domingo, 21 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 17





Paula canturreaba mientras sacaba la ropa limpia de la cesta, apilándola en dos montones sobre la cama; uno para ella, otro para Pedro. Él se había ofrecido a poner la lavadora, pero no le importaba lavar su ropa.


En realidad, era muy agradable hacer eso para otra persona.


Paula pasó la mano por unos vaqueros, recordando cómo la tela se pegaba a sus piernas. Nunca en muchos, muchos años, había sentido tal deseo por un hombre. Y menos por un policía.


No podía creer que se hubiera comportado como lo había hecho durante el paseo. En medio de la carretera, además. 


Pero en cuanto estuvo entre sus brazos se olvidó de todo. 


Durante esos minutos olvidó sus miedos, sus reservas, todas las razones por las que Pedro no era el hombre adecuado para ella. Él la hacía sentir joven otra vez, llena de vida.


Le preocupaba lo que pasaría cuando volvieran a la casa, pero Pedro se había portado como un caballero. Nada de miraditas, nada de besos. Nada.


Y lo echaba de menos.


Quizá hubiera pisado el freno porque ella no le daba razones para seguir adelante, pensó. Y sí, sólo estaría allí durante unos días. Pero Pedro la entendía. Y confiaba en él, tanto como para hablarle de su pasado, un tema del que no solía hablar con nadie. Y era siempre él quien daba el primer paso cada vez que se besaban o se tocaban.


¿Y si estaba esperando que fuese al revés?


Paula tragó saliva. Después de tantos años de celibato tenía miedo. Miedo de parecer boba, de la intensidad de esos momentos de pasión. Miedo de que otro hombre mirase su cuerpo. Ya no era una cría, había tenido una hija, se había hecho mayor.


Y su cuerpo ya no era perfecto.


—¿Paula?


No pudo evitar que su corazón se acelerase al oír la voz de Pedro. ¿Cuándo había empezado a esperar ansiosamente su llegada?


—Estoy aquí.


Aquello era absurdo. Pedro sólo era un hombre.


Y ésa, una simple reacción porque estaba a solas con él.


—¿Tienes vendas, Paula?


Lo había preguntado con toda tranquilidad, pero lo único que ella podía ver era la sangre que salía de un corte en la frente que llegaba hasta la ceja.


—Paula, vendas…


Ella se puso en acción, corriendo al cuarto de baño para buscar el botiquín. Cuando volvió, Pedro estaba sentado en una silla de la cocina, y nerviosa, colocó un paño limpio sobre la herida.


—Sujétalo ahí un momento.


Luego abrió el botiquín, y con manos temblorosas, sacó un frasco de antiséptico. No era nada, sólo un corte, se decía a sí misma. Pero lo único que podía ver era la sangre. ¿Y si tenía una conmoción cerebral? ¿Y si había que darle puntos?


—Mete la cabeza entre las piernas —le ordenó, rezando para que no se marease—. Respira profundamente, Pedro. Y aprieta el paño contra la herida.


Mientras iba a buscar un paño limpio, se dio cuenta de algo: En cuanto había visto la sangre, en cuanto vio que estaba herido, sólo podía pensar en él. No en Tomas o en Juana. No en el miedo nacido de años de dolor y ansiedad. Sólo en Pedro.


Lo que sentía por él era más que deseo, más que atracción física. Pedro inspiraba sentimientos que Paula había pensado que nadie más podría inspirar nunca. De repente, y sin saber cómo, su relación con él se había vuelto más profunda, más honda. Y más complicada.


—Ya estoy bien.


—Incorpórate despacio… Así —Paula lo ayudó a erguirse en la silla—. ¿La herida sigue sangrando…? —murmuró, mirando el paño—. ¡Pedro, es un corte enorme!


—Tengo unos puntos de mariposa en la mochila. Voy a buscarlos.


—No, tú no te muevas de aquí. Dime dónde están.


—No, en serio. Me encuentro mejor.


—¡No digas bobadas! Dime dónde están y yo iré a buscarlos.


—Ya casi ha dejado de sangrar —insistió Pedro—. Voy a buscarlos, tú no los encontrarías.


Paula se quedó inmóvil. ¡Hombres…! ¿Por qué no eran capaces de admitir que necesitaban ayuda?


Cuando Pedro salió de la cocina, ella miró el paño lleno de sangre antes de tirarlo a la basura. No había forma de salvarlo. ¿Qué le habría pasado y durante cuánto tiempo habría estado caminando con aquella herida antes de llegar a casa?


—Paula…


Ella se volvió asustada, y corrió escaleras arriba. ¿Por qué no la había dejado subir a la habitación en lugar de hacerse el machote?


«¡Oh, Pedro…!»


Él estaba en la escalera, agarrándose a la barandilla, con un pequeño botiquín en las manos.


—¡Serás tonto! Mira que moverte con la sangre que has perdido… A partir de ahora vas a hacer todo lo que yo te diga.


—Sí, señora.


Paula lo tomó por la cintura para llevarlo a la cocina, y lo ayudó a sentarse de nuevo.


—Esto no es lo mío. Deberías ir al médico.


—No, nada de médicos. Sólo es una heridita de nada.


—No digas tonterías.


Pedro apretó los labios.


—No me gustan los médicos. Y he tenido heridas peores, te lo aseguro. Me han curado enfermeros, colegas, y hasta el líder de una tribu en África.


—Mira que eres cabezota… —suspiró ella—. Respira profundamente… Así, y ahora suelta el aire.


Paula sacó los puntos de mariposa del botiquín, y leyó las instrucciones antes de aplicarle el primero.


—¿Te hago daño?


—No, no… Estoy bien.


Ella se mordió los labios mientras seguía uniendo los bordes de la herida.


—Pero deberías ir al hospital, en serio.


—No hace falta. Además, puedes poner tus cuidados médicos en la factura… Como un servicio extra.


—No debe de dolerte mucho si puedes hacer bromas.


—Es sólo una herida de nada. Las he tenido mucho peores.


Paula se preguntó dónde tendría esas cicatrices. Y sintió un sofoco al imaginarse a sí misma tocando su piel, besando la huella de esas heridas.


Pero no podía ser. No debía olvidar que la presencia de las cicatrices era un recordatorio de la vida que llevaba. Y del peligro que eso representaba.


—¿Qué te ha pasado?


Pedro se aclaró la garganta.


—Estaba caminando por la orilla de un riachuelo. No sé qué ha pasado exactamente, pero debí resbalarme en el barro y me golpeé en la frente con una piedra, supongo.


Paula terminó de limpiar la herida y le puso una venda sujeta con esparadrapo. Sí, lo que le había contado tenía sentido. La orilla del riachuelo estaría resbaladiza en aquella época del año, y… Tenía los pantalones manchados de barro.


—Y has venido hasta aquí sangrando.


—Sí. Bueno, me he puesto un guante en la frente para que no sangrara demasiado.


—De todas formas deberías ir al médico. Podrías sufrir una conmoción y habría que vigilarte.


—En ese caso, prefiero que me vigiles tú —sonrió Pedro—. Estás muy pálida, Paula. Deberías tomar una tila.


—Voy a hacerla, sí. Creo que a los dos nos vendría bien. Pero tengo que vigilarte durante las próximas horas.


—No sé cómo darte las gracias. Te debo una.


—No me debes nada… —murmuró ella.


Era el olor de la sangre lo que la tenía tan nerviosa. El olor de la sangre era el olor de la muerte para ella. Pero Pedro no lo sabía y no tenía por qué saberlo. Él creía que Tomas había muerto en un accidente de trabajo y así era. Pero no había sido un accidente. No, le habían disparado. Y cuando llegaron al hospital estaba en coma. Nunca volvió a recuperar la conciencia y el último recuerdo que le había quedado de él era el olor de la sangre.


Pedro abrió los brazos entonces, y sin pensar, Paula se echó en ellos como si fuera lo más natural del mundo.


Y entonces la sintió bajo sus dedos, dura y fría.


—¡Llevas una pistola!





1 comentario:

  1. Wowwwwwww, me imagino el grito que pegó cuando descubrió la pistola jajajajaja. Muy buenos los 3 caps.

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