sábado, 29 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 4




El resto de la tarde y mientras se preparaba un sándwich de jamón y queso para cenar, luchó consigo misma. La comida era un placer que rara vez se permitía ya. Los meses de crítica de Eduardo la habían empujado a encerrarse más en su dolor. Y como un ciclo desagradable, cuanto más se aislaba, más se había satisfecho con comida. Los comentarios cortantes de él acerca de su figura habían representado sólo una parte hiriente de la desintegración de su matrimonio.


Colocó el plato en el lavavajillas y limpió las migas de la encimera. El problema era que no podía quitarse de la cabeza a Pedro y a Daniela. Recordar cómo había muerto Guillermo había hecho que deseara huir de la situación a la máxima velocidad que pudieran llevarla sus piernas. Al mismo tiempo, sabía que quien sufriría mientras él se adaptaba a la situación impuesta sería la pequeña.


Se acercó a las ventanas que daban a los campos del sur y se preguntó cómo le estaría yendo en ese momento… si Daniela estaba gritando.


Se pasó las yemas de los dedos y experimentó una combinación de sorpresa y normalidad al descubrir que lloraba. Nunca había tenido la oportunidad de oír los gritos de Guillermo. La ausencia de éstos le había partido el corazón.


Sacó un pañuelo de papel y se secó la humedad.


¿Qué iba a hacer Pedro cuando tuviera que trabajar? ¿Había logrado alimentarla de forma apropiada? No era justo para Daniela pasar por el proceso de aprendizaje de él. 

Y lo único que le impedía ayudarlos era el miedo estúpido que la atenazaba. ¿Acaso no debería anteponer el bienestar de la pequeña a sus recelos?


Volvió a secarse los ojos y, antes de poder reconsiderarlo, recogió la chaqueta del perchero y realizó el breve trayecto a través de la hierba que la separaba de la casa de él.



* * *


Pedro caminaba por el salón con Daniela al hombro y los labios húmedos de ella pegados a su cuello. En poco tiempo había adquirido un gran respeto por las madres que parecían manejar esas situaciones con aplomo.


Una llamada a la puerta quebró el silencio y Daniela adelantó las manos, sobresaltada. Un rápido vistazo le mostró que había vuelto a abrir los ojos. Contuvo la irritación y fue a abrir, rezando para que se tratara de Barbara para decirle que todo había sido un error.


Pero en su lugar encontró a Paula Chaves en el porche desvencijado.


—Oh —dijo y la vio fruncir el ceño.


—Veo que estás decepcionado —comentó ella y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.


Pedro tuvo que luchar contra la expansión que experimentó su pecho al volver a verla.


Esa tarde había sido un idiota. Había ido a verla pensando únicamente en conseguir ayuda, pero apenas había necesitado treinta segundos con ella para que sus prioridades cambiaran y sólo pudiera ser consciente de esa presencia perturbadora, de cómo las pestañas oscuras resaltaban los ojos azules o el modo en que el jersey le acentuaba las curvas. No estaba en absoluto decepcionado. 


Aunque debería estarlo.


—Para nada —musitó con voz ronca—. Sólo esperaba que fuera Barbara, nada mas.


—Lo solucionaría todo, ¿verdad? —le ofreció una sonrisa leve. La mirada de él se posó en sus labios carnosos—. ¿No vas a invitarme a pasar?


Por supuesto. Se hallaba allí quieto como un idiota, pensando en lo bonita que se la veía en esa chaqueta de lana. Se apartó y le sostuvo la puerta para que entrara.


Al instante vio su casa tal como la verían los ojos de ella… el marcado contraste con la impecable morada de clase alta de los Cameron. Procedían de dos mundos diferentes. La expresión de ella no podía dejarlo más claro.


—No he dispuesto de mucho tiempo para prestarle atención al interior —explicó, y luego se dio una patada mental por disculparse. ¡No tenía por qué hacerlo, por el amor de Dios! 


Era su casa y comprada con su propio dinero. Podía hacer con ella lo que le apeteciera. Sería un ranchero pobre si antepusiera arreglar el interior de la casa a la dirección del negocio.


—Imagino que has estado ocupado —respondió ella suavemente.


—Algo así —se obligó a apartar la vista del brillo de esos ojos que no se mitigaba ni siquiera a la tenue luz de la lámpara.


—Sólo quería ver cómo te iba con Daniela


—Puedo bajarla exactamente siete minutos. Después de eso, se pone a llorar otra vez —acomodó el peso de la pequeña en el brazo—. Así que no paro de alzarla —inesperado y poderoso, el deseo volvió a golpearlo cuando ella le miró los brazos.


—A los bebés les gusta que los tengan acurrucados —murmuró Pau—. Piensa en ello. Si hubieras pasado los primeros nueve meses de tu vida en un lugar que siempre era cálido y acogedor, también querrías tener eso en el exterior.


Se dio cuenta de que se hallaba delante de la puerta con la chaqueta y los zapatos puestos. Se dijo que debería invitarla a pasar. Ese día ya lo había ayudado. Quizá podría volver a hacerlo.


—Lo siento… Paula. Por favor, dame tu chaqueta y pasa. He logrado preparar café. Puedo ofrecerte una taza.


Ella se mostró complacida y sonrió. El corazón de Pedro experimentó un ligero vuelco ante el modo en que le cambiaba el rostro, desterrando la seriedad y haciendo que casi volviera a parecer juvenil. Se quitó la chaqueta y la puso en su mano libre.


—Un café suena estupendo. Y, por favor, llámame Pau.  Paula es como me llama mi madre cuando está disgustada por algo que he hecho.


Se la veía tan dulce con esos ojos azules y la sonrisa tímida, que respondió sin pensar.


—¿Tú? —ella rió, el sonido más hermoso que había oído en mucho tiempo.


—Sí, yo. No permitas que el aspecto angelical te engañe, Alfonso.


Giró y la condujo a la cocina mientras apretaba los labios. 


Desde luego que era un aspecto angelical. Eso ya lo había cautivado dos veces ese mismo día. Pensando en la pequeña que llevaba al hombro, decidió que con una complicación bastaba. No saldría nada bueno de coquetear con Pau Chaves. Haría bien en recordarlo. Su vida estaba allí, en esa casa y ese rancho. Todo lo demás era pasajero, capaz de entrar y salir sin previo aviso. Había levantado su vida de esa manera a propósito. Lo último que quería era mostrarse tonto e impulsivo y terminar tan infeliz como lo habían sido sus padres.


Mientras sostenía la cabeza de Daniela, trató de acomodarla de nuevo en su asiento. Apenas le permitió sacar unas tazas del armario cuando la pequeña reanudó sus chillidos.


Suspiró. Uno de los motivos por los que nunca aspiraría a la paternidad.


—¿Le has dado el biberón ya?


La voz de Pau le sonó a crítica y se encrespó, sabiendo muy bien que se trataba de una pregunta legítima que, de todos modos, hizo que se sintiera inepto.


—Sí, se lo he dado. También ha eructado.


Los gritos se aquietaron cuando ella la alzó en brazos. Pedro giró en el instante en que Daniela callaba por completo.


—Quizá está incómoda. ¿Tú qué dices, pequeña? —dirigió la conversación al bebé.


—¿Qué crees que le pasa? —inquirió él, dejando la cafetera en su base caliente.


El rostro de Pau mostró una expresión extraña, parecida a una mezcla de culpabilidad y pánico. Pero se desvaneció con rapidez.


—No sabría decirlo —contestó.


—Pero esta tarde te mostraste tan diestra con ella.


—Sólo fue suerte. Simplemente… recordé unas pocas cosas.


Pedro llevó el café a la mesa.


—Me engañaste. Diste la impresión de saber exactamente lo que hacías —tanto, que hizo que se sintiera inepto, algo que despreciaba, ya que le gustaba tener el control.


Paula caminó por la cocina con Daniela en brazos. Pasado un rato, admitió:
—La verdad es que nunca antes he cuidado de un bebé. Las cosas que pensé eran cosas sobre las que había oído hablar. No que conocía por experiencia propia —alzó el mentón, zanjando el tema.


—Yo no tengo idea de lo que necesitan los bebés —reconoció él—. La alimenté, le palmeé la espalda como me indicaste, la llevé a dormir, pero cada vez que la dejaba…


Casi gimió. Claro. Había olvidado una cosa importante. 


Había estado tan concentrado en recordar todos los pasos, que había olvidado por completo comprobarle los pañales. 


Aunque tampoco con eso tenía idea de lo que debía hacer.


—Probablemente ya es hora de que le cambien los pañales, ¿verdad? —agregó, intentando sonar casual. Ésa era la oportunidad perfecta. Paula debía de saber cómo hacerlo. 


Podía observarla para aprender para la próxima vez.


Pero ella rodeó la encimera y depositó a la pequeña en sus brazos.


—Aquí tienes, tío Pedro—observó con ligereza—. Te toca el turno de los pañales. Yo me ocuparé del café. ¿Con leche y azúcar?


«Santo cielo», pensó él, mirando la carita fruncida de Daniela, hecho añicos su astuto plan.




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