créeme… si tuviera otra elección…


Paula notó que no se trataba de un papel elegido para una carta importante. Era algo apresurado, impulsivo.


No sé si alguna vez fuiste consciente de ello, Pedro, pero compartimos un padre. Soy tu hermanastra, intenté odiarte por eso, pero tú jamás fuiste mezquino conmigo como los demás. Quizá ya lo supieras por entonces. Sea como fuere… ahora eres toda la familia que tengo. Daniela y tú. Y no soy buena para ninguno de los dos. Si hubiera otra manera… pero yo no puedo hacerlo. Cuida bien de ella por mí.


La carta sólo llevaba la firma Barbara Paulsen.


Si era auténtica, y estaba inclinada a pensar que lo era, entonces él decía la verdad. Daniela era su sobrina. Y lo más importante… las palabras la habían inquietado. En dos ocasiones había mencionado que no tenía elección… ¿por qué?


—Tu hermana… —comenzó en voz baja.


Alzó la vista y vio que ya no lo tenía enfrente, sino que se hallaba de espaldas a ella ante los ventanales. La rigidez de su postura la impulsó a callar. Enfrentado a un bebé, Pedro mostraba el mismo lado obstinado y frío que había exhibido la tarde que la conoció. Los bebés necesitaban más que biberones y un lugar donde dormir. 


Necesitaban amor. Se preguntó si él sería capaz de ofrecer siquiera ternura.


Carraspeó.


—Tu hermana —prosiguió con voz más decidida—, debe confiar mucho en ti.


—¿Mi hermana? —las palabras salieron como una risa áspera—. Como mucho, tenemos una relación biológica. Fui al instituto con ella, eso es todo.


—¿No crees en lo que te dice?


Giró despacio. Tenía los ojos entornados y la expresión inescrutable: no pudo imaginar en qué pensaba. Nada en su cara le brindaba una pista. Quiso ir junto a él y sacudirlo, sacarle algún sentido a lo que rondaba por su cabeza. Para ella era obvio que en la nota de Barbara había una súplica. 


Pedía ayuda. Y él se erguía allí como una especie de dios crítico repartiendo dudas y condena.


—Hubo rumores… no los hice caso. Desde luego, tiene sentido. Al menos casi todo. No es muy descabellado pensar que mi padre…


Ahí estaba otra vez, ese destello de vulnerabilidad, que se desvaneció casi al mismo tiempo que había aparecido, pero no antes de que ella lo captara. Se preguntó qué clase de vida había tenido de niño. Debía ir con cuidado. Dobló la carta y se la devolvió.


—¿Y si no es verdad?


—Probablemente lo sea —reconoció—. Pero he de averiguarlo con certeza. Mientras tanto…


—Sí —coincidió ella, sabiendo que debía ver que Daniela era su principal prioridad—. Mientras tanto, tienes un problema más inmediato. ¿Qué vas a hacer con Daniela?


—Soy un inútil con los bebés. No sé nada sobre ellos —la miró, como si esperara que ella mostrara su acuerdo.


—Eso no hace falla que lo digas —respondió, cruzando los brazos—. Pero no cambia el hecho de que han dejado a Daniela a tu cuidado.


—No sé qué hacer. En unas pocas horas ya la he fastidiado. Nunca he estado con bebés.


Paula le ofreció una sonrisa indulgente. Al menos le preocupaba hacer las cosas bien. Quizá lo había juzgado duramente.


—Recuerda que una vez tú mismo fuiste un bebé.


—Mi recuerdo es un poco vago —le respondió, pero en su voz ya se percibía más relajación.


El momento se alargó y Paula mantuvo la vista clavada en su cara. Cuando no se mostraba tan severo, resultaba bastante…


Bastante atractivo.


Daniela se movió en el sofá y Paula sintió cierta animosidad hacia Barbara. ¿Cómo podía una madre, cualquier madre, marcharse y dejar a esa niña hermosa ante la puerta de un desconocido? ¿Sabría lo afortunada que había sido? Sin embargo… había cierta desesperación entre líneas en la carta. Por algún motivo, Barbara no se consideraba capaz de cuidar de su propia hija.


Pedro se sentó en el sofá del otro lado de la pequeña.


—Lo sé —repuso, como si contestara la pregunta que ella no había formulado—. Yo tampoco sé cómo pudo hacerlo. No la he visto en años. Quizá todo sea una invención. Pero quizá no. Y no puedo correr ese riesgo con Danielay.


—¿A qué te refieres? —Paula giró para mirarlo sin dejar de acariciar los pies de la pequeña.


Ya empezaba a sentir un conato de resentimiento hacia una mujer que no conocía. Y si algo había aprendido después de años de trabajar en urgencias era que no debería emitir juicios. Pero todo cambiaba ante una niña inocente y preciosa. Era imposible no juzgar. Daría cualquier cosa por estar jugando con los pies de su propia hija en ese momento. Sabía en lo más hondo de su corazón que, si Guillermo hubiera vivido, nada habría podido alejarlo de él.


Ceñudo, Pedro apoyó los codos en sus rodillas.


—Si es mi sobrina, no puedo, simplemente, llamar a la policía, ¿verdad? Porque los dos sabemos lo que le pasaría a la pequeña entonces.


Paula asintió, saliendo de sus pensamientos sombríos. Se dijo que él podía ser inepto, pero que intentaba hacer lo correcto.


—No puedo dejar que entre en un hogar de acogida. Si lo hago, existe la posibilidad de que su madre no consiga recuperarla nunca. Y no puedo permitir que eso suceda. Al menos no hasta que lo sepa con seguridad. He de localizar a Barbara y hablar con ella.


Paula pudo sentir que ya estaba involucrada, arrastrada a una situación que ella no había provocado. Se suponía que ir a cuidar la casa de los Cameron era su primer paso hacia la construcción de una vida nueva, su oportunidad de empezar de nuevo, lejos del drama y de las miradas de compasión que la habían hartado.


Pero un vecino soltero con un bebé no era exactamente el tipo de proyecto especial que había estado buscando. Volvió a centrar su atención en la carta.


—Esa mujer, Barbara, aunque sea tu hermana, ha dejado adrede a un bebé de seis semanas a la puerta de alguien a quien apenas conocía, y sin garantías de que estuvieras en la casa —luchó por contener la ira y la frustración. No se trataba de un tema con el que pudiera mostrarse racional. Lo sabía. Razón por la que debería mantenerse al margen.


—¿No te muestra eso lo desesperada que está?


Sin advertencia, las lágrimas le escocieron los ojos y se mordió el labio. Se levantó del sofá para que él no pudiera verle la cara ni el dolor que en ese momento reflejaba.


Fue a preparar té a la cocina. Perder a Guillermo casi la había destrozado. Lo que sí había destruido había sido su matrimonio. Y una vez que la urgencia había pasado y que Daniela se hallaba tranquila, nada en la tierra iba a impulsarla a contarle a un hombre al que acababa de conocer la historia sórdida de su desastroso embarazo y consiguiente divorcio.


Enchufó la tetera y sacó una taza, titubeando ante una segunda. Debería mandarlo de vuelta a su rancho. 


Recordarle calentar los biberones y desearle suerte.


En ese momento Pedro llenó el umbral de la cocina con su figura sólida. Se paralizó con la taza en la mano, mirando ese rostro serio. Sostenía a Daniela en un brazo en una postura peculiar.


Paula suspiró al tiempo que dejaba las tazas en la encimera. 


Había tomado las clases de maternidad acompañada de Eduardo. Por ese entonces, todo había sido felicidad y sonrisas mientras la instructora les enseñaba cómo hacer incluso las cosas más sencillas. Había bloqueado a propósito aquellos momentos por el dolor que le
causaban. Pero con Pedro y Daniela a unos pasos de ella, volvían como un torrente agridulce. Se había sentido entusiasmada de quedar embarazada, pero también abrumada por la inminente responsabilidad de tener que cuidar de un bebé. ¿Cómo debía sentirse Pedro, al que habían arrojado a una situación para la que no tenía ninguna preparación?


—Dame. Deja que te muestre cómo se hace —se acercó a él y tuvo cuidado de tocarlo lo menos posible. Con los dedos le rozó la franela suave de la camisa mientras le acomodaba a ese bebé rosadito tal como ella había sostenido a la muñeca en las clases. Forzó el dolor a un lado y se centró en la tarea que la ocupaba. Daniela alzó la vista, despreocupada. Paula movió levemente la mano de Pedro—. Necesitas sostenerle más el cuello. Al principio, los bebés no pueden alzar la cabeza por sus propios medios. De modo que cuando la alces o la sostengas, has de cerciorarte de que disponga de ese apoyo.


La pegó más a él.


—Quizá debería llamar a alguien. Realmente no tengo ni idea. Estaría mejor con otra persona, ¿no? Tú misma lo dijiste. Soy un inútil para esto.


Sus ojos reflejaban indecisión y Paula se sintió avergonzada por haber dicho algo así, sabiendo lo hiriente que podía ser. Sin importar lo hosco o gruñón que hubiera sido Pedro, podía ser más positiva que dedicarse a lanzarle insultos. Era evidente que intentaba hacer lo correcto.


—Nadie nació sabiendo cómo cuidar de un bebé. Y si lo que pone la carta es verdad, tú eres su familia. ¿Eso no cuenta?


—Más de lo que imaginas —repuso él sin júbilo en la voz—. Bueno, aquí la tenemos ahora. Yo he de dirigir un rancho. ¿Cómo ocuparme de un bebé y hacer todo lo demás?


Parecía que empezaba a pensar en el tema como algo más que una simple ayuda para conseguir que dejara de llorar. La tetera empezó a silbar y Paula tragó saliva.


—¿Te apetece un té?


—No, gracias —movió la cabeza—. Debería irme y tratar de pensar en una solución. Lo primero de todo es localizar a Barbara.


—Parece que le das mucha importancia a la familia y eso habla bien en tu favor.


Él volvió a apretar la mandíbula y Paula se ruborizó un poco, sin saber cómo lo que había pretendido que fuera un cumplido había logrado ofender.


—La gente tiende a valorar lo que escasea.


El rubor en sus mejillas se intensificó y giró para servir el agua en la taza. Las pisadas de él sonaron al alejarse de la cocina y regresar al recibidor; cerró los ojos y suspiró aliviada.


Oyó que abría la puerta y de repente salió corriendo para alcanzarlo antes de que se marchara.


—¡Pedro!


Él se detuvo ante la puerta abierta, con Daniela en ese momento al hombro y envuelta en la manta. Entró una ráfaga de viento y le agitó el pelo, haciendo que ella deseara arreglárselo.


—¿Si?


Esa respuesta monosilábica la devolvió a la tierra. Recordó otra cosa, como una página arrancada de un libro.


—Calienta el biberón en agua caliente. Luego vierte unas gotas del contenido en la parte interior de tu muñeca. Cuando la sientas templada, pero no caliente, será la temperatura adecuada.


Durante unos segundos mantuvieron las miradas y algo pasó entre ellos. Paula no quiso pensar en lo que podría ser. Dio un paso atrás y bajó la vista al suelo.


—Gracias —murmuró él.


Ella no volvió a alzar la vista hasta que oyó cómo el clic de la puerta los aislaba






BUENOS VECINOS: CAPITULO 2





Paula se frotó los ojos y colocó un marcador en el libro de texto antes de dejarlo a un lado. Como siguiera leyendo sobre pérdidas y beneficios, se quedaría bizca.


Seguir cursos por correspondencia tenía sus ventajas y desventajas. No obstante, la ayudarían a volver a levantarse, algo que necesitaba hacer más temprano que tarde. Que la despidieran del hospital había sido la guinda al pastel después de un año en el infierno. Era hora de entrar en acción. De encontrar otra vez un objetivo.


En ese momento lo que deseaba era una taza de chocolate caliente y algo que dividiera su día… que hiciera que dejara de pensar. Últimamente había dispuesto de mucho tiempo para pensar, en especial en sus fracasos.


Se sobresaltó cuando alguien llamó a la puerta y se llevó una mano al corazón. Aún no se había acostumbrado al eco alrededor de los techos abovedados de la casa de los Cameron, incluido el sonido de sus pisadas al dirigirse al recibidor. La casa era tan distinta del apartamento que había compartido con Eduardo en Calgary. Había sido agradable, en una buena zona de la ciudad, pero ésa era…


Suspiró. Era justo a lo que Eduardo había aspirado. La clase de mansión que había programado para ellos. Quizá aún la consiguiera. Pero sin ella.


Volvieron a llamar. Observó por la mirilla y se quedó boquiabierta. Era el vecino, el nuevo ranchero que vivía en la propiedad de al lado. Apretó los dientes al recordar su único encuentro. Con un tono que en el mejor de los casos habría podido considerarse brusco, le había informado de que se llamaba Pedro Alfonso. Le había gritado y la había llamado estúpida. El comentario le había llegado hondo. Los ojos le habían ardido por la humillación. También ella lo había llamado algo, aunque no lograba recordar qué. Vagamente recordaba que había sido un poco más cortés que las palabras que habían revoloteado por su mente en aquel entonces. Luego había regresado a la mansión y no había vuelto a verlo.


Y ahí lo tenía, en todos sus fornidos metro ochenta centímetros. Volvió a escrutar por la mirilla y se mordió el labio. Pelo oscuro, ojos centelleantes, boca apretada. Y en los brazos…


Santo cielo. Un bebé.


Cuando volvió a llamar, Paula dio un salto atrás. Pudo oír los gritos tenues que se colaban a través de la sólida puerta de roble. Giró el pomo pesado y abrió, saliendo al sol de la tarde.


—Oh, gracias a Dios.


La voz profunda pero tensa de Pedro le llegó mitigada por el chillido descarnado del bebé.


—¿Qué diablos sucede?


El señor Taciturno y Ceñudo dio un paso al frente, lo suficiente como para invadir su espacio y hacer que retrocediera un paso también.


—Por favor, sólo dime qué tengo que hacer. No deja de llorar.


Sintió una punzada en el corazón al ver al bebé. Era evidente que esperaba que ella supiera qué pasos había que dar. Odió cómo le temblaron las manos al alargarlas hacia la manta en la que iba envuelta. Era obvio que la pequeña experimentaba algún tipo de incomodidad. Y desde luego ese ranchero no la estaba calmando.


Paula empujó más la puerta con la cadera, invitándolo a entrar al hacerse a un lado mientras intentaba soslayar la reacción de su cuerpo al sentir ese cuerpo pequeño y cálido en los brazos. Ese bebé no era Guillermo. Podía hacerlo. 


Esbozó una sonrisa artificial.


—¿Cómo se llama?


Él tragó saliva al cruzar el umbral. Ella lo miró y se dijo que tenía los labios más extraordinarios que había visto, el inferior deliciosamente carnoso por encima de un mentón áspero por la insinuación de una barba oscura. Los labios se movieron mientras los contemplaba.


—Daniela. Se llama Daniela.


Paula sintió en sus brazos ese peso extraño, doloroso, pero, de algún modo, idóneo. Posó una mano en la frente diminuta para comprobar si tenía fiebre.


—No está caliente. ¿Crees que se halla enferma?


Pedro entró y cerró la puerta a su espalda, y Paula sintió que los nervios le aleteaban en el estómago. No era un hombre agradable. Sin embargo, había algo en sus ojos. Parecía preocupación, lo que ayudó a mitigar la aprensión que la embargaba.


—Esperaba que pudieras decírmelo tú. Un minuto dormía, y al siguiente gritaba como un basilisco —alzó la voz un poco para que lo oyera por encima del estruendo de los gritos del bebé.


¿Qué ella se lo dijera? Si prácticamente no sabía nada sobre bebés, y ese simple recordatorio del hecho le dolía y llegaba hasta la médula. Trató de repasar mentalmente lo que había aprendido en los libros que había comprado y en las clases prenatales a las que había asistido. Lo más evidente parecía la comida.


—¿Has intentado alimentarla?


—Parecía estar bien después del biberón que le di de los que venían en la bolsa —explicó, mesándose el pelo—. Se lo bebió todo, sin dejar una sola gota.


Paula frunció el ceño mientras intentaba rememorar si Sara Cameron le había mencionado que su vecino tuviera un bebé. No lo creyó. Desde luego no se comportaba como un hombre que ya hubiera estado en contacto con niños. La miraba a ella y a Daniela con ojos llenos de preocupación… y pánico.


Un detalle atravesó su memoria.


—¿Calentaste la leche?


Los labios carnosos se abrieron un poco.


—¿Se suponía que debía hacerlo?


Paula relajó los hombros al tiempo que reía suavemente entre dientes, aliviada. De inmediato alzó al bebé a su hombro y comenzó a frotarle la espalda con círculos firmes.


—Lo más probable es que tenga espasmos —explicó por encima del llanto estridente y lastimero. Comenzó a palmear con delicadeza la espalda de Daniela. Hambrienta, con gases, con espasmos. Elemental. Al menos podía fingir que sabía lo que hacía.


—Lo desconocía —indicó él con un leve rubor—. No sé nada sobre bebés.


—Podrías quitarte las botas y entrar un momento —repuso Paula, sin querer admitir que sabía poco más que él. Sabía que ese verano había cometido un error al ir al pastizal donde mantenía al toro y ya estaba al corriente de lo que él pensaba de su sentido común. Antes prefería arder en el infierno que dejar que volviera a verle una debilidad.


No podían quedarse para siempre en el recibidor. De pronto un eructo enorme subió directamente hasta las vigas y Paula rió ante la violencia del sonido que salió de un cuerpecito tan pequeño. Se sintió satisfecha de haber descubierto la causa y la solución por puro azar. La expresión de él fue tan sorprendida que volvió a reír.


—Me llamo Paula Chaves —se presentó—. No creo que la última vez nos presentáramos adecuadamente.


—Lo recuerdo —repuso él y vio que ella se ruborizaba—. Yo soy Pedro Alfonso, por si lo has olvidado —continuó—. Gracias. Aún me resuenan los oídos. Estaba al borde de la desesperación.


Ella soslayó la pulla sutil. Claro que lo recordaba. No todos los días un desconocido le gritaba y la insultaba. Fue mucho más cortés y se esforzó por empezar de cero.


—De nada, Pedro Alfonso.


Con el corazón acelerado lo observó quitarse las botas, incluso en calcetines, le sacaba unos buenos diez centímetros. Llevaba los hombros exageradamente anchos embutidos en una camisa de franela. Y los vaqueros se veían gastados en todos los lugares apropiados.


Tragó saliva. Necesitaba salir más. Quizá había permanecido escondida en la casa de los Cameron demasiado tiempo si reaccionaba de esa manera con su irascible vecino.


Lo condujo al salón que daba al patio de atrás y luego al sur, ofreciendo una vista completa de la dehesa donde en ese momento pastaba el rebaño de Alfonso… la misma en la que había querido recoger flores silvestres durante el verano en un intento por animarse. Los campos en ese lugar eran enormes. No había sabido que se hallaba en el mismo pastizal que uno de sus toros.


—Los Cameron tienen una casa bonita —comentó detrás de ella—. Nunca antes había estado dentro.


—Mi padre solía trabajar para Cameron Energy —comentó Paula—. Los Cameron son como unos segundos padres para mí.


Él permaneció en silencio a su espalda y Paula añadió falta de habilidad conversacional a su repertorio de defectos.


Lo llevó a un rincón con muebles mullidos y ventanas que llenaban la pared detrás y que inundaban la estancia con luz, al tiempo que unos ventanales daban a una amplia terraza. 


Con un gesto, lo invitó a sentarse en un sillón.


—¿Quieres que te la devuelva? Parece mucho más satisfecha.


Extendió los brazos con Daniela parpadeando de forma inocente en ese momento, los ojos oscuros perdidos en el espacio.


—Se la ve feliz donde está —respondió Pedro, apartando la vista.


Paula fue al sofá, se sentó y con delicadeza dejó a Daniela a su lado. Él no podía saber el dolor que le causaba cuidar de un bebé, aunque fuera de esa manera tan pequeña. Se esforzó por desterrar la amargura. Si las cosas hubieran salido bien, en ese momento se habría encontrado en su propio hogar acunando a su propio hijo. Parpadeó varias veces. Era algo que no se podía cambiar.


—¿Qué tiempo tiene? —preguntó para distraerse. Conjeturó que un mes, quizá seis semanas. Cuando Pedro no le respondió, alzó la vista de la pequeña y lo miró. Vio que la observaba con curiosidad, los ojos algo entrecerrados, como si quisiera leerle el pensamiento. Le alegró que no pudiera. 


Había algunas cosas que no quería que nadie supiera.


—¿A qué te dedicas, Paula?


Ah, no había querido responderle su pregunta y ella tampoco quería corresponderle. Para Paula no era una pregunta sencilla. La respuesta requeriría una explicación extensa, y sólo añadiría combustible a aquel comentario en la dehesa cuando la había llamado estúpida. Quizá lo fuera. Desde luego, sí era tonta.


Tal vez era hora de que se marchara. Había algo escurridizo en el modo en que había esquivado su pregunta, algo que no encajaba.


Que cada uno se dedicara a sus propios asuntos y ambos serían felices.


—Ya parece estar bien, aunque quizá cansada. Deberías llevarla a casa y acostarla.


Pedro apartó la vista y la aprensión de Paula se incrementó. La única información que le había ofrecido era que la pequeña se llamaba Daniela, algo que el bebé no podía contradecir. No le dijo el tiempo que tenía, no sabía calentar un biberón… ¿Qué hacía ese hombre con un bebé? ¿Era suyo? En ese caso, ¿no debería saber algo acerca de cómo cuidarla?


Respiró hondo.


—No es tuya, ¿verdad?


Él la miró con sinceridad, pero sin revelar ninguna otra emoción.


—No.


—Entonces, ¿de quién…?


—Es complicado.


Por su mente pasaron todas esas historias de secuestros por una custodia denegada.


—No me siento tranquilizada —luchó contra el impulso de encogerse ante su mirada firme. ¿Debería sentirse asustada? Tal vez. Pero no había sido ella quien provocara esa situación. Había sido él. Y se dijo que un hombre que tuviera que ocultar eso no lo habría hecho—. No sabes qué hacer con un bebé —comentó, haciendo acoplo de valor—. Ni siquiera sabes cuánto tiempo tiene.


—No, no lo sé. Nunca antes de hoy había tenido un bebé en brazos. ¿Eso hace que te sientas mejor?


—No exactamente.


Tenía que estar loca. A pesar del primer encuentro que habían tenido, Pedro Alfonso era un desconocido con un bebé desconocido en una situación que ella no comprendía, aparte de que se hallaba sola en una casa situada en mitad de ninguna parte. Pero entonces recordó la expresión de su cara al pasarle a Daniela. No sólo era pánico. También había preocupación. Y aunque era poco hablador, algo en él le inspiraba confianza. No podía explicar qué era. Sólo se trataba de una sensación.


Había aprendido a confiar en sus palpitos. Aunque dolieran.


Alzó a Daniela del cojín del sofá. Simplemente, tenía que saber más para estar segura. Para saber que el bebé estaría cuidado y a salvo.


—Necesito que te expliques.


—Daniela es mi sobrina. Creo.


La respuesta ambigua hizo que ella frunciera la nariz.


Él se levantó del sillón y dio unos pasos hasta que se plantó delante de ella, obligándola a echar el cuello atrás para poder verlo. Tenía la mandíbula apretada y los ojos le brillaban sombríamente, aunque había algo más que avivó su empatía. Quizá un destello de dolor… y vulnerabilidad.


Se llevó la mano al bolsillo trasero y extrajo una carta.


La extendió hacia ella.


—Léela —ordenó—. Luego sabrás tanto como yo.