martes, 20 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 7




El corazón de Paula se derritió ante la cálida mirada de esos ojos negros. Así solía mirarla en el pasado y así le demostraba su amor. Había pasión y convicción. Era el mismo hombre que iba a llevársela de allí.


‐Sí ‐deslizó las manos entre las suyas, agradecida ante ese contacto‐. Entra, pero debo advertirte. Esta casa representa todo lo que detestas.


‐No creo que sea tan malo ‐respondió, la voz ahogada.


Ella observó cómo apretaba los labios. Sabía que Pedro prefería las cosas sencillas y esa hacienda era típica del aristocrático estilo de vida de la familia Chaves.


‐Sí, lo es. Es pretenciosa. Está llena de antigüedades, chismes y obras de arte. Pero no tendremos que quedarnos mucho tiempo.


—¿Y adonde iremos? —preguntó mientras ella lo guiaba de la mano.


Paula quería mostrarse indiferente, liviana y frivola. Pero en su fuero interno se sentía salvaje, presa de una obsesión.


‐¿Paula? ‐llamó con ternura.


‐Quiero que vuelva ‐dijo y cerró los puños‐. Necesito que vuelva. ¡Oh, Pedro, tengo que recuperarlo!


‐¿Quién, Paula? ‐frunció el ceño y amusgó la mirada‐. ¿A quién te refieres?


‐El bebé.


‐¿Qué bebé?


‐Nuestro bebé ‐dijo y apretó los puños contra su pecho, temerosa.


‐Paula, no hay ningún bebé ‐acarició su mejilla con cautela‐. Tuviste un aborto. 


‐No es cierto.


‐Sí. No tenemos hijos ‐insistió Pedro


‐Claro que sí ‐repitió, llevada por la emoción‐. Un niño.


‐Negrita, escúchame...


‐¿Cómo has podido olvidarlo? ‐y buscó en su expresión una señal, una luz—. Pedro, ¿qué te ha pasado? Tienes que encontrarlo. Debes rescatar a nuestro niño.


Pedro no pudo responder. No sabía cómo hacerlo. Bajó la mano.


Pensó que era todavía peor de lo que había insinuado el médico. ¿Cómo se enfrentaría a una situación así?


Pedro tragó saliva y trató de reponerse ante la conmoción de las palabras de Paula. Esa mujer no era Paula. Era imposible.


‐¿Podemos sentarnos? ‐pidió con un leve gemido, la voz enronquecida‐. Busquemos un sitio en penumbra, por favor.


‐¿Te duele la cabeza? ‐Pedro se acercó de inmediato.


Acarició la frente de Paula con las yemas de los dedos. Estaba fría, pero el simple roce de sus dedos bastó para que se estremeciera.


Levantó la vista y miró a la enfermera, que había aparecido al instante.


‐La enfermera está aquí...


‐Estoy bien, de verdad. Sólo necesito sentarme ‐aseguró, pero se encogió ante el sonido de su propia voz y arqueó los hombros.


Pedro no soportaba que sufriera. Tomó su mano. El dolor era como una presencia viva que se propagase a lo largo de su cuerpo. Notó ese malestar en su piel, en su pulso y en su cabeza.


Aupó su cuerpo en sus brazos y subió las escaleras hacia el dormitorio.


‐Tiene que haber algo que puedan hacer, algo que pueda aliviarte ‐dijo mientras entraba en la habitación y posaba su frágil figura sobre la colcha de seda borgoña.


‐No quiero nada ‐dijo Paula y giró sobre un costado, la mirada presa en sus ojos negros—. Los medicamentos me dan sueño y ahora no puedo permitírmelo. Tengo que pensar en algo...


‐¿Cómo vas a hacerlo si la cabeza te duele tanto? 


‐Tengo que hacerlo. Tengo que prepararme para ir a buscarlo.


Otra vez volvía con ese galimatías. Pedro reprimió un suspiro. Sentía que había entrado en un terreno cubierto por una densa niebla. Pero tenía que encontrar una salida y un modo de ayudarla.


Cruzó la habitación, llegó a la ventana y corrió las cortinas para que no entrase la luz.


‐¿Mejor así? ‐preguntó cuando la espaciosa estancia quedó en penumbra.


‐Mucho mejor ‐dijo y esbozó una débil sonrisa, pero su cuerpo conservaba la energía.


Retomó su posición junto a ella y se sentó en la cabecera de la cama. Ella apoyó la cara contra su muslo y cubrió la rodilla con la mano.


‐Quédate ‐susurró, el cuerpo laso por la fatiga y el alivio.


‐Por supuesto. 


‐¿No estás enfadado?


Pedro pensó que estaría exhausta. La enfermedad casi había terminado con ella. Exhibió una sonrisa amable, reconfortante.


‐¿Qué motivo tendría para enojarme? No has hecho nada malo.


‐Pero el bebé...


Su voz se quebró, sacudió la cabeza y lo miró con miedo, ansiedad y una dolorosa vulnerabilidad. Pero había algo más en sus ojos. Reflejaban confianza.


Parecía que los últimos cinco años se hubieran evaporado y fuera, de nuevo, la misma adolescente de diecisiete años que había conocido, totalmente enamorada.


‐Nunca me enfadaré contigo por la pérdida del bebé ‐apartó el pelo de su cara‐. Te lo prometo, Paula.


Se acurrucó contra él con lágrimas en los ojos, agradecida, y sintió cómo el calor de su cuerpo reptaba lentamente en ella.


‐No puedo creerme que estés aquí ‐murmuró y se llevó la mano de Pedro a la mejilla como si fuera un salvavidas en mitad del océano‐. Es un sueño.


Se quedó sentado a su lado hasta que Paula se quedó plácidamente dormida. Entonces fue hacia la puerta, pero no pudo marcharse. Se quedó en el umbral de su habitación, a oscuras, mirándola mientras dormía.


Apenas vislumbraba el contorno de su cuerpo en la oscuridad. Su rostro era tan perfecto como siempre. Delicado, de nariz recta algo respingona, la barbilla fuerte, la frente ancha, la boca plena y los huesos marcados. Pero su belleza no lo emocionaba. Sentirse de vuelta, tan cerca de ella después de tantos meses en los que había creído que había superado su ausencia, había hecho que renaciese la emoción. Y también había renacido el deseo. ¿Qué diablos había ocurrido entre ellos? ¿Por qué había salido todo mal?


De pronto se sintió molesto ante la enfermedad y la debilidad de Paula, ofendido por el hecho de que ella no recordase nada mientras él revivía cada instante.


Experimentó la ira, la culpa, la traición. Sintió pena y una terrible pérdida porque había luchado para que su matrimonio funcionase. Se había entregado a fondo y, sin embargo, ¿por qué no había ido bien?


Por encima de todo, echaba mucho de menos a Paula. 


Anhelaba el contacto físico. Quería abrazarla, sentirla contra su cuerpo y la caricia de su piel. Y también le dolía que ella hubiera puesto fin a su relación. Había saciado su apetito y estaba preparada para que su vida continuase sin él.


¿Qué clase de vida sería ésa?


¿Y en qué se había convertido su existencia?


Meneó la cabeza, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. La enfermera estaba sentada en una silla, frente a su puerta, y levantó la vista al verlo. 


‐¿Va todo bien? ‐preguntó. 


‐Está dormida ‐asintió Pedro. Tenía los ojos cansados, enrojecidos. Bajó las escaleras, parpadeó varias veces y reprimió la tristeza, la ambigüedad de sus sentimientos. No era el mejor momento. Y ése no era el mejor lugar.


Instalado en el despacho de Paula, Pedro revisó la correspondencia, archivó los documentos y se ocupó del trabajo pendiente. Había olvidado la envergadura del negocio de Paula. Era propietaria de una tienda en Buenos Aires y otra en Mendoza. El negocio de Mendoza era mucho más reciente. No marchaba tan bien como ella había pronosticado. Pedro estudió sus cuentas, consciente de que había exprimido sus recursos al límite. Había buscado el éxito para demostrar ante todo el mundo que ya no era la niña mimada de la familia, sino una sofisticada tratante de antigüedades, una auténtica experta en la materia.


Esbozó una sonrisa e, inclinado hacia delante, tomó un esbelto reloj de mesa de la esquina del escritorio. Nunca lo había visto antes. Era de color azul turquesa, enmarcado en marfil y con un péndulo dorado.


Llamaron a la puerta. El ama de llaves entró con una bandeja de comida y depositó el almuerzo en una esquina del escritorio.


‐Sé que no ha comido nada desde su llegada ‐dijo María, el ama de llaves, y empujó la bandeja hacia él.


‐No tengo hambre —contestó y dejó el reloj en su sitio.


—La señora trajo ese reloj en su último viaje —indicó la buena mujer.


Pedro recordó el viaje a China. Sintió el impulso de romperlo en mil pedazos. Si Paula no hubiese recorrido el mundo en busca de antigüedades exóticas nunca habría caído enferma.


Levantó la vista hacia María. Era una mujer delgada, de pelo entrecano, que rondaba la cincuentena. Pedro sonrió con amabilidad.


‐¿Qué tal está?


‐Estoy bien, señor ‐había sido contratada por Paula después de su boda‐. Pero lo echamos de menos.


Era muy agradable escucharlo cuando había pasado los últimos seis meses convencido de que era totalmente prescindible.


‐Gracias ‐dijo.


‐¿Se quedará mucho tiempo? ‐preguntó María.


No conocía la respuesta. Permanecería mientras Paula necesitara su ayuda.


O hasta que decidiera echarlo por segunda vez.


‐Eso depende —dijo, reclinado en el asiento, frotándose los ojos.


—Su habitación está lista.


La habitación a la que había sido desterrado cuando Paula había decidido que no quería que compartiese su cama.


‐Gracias —la mujer se giró y entonces Pedro se incorporó en su asiento‐. María...


‐¿Sí, señor? —la mujer se volvió.


Era extraño que ya se sintiera como un intruso. Tan sólo habían transcurrido un par de meses desde que se había mudado.


‐Hágame saber qué puedo hacer para ayudar en los asuntos de la casa. Comprendo que la situación no es... normal.


‐¿Y qué es normal, señor? —María inclinó la cabeza—. Yo no creo en que exista la normalidad. Creo que la vida es así.





lunes, 19 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 6





Pedro se quedó con la mente en blanco, paralizado. Se quedó mirándola fijamente, asombrado al verla al pie de la escalera.


El médico había sugerido que estaba enferma, frágil. Pero resplandecía, luminosa, y sus ojos verdes brillaban como esmeraldas colombianas.


‐¿Te encuentras bien? ‐preguntó.


Estaba descalza y vestía unos vaqueros ajustados, una blusa blanca y su larga melena azabache caía suelta sobre sus hombros.


‐Ahora que has vuelto, sí ‐contestó.


Pedro repitió esas palabras en su cabeza. El sonido dulce y grave de su voz se acurrucó junto a su corazón. Parecía encantada con su presencia, a diferencia de la mujer que había visto por última vez dos meses atrás, horas antes de su viaje a Asia.


Aquella Paula, anticuaría de profesión, se había presentado con un traje negro, tacones altos y las maletas de cuero rojo amontonadas en la puerta.


Se había quedado en el umbral de la puerta un buen rato, en silencio, mirándolo detenidamente. Después había fingido una sonrisa.


‐Bueno, creo que ya está ‐dijo, si bien su sonrisa no se reflejó en el brillo de sus ojos.


‐¿Se acabó?


‐Eso creo ‐replicó con una leve inclinación de la cabeza, el pelo recogido.


‐¿Y eso lo has decidido tú sola? ‐preguntó, lamentándose por haberse presentado en la casa para despedirse, incapaz de contenerse.


Sabía que ella odiaba su mal carácter. Odiaba los asuntos pendientes que todavía bullían entre ellos. Su sonrisa de hielo se desvaneció en un suspiro.


—No, Pedro, no he tomado todas las decisiones. Fue una decisión conjunta.


Y, al tiempo que se ponía los guantes de cuero negro, se dirigió hacia el coche con la cabeza alta y su esbelta figura muy erguida.


Y así era como Pedro había guardado su recuerdo. Fría, elegante, una mujer de hielo. Y esa imagen no se correspondía con la mujer que tenía enfrente.


‐¿Dónde has estado, Pedro? ‐preguntó con voz vacilante, la mirada fija en él.


‐En un viaje.


‐Dijiste que nunca me abandonarías ‐apuntó, la sonrisa apagada y el brillo en su mirada menos intenso.


‐Decidimos... ‐protestó, confuso.


‐... que siempre estaríamos juntos ‐interrumpió Paula y terminó la frase.


Su expresión se ensombreció un instante antes de que forzase una nueva sonrisa. Pedro sentía su lucha interior. Intentaba que todo fluyera entre ellos sin asperezas, pero estaba dolida. Y furiosa.


‐Ahora estoy aquí —dijo, perplejo pero decidido a protegerla de los malos recuerdos‐. Todo irá bien.


Pero Paula estaba al borde del llanto y apartó la mirada, mordiéndose el labio.


‐Es demasiado tarde ‐señaló con tristeza.


‐¿A qué te refieres?


Paula encorvó los hombros y se estremeció.


‐Han hecho cosas terribles, Pedro. Cosas que no me atrevo a contarte.


Pedro notó que le fallaba el corazón. Y entonces recordó los consejos del médico. Había perdido la memoria y no era ella misma.


Pensó que, sin duda, hablaba de la enfermedad. Estaba convencido de que nadie le había hecho daño. Quizá no le gustase su familia, pero todos adoraban a Paula. Dario la quería con locura.


‐Claro que puedes decírmelo ‐dijo con amabilidad‐. Cuéntamelo todo, como siempre.


Al menos, en un tiempo pasado, no habían existido secretos entre ellos. Pero eso había sucedido hacía muchos años.


‐Me dijiste que te esperase en el café. Esperé y esperé, pero no apareciste. ¿Qué pasó? Estaba muy asustada y, entonces, llegaron los empleados de mi madre y me trajeron a casa.


Pedro no sabía qué decirle.


Sólo se habían separado a la fuerza una vez y había sido años atrás. Se trataba del episodio más oscuro de su vida.


Ella dio un paso atrás y se metió las manos en los bolsillos del vaquero.


‐¿Sabes lo que se siente cuando te abandonan? ¿Te das cuenta de lo que supone quedarse solo en mitad de la noche? ‐la rigidez de los hombros estiró la blusa de algodón y perfiló su bonita figura de busto prominente, delgada y llena de curvas‐. Me sentí completamente perdida, confusa.
Y he estado esperándote desde ese día. A la espera de que vinieras a reunirte conmigo.


Pero Pedro había vuelto. Se habían juntado otra vez tres años y medio atrás, se habían trasladado y, más tarde, se habían casado. Pero su felicidad había durado muy poco. No había funcionado la primera vez y tampoco había salido bien al segundo intento. La pasión y la mutua atracción no habían superado la cruda realidad. Pero se trataba de agua pasada. 


Estaba claro que no recordaba nada desde esa terrible noche, cinco años atrás.


‐Dijiste que siempre estarías a mi lado ‐susurró, la mirada colérica‐. Me mentiste. No estabas aquí cuando te necesitaba.


‐Ahora estoy aquí.


Sus ojos verdes sostuvieron la mirada de Pedro, escrutadores. Apretaba los labios con fuerza.


Pedro no sabía qué estaba buscando, qué anhelaba. ‐¿Vas a quedarte? ‐preguntó finalmente. 


‐Me quedaré mientras ése sea tu deseo ‐contestó, el aire preso en sus pulmones.


‐Quiero que te quedes para siempre. 


La inocencia de su respuesta, esa sinceridad infantil, atravesó el corazón de Pedro. Estaba torturándolo y sentía cómo le ardía el pecho.


Una voz en su cabeza le recordó que ella había roto su relación. Ella había solicitado el divorcio. Y había insistido.


Pero pensó que todo eso no importaba demasiado, dadas las circunstancias. En ese instante necesitaba su ayuda. Y eso era lo único trascendente.


Ella lo agarró de las solapas de la gabardina de cuero. ‐Mírame ‐ordenó, sus intensos ojos verdes fijos en el rostro de Pedro—. Mírame a la cara y prométeme que te quedarás.


‐Voy a quedarme, Paula —prometió y besó con ternura su lustrosa melena‐. Lo prometo.


Pedro comprendió que seguían de pie en la entrada de la hacienda, en compañía de Renaldo.


Una mujer con uniforme blanco aguardaba al otro lado de la puerta. Todo resultaba demasiado público. Habían perdido la privacidad.


‐¿Puedo pasar, Paula? ‐preguntó, levantándole la barbilla para que lo mirase a la cara‐. ¿Me dejarás que entre, me quite el abrigo y me quede a tu lado?





EL SECRETO: CAPITULO 5




Quizá su matrimonio su hubiera terminado, pero eso no cambiaba sus sentimientos. Casado o divorciado, Paula siempre sería su esposa.


Pero esa noche, en el avión, estirado en el asiento de cuero de primera clase, se sentía confuso. Y sus sentimientos tampoco estaban claros.


Trató de imaginarse a Paula enferma, pero no pudo. Su esposa era una mujer fuerte, en todos los sentidos. Era fogosa e independiente. Y nada podía perturbarla.


La fortaleza de su esposa, irónicamente, había provocado su divorcio.


Ella lo había forzado. Pedro se había opuesto durante meses, pero su renuncia sólo había fortalecido el empuje de Paula. Su ira daba paso a las lágrimas. Y, más tarde, las lágrimas daban paso al silencio.


Dejaron de hablarse. Nunca coincidían en la misma habitación y perdieron toda comunicación. Recordó el día en que le preguntó qué deseaba como regalo de cumpleaños y ella, sentada en el extremo opuesto de la mesa, contestó con cortesía.


‐El divorcio, por favor.


Y con la misma calma, en ese mismo momento, él aceptó.


Más tarde, sentados para la firma de los documentos, había vacilado. Pero las lágrimas habían brotado de los ojos de Paula, había alargado la mano en un gesto de súplica para que terminase con el sufrimiento de ambos.


Pedro tomó sus manos entre las suyas, vio las lágrimas en sus preciosos ojos, el temblor en sus labios y sintió que el infierno caía sobre él. Todo había terminado.


Había firmado, había fechado el documento y se había alejado en silencio.


Pero, recostado en el asiento del avión, pensó que no se había marchado. Había ignorado la verdad, había negado la realidad, incapaz de asumir el hecho de que Paula pudiera disponer de su voluntad con tanta facilidad.


Con los ojos enrojecidos, Pedro tragó saliva. El avión comercial aterrizó en Chile a la mañana siguiente, donde Pedro transbordó a otro vuelo. Llegó a Mendoza cerca de las diez. Un coche estaba esperándolo. El conductor, gaucho como él, no ofreció ninguna información y él no preguntó.


Mendoza había sido su hogar sólo durante cuatro años. 


Pedro había comprado el viñedo, la hacienda y el negocio con un cheque. Por entonces no había sabido nada del mundo del vino. Sólo sabía que era algo respetable y eso exigía la familia de Paula.


Pero ahora, mientras el coche zigzagueaba por la autopista en dirección a la hacienda ubicada entre las colinas, Pedro recordó que Paula se había enamorado del gaucho.


El coche negro cruzó las puertas de hierro rematadas en oro y tomó un camino privado que conducía a una elegante mansión de dos pisos, pintada en color albaricoque. Quizá Argentina fuera tierra de viñedos, pero la casa era puramente italiana. Los primeros propietarios habían venido de Italia y habían importado toda la madera, los travesaños y las tejas.


Iluminada por los primeros rayos de sol de la mañana, presidida por una fila de altos cipreses, la vieja mansión de más de cien años y el arco de la entrada principal ofrecían un aire mágico.


Pedro sintió una punzada en el corazón. Había llevado a Paula hasta allí cuando se había convertido en su esposa. Era el lugar que había creído que se convertiría en un hogar definitivo para ellos.


Pero las cosas nunca salían como uno esperaba, ¿verdad?


‐¿Quiere que me encargue de su equipaje, señor? ‐interrumpió el chófer.


Pedro se sacudió el mal humor de encima, salió del coche y se arregló su gabardina. Haría exactamente lo que había pensado.


‐No, Renaldo ‐contestó‐. Me quedaré en mi apartamento de la ciudad.


De pronto se escuchó un grito en el piso de arriba. Oyó su nombre repetido varias veces y miró hacia el segundo piso. Las ventanas estaban abiertas para que entrara el aire fresco de la mañana. Buscó con la mirada a Paula, pero no vio nada.


Segundos más tarde se abrió la puerta de entrada de un golpe y ahí estaba, sin aliento, en el umbral.


Pedro ‐gritó Paula, sus ojos verdes llenos de brillo‐. ¡Has vuelto!







EL SECRETO: CAPITULO 4



En ese breve intervalo de tiempo había imaginado una docena de tragedias.


‐¿Qué le ha pasado a Paula? ‐preguntó de inmediato.


‐Creemos que se trata de encefalitis ‐contestó el médico sin rodeos.


‐Encefalitis ‐repitió Pedro, que no estaba seguro de que hubiera entendido bien al doctor, debido a los problemas en la línea.


‐Se trata de una infección vírica. Es una enfermedad muy poco común en Argentina y eso ha dificultado el diagnóstico. Tu esposa ha estado muy enferma, pero creemos que ya está fuera de peligro... ‐¿Fuera de peligro? ¿Ha sido tan grave? ‐La encefalitis puede ser mortal —aseguró tras una breve pausa.


‐¿Ha estado muy grave? ‐insistió Pedro, amenazante.


El doctor no contestó. Pedro cerró los ojos y sacudió la cabeza, incrédulo.


Nadie se lo había dicho. Nadie lo había llamado. Volvió a sentirse como un intruso y eso le dolió en el alma. Quizá se hubiera casado con Paula, pero su familia nunca lo había aceptado.


Apenas habían tolerado su presencia y, tan pronto como supieron que Paula quería separarse, hicieron todo lo que estuvo en sus manos para acelerar el proceso de divorcio.


Era lógico que su matrimonio no hubiera durado mucho. 


Todo había estado en su contra, desde el principio. 


‐Es una enfermedad que no tiene un diagnóstico sencillo ‐el médico se aclaró la garganta‐. Empieza como un simple resfriado y se propaga muy deprisa. Tuvimos que hacerle una punción lumbar. Un escáner y una resonancia magnética...


‐¡Por el amor de Dios! ‐interrumpió Pedro, que apenas creía que hubieran realizado todas esas pruebas sin decírselo‐. ¿Cuándo pensabais decirme que mi esposa estaba al borde de la muerte? ¿Ibais a avisarme para el funeral?


—Ya ha salido del coma.


Pedro repitió mentalmente esas palabras y aflojó un poco la mano.


‐Fue un coma inducido ‐explicó el doctor con calma‐. Pero se ha recuperado satisfactoriamente y el coma funcionó. La inflamación ha desaparecido. Confiamos en que se restablezca por completo.


Pedro experimentó una intensa emoción. Habían inducido un coma. Habían sometido a Paula a un sueño del que quizá nunca hubiera despertado y nadie le había dado la oportunidad de despedirse.


¿Cómo se habían atrevido? ¿Cómo lo habían excluido de esa manera?


Sentía una extraña mezcla de rabia, odio y punzante indefensión. No aceptaba la impotencia. Era propia de las personas que rehuían la acción.


No era su caso. Pero carecía de libertad de movimiento.


‐El coma era la mejor opción para controlar los ataques. Eso podría haberla colocado al borde de la muerte ‐dijo el doctor.


Pedro cerró los ojos, incapaz de imaginarse a Paula tan cerca de la muerte. Ella había sido la persona más importante de su vida. Había amado a Paula más que a ninguna otra persona y había estado a punto de perderla, para siempre.


‐Pero está a salvo ‐apuntó.


‐Sí ‐aseguró el médico, aliviado‐. Está despierta y bastante lúcida.


‐¿Y para qué me has llamado? ‐preguntó con evidente acritud, consciente de que siempre lo habían considerado un gaucho, un campesino, un indiano‐. ¿Queréis que le envíe un ramo de flores? ¿Esperáis que pague la cuenta del hospital? ¿Qué esperáis que haga ahora?


‐Queremos que la ayudes a recuperar la memoria. 


Pedro se tensó. Tardó un momento en asimilar esa última información.


‐Has dicho que ya estaba recuperada. 


‐Está recuperándose ‐matizó el médico‐. Su cuerpo es fuerte, pero su cabeza... Ha sufrido una alteración de su conciencia durante un periodo...


—¿Cuánto tiempo? ‐Tres semanas ‐afirmó Stephen. 


Pedro se frotó la sien. Sentía un fuerte dolor de cabeza y necesitaba unas horas de descanso. Tenía que recuperar sus propias fuerzas.


‐¿Ha estado gravemente enferma durante tres semanas?


‐De hecho, ha sido un mes. Todo empezó a su regreso de China. Pero la primera semana pensamos que se trataba de una gripe. Sufría vómitos, tenía jaquecas. 


Pedro apretó los dientes y se mordió la lengua para evitar decir algo de lo que pudiera arrepentirse más tarde.


‐Ahora está mejor ‐aseguró el médico‐. Pero está confusa. Creo... todos creen... que te necesita a su lado.


¿Ella lo necesitaba?


Pedro estuvo a punto de echarse a reír en voz alta. El buen doctor no sabía de lo que estaba hablando. Paula no lo necesitaba lo más mínimo. Había dejado muy claro ese punto durante el último año.


Pedro se quitó la cinta de cuero negro que llevaba en el pelo. 


La espesa melena cayó sobre sus hombros y se masajeó la frente con una mano cansada. Estaba agotada física, mental y emocionalmente.


No podía seguir de ese modo. No podía enfrentarse con temas que ya no eran de su incumbencia. Las uvas, las finanzas, el negocio de exportación eran asuntos que no lo motivaban.


Se trataba de una tarea, una obligación. Pero ¿eran asunto suyo?


Y Paula. Ella tampoco era asunto suyo.


‐Seamos claros. Su familia contrató el abogado para el divorcio. Nunca pensé que llegaría el día en que me pidieran que volviese a su lado.


‐No puedo hablarte en nombre de Margarita ‐replicó el médico, en referencia a la madre de Paula, bien conservada y aficionada al licor‐. Pero el conde se ha ofrecido a mandarte su avión.


‐No necesito que el conde me envíe su avión ‐contestó con claro disgusto‐. Tengo mis propios medios de transporte, gracias.


Era imposible que no emergiera su amargura. Dario y él no eran amigos. Y nunca se llevarían bien. Su sola presencia lo ponía enfermo.


‐¿Y qué le digo al conde? ‐preguntó el médico.


‐Dile que estoy haciendo las maletas ‐señaló mientras reprimía su malestar‐. Llegaré mañana, a primera hora.