martes, 20 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 7




El corazón de Paula se derritió ante la cálida mirada de esos ojos negros. Así solía mirarla en el pasado y así le demostraba su amor. Había pasión y convicción. Era el mismo hombre que iba a llevársela de allí.


‐Sí ‐deslizó las manos entre las suyas, agradecida ante ese contacto‐. Entra, pero debo advertirte. Esta casa representa todo lo que detestas.


‐No creo que sea tan malo ‐respondió, la voz ahogada.


Ella observó cómo apretaba los labios. Sabía que Pedro prefería las cosas sencillas y esa hacienda era típica del aristocrático estilo de vida de la familia Chaves.


‐Sí, lo es. Es pretenciosa. Está llena de antigüedades, chismes y obras de arte. Pero no tendremos que quedarnos mucho tiempo.


—¿Y adonde iremos? —preguntó mientras ella lo guiaba de la mano.


Paula quería mostrarse indiferente, liviana y frivola. Pero en su fuero interno se sentía salvaje, presa de una obsesión.


‐¿Paula? ‐llamó con ternura.


‐Quiero que vuelva ‐dijo y cerró los puños‐. Necesito que vuelva. ¡Oh, Pedro, tengo que recuperarlo!


‐¿Quién, Paula? ‐frunció el ceño y amusgó la mirada‐. ¿A quién te refieres?


‐El bebé.


‐¿Qué bebé?


‐Nuestro bebé ‐dijo y apretó los puños contra su pecho, temerosa.


‐Paula, no hay ningún bebé ‐acarició su mejilla con cautela‐. Tuviste un aborto. 


‐No es cierto.


‐Sí. No tenemos hijos ‐insistió Pedro


‐Claro que sí ‐repitió, llevada por la emoción‐. Un niño.


‐Negrita, escúchame...


‐¿Cómo has podido olvidarlo? ‐y buscó en su expresión una señal, una luz—. Pedro, ¿qué te ha pasado? Tienes que encontrarlo. Debes rescatar a nuestro niño.


Pedro no pudo responder. No sabía cómo hacerlo. Bajó la mano.


Pensó que era todavía peor de lo que había insinuado el médico. ¿Cómo se enfrentaría a una situación así?


Pedro tragó saliva y trató de reponerse ante la conmoción de las palabras de Paula. Esa mujer no era Paula. Era imposible.


‐¿Podemos sentarnos? ‐pidió con un leve gemido, la voz enronquecida‐. Busquemos un sitio en penumbra, por favor.


‐¿Te duele la cabeza? ‐Pedro se acercó de inmediato.


Acarició la frente de Paula con las yemas de los dedos. Estaba fría, pero el simple roce de sus dedos bastó para que se estremeciera.


Levantó la vista y miró a la enfermera, que había aparecido al instante.


‐La enfermera está aquí...


‐Estoy bien, de verdad. Sólo necesito sentarme ‐aseguró, pero se encogió ante el sonido de su propia voz y arqueó los hombros.


Pedro no soportaba que sufriera. Tomó su mano. El dolor era como una presencia viva que se propagase a lo largo de su cuerpo. Notó ese malestar en su piel, en su pulso y en su cabeza.


Aupó su cuerpo en sus brazos y subió las escaleras hacia el dormitorio.


‐Tiene que haber algo que puedan hacer, algo que pueda aliviarte ‐dijo mientras entraba en la habitación y posaba su frágil figura sobre la colcha de seda borgoña.


‐No quiero nada ‐dijo Paula y giró sobre un costado, la mirada presa en sus ojos negros—. Los medicamentos me dan sueño y ahora no puedo permitírmelo. Tengo que pensar en algo...


‐¿Cómo vas a hacerlo si la cabeza te duele tanto? 


‐Tengo que hacerlo. Tengo que prepararme para ir a buscarlo.


Otra vez volvía con ese galimatías. Pedro reprimió un suspiro. Sentía que había entrado en un terreno cubierto por una densa niebla. Pero tenía que encontrar una salida y un modo de ayudarla.


Cruzó la habitación, llegó a la ventana y corrió las cortinas para que no entrase la luz.


‐¿Mejor así? ‐preguntó cuando la espaciosa estancia quedó en penumbra.


‐Mucho mejor ‐dijo y esbozó una débil sonrisa, pero su cuerpo conservaba la energía.


Retomó su posición junto a ella y se sentó en la cabecera de la cama. Ella apoyó la cara contra su muslo y cubrió la rodilla con la mano.


‐Quédate ‐susurró, el cuerpo laso por la fatiga y el alivio.


‐Por supuesto. 


‐¿No estás enfadado?


Pedro pensó que estaría exhausta. La enfermedad casi había terminado con ella. Exhibió una sonrisa amable, reconfortante.


‐¿Qué motivo tendría para enojarme? No has hecho nada malo.


‐Pero el bebé...


Su voz se quebró, sacudió la cabeza y lo miró con miedo, ansiedad y una dolorosa vulnerabilidad. Pero había algo más en sus ojos. Reflejaban confianza.


Parecía que los últimos cinco años se hubieran evaporado y fuera, de nuevo, la misma adolescente de diecisiete años que había conocido, totalmente enamorada.


‐Nunca me enfadaré contigo por la pérdida del bebé ‐apartó el pelo de su cara‐. Te lo prometo, Paula.


Se acurrucó contra él con lágrimas en los ojos, agradecida, y sintió cómo el calor de su cuerpo reptaba lentamente en ella.


‐No puedo creerme que estés aquí ‐murmuró y se llevó la mano de Pedro a la mejilla como si fuera un salvavidas en mitad del océano‐. Es un sueño.


Se quedó sentado a su lado hasta que Paula se quedó plácidamente dormida. Entonces fue hacia la puerta, pero no pudo marcharse. Se quedó en el umbral de su habitación, a oscuras, mirándola mientras dormía.


Apenas vislumbraba el contorno de su cuerpo en la oscuridad. Su rostro era tan perfecto como siempre. Delicado, de nariz recta algo respingona, la barbilla fuerte, la frente ancha, la boca plena y los huesos marcados. Pero su belleza no lo emocionaba. Sentirse de vuelta, tan cerca de ella después de tantos meses en los que había creído que había superado su ausencia, había hecho que renaciese la emoción. Y también había renacido el deseo. ¿Qué diablos había ocurrido entre ellos? ¿Por qué había salido todo mal?


De pronto se sintió molesto ante la enfermedad y la debilidad de Paula, ofendido por el hecho de que ella no recordase nada mientras él revivía cada instante.


Experimentó la ira, la culpa, la traición. Sintió pena y una terrible pérdida porque había luchado para que su matrimonio funcionase. Se había entregado a fondo y, sin embargo, ¿por qué no había ido bien?


Por encima de todo, echaba mucho de menos a Paula. 


Anhelaba el contacto físico. Quería abrazarla, sentirla contra su cuerpo y la caricia de su piel. Y también le dolía que ella hubiera puesto fin a su relación. Había saciado su apetito y estaba preparada para que su vida continuase sin él.


¿Qué clase de vida sería ésa?


¿Y en qué se había convertido su existencia?


Meneó la cabeza, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. La enfermera estaba sentada en una silla, frente a su puerta, y levantó la vista al verlo. 


‐¿Va todo bien? ‐preguntó. 


‐Está dormida ‐asintió Pedro. Tenía los ojos cansados, enrojecidos. Bajó las escaleras, parpadeó varias veces y reprimió la tristeza, la ambigüedad de sus sentimientos. No era el mejor momento. Y ése no era el mejor lugar.


Instalado en el despacho de Paula, Pedro revisó la correspondencia, archivó los documentos y se ocupó del trabajo pendiente. Había olvidado la envergadura del negocio de Paula. Era propietaria de una tienda en Buenos Aires y otra en Mendoza. El negocio de Mendoza era mucho más reciente. No marchaba tan bien como ella había pronosticado. Pedro estudió sus cuentas, consciente de que había exprimido sus recursos al límite. Había buscado el éxito para demostrar ante todo el mundo que ya no era la niña mimada de la familia, sino una sofisticada tratante de antigüedades, una auténtica experta en la materia.


Esbozó una sonrisa e, inclinado hacia delante, tomó un esbelto reloj de mesa de la esquina del escritorio. Nunca lo había visto antes. Era de color azul turquesa, enmarcado en marfil y con un péndulo dorado.


Llamaron a la puerta. El ama de llaves entró con una bandeja de comida y depositó el almuerzo en una esquina del escritorio.


‐Sé que no ha comido nada desde su llegada ‐dijo María, el ama de llaves, y empujó la bandeja hacia él.


‐No tengo hambre —contestó y dejó el reloj en su sitio.


—La señora trajo ese reloj en su último viaje —indicó la buena mujer.


Pedro recordó el viaje a China. Sintió el impulso de romperlo en mil pedazos. Si Paula no hubiese recorrido el mundo en busca de antigüedades exóticas nunca habría caído enferma.


Levantó la vista hacia María. Era una mujer delgada, de pelo entrecano, que rondaba la cincuentena. Pedro sonrió con amabilidad.


‐¿Qué tal está?


‐Estoy bien, señor ‐había sido contratada por Paula después de su boda‐. Pero lo echamos de menos.


Era muy agradable escucharlo cuando había pasado los últimos seis meses convencido de que era totalmente prescindible.


‐Gracias ‐dijo.


‐¿Se quedará mucho tiempo? ‐preguntó María.


No conocía la respuesta. Permanecería mientras Paula necesitara su ayuda.


O hasta que decidiera echarlo por segunda vez.


‐Eso depende —dijo, reclinado en el asiento, frotándose los ojos.


—Su habitación está lista.


La habitación a la que había sido desterrado cuando Paula había decidido que no quería que compartiese su cama.


‐Gracias —la mujer se giró y entonces Pedro se incorporó en su asiento‐. María...


‐¿Sí, señor? —la mujer se volvió.


Era extraño que ya se sintiera como un intruso. Tan sólo habían transcurrido un par de meses desde que se había mudado.


‐Hágame saber qué puedo hacer para ayudar en los asuntos de la casa. Comprendo que la situación no es... normal.


‐¿Y qué es normal, señor? —María inclinó la cabeza—. Yo no creo en que exista la normalidad. Creo que la vida es así.





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