Cocinando. Pedro la observaba desde la puerta, con los brazos cruzados. Sabía que eso era lo que Paula hacía cuando se sentía incómoda o estaba triste por algo.
—¿En qué piensas?
Ella se dio la vuelta, llevándose una mano al corazón.
—No te había oído…
—¿Seguro que estás bien?
—Sí, claro —contestó Paula, metiendo una bandeja en el horno—. ¿Has notado el viento chinook?
—¿Qué?
—El viento chinook, que viene de las montañas. Es tan cálido, que derretirá toda la nieve y mañana tendrás que hacer tu excursión sobre el barro —sonrió ella—. A veces sopla durante días, pero cuando deja de hacerlo, es que ha llegado la primavera —«Genial», pensó Pedro, haciendo una mueca—. No te duele la cabeza, ¿verdad? Este viento suele provocar dolores de cabeza, especialmente si no estás acostumbrado a los cambios de presión. Si te duele, hay analgésicos en el botiquín.
Sus problemas no tenían nada que ver con el cambio de presión, sino con tener que esconder las razones de su estancia allí sin contarle mentiras. El problema era permanecer concentrado en lo que tenía que hacer sin pensar en ella cada minuto.
Estaba enamorándose de Paula, y lo sabía. Y sí, empezaba a dolerle la cabeza.
—Estoy bien.
—¡Ah!
El monosílabo dejaba claro que había contestado en un tono demasiado brusco, y Pedro intentó suavizar su expresión.
—Pero gracias por preguntar. ¿Cuánto tiempo falta para la cena?
—Una hora más o menos… —murmuró ella, sin mirarlo.
—Bueno, entonces voy a leer un rato.
—¿Pedro?
Él se volvió. ¡Qué preciosa era…! Las lágrimas le habían dado un brillo especial a sus ojos, que ahora eran de un azul diferente… Como las tazas que tenía su abuela. «Azul china» se llamaba. Eternos y preciosos, como Paula. Tenía los labios ligeramente hinchados, y le habría gustado besarlos hasta que los dos se quedaran sin aliento. Le habría gustado subir a la habitación, desnudarla y hacerle el amor sobre ese edredón hecho a mano, hasta que estuvieran envueltos en sombras. Le gustaría decirle la verdad y sentirse liberado. Pero no podía hacer ninguna de esas cosas.
—¿Qué, Paula?
—Vamos a dar un paseo mientras se termina la cena —dijo ella entonces—. Quiero enseñarte cómo es ese viento de las montañas.
Salir de la casa era seguramente muy buena idea. De no ser así, podría hacer alguna tontería, como besarla de nuevo. O decirle lo que sentía por ella. Ridículo.
****
Una vez fuera, bien abrigados,Paula lo llevó hasta la carretera, asfaltada sólo a trozos. Él era un chico de ciudad; el campo y la simplicidad de la vida al aire libre, eran una revelación para él.
—¿Ves eso? —preguntó ella, señalando un punto luminoso entre un grupo de nubes blancas—. Ése es un arco chinook. Como un arco iris horizontal. He visto la nieve derretirse tan deprisa, que por el ruido, uno juraría que estaba lloviendo.
—Este sitio te encanta, ¿verdad?
—Nunca he estado en ningún otro sitio. Ésta es mi casa.
—Es muy diferente al sitio de donde yo vengo.
—¿Florida?
Pedro sonrió. Sólo llevaba en Florida un par de años, y aunque le gustaba mucho, no lo consideraba su casa.
—No, yo nací en Filadelfia, donde aún viven mis padres. ¿Has estado allí alguna vez?
—No, yo no viajo mucho. Pero estuve en Vancouver hace unos años.
Siguieron caminando; el viento movía el pelo de Paula alrededor de su cara.
—¿No te gusta viajar?
—Juana iba al colegio y durante las vacaciones teníamos clientes en el hostal, así que… Nunca he podido hacerlo.
—Hasta hace un par de semanas… —murmuró Pedro—. Y entonces me tuviste que soportar a mí. Lo siento mucho.
—No, por favor… Al contrario —Paula intentó apartarse el pelo de la cara—. Supongo que tú has estado en todas partes.
—He estado por ahí, sí… En Oriente Medio, en Europa con los marines, por todo el norte de Estados Unidos, pero…
—¿Pero qué?
Pedro sacudió la cabeza. Dudaba que ella pudiera entender los sitios en los que había estado o las cosas que había visto.
—Pero no hay nada como la casa de uno… Y además de la casa de mis padres, estar contigo es lo más parecido.
Paula tragó saliva. No quería darle a esas palabras más importancia de la que tenían, pero…
—¿Y tu casa en Florida?
¿Su casa en Florida? Era un sitio medio vacío, funcional, un lugar para comer y dormir.
—No es un hogar de verdad.
Sabía por el brillo de sus ojos que a Paula le habría gustado seguir preguntando, pero en lugar de hacerlo puso una mano en su brazo, sin darse cuenta de cómo ese gesto tan sencillo lo emocionaba.
—Entonces me alegro de que estés aquí.
Pedro estaba sorprendido. Cualquier otra mujer le habría preguntado si tenía novia o si estaba casado, pero Paula no lo había hecho. Seguramente había aprendido a aceptar las cosas como eran, sin cuestionarlas. Y casi quería que le preguntase para decirle que no, que nadie podía reclamar su corazón.
Ella se volvió para seguir caminando y Pedro tomó su mano.
—Gracias por estar ahí, por escucharme. Me ha ayudado mucho, más de lo que te imaginas.
—Algo está pasando entre nosotros. Los dos lo sabemos.
—Yo… No estoy preparada para eso.
—Lo sé, Paula, pero no salgas corriendo. Los dos hemos estado dándole vueltas a esto hasta que… Ya no sabemos cómo actuar. Así que voy a decirlo directamente: Me siento atraído por ti. Más de lo que puedes imaginar.
Ella abrió y cerró la boca un par de veces, antes de encontrar palabras.
—Y yo he empezado a confiar en ti, Pedro. Y eso me da miedo. No quiero empezar nada. Hay demasiadas razones para no hacerlo.
Pedro apretó los labios. Sabía que Paula confiaba en él cada día más. Y no debería hacerlo. Se sentiría engañada cuando supiera que le había escondido ciertas cosas.
Pero no podía contarle la verdad. No podía decírselo y salir por la puerta cada día, sabiendo lo preocupada que iba a dejarla. Eso era lo último que necesitaba. Sabía que no debería sentir nada por ella, pero al final, la atracción fue demasiado poderosa.
—Lo siento, Paula. Tengo que hacerlo… —murmuró, inclinándose para besarla.
Y a pesar de sus protestas, a pesar de todas sus razones para no hacerlo, Paula abrió los labios. El viento soplaba a su alrededor levantando polvo de nieve, y Pedro la apretó más, hasta que sus cuerpos estuvieron literalmente pegados el uno al otro.
Allí estaba, haciendo lo que se había prometido a sí mismo no hacer. Supuestamente, además, habían salido a pasear para que eso no ocurriera. Respirando profundamente, la soltó y dio un paso atrás.
—Pedro… —protestó ella.
—Eres demasiado vulnerable, cariño. Los dos lo sabemos.
—Creo que soy lo bastante mayor como para saber lo que quiero.
Paula levantó la barbilla, orgullosa.
Lo deseaba. Su respuesta había dejado claro, que lo deseaba tanto como la deseaba él.
Paula sostenía su mirada, intentando parecer más fuerte, más decidida de lo que era.
—Pero no creo que lo vieras de la misma forma mañana… —suspiró Pedro—. Y no quiero aprovecharme de ti. No quiero hacerte daño, Paula. Además, estamos en medio de la carretera.
Ella miró a derecha e izquierda, como sorprendida.
—Es verdad, no me había dado cuenta.
Se dieron la vuelta con el viento a sus espaldas, casi empujándolos hacia la casa. Pero cuando llegaron al porche
Paula se detuvo de repente.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó con voz trémula.
Pedro sabía muy bien lo que quería hacer. Y sabía también que era imposible.
—Sinceramente, no tengo ni idea…
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