lunes, 22 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 18





Paula dio un paso atrás. Aún podía sentir en la mano la forma metálica, fría, sujeta en la cinturilla de sus vaqueros.


Llevaba un arma. Había estado en su casa todo ese tiempo con un arma de fuego…


—Llevas una pistola —repitió.


Durante unos segundos Pedro se limitó a mirarla, como si estuviera preguntándose qué debía hacer.


Paula estaba temblando. Tomas llevaba pistola cuando era guardia de seguridad, y que ella supiera, nunca la había disparado hasta aquella noche, cuando intentó defenderse. 


El resultado fue que vivió el tiempo suficiente para llegar el hospital, y su atacante no.


Y como ese hombre, un activista, también había muerto, a nadie le importaba que Tomas hubiera muerto intentando defenderse.


Por intereses políticos, el nombre de su marido había sido ensuciado por una parte de la prensa, y Paula se había encontrado en medio de todo aquello, intentando defenderlo mientras estaba sola con una niña pequeña y un adolescente.


Por eso, la idea de que Pedro llevase una pistola la ponía enferma. Había confiado en él. Le había dicho que estaba de baja y ella lo había creído. Ahora se daba cuenta de que todo era mentira. Un hombre que estaba de vacaciones no llevaba pistola.


Pedro estaba allí con el único propósito de encontrar a algún delincuente, y sin embargo, la había besado. Había dejado que empezara a encariñarse con él. Y ella había estado a punto de dejar que las cosas fueran más allá. 


Afortunadamente, no lo había hecho.


—Vete de aquí.


—¿Quieres que me vaya?


—¿Llevas una pistola o no?


—Sí, Paula. Llevo una pistola… —suspiró Pedro.


—¿Por qué? ¿Soy una amenaza para ti?


—Soy un comisario de policía. No voy a ningún sitio sin mi arma reglamentaria. Nunca.


—¿La has tenido todo el tiempo, desde que llegaste aquí?


—Sí.


Paula tragó saliva. Tenía que saberlo todo. Tenía que saber lo ciega que había estado.


—¿Cuándo fuimos al pueblo?


—Sí.


Esperaba que se mostrase arrepentido, culpable… Pero no era así. Al contrario, casi parecía aliviado.


—¿Cuándo salías de excursión?


—Sí.


—¿El día que salimos a dar un paseo, cuando soplaba el viento chinook?


Esperó la respuesta con el corazón en la garganta. Ese día, más vulnerable que nunca, había decidido confiar en él. Pedro la había abrazado mientras lloraba; ella le había contado cosas sobre Tomas…


—Sí, Paula. Ese día también.


¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía haberla abrazado y besado mientras llevaba una pistola en el pantalón? ¿Cómo podía ella haber estado tan ciega?


—Escúchame, lo que te he dicho es verdad: No voy a ningún sitio sin mi arma reglamentaria. No es nada personal.


—¿No es nada personal? —repitió ella, incrédula.


¿Cómo podía decir eso? Estaba en su casa, había llevado un arma de fuego a su casa sin decírselo. ¿Qué más no le había contado?


—Quiero que te marches, Pedro. Puedes subir a tu camioneta ahora mismo y marcharte a Olds. Allí hay muchos hostales, seguro que tus superiores pagarán la factura.


—No puedo hacer eso.


La respuesta era seca, firme, como si estuviera dando una orden. Habría sido más fácil si hubiese apartado la mirada, si se mostrase arrepentido. Pero Pedro no dejaba de mirarla a los ojos, como pidiéndole que lo aceptase.


Y Paula ya había aceptado más que suficiente. Había aceptado la muerte de sus padres, había aceptado la muerte de Tomas y el informe oficial, había aceptado los problemas de Juana mientras hacía todo lo posible por minimizar los daños… Había dejado entrar a Pedro en su casa y aceptado que estaba allí de vacaciones cuando era mentira.


Pero todo eso se había terminado.


—Ya no eres bienvenido aquí. Con una pistola, no.


—Paula, tienes que escucharme —le imploró él—. Tengo que estar aquí.


—¿Por qué? ¿Por qué aquí precisamente? Y esta vez dime la verdad. Creo que me lo merezco.


—Porque me han destinado aquí. Ojalá pudiese contarte algo más, pero no puedo. Es por tu propia seguridad.


Eso no era suficiente. No podía ser suficiente.


—No estás de baja, ¿verdad?


—No.


Ese monosílabo lo decía todo. Paula miró el huerto por la ventana, la hierba que se esforzaba por crecer en el jardín, la nieve… Aquél era su mundo. El mundo que ella había intentado mantener en orden durante años. Su lugar seguro.


En aquel momento le gustaría recuperar la sensación de normalidad, le gustaría poder olvidar las cosas que antes tenía olvidadas. Aquel mundo extraordinario, con Pedro, no era real.


—No quería engañarte… No me gusta nada mentir, Paula.


—Entonces me has mentido… —dijo ella, dándose la vuelta.


—He tenido que hacerlo… —suspiró Pedro.


Estaba tan cerca que podía sentir el calor de su aliento en el cuello. Un calor que la hizo recordar sus brazos, sus labios. Pero tenía que dejar de pensar en eso. No había sido más que una momentánea debilidad, un error que no volvería a repetirse.


—Me obligaron a pedir una baja. La historia que te conté sobre la muerte accidental de esa chica… Mi jefe pensó que tenía que apartarme del servicio, pero me llamaron poco después para encargarme una misión.


—Estás aquí buscando a algún delincuente.


Pedro asintió con la cabeza.


—Lo siento mucho, Paula.


Pedro quería abrazarla, suplicarle que lo entendiese, pero no podía ser. Ya le había hecho suficiente daño.


—¿Qué clase de misión te trae a un pueblo perdido en medio de ninguna parte? No lo entiendo… Ni siquiera tienes jurisdicción aquí. Tú eres un policía estadounidense.


Él deseaba contarle la verdad, pero no podía hacerlo. Aún no.


—No puedo decirte nada más, Paula.


—No, claro. Se supone que debo aceptar lo que tú me cuentes y callarme como una buena chica, ¿no? Pues lo siento, pero no puedo hacer eso.


—¿Crees que yo no quería contártelo? —exclamó él, frustrado—. Cada vez que te miraba a los ojos me sentía como un canalla. No me gusta mentir, ni a ti ni a nadie, pero estamos hablando de un asunto importante.


—¿Y cómo iba yo a saber eso si has estado mintiéndome desde que llegaste?


Pedro sabía que no debía involucrarla. Si Harding descubría quién era y dónde se alojaba, podrían perder la oportunidad de detenerlo. O peor. No, era necesario guardar el secreto.


—Lo sé, pero me he visto obligado a hacerlo. Tengo razones para no contarte la verdad.


—Me dan igual esas razones —replicó ella, intentando apartarse.


—No, por favor. Siéntate, vamos a hablar.


¿Por qué le importaba tanto? Ahora Paula sabía quién era. 


Debería soltarla y seguir haciendo su trabajo, pero no podía hacerlo. No podía dejar que pensara que lo que había entre ellos era una mentira. Porque era quizá, la emoción más real que había experimentado en mucho tiempo.


Paula le importaba. Le importaba su vida, sus miedos, sus heridas… Quería protegerla. Quería… Quería amarla.


—No todo era mentira —empezó a decir.


Paula lo miraba como si fuera un villano y lo más horrible era que él se sentía como un villano. Todo porque no había podido ser sincero con ella, y porque seguía sin poder serlo. 


No sólo sobre el caso, aunque Gabriel había sido muy específico en cuanto a no involucrar a Paula en nada hasta que estuvieran seguros, sino sobre sus sentimientos. Decirle cuánto le importaba sólo crearía más problemas.


—No intentes justificarte ahora porque te he pillado.


—No iba a hacerlo.


Paula le había preguntado antes si la consideraba una amenaza, y Pedro había contestado con cierta ironía. Pero la respuesta que se le había ocurrido era «más de lo que crees». Y era cierto en muchos sentidos. Aún recordaba lo que Gabriel le había contado en el café.


El instinto le decía que podía confiar en ella, pero ¿y si estaba equivocado? Después de lo que había pasado en casa de aquel delincuente ya no estaba seguro de poder confiar en su instinto. ¿Y si las sospechas de Gabriel eran ciertas? No podía dejarse llevar por sus sentimientos. Era un riesgo demasiado grande.


Pero tenía que decidir hasta dónde podía contarle. Lo suficiente como para tranquilizarla y no tanto como para comprometer su misión. Y debía convencerla para que lo dejase quedarse allí, eso era lo más importante.


De modo que intentó apartar de sí el deseo de abrazarla y besarla, hasta borrar de su rostro esa expresión de rabia. No era tan tonto como para creer que sólo estaba enfadada. 


También estaba dolida y tenía derecho a estarlo. Menudo lío…


—Te lo pido por favor… —le suplicó, soltando su brazo—. Dame una oportunidad de explicártelo.


—Muy bien, explícamelo.


—Sabes que Gabriel y yo nos conocimos en una conferencia en Toronto hace unos años. Cuando apareció este caso, lo más natural era que trabajase con él. Todo se preparó sin que yo pudiera decir nada.


—Entonces, estás trabajando con Gabriel.


Paula se cruzó de brazos.


—Sí, él es mi enlace. Y es verdad, yo estaba de baja cuando me llamaron para encargarme esta misión. Entonces me pareció una tapadera estupenda. Es un pueblo muy pequeño, y sería fácil fingir que estaba aquí de vacaciones. Pero entonces te conocí a ti, y… Te aseguro que no me gustó nada tener que mentirte.


—Sí, claro… —murmuró Paula, irónica.


No iba a ponérselo fácil, eso era evidente. Tenía todas las razones del mundo para estar enfadada con él, pero…


—Sigo sin entender cómo un policía estadounidense se encarga de un caso aquí, en Canadá. ¿No hay un problema de jurisdicción?


Aquélla era la parte que Pedro podría explicar fácilmente.


—Existe un tratado entre las autoridades estadounidenses y las canadienses.


—Y cuando te viste con Gabriel no era para recordar viejos tiempos.


—No. Estábamos compartiendo información.


—Y fuiste conmigo al pueblo ese día a propósito. El día que llevé a Juana a la estación de autobuses.


—Así es. Fui a hablar con Gabriel para discutir ciertos detalles.


—¿A quién puedes estar buscando aquí?


Pedro se echó hacia atrás en la silla. Ésa era la pegunta que no podía contestar. ¿Cómo iba a hacerlo? Paula estaba más involucrada de lo que ella creía. Y no sólo porque su hostal fuese un emplazamiento conveniente. Gabriel le había hablado de sus sospechas, y a regañadientes, Pedro tuvo que admitir que podría tener razón. El problema era que había perdido la objetividad. Las pruebas que le había mostrado no cuadraban con la mujer que tenía frente a él.


—Eso no te lo puedo decir.


—Ah, muy bien…


Paula empujó la silla hacia atrás, pero él la sujetó.


—Es para protegerte. ¿Es que no te das cuenta?


—Francamente, no.


Tenía que encontrar la manera de explicarle las cosas sin desvelar nada. Por el momento. Después lidiaría con las sospechas de Gabriel. Porque sabía en su corazón que hubiera hecho lo que hubiera hecho, Paula Chaves  era inocente. Tenía que ser así.


Estaba alejándose de la granja de Harding cuando de repente, él apareció en su camioneta. Echó a correr, pero Carlos era un buen tirador y había tenido suerte de que sólo le rozara la frente.


Podía entender que Paula estuviera asustada. Aunque ella no sabía nada sobre el disparo. No podía contárselo.


Estaban mirándose a los ojos y era como si mantuviesen una conversación sin decir una palabra. Y cuando por fin habló, entendió perfectamente lo que estaba preguntando:
—¿Cuándo?


—Mañana por la mañana, creo.


—Tan pronto… —la voz de Paula sonaba estrangulada.


—Tenemos que movernos rápidamente… Antes de que se escape.


—¿Quién?


¿Qué haría si se lo dijera?


—Te lo contaré esta noche.


Pedro, vas a poner en peligro tu vida.


—Lo sé, pero para eso me han entrenado. Es lo que hago y lo hago bien.


—¿Y después? —preguntó ella.


Tenía que saber cómo iba a terminar aquello.


—Después, Gabriel y yo lo llevaremos a Estados Unidos para que sea juzgado allí.


Aquélla sería su última noche en el hostal Mountain Haven. 


Los dos lo sabían. Pedro quería estar con ella, hacerle el amor, llevarse con él aquel bonito recuerdo. Pero en lugar de eso, su obligación era hacer todo lo posible para que Paula estuviera a salvo.


—La persona a la que busco es un fugitivo de la justicia. Y eso es lo que hago, detener a los delincuentes. ¿Crees que habría venido aquí buscando a un simple ratero? —Paula se quedó inmóvil. No había querido asustarla, pero quizá mera la única manera—. La gente a la que detengo son criminales de la peor especie, asesinos, violadores… ¿Qué crees que pasaría si esa persona supiera que estoy aquí?


—Si quieres asustarme, lo estás consiguiendo.


—Me alegro. Porque ésa es la razón, la única razón por la que no puedo contarte toda la verdad.


—Eso no cambia nada.


Pedro tragó saliva. Tenia razón. Había puesto sus sentimientos por delante de su obligación profesional. Era la primera vez que le pasaba, y sabía que era un grave error. Decírselo no resolvería nada, pero serviría para convencerla de que no había querido hacerle daño.


—No, ya sé que no cambia nada. He dejado que surgiera algo entre nosotros y no tenía derecho a hacerlo. Si hubieras sido otra persona…


—¿Qué?


—No habría empezado a enamorarme de ti.


Ella se levantó de la silla.


—Me has mentido, me has utilizado. No hay excusa para eso.


—Paula…


—¿Qué?


—¿Puedo quedarme?


—Acepté la reserva y ya está todo pagado —dijo ella, sin mirarlo.


No, no estaba todo pagado. Pedro sabía que estaría pagando por aquello durante mucho tiempo. No pasaría un día sin que pensara en ella. En el aroma a vainilla y a canela, en el sonido de su risa.


Paula salió de la cocina y él dejó escapar un suspiro. Había mucho que hacer, de modo que aquello tendría que esperar. Por ahora, lo más importante era hacer una llamada de teléfono.


No podían dejar que Carlos Harding se les escapara de las manos. Tenía que llamar a Gabriel, reunir al equipo, y prepararse. Y añadir «intento de asesinato» a la múltiple lista de cargos contra ese canalla.


Porque sabía que había tenido suerte, y en su trabajo, no se podía contar con la suerte a menudo.





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