lunes, 22 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 18





Paula dio un paso atrás. Aún podía sentir en la mano la forma metálica, fría, sujeta en la cinturilla de sus vaqueros.


Llevaba un arma. Había estado en su casa todo ese tiempo con un arma de fuego…


—Llevas una pistola —repitió.


Durante unos segundos Pedro se limitó a mirarla, como si estuviera preguntándose qué debía hacer.


Paula estaba temblando. Tomas llevaba pistola cuando era guardia de seguridad, y que ella supiera, nunca la había disparado hasta aquella noche, cuando intentó defenderse. 


El resultado fue que vivió el tiempo suficiente para llegar el hospital, y su atacante no.


Y como ese hombre, un activista, también había muerto, a nadie le importaba que Tomas hubiera muerto intentando defenderse.


Por intereses políticos, el nombre de su marido había sido ensuciado por una parte de la prensa, y Paula se había encontrado en medio de todo aquello, intentando defenderlo mientras estaba sola con una niña pequeña y un adolescente.


Por eso, la idea de que Pedro llevase una pistola la ponía enferma. Había confiado en él. Le había dicho que estaba de baja y ella lo había creído. Ahora se daba cuenta de que todo era mentira. Un hombre que estaba de vacaciones no llevaba pistola.


Pedro estaba allí con el único propósito de encontrar a algún delincuente, y sin embargo, la había besado. Había dejado que empezara a encariñarse con él. Y ella había estado a punto de dejar que las cosas fueran más allá. 


Afortunadamente, no lo había hecho.


—Vete de aquí.


—¿Quieres que me vaya?


—¿Llevas una pistola o no?


—Sí, Paula. Llevo una pistola… —suspiró Pedro.


—¿Por qué? ¿Soy una amenaza para ti?


—Soy un comisario de policía. No voy a ningún sitio sin mi arma reglamentaria. Nunca.


—¿La has tenido todo el tiempo, desde que llegaste aquí?


—Sí.


Paula tragó saliva. Tenía que saberlo todo. Tenía que saber lo ciega que había estado.


—¿Cuándo fuimos al pueblo?


—Sí.


Esperaba que se mostrase arrepentido, culpable… Pero no era así. Al contrario, casi parecía aliviado.


—¿Cuándo salías de excursión?


—Sí.


—¿El día que salimos a dar un paseo, cuando soplaba el viento chinook?


Esperó la respuesta con el corazón en la garganta. Ese día, más vulnerable que nunca, había decidido confiar en él. Pedro la había abrazado mientras lloraba; ella le había contado cosas sobre Tomas…


—Sí, Paula. Ese día también.


¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía haberla abrazado y besado mientras llevaba una pistola en el pantalón? ¿Cómo podía ella haber estado tan ciega?


—Escúchame, lo que te he dicho es verdad: No voy a ningún sitio sin mi arma reglamentaria. No es nada personal.


—¿No es nada personal? —repitió ella, incrédula.


¿Cómo podía decir eso? Estaba en su casa, había llevado un arma de fuego a su casa sin decírselo. ¿Qué más no le había contado?


—Quiero que te marches, Pedro. Puedes subir a tu camioneta ahora mismo y marcharte a Olds. Allí hay muchos hostales, seguro que tus superiores pagarán la factura.


—No puedo hacer eso.


La respuesta era seca, firme, como si estuviera dando una orden. Habría sido más fácil si hubiese apartado la mirada, si se mostrase arrepentido. Pero Pedro no dejaba de mirarla a los ojos, como pidiéndole que lo aceptase.


Y Paula ya había aceptado más que suficiente. Había aceptado la muerte de sus padres, había aceptado la muerte de Tomas y el informe oficial, había aceptado los problemas de Juana mientras hacía todo lo posible por minimizar los daños… Había dejado entrar a Pedro en su casa y aceptado que estaba allí de vacaciones cuando era mentira.


Pero todo eso se había terminado.


—Ya no eres bienvenido aquí. Con una pistola, no.


—Paula, tienes que escucharme —le imploró él—. Tengo que estar aquí.


—¿Por qué? ¿Por qué aquí precisamente? Y esta vez dime la verdad. Creo que me lo merezco.


—Porque me han destinado aquí. Ojalá pudiese contarte algo más, pero no puedo. Es por tu propia seguridad.


Eso no era suficiente. No podía ser suficiente.


—No estás de baja, ¿verdad?


—No.


Ese monosílabo lo decía todo. Paula miró el huerto por la ventana, la hierba que se esforzaba por crecer en el jardín, la nieve… Aquél era su mundo. El mundo que ella había intentado mantener en orden durante años. Su lugar seguro.


En aquel momento le gustaría recuperar la sensación de normalidad, le gustaría poder olvidar las cosas que antes tenía olvidadas. Aquel mundo extraordinario, con Pedro, no era real.


—No quería engañarte… No me gusta nada mentir, Paula.


—Entonces me has mentido… —dijo ella, dándose la vuelta.


—He tenido que hacerlo… —suspiró Pedro.


Estaba tan cerca que podía sentir el calor de su aliento en el cuello. Un calor que la hizo recordar sus brazos, sus labios. Pero tenía que dejar de pensar en eso. No había sido más que una momentánea debilidad, un error que no volvería a repetirse.


—Me obligaron a pedir una baja. La historia que te conté sobre la muerte accidental de esa chica… Mi jefe pensó que tenía que apartarme del servicio, pero me llamaron poco después para encargarme una misión.


—Estás aquí buscando a algún delincuente.


Pedro asintió con la cabeza.


—Lo siento mucho, Paula.


Pedro quería abrazarla, suplicarle que lo entendiese, pero no podía ser. Ya le había hecho suficiente daño.


—¿Qué clase de misión te trae a un pueblo perdido en medio de ninguna parte? No lo entiendo… Ni siquiera tienes jurisdicción aquí. Tú eres un policía estadounidense.


Él deseaba contarle la verdad, pero no podía hacerlo. Aún no.


—No puedo decirte nada más, Paula.


—No, claro. Se supone que debo aceptar lo que tú me cuentes y callarme como una buena chica, ¿no? Pues lo siento, pero no puedo hacer eso.


—¿Crees que yo no quería contártelo? —exclamó él, frustrado—. Cada vez que te miraba a los ojos me sentía como un canalla. No me gusta mentir, ni a ti ni a nadie, pero estamos hablando de un asunto importante.


—¿Y cómo iba yo a saber eso si has estado mintiéndome desde que llegaste?


Pedro sabía que no debía involucrarla. Si Harding descubría quién era y dónde se alojaba, podrían perder la oportunidad de detenerlo. O peor. No, era necesario guardar el secreto.


—Lo sé, pero me he visto obligado a hacerlo. Tengo razones para no contarte la verdad.


—Me dan igual esas razones —replicó ella, intentando apartarse.


—No, por favor. Siéntate, vamos a hablar.


¿Por qué le importaba tanto? Ahora Paula sabía quién era. 


Debería soltarla y seguir haciendo su trabajo, pero no podía hacerlo. No podía dejar que pensara que lo que había entre ellos era una mentira. Porque era quizá, la emoción más real que había experimentado en mucho tiempo.


Paula le importaba. Le importaba su vida, sus miedos, sus heridas… Quería protegerla. Quería… Quería amarla.


—No todo era mentira —empezó a decir.


Paula lo miraba como si fuera un villano y lo más horrible era que él se sentía como un villano. Todo porque no había podido ser sincero con ella, y porque seguía sin poder serlo. 


No sólo sobre el caso, aunque Gabriel había sido muy específico en cuanto a no involucrar a Paula en nada hasta que estuvieran seguros, sino sobre sus sentimientos. Decirle cuánto le importaba sólo crearía más problemas.


—No intentes justificarte ahora porque te he pillado.


—No iba a hacerlo.


Paula le había preguntado antes si la consideraba una amenaza, y Pedro había contestado con cierta ironía. Pero la respuesta que se le había ocurrido era «más de lo que crees». Y era cierto en muchos sentidos. Aún recordaba lo que Gabriel le había contado en el café.


El instinto le decía que podía confiar en ella, pero ¿y si estaba equivocado? Después de lo que había pasado en casa de aquel delincuente ya no estaba seguro de poder confiar en su instinto. ¿Y si las sospechas de Gabriel eran ciertas? No podía dejarse llevar por sus sentimientos. Era un riesgo demasiado grande.


Pero tenía que decidir hasta dónde podía contarle. Lo suficiente como para tranquilizarla y no tanto como para comprometer su misión. Y debía convencerla para que lo dejase quedarse allí, eso era lo más importante.


De modo que intentó apartar de sí el deseo de abrazarla y besarla, hasta borrar de su rostro esa expresión de rabia. No era tan tonto como para creer que sólo estaba enfadada. 


También estaba dolida y tenía derecho a estarlo. Menudo lío…


—Te lo pido por favor… —le suplicó, soltando su brazo—. Dame una oportunidad de explicártelo.


—Muy bien, explícamelo.


—Sabes que Gabriel y yo nos conocimos en una conferencia en Toronto hace unos años. Cuando apareció este caso, lo más natural era que trabajase con él. Todo se preparó sin que yo pudiera decir nada.


—Entonces, estás trabajando con Gabriel.


Paula se cruzó de brazos.


—Sí, él es mi enlace. Y es verdad, yo estaba de baja cuando me llamaron para encargarme esta misión. Entonces me pareció una tapadera estupenda. Es un pueblo muy pequeño, y sería fácil fingir que estaba aquí de vacaciones. Pero entonces te conocí a ti, y… Te aseguro que no me gustó nada tener que mentirte.


—Sí, claro… —murmuró Paula, irónica.


No iba a ponérselo fácil, eso era evidente. Tenía todas las razones del mundo para estar enfadada con él, pero…


—Sigo sin entender cómo un policía estadounidense se encarga de un caso aquí, en Canadá. ¿No hay un problema de jurisdicción?


Aquélla era la parte que Pedro podría explicar fácilmente.


—Existe un tratado entre las autoridades estadounidenses y las canadienses.


—Y cuando te viste con Gabriel no era para recordar viejos tiempos.


—No. Estábamos compartiendo información.


—Y fuiste conmigo al pueblo ese día a propósito. El día que llevé a Juana a la estación de autobuses.


—Así es. Fui a hablar con Gabriel para discutir ciertos detalles.


—¿A quién puedes estar buscando aquí?


Pedro se echó hacia atrás en la silla. Ésa era la pegunta que no podía contestar. ¿Cómo iba a hacerlo? Paula estaba más involucrada de lo que ella creía. Y no sólo porque su hostal fuese un emplazamiento conveniente. Gabriel le había hablado de sus sospechas, y a regañadientes, Pedro tuvo que admitir que podría tener razón. El problema era que había perdido la objetividad. Las pruebas que le había mostrado no cuadraban con la mujer que tenía frente a él.


—Eso no te lo puedo decir.


—Ah, muy bien…


Paula empujó la silla hacia atrás, pero él la sujetó.


—Es para protegerte. ¿Es que no te das cuenta?


—Francamente, no.


Tenía que encontrar la manera de explicarle las cosas sin desvelar nada. Por el momento. Después lidiaría con las sospechas de Gabriel. Porque sabía en su corazón que hubiera hecho lo que hubiera hecho, Paula Chaves  era inocente. Tenía que ser así.


Estaba alejándose de la granja de Harding cuando de repente, él apareció en su camioneta. Echó a correr, pero Carlos era un buen tirador y había tenido suerte de que sólo le rozara la frente.


Podía entender que Paula estuviera asustada. Aunque ella no sabía nada sobre el disparo. No podía contárselo.


Estaban mirándose a los ojos y era como si mantuviesen una conversación sin decir una palabra. Y cuando por fin habló, entendió perfectamente lo que estaba preguntando:
—¿Cuándo?


—Mañana por la mañana, creo.


—Tan pronto… —la voz de Paula sonaba estrangulada.


—Tenemos que movernos rápidamente… Antes de que se escape.


—¿Quién?


¿Qué haría si se lo dijera?


—Te lo contaré esta noche.


Pedro, vas a poner en peligro tu vida.


—Lo sé, pero para eso me han entrenado. Es lo que hago y lo hago bien.


—¿Y después? —preguntó ella.


Tenía que saber cómo iba a terminar aquello.


—Después, Gabriel y yo lo llevaremos a Estados Unidos para que sea juzgado allí.


Aquélla sería su última noche en el hostal Mountain Haven. 


Los dos lo sabían. Pedro quería estar con ella, hacerle el amor, llevarse con él aquel bonito recuerdo. Pero en lugar de eso, su obligación era hacer todo lo posible para que Paula estuviera a salvo.


—La persona a la que busco es un fugitivo de la justicia. Y eso es lo que hago, detener a los delincuentes. ¿Crees que habría venido aquí buscando a un simple ratero? —Paula se quedó inmóvil. No había querido asustarla, pero quizá mera la única manera—. La gente a la que detengo son criminales de la peor especie, asesinos, violadores… ¿Qué crees que pasaría si esa persona supiera que estoy aquí?


—Si quieres asustarme, lo estás consiguiendo.


—Me alegro. Porque ésa es la razón, la única razón por la que no puedo contarte toda la verdad.


—Eso no cambia nada.


Pedro tragó saliva. Tenia razón. Había puesto sus sentimientos por delante de su obligación profesional. Era la primera vez que le pasaba, y sabía que era un grave error. Decírselo no resolvería nada, pero serviría para convencerla de que no había querido hacerle daño.


—No, ya sé que no cambia nada. He dejado que surgiera algo entre nosotros y no tenía derecho a hacerlo. Si hubieras sido otra persona…


—¿Qué?


—No habría empezado a enamorarme de ti.


Ella se levantó de la silla.


—Me has mentido, me has utilizado. No hay excusa para eso.


—Paula…


—¿Qué?


—¿Puedo quedarme?


—Acepté la reserva y ya está todo pagado —dijo ella, sin mirarlo.


No, no estaba todo pagado. Pedro sabía que estaría pagando por aquello durante mucho tiempo. No pasaría un día sin que pensara en ella. En el aroma a vainilla y a canela, en el sonido de su risa.


Paula salió de la cocina y él dejó escapar un suspiro. Había mucho que hacer, de modo que aquello tendría que esperar. Por ahora, lo más importante era hacer una llamada de teléfono.


No podían dejar que Carlos Harding se les escapara de las manos. Tenía que llamar a Gabriel, reunir al equipo, y prepararse. Y añadir «intento de asesinato» a la múltiple lista de cargos contra ese canalla.


Porque sabía que había tenido suerte, y en su trabajo, no se podía contar con la suerte a menudo.





domingo, 21 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 17





Paula canturreaba mientras sacaba la ropa limpia de la cesta, apilándola en dos montones sobre la cama; uno para ella, otro para Pedro. Él se había ofrecido a poner la lavadora, pero no le importaba lavar su ropa.


En realidad, era muy agradable hacer eso para otra persona.


Paula pasó la mano por unos vaqueros, recordando cómo la tela se pegaba a sus piernas. Nunca en muchos, muchos años, había sentido tal deseo por un hombre. Y menos por un policía.


No podía creer que se hubiera comportado como lo había hecho durante el paseo. En medio de la carretera, además. 


Pero en cuanto estuvo entre sus brazos se olvidó de todo. 


Durante esos minutos olvidó sus miedos, sus reservas, todas las razones por las que Pedro no era el hombre adecuado para ella. Él la hacía sentir joven otra vez, llena de vida.


Le preocupaba lo que pasaría cuando volvieran a la casa, pero Pedro se había portado como un caballero. Nada de miraditas, nada de besos. Nada.


Y lo echaba de menos.


Quizá hubiera pisado el freno porque ella no le daba razones para seguir adelante, pensó. Y sí, sólo estaría allí durante unos días. Pero Pedro la entendía. Y confiaba en él, tanto como para hablarle de su pasado, un tema del que no solía hablar con nadie. Y era siempre él quien daba el primer paso cada vez que se besaban o se tocaban.


¿Y si estaba esperando que fuese al revés?


Paula tragó saliva. Después de tantos años de celibato tenía miedo. Miedo de parecer boba, de la intensidad de esos momentos de pasión. Miedo de que otro hombre mirase su cuerpo. Ya no era una cría, había tenido una hija, se había hecho mayor.


Y su cuerpo ya no era perfecto.


—¿Paula?


No pudo evitar que su corazón se acelerase al oír la voz de Pedro. ¿Cuándo había empezado a esperar ansiosamente su llegada?


—Estoy aquí.


Aquello era absurdo. Pedro sólo era un hombre.


Y ésa, una simple reacción porque estaba a solas con él.


—¿Tienes vendas, Paula?


Lo había preguntado con toda tranquilidad, pero lo único que ella podía ver era la sangre que salía de un corte en la frente que llegaba hasta la ceja.


—Paula, vendas…


Ella se puso en acción, corriendo al cuarto de baño para buscar el botiquín. Cuando volvió, Pedro estaba sentado en una silla de la cocina, y nerviosa, colocó un paño limpio sobre la herida.


—Sujétalo ahí un momento.


Luego abrió el botiquín, y con manos temblorosas, sacó un frasco de antiséptico. No era nada, sólo un corte, se decía a sí misma. Pero lo único que podía ver era la sangre. ¿Y si tenía una conmoción cerebral? ¿Y si había que darle puntos?


—Mete la cabeza entre las piernas —le ordenó, rezando para que no se marease—. Respira profundamente, Pedro. Y aprieta el paño contra la herida.


Mientras iba a buscar un paño limpio, se dio cuenta de algo: En cuanto había visto la sangre, en cuanto vio que estaba herido, sólo podía pensar en él. No en Tomas o en Juana. No en el miedo nacido de años de dolor y ansiedad. Sólo en Pedro.


Lo que sentía por él era más que deseo, más que atracción física. Pedro inspiraba sentimientos que Paula había pensado que nadie más podría inspirar nunca. De repente, y sin saber cómo, su relación con él se había vuelto más profunda, más honda. Y más complicada.


—Ya estoy bien.


—Incorpórate despacio… Así —Paula lo ayudó a erguirse en la silla—. ¿La herida sigue sangrando…? —murmuró, mirando el paño—. ¡Pedro, es un corte enorme!


—Tengo unos puntos de mariposa en la mochila. Voy a buscarlos.


—No, tú no te muevas de aquí. Dime dónde están.


—No, en serio. Me encuentro mejor.


—¡No digas bobadas! Dime dónde están y yo iré a buscarlos.


—Ya casi ha dejado de sangrar —insistió Pedro—. Voy a buscarlos, tú no los encontrarías.


Paula se quedó inmóvil. ¡Hombres…! ¿Por qué no eran capaces de admitir que necesitaban ayuda?


Cuando Pedro salió de la cocina, ella miró el paño lleno de sangre antes de tirarlo a la basura. No había forma de salvarlo. ¿Qué le habría pasado y durante cuánto tiempo habría estado caminando con aquella herida antes de llegar a casa?


—Paula…


Ella se volvió asustada, y corrió escaleras arriba. ¿Por qué no la había dejado subir a la habitación en lugar de hacerse el machote?


«¡Oh, Pedro…!»


Él estaba en la escalera, agarrándose a la barandilla, con un pequeño botiquín en las manos.


—¡Serás tonto! Mira que moverte con la sangre que has perdido… A partir de ahora vas a hacer todo lo que yo te diga.


—Sí, señora.


Paula lo tomó por la cintura para llevarlo a la cocina, y lo ayudó a sentarse de nuevo.


—Esto no es lo mío. Deberías ir al médico.


—No, nada de médicos. Sólo es una heridita de nada.


—No digas tonterías.


Pedro apretó los labios.


—No me gustan los médicos. Y he tenido heridas peores, te lo aseguro. Me han curado enfermeros, colegas, y hasta el líder de una tribu en África.


—Mira que eres cabezota… —suspiró ella—. Respira profundamente… Así, y ahora suelta el aire.


Paula sacó los puntos de mariposa del botiquín, y leyó las instrucciones antes de aplicarle el primero.


—¿Te hago daño?


—No, no… Estoy bien.


Ella se mordió los labios mientras seguía uniendo los bordes de la herida.


—Pero deberías ir al hospital, en serio.


—No hace falta. Además, puedes poner tus cuidados médicos en la factura… Como un servicio extra.


—No debe de dolerte mucho si puedes hacer bromas.


—Es sólo una herida de nada. Las he tenido mucho peores.


Paula se preguntó dónde tendría esas cicatrices. Y sintió un sofoco al imaginarse a sí misma tocando su piel, besando la huella de esas heridas.


Pero no podía ser. No debía olvidar que la presencia de las cicatrices era un recordatorio de la vida que llevaba. Y del peligro que eso representaba.


—¿Qué te ha pasado?


Pedro se aclaró la garganta.


—Estaba caminando por la orilla de un riachuelo. No sé qué ha pasado exactamente, pero debí resbalarme en el barro y me golpeé en la frente con una piedra, supongo.


Paula terminó de limpiar la herida y le puso una venda sujeta con esparadrapo. Sí, lo que le había contado tenía sentido. La orilla del riachuelo estaría resbaladiza en aquella época del año, y… Tenía los pantalones manchados de barro.


—Y has venido hasta aquí sangrando.


—Sí. Bueno, me he puesto un guante en la frente para que no sangrara demasiado.


—De todas formas deberías ir al médico. Podrías sufrir una conmoción y habría que vigilarte.


—En ese caso, prefiero que me vigiles tú —sonrió Pedro—. Estás muy pálida, Paula. Deberías tomar una tila.


—Voy a hacerla, sí. Creo que a los dos nos vendría bien. Pero tengo que vigilarte durante las próximas horas.


—No sé cómo darte las gracias. Te debo una.


—No me debes nada… —murmuró ella.


Era el olor de la sangre lo que la tenía tan nerviosa. El olor de la sangre era el olor de la muerte para ella. Pero Pedro no lo sabía y no tenía por qué saberlo. Él creía que Tomas había muerto en un accidente de trabajo y así era. Pero no había sido un accidente. No, le habían disparado. Y cuando llegaron al hospital estaba en coma. Nunca volvió a recuperar la conciencia y el último recuerdo que le había quedado de él era el olor de la sangre.


Pedro abrió los brazos entonces, y sin pensar, Paula se echó en ellos como si fuera lo más natural del mundo.


Y entonces la sintió bajo sus dedos, dura y fría.


—¡Llevas una pistola!





IRRESISTIBLE: CAPITULO 16





Cocinando. Pedro la observaba desde la puerta, con los brazos cruzados. Sabía que eso era lo que Paula hacía cuando se sentía incómoda o estaba triste por algo.


—¿En qué piensas?


Ella se dio la vuelta, llevándose una mano al corazón.


—No te había oído…


—¿Seguro que estás bien?


—Sí, claro —contestó Paula, metiendo una bandeja en el horno—. ¿Has notado el viento chinook?


—¿Qué?


—El viento chinook, que viene de las montañas. Es tan cálido, que derretirá toda la nieve y mañana tendrás que hacer tu excursión sobre el barro —sonrió ella—. A veces sopla durante días, pero cuando deja de hacerlo, es que ha llegado la primavera —«Genial», pensó Pedro, haciendo una mueca—. No te duele la cabeza, ¿verdad? Este viento suele provocar dolores de cabeza, especialmente si no estás acostumbrado a los cambios de presión. Si te duele, hay analgésicos en el botiquín.


Sus problemas no tenían nada que ver con el cambio de presión, sino con tener que esconder las razones de su estancia allí sin contarle mentiras. El problema era permanecer concentrado en lo que tenía que hacer sin pensar en ella cada minuto.


Estaba enamorándose de Paula, y lo sabía. Y sí, empezaba a dolerle la cabeza.


—Estoy bien.


—¡Ah!


El monosílabo dejaba claro que había contestado en un tono demasiado brusco, y Pedro intentó suavizar su expresión.


—Pero gracias por preguntar. ¿Cuánto tiempo falta para la cena?


—Una hora más o menos… —murmuró ella, sin mirarlo.


—Bueno, entonces voy a leer un rato.


—¿Pedro?


Él se volvió. ¡Qué preciosa era…! Las lágrimas le habían dado un brillo especial a sus ojos, que ahora eran de un azul diferente… Como las tazas que tenía su abuela. «Azul china» se llamaba. Eternos y preciosos, como Paula. Tenía los labios ligeramente hinchados, y le habría gustado besarlos hasta que los dos se quedaran sin aliento. Le habría gustado subir a la habitación, desnudarla y hacerle el amor sobre ese edredón hecho a mano, hasta que estuvieran envueltos en sombras. Le gustaría decirle la verdad y sentirse liberado. Pero no podía hacer ninguna de esas cosas.


—¿Qué, Paula?


—Vamos a dar un paseo mientras se termina la cena —dijo ella entonces—. Quiero enseñarte cómo es ese viento de las montañas.


Salir de la casa era seguramente muy buena idea. De no ser así, podría hacer alguna tontería, como besarla de nuevo. O decirle lo que sentía por ella. Ridículo.



****


Una vez fuera, bien abrigados,Paula lo llevó hasta la carretera, asfaltada sólo a trozos. Él era un chico de ciudad; el campo y la simplicidad de la vida al aire libre, eran una revelación para él.


—¿Ves eso? —preguntó ella, señalando un punto luminoso entre un grupo de nubes blancas—. Ése es un arco chinook. Como un arco iris horizontal. He visto la nieve derretirse tan deprisa, que por el ruido, uno juraría que estaba lloviendo.


—Este sitio te encanta, ¿verdad?


—Nunca he estado en ningún otro sitio. Ésta es mi casa.


—Es muy diferente al sitio de donde yo vengo.


—¿Florida?


Pedro sonrió. Sólo llevaba en Florida un par de años, y aunque le gustaba mucho, no lo consideraba su casa.


—No, yo nací en Filadelfia, donde aún viven mis padres. ¿Has estado allí alguna vez?


—No, yo no viajo mucho. Pero estuve en Vancouver hace unos años.


Siguieron caminando; el viento movía el pelo de Paula alrededor de su cara.


—¿No te gusta viajar?


—Juana iba al colegio y durante las vacaciones teníamos clientes en el hostal, así que… Nunca he podido hacerlo.


—Hasta hace un par de semanas… —murmuró Pedro—. Y entonces me tuviste que soportar a mí. Lo siento mucho.


—No, por favor… Al contrario —Paula intentó apartarse el pelo de la cara—. Supongo que tú has estado en todas partes.


—He estado por ahí, sí… En Oriente Medio, en Europa con los marines, por todo el norte de Estados Unidos, pero…


—¿Pero qué?


Pedro sacudió la cabeza. Dudaba que ella pudiera entender los sitios en los que había estado o las cosas que había visto.


—Pero no hay nada como la casa de uno… Y además de la casa de mis padres, estar contigo es lo más parecido.


Paula tragó saliva. No quería darle a esas palabras más importancia de la que tenían, pero…


—¿Y tu casa en Florida?


¿Su casa en Florida? Era un sitio medio vacío, funcional, un lugar para comer y dormir.


—No es un hogar de verdad.


Sabía por el brillo de sus ojos que a Paula le habría gustado seguir preguntando, pero en lugar de hacerlo puso una mano en su brazo, sin darse cuenta de cómo ese gesto tan sencillo lo emocionaba.


—Entonces me alegro de que estés aquí.


Pedro estaba sorprendido. Cualquier otra mujer le habría preguntado si tenía novia o si estaba casado, pero Paula no lo había hecho. Seguramente había aprendido a aceptar las cosas como eran, sin cuestionarlas. Y casi quería que le preguntase para decirle que no, que nadie podía reclamar su corazón.


Ella se volvió para seguir caminando y Pedro tomó su mano.


—Gracias por estar ahí, por escucharme. Me ha ayudado mucho, más de lo que te imaginas.


—Algo está pasando entre nosotros. Los dos lo sabemos.


—Yo… No estoy preparada para eso.


—Lo sé, Paula, pero no salgas corriendo. Los dos hemos estado dándole vueltas a esto hasta que… Ya no sabemos cómo actuar. Así que voy a decirlo directamente: Me siento atraído por ti. Más de lo que puedes imaginar.


Ella abrió y cerró la boca un par de veces, antes de encontrar palabras.


—Y yo he empezado a confiar en ti, Pedro. Y eso me da miedo. No quiero empezar nada. Hay demasiadas razones para no hacerlo.


Pedro apretó los labios. Sabía que Paula confiaba en él cada día más. Y no debería hacerlo. Se sentiría engañada cuando supiera que le había escondido ciertas cosas.


Pero no podía contarle la verdad. No podía decírselo y salir por la puerta cada día, sabiendo lo preocupada que iba a dejarla. Eso era lo último que necesitaba. Sabía que no debería sentir nada por ella, pero al final, la atracción fue demasiado poderosa.


—Lo siento, Paula. Tengo que hacerlo… —murmuró, inclinándose para besarla.


Y a pesar de sus protestas, a pesar de todas sus razones para no hacerlo, Paula abrió los labios. El viento soplaba a su alrededor levantando polvo de nieve, y Pedro la apretó más, hasta que sus cuerpos estuvieron literalmente pegados el uno al otro.


Allí estaba, haciendo lo que se había prometido a sí mismo no hacer. Supuestamente, además, habían salido a pasear para que eso no ocurriera. Respirando profundamente, la soltó y dio un paso atrás.


Pedro… —protestó ella.


—Eres demasiado vulnerable, cariño. Los dos lo sabemos.


—Creo que soy lo bastante mayor como para saber lo que quiero.


Paula levantó la barbilla, orgullosa.


Lo deseaba. Su respuesta había dejado claro, que lo deseaba tanto como la deseaba él.


Paula sostenía su mirada, intentando parecer más fuerte, más decidida de lo que era.


—Pero no creo que lo vieras de la misma forma mañana… —suspiró Pedro—. Y no quiero aprovecharme de ti. No quiero hacerte daño, Paula. Además, estamos en medio de la carretera.


Ella miró a derecha e izquierda, como sorprendida.


—Es verdad, no me había dado cuenta.


Se dieron la vuelta con el viento a sus espaldas, casi empujándolos hacia la casa. Pero cuando llegaron al porche 


Paula se detuvo de repente.


—¿Qué hacemos ahora? —preguntó con voz trémula.


Pedro sabía muy bien lo que quería hacer. Y sabía también que era imposible.


—Sinceramente, no tengo ni idea…