Pedro se había marchado.
Y con razón. Había sido muy injusta al pretender que lo dejara todo para no tener que hacerlo ella. Y se había quedado con todo, menos con él. Estaba destrozada.
Y como no sabía qué hacer, llamó a Andrea y se lo contó.
—¡Oh, Paula! ¡No! ¡No puedo creerlo! ¿No te ha contado lo que estaba planeando?
—¿Planeando?
—Oh, a lo mejor pensaba decírtelo el día de San Valentín. Ya sabes. Paula, tienes que darle una oportunidad para que te dé una explicación. ¡No tienes ni idea de todo lo que ha dejado por vosotras! Estamos alucinados. Tienes que escucharlo. Llámalo.
—No puedo. Tengo su teléfono.
—¿El nuevo?
—No. Pero no tengo el número del nuevo.
—Yo sí. Apúntalo y llámalo ahora mismo. Si no lo localizas, y
viene por aquí, le diré que te llame.
Pedro no contestó, y tampoco la llamó. Paula no podía dejarlo escapar.
—Vamos, pequeñas —les puso el abrigo y las metió en el coche.
Acomodó a Murphy en el maletero y se dirigió a Londres, con el paquete que le habían enviado a Pedro y los planos del establo en el asiento delantero. Por si acaso.
******
Pedro llegó al apartamento, abrió la puerta de la terraza y
permaneció allí, contemplando las vistas del río Támesis.
No se parecía en nada al río que atravesaba el jardín de Rose Cottage. Pero ya no iba a vivir allí. Ya no tendría la oportunidad de salir de la oficina a las cinco de la tarde y de cruzar hasta su casa, donde lo recibirían sus hijas y su querida esposa.
«¡Maldita sea!». No pensaba llorar. Ya lo había hecho cada
noche, durante un año. Y ya se le habían terminado las lágrimas.
Se dio una ducha, se puso un traje y metió los pantalones
vaqueros en la cesta de la ropa sucia.
No sabía adónde iba, ni por qué, pero no podía quedarse allí
pensando en ella.
*****
Él no estaba allí, pero su coche sí.
—¿La estaba esperando, señora? —le preguntó el conserje.
—No, pero tengo mi propia llave. Está bien. Gracias.
Metió a las niñas y a Murphy en el ascensor y subió hasta el
apartamento. Él había estado allí. Olía a jabón, y su maleta estaba sobre la cama.
Joaquin no la había llamado todavía para decirle el precio de la casa.
«A lo mejor no ha podido contactar con su amigo», pensó ella, o quizá tuviera otras cosas en qué pensar.
Ella sabía que el amor era una gran distracción. Así que dejaría que Pedro la distrajera toda la semana.
Desde el lunes por la noche, cuando él regresó de Londres, había estado distrayéndola con su sexy sonrisa y sus promesas.
—¿Qué ocurre? —le preguntó ella. Conozco esa mirada…
Estás tramando algo.
—El sábado —dijo él.
—O sea, que estás tramando algo.
—Ten paciencia —dijo Pedro.
Después, él salió a correr y ella lo observó desde la ventana del dormitorio. Estaba de pie con la mano pegada a la oreja.
Hablando por teléfono.
Pero ella seguía teniendo su móvil, así que… Debía de haber conseguido otro y lo usaba en secreto.
¿Hacía trampas, o planeaba una sorpresa?
El sábado era el día de San Valentín, pero era probable que él no se acordara, así que lo más seguro era que estuviera tramando algo relacionado con el trabajo.
Paula estuvo a punto de llamar a Andrea, pero decidió que sería mejor preguntárselo a él.
Tras un suspiro, se alejó de la ventana. Pedro había roto las
normas, y eso significaba que no se estaba tomando en serio la relación.
Paula no podía esperar hasta el sábado. Quería respuestas.
Esa misma noche.
Llamaron al timbre y bajó a abrir.
—Un paquete para el señor Alfonso —le dijo un mensajero—. Firme aquí, por favor.
Ella firmó, cerró la puerta y dejó el paquete en la mesa de la
cocina. ¿Qué sería? No podía abrirlo, y lo único que sabía era que procedía de Londres.
—¿Pau?
—Estoy en la cocina.
Pedro entró y, al ver la expresión de su rostro, le preguntó:
—¿Va todo bien?
Ella lo miró a los ojos.
—No lo sé, dímelo tú. ¿A quién estabas llamando?
¡Maldita fuera! Ella debía de haberlo visto a pesar de que creía que estaba fuera de su campo de visión.
—Lo siento. Hablaba con Andrea.
—No creo. Ella contacta contigo a través de mí.
—Era urgente.
—¿Y resulta que tenías otro teléfono encima?
—Pau, han pasado muchas cosas. No quería…
—¿Qué? ¿Atenerte a las normas? No me mientas, Pedro.
—No miento. Trato de solucionar cosas.
—Creía que tenías un equipo para eso.
—Necesitan apoyo.
—¿Ah, sí? Muy bien. Te ha llegado un paquete.
Ella miró hacia la mesa. Pedro hizo lo mismo y vio el último
elemento de su plan.
Lo dejó allí. A ese paso, quizá no lo necesitara.
—Gracias. Mira, Pau, siento lo de la llamada…
—Mira, Pedro, no puedo vivir con tus mentiras. Para solucionar las cosas, hay que darlo todo. Y tú no lo estás haciendo. Así que… lo siento. Quiero que te vayas. Ahora.
Cielos, pensó Pedro. Ella estaba a punto de ponerse a llorar, y todos sus planes habían caído por la borda.
Pedro maldijo y se acercó a ella, pero Paula se retiró de su alcance y corrió al piso de arriba. Él oyó que cerraba la puerta de un portazo y que empezaba a llorar.
Entonces, una de las niñas se puso a llorar también.
Maldita fuera.
Y justo cuando todo empezaba a tener buen aspecto.
Corrió arriba, entró en el cuarto de las niñas y sacó a Eva de la cuna.
—Shh, cariño, no pasa nada. Vamos, no despiertes a Ana —
pero Ana estaba despierta, así que la sacó también. Las llevó al piso de abajo y les cambió el pañal.
No quería llevarlas arriba, pero tampoco quería marcharse.
Y menos mientras Pau siguiera llorando. Quería subir a verla, pero no podía dejar solas a las pequeñas.
Pero el llanto era cada vez más fuerte, y él no podía soportarlo más. Corrió al piso de arriba, llamó a la puerta y entró.
—Pau, por favor. Deja que te lo explique.
—No tienes que explicarme nada. Te di una oportunidad y la
desaprovechaste.
—¡He hecho una llamada!
—¡Que yo sepa! —exclamó enfadada.
—Bueno, tres. He hecho tres. Pero creo que ocuparme del
trabajo para que mi familia no sufra, no es un delito.
—No pongas excusas.
—No, sólo digo que he hecho alguna llamada. ¡No puedo dejar de trabajar porque tú lo hayas decidido! Y sabías lo que implicaba mi trabajo antes de casarte conmigo.
—Pero ahora tenemos a las niñas.
—Me dejaste antes de saber que estabas embarazada, así que no las metas en esto —soltó él—. He hecho todo lo posible para que esto funcione, ¿y qué has hecho tú? Espiarme, no confiar en que trato de hacer lo mejor para nosotros, negarte al compromiso. Pues lo siento, no puedo más, y es evidente que no seré lo suficientemente bueno para ti. Quizá tengas razón, a lo mejor debería regresar a Londres. Y no te vayas de esta casa —añadió, señalándola con el dedo—. Hablaré con mi abogado para que se ponga en contacto contigo. Me aseguraré de que no te falte de nada, pero lo haré por las niñas. Las veré, y formaré parte de su vida, pero no de la tuya, y tendrás que vivir con ello, igual que yo.
Sin decir nada más, se fue a su habitación, guardó sus cosas y bajó al piso inferior.
Las niñas estaban en el parque y, al verlo, sonrieron.
—¡Papá!
—Adiós, pequeñas —susurró él, sintiendo una fuerte presión en el pecho. Se agachó para besarlas, se despidió de Murphy y se marchó antes de que se le ablandara el corazón y fuera a suplicarle a Paula que cambiara de opinión.
—Pues ésa es mi intención. Y si no es lo que tú quieres, lo
comprenderé. Necesito un buen equipo en la sede, y no sé si va a ser factible recolocar a todo el equipo en el campo, así que, de momento, estoy haciendo un sondeo.
Andrea y Samuel permanecieron en silencio.
—Lo siento —dijo él, al ver su cara de asombro—. Es una locura. Olvidadlo.
—No, no quiero olvidarlo —dijo Samuel—. No tenemos por qué estar en Londres. De hecho, Dana ha estado hablando de marcharnos de la ciudad. Lo habríamos hecho antes de no ser porque mi trabajo estaba aquí. Lo que propones podría estar bien. A mí me valdría.
«Genial», pensó Pedro, y miró a Andrea.
—¿Algún comentario?
—Yo no puedo irme. Mi hija está a punto de dar a luz y necesita que yo esté cerca. Es discapacitada, y no es fácil.
—¿Y vive en Londres?
—Sí. Bueno, a las afueras. Su marido es piloto en el aeropuerto de Stansted. Viven cerca de Stratford.
—¿Y contemplarían la posibilidad de mudarse? Stansted está a una hora del pueblo, o menos. ¿Cuarenta minutos? Y me aseguraría de que recibierais una buena compensación. Lo que sea necesario, Andrea. Si quiero trasladar toda la empresa, y teniendo en cuenta que quiero formar algo mucho más manejable para todos nosotros, necesitaré que las personas clave estén a mi lado.
—Sólo llevo contigo seis meses, Pedro. ¿Cómo puedo ser una persona clave?
—No te lo imaginas —dijo él—. No es fácil trabajar conmigo.
—Ya me he dado cuenta.
Pedro miró el reloj.
—Tengo que irme. ¿Pensaréis en ello? Y si creéis que puede
interesaros, haremos una reunión con el resto del equipo. Ah, y no quiero que Paula se entere de esto hasta que tenga algo concreto que contarle.
—¿Cómo podemos contactar contigo?
—Tengo un teléfono móvil nuevo. Lo he comprado de camino aquí. Y si pudieras conseguirme un ordenador portátil con toda mi información, sería estupendo. Voy a llamar a Gerry a Nueva York.
—Eso, ¿qué pasará con Nueva York? —preguntó Andrea.
—Te lo diré cuando hable con Gerry.
—Él no puede mudarse a Suffolk.
—No… Pero puede comprar parte de la empresa. Lleva años hablando de ello.
Ambos lo miraron como si fuera un bicho raro.
—Hablas en serio, ¿verdad? —preguntó Samuel. Pedro asintió y se puso en pie.
—Oh, sí. En mi vida he hablado tan en serio.
Por la tarde, Paula quedó con un arquitecto para que le hiciera los planos y el presupuesto de la reforma del establo.
En cuanto lo tuviera, le contaría el plan a Pedro.
Si es que llegaba a casa.
Era tarde. Muy tarde. Casi las diez…
Aprovechando que las niñas estaban dormidas, decidió darse una ducha antes de que llegara. Se quitó la ropa y se metió bajo el agua caliente.
—¿Pau?
No había rastro de ella, pero las luces estaban encendidas y se oía correr el agua en el baño del piso de arriba.
Estaba en la ducha.
Pedro subió por las escaleras, se quitó la ropa y, aprovechando que ella estaba de espaldas, se metió en la ducha y la agarró por la cintura.
Ella gritó y comenzó a reír. Él le dio la vuelta y empezó a besarla bajo el chorro de agua.
—Me has asustado —dijo ella, separándose para tomar aire.
—Lo siento —se echó champú en la mano y comenzó a
masajearle el cuero cabelludo.
—Oh, es estupendo —dijo ella, y apoyó la frente en su torso.
Cuando le aclaró el cabello, ella sonrió y le dio el bote de gel.
—No pares.
Él arqueó una ceja, se echó un poco de gel en la mano y
comenzó a enjabonarle el cuerpo. Los pechos, el vientre, la
entrepierna…
—¡Pedro!
—Shh. Ven aquí —dijo él, y la tomó en brazos para colocarla
sobre su miembro erecto—. Oh, Pau.
La besó, se apoyó en la pared y comenzó a moverse.
—¡Pedro!
—Tranquila, te tengo bien sujeta —dijo él y, al notar que Paula estaba llegando al orgasmo, gimió y se dejó llevar.
—¿Andrea?
—Hola, Paula, me temo que Pedro tiene que venir a la oficina lo antes posible. Hay un problema que sólo él puede solucionar.
—Vaya. Está bien. Le diré que vaya. ¿Quieres hablar con él?
¿No? Muy bien, entonces le daré el mensaje —colgó el teléfono y se dirigió a Pedro, que estaba a su lado—. Andrea quiere que vayas. Al parecer, hay un problema que sólo tú puedes solucionar.
—¿Puedo ir?
Ella fingió resignación, pero estaba encantada. Quería llamar a Joaquin sin que Pedro se enterara, así que…
—Creo que debes ir. Vamos, vete y acaba con ello de una vez.
—Eres un encanto. Y lo siento.
Se despidió con un beso y se marchó enseguida. Paula aprovechó para llamar a Joaquin.
—Hola, ¡creo que tengo que darte la enhorabuena!
—Ah, Juana te lo ha contado. Sí… Y gracias.
—¿Estás contento?
—Sí. Se llama Ryan, y es arquitecto. Quiere que vaya a vivir con él.
—¡Joaquin! Me alegro mucho por ti —le dijo—. Murphy te echará de menos, pero no te preocupes, me quedaré con él. Y así podrás verlo cuando quieras.
—¡Estupendo!
—Joaquin, quería preguntarte una cosa. Mi marido ha vuelto a aparecer en mi vida y estamos buscando la manera de seguir adelante. Nos gustaría encontrar una casa por aquí y se me había ocurrido que si nos vendieras la tuya, él podría montar la oficina en uno de los establos.
—Sí.
—¿Qué?
—Que sí, que te venderé la casa. Por supuesto que sí.
—¿De veras?
—De veras. Y me alegro de que volváis a estar juntos. Es
evidente que lo quieres.
—Oh, Joaquin, gracias. No puedes imaginarte lo que esto significa para mí. Llamaré a alguna agencia inmobiliaria para que nos la tasen.
—No te molestes. Tengo un amigo que tiene una. Él conoce la casa y nos podrá decir un precio justo. Si a ti te parece bien, lo llamaré.
—Claro, por supuesto. Dímelo en cuanto hayas hablado con él. Y si Pedro contesta el teléfono, no se lo digas, ¿de acuerdo? Quiero que sea una sorpresa.
Joaquin se rió.
—Muy bien. ¿Cómo están las niñas?
—Preciosas. Ya están intentando andar. Tengo que dejarte, que Eva se quiere salir del parque. Hablamos pronto. Besos.
—Besos, y cuídate.
Paula tomó a las niñas en brazos y las llevó al salón.
Les puso un montón de juguetes en el suelo y se sentó en el sofá, para llamar a Juana y contarle las novedades.