sábado, 8 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 29





Dos mañanas más tarde, Pedro decidió que no podía seguir manteniendo las distancias con Paula. Asomó la cabeza por su puerta y la vio sentada al escritorio, concentrada en su ordenador, así que llamó.


A ella se le iluminaron los ojos de alegría al verlo.


—¿Estás muy ocupada?


—¿Por qué? ¿Pasa algo?


—Pensé que tal vez te apeteciese dejar de trabajar un rato y descansar. Podríamos ir a dar una vuelta en coche, me gustaría enseñarte el desfiladero.


—¿Qué desfiladero?


—El de Porcupine. Es bastante espectacular, y una parte está dentro de la finca. Seguro que te gustará.


Ella frunció el ceño, miró el ordenador y después otra vez a él. Tras sólo unos segundos de silencio, dijo:
—La verdad es que me vendría bien un descanso.


—Estupendo. ¿Cuánto vas a tardar en prepararte?


—¿Cinco minutos?


Él sonrió y Paula le devolvió la sonrisa. Una sonrisa radiante.


Salieron poco después y a Pedro le gustó ver que Pau parecía tranquila y contenta. Había bajado la ventanilla, sin importarle que el aire la despeinase.


Deseó poder relajarse él también. Odiaba el silencio y la distancia que había habido entre ambos la semana anterior. 


Y había odiado tener que decirles a los hombres que no estaba loco por ella.


Fingir indiferencia era una tortura. Se pasaba todo el día pensando en Paula y estaba a punto de perder la cabeza.


Y los hombres lo sabían.


Por eso necesitaba hablar con ella. Siempre había sido directo, el tipo de hombre que ponía las cartas encima de la mesa y asumía las consecuencias.


Sin embargo, esa mañana las consecuencias podían ser muy importantes. Su relación con Paula estaba en juego y estaba hecho un manojo de nervios.


A su lado, ella se había puesto con suavidad la mano en el vientre, como si estuviese sintiendo al bebé.


—¿Qué tal está Madeline?


—Se está convirtiendo en toda una gimnasta. Me sorprende que sea tan activa. Odio pensar en cómo será durante los próximos meses.


Él se imaginó a Paula varios meses más tarde, en la plenitud del embarazo, más guapa que nunca.


—Supongo que todos los bebés son activos, sean niñas o niños —comentó.


—Seguro que sí —dijo Paula, luego se giró hacia él con el ceño fruncido—. ¿No estarás sugiriendo que puede ser un niño?


—No me atrevería —contestó él, sonriendo.


—Podré saberlo la semana que viene, si quiero.


—¿La semana que viene?


—Tengo que ir a Gidgee Springs para una revisión. Hay un médico que va allí una vez al mes, con un ecógrafo portátil.


—Qué práctico. Me preguntaba cómo lo estarías haciendo con los médicos.


—Todavía no he decidido si quiero saber el sexo del bebé. Supongo que tomaré la decisión el mismo día de la ecografía.


—¿Qué día será? Te llevaré yo a la ciudad.


—No te preocupes. Puedo ir sola si me prestáis un coche.


—No, Paula. No pienso dejar que conduzcas tú.


—Bueno, pues, gracias. Tengo la cita el miércoles.


Unos minutos después, Pedro aparcaba el coche bajo la sombra de un árbol. Paula miró por la ventanilla, pero sólo pudo ver llanuras a su alrededor.


—¿Dónde está el desfiladero?


—Hay que andar un poco.


Con Cobber sacudiendo el rabo alegremente tras ellos, se alejaron del coche y anduvieron hasta que el suelo se volvió más pedregoso y terminó convirtiéndose en rocas.


Y entonces, casi de repente, las rocas desaparecieron delante de ellos, dando lugar a un profundo barranco.


Paula avanzó con cautela.


—Vaya —dijo, mareándose ligeramente de la impresión.


Pedro la sujetó al instante.


—Ten cuidado.


—Me temo que a mi cabeza no le gustan las alturas.


—En ese caso, apártate del borde —dijo él, haciéndola retroceder.


—Ya estoy mejor.


Era cierto que estaba mejor, pero era, sobre todo, porque tenía sus brazos rodeándola.


Se apoyó en su fuerte pecho y cerró los ojos, saboreando la maravillosa sensación de estar en un lugar seguro.


Pedro, su querido Pedro.


Volvió a abrir los ojos muy despacio y se dio cuenta de que no podía mirar hacia abajo sin marearse.


—Tienes razón —dijo—. Es espectacular.


Pedro se inclinó y le dio un beso en el cuello. Ella echó la cabeza hacia atrás invitándolo a continuar, y él lo hizo.


Justo a tiempo, Paula recordó que aquello no debía estar pasando. Se había prometido a sí misma que sería fuerte.


—Pedro… no deberíamos…


—Por supuesto que sí —dijo él, sin dejar de besarla.


Le encantaba, pero no era posible. Tenía que parar aquello.


—Pedro, ¡no!


Lo dijo demasiado fuerte, tan fuerte que Pedro bajó las manos y se apartó.


Paula se cruzó de brazos y sintió un escalofrío. Había deseado que la abrazase, que la besase. Deseaba que la acariciase. La verdad era que lo quería todo.


Pero no podía ser egoísta. Respiró varias veces e intentó pensar con claridad.


Pedro estaba tenso, serio.


Ella intentó sonreír, pero no lo consiguió. Había estropeado la mañana.


—Lo siento, Pedro.


Después de mucho tiempo, él dijo en voz baja, demasiado baja:
—He traído cosas para hacer un picnic. ¿Por qué no te sientas en ese tronco mientras voy a buscarlas?


A Paula le sorprendió el cambio. Había esperado que Pedro se enfadase e intentase convencerla, no que se contuviese y se mostrase educado. Se sentó en el tronco y vio cómo regresaba al coche, con Cobber detrás.


Volvió enseguida con una cesta de picnic, una manta y una cacerola, que dejó encima de un extremo del tronco, antes de buscar unas hojas secas, palos y ramas para hacer fuego.


—No podemos hacer un picnic sin té —dijo sin sonreír.


—Supongo que no.


Paula no pudo evitar admirar a Pedro, de cuclillas al lado de los palos, encendiendo una cerilla y sujetándola durante unos segundos hasta conseguir que las hojas secas prendiesen. No podía dejar de mirarlo.


Intentó no pensar en cómo le había hecho el amor y se concentró en el humo y, cuando el fuego prendió, en las llamas rojas.


Pedro dejó la cacerola en medio del fuego y Paula se sintió aliviada al darse cuenta de que volvía a comportarse casi con normalidad. Siempre había tenido tan buen humor que era desconcertante verlo triste.


En cualquier caso, tenían que hablar. No podían seguir sin arreglar las cosas. Era muy importante que ambos admitiesen que su aventura no tenía futuro, que la opción más sensata era la amistad.


Cuando el té estuvo listo, Pedro colocó la manta lejos del precipicio, a la sombra de un eucalipto, bebieron el té y comieron unas galletas.


Paula partió una por la mitad.


—¿Puedo dársela a Cobber?


Pedro se encogió de hombros.


—Claro.


Se la tiró y el perro la atrapó en el aire. Ella rió y luego se puso seria.


Pedro, siento… lo de antes. He exagerado…


Él apartó la vista.


—Supongo que no era buen momento.


—Me temo que no es tan simple —replicó ella con seriedad.


Pedro volvió a mirarla.


—¿Qué quieres decir?


—Estoy segura de que entiendes que no podemos continuar… como hasta ahora. Sería imposible.


—Podríamos hacerlo si estuviésemos preparados para ser sinceros. Es una tontería intentar ocultar lo que sentimos. De todas maneras, los hombres ya se han dado cuenta.


—Y si somos sinceros, ¿qué les diremos, Pedro? ¿Que tuvimos una aventura?


—¿Que tuvimos una aventura? —repitió él, mirándola fijamente y con extrañeza—. Hablas en pasado.


—Lo sé. Porque… —tragó saliva— no creo que pueda ser de otro modo.


Hubo otro largo silencio.


—¿Qué es lo próximo que vas a decirme, Paula? ¿Que ambos sabíamos que nuestra relación no llegaría a ninguna parte?


Sí, eso era lo que iba a decirle, pero era lo mismo que le había dicho Mitch a ella muchos años antes.


—Sabes que no podemos tener una relación a largo plazo, Pedro.


—¿Por qué no? A mí me encantaría irme a Canberra contigo.


—No.


—¿Por qué no?


—Porque lo odiarías, estoy segura. No te das cuenta de cómo es mi vida. Las reuniones, la presión… En comparación, vivir aquí es como estar permanentemente de vacaciones. Seamos realistas: nos sentíamos muy atraídos el uno por el otro, pero…


—Todavía existe esa atracción —la interrumpió Pedro.


—Sí, pero ambos sabíamos desde el principio que no podríamos tener un futuro juntos.


—¿Que ambos lo sabíamos? —repitió él en tono frío.


—¡Sí! Por Dios, Pedro. Tú tienes treinta años. Sabías que yo tenía diez más. Y que estaba embarazada de un hijo que no era tuyo. Sabías cuál era mi profesión y que sólo iba a estar aquí unos días.


—¿Y se supone que todo eso debía haberme echado atrás?


—Sí.


Pedro la miró a los ojos con tanta intensidad que Paula se puso a temblar.


—¿Y si te digo que nada de eso me importa? Y, digas lo que digas, estoy seguro de que a tu bebé le vendría bien contar con un padre. Por otro lado, yo no me siento atado a este lugar, también puedo vivir en otro sitio.


—Has vivido aquí toda tu vida.


—¿Y qué? Estoy aquí porque no pude convertirme en piloto de caza.


—¿Piloto de caza? —inquirió Paula, sorprendida.


—Fue lo que siempre quise hacer. No tenía pensado quedarme aquí toda la vida. Hice lo posible por escapar, me preparé todo lo necesario, pero no pudo ser.


—¿Y qué ocurrió?


Él sonrió con amargura.


—Que no pasé la prueba psicológica. No era lo suficientemente agresivo ni engreído. Mi ego no podía alcanzar el nivel exigido, después de haber tenido un padre como el que tuve.


Paula sintió lástima por él.


—Pero si volvieses ahora a la ciudad, ¿qué harías?


—Bueno, tengo un par de ideas. Planes de negocio.


A Paula le emocionó la idea.


—Bill me contó que tenías muy buena cabeza para los negocios. Y también buen olfato para la inversión en Bolsa.


—¿Cuándo has hablado con Bill?


—Mientras preparábamos la cena, en la cocina.


—Digamos que he tenido cuidado con mi dinero y que he hecho algunas inversiones que han tenido éxito. No quiero cometer los mismos errores que mi padre.


Paula estuvo a punto de dejarse llevar por la idea de que Pedro regresase con ella a la ciudad, y de que la ayudase a criar a su hijo. Le parecía perfecto. Demasiado bueno para ser verdad, en realidad.


Pero pronto volvió a poner los pies en la tierra y se dio cuenta de que los periodistas los acosarían.


No podía hacer pasar a Pedro por algo así. Sería horrible, lo odiaría. No funcionaría. Pedro jamás podría ser feliz.


¿Y cómo iba a arriesgar ella también su propia felicidad?


Se había enamorado en dos ocasiones y después se había prometido a sí misma que no volvería a pasar por ello. Y mucho menos en esos momentos, embarazada.


Tenía que romper con Pedro.


Se puso recta, se giró hacia él y con todo el dolor de su corazón, le dijo:
—Sabes que no puede ser, Pedro. Ya te he dicho por qué decidí ser madre soltera.


—Porque no quieres volver a arriesgar tu corazón.


—En parte, sí, pero no se trata sólo de mí. También estoy intentando pensar en tu felicidad. Eres un hombre fabuloso para cualquier mujer. Cualquier mujer joven, quiero decir —argumentó, con los ojos nublados por las lágrimas.


—Piensa sólo en una cosa, Paula —respondió él después de un largo silencio—. Pregúntate si estabas haciendo el amor conmigo, o si se trataba sólo de sexo.


Sin esperar a que le respondiese, se levantó y empezó a pisotear los restos de la hoguera.







DESCUBRIENDO: CAPITULO 28



Pedro había tenido sus dudas acerca del éxito de la cena estando Paula allí, pero pronto se dio cuenta de que no tenía de qué preocuparse. Paula estaba haciendo que los hombres se sintiesen a gusto. Para empezar, había elegido bien la ropa: unos vaqueros azules y una camiseta roja oscura, y parecía estar haciendo las preguntas adecuadas, mostrando interés por los hombres sin llegar a ser cotilla.



Bill parecía estar entusiasmado con ella. Le estaba contando a todo el mundo que Paula lo había ayudado en la cocina, otra sorpresa para Pedro. Al parecer, no sólo se había ocupado de las verduras, sino que también había ayudado a guardar las provisiones que habían sobrado del campamento, y después había preparado el salón para la cena.


Por suerte, los hombres tuvieron la sensatez de no hablar de política, así que la cena fue agradable para todo el mundo.


Todo iba bien hasta que uno de los peones, Goat, que había sido contratado sólo para reunir el ganado, metió la pata.


—Yo leí una historia acerca de usted —le dijo a Paula—. En una revista que hay en los barracones.


—¿Sí? —dijo Paula en tono frío—. ¿Y qué decía?


—Era una revista de hombres, pero me dio la sensación de que era usted y lo comprobé antes de venir a la cena.


Pedro se puso tenso y vio que Paula palidecía.


—En esas revistas sólo cuentan mentiras —intervino, intentando hablar con naturalidad.


—Pues la fotografía estaba muy bien —dijo el otro hombre, sonriendo de forma estúpida—. ¿Quiere que vaya a buscarla?


—¡No! —exclamó Paula, que parecía que iba a echarse a llorar—. No me puedo creer que todavía circulen por ahí copias de eso. Ocurrió hace muchos años.


—Eso es lo malo —comentó Bill, ajeno a la tensión—. Que aquí la gente guarda las revistas durante años. Sobre todo, esas revistas.


—De todos modos —continuó Goat—, su novio le daba un doce sobre diez. En la cama, claro.


—¡Goat! —lo reprendió Pedro, furioso con aquel idiota—. Cállate.


Todo el mundo se giró a mirar a Pedro. Nadie habló.


Él tenía las manos cerradas, como si fuese a darle un puñetazo a alguien.


—Deberías ser más respetuoso con nuestra invitada —añadió.


Goat balbuceó una disculpa.


Paula consiguió sonreír.


—¿Os ha contado Pedro que ha saltado la valla del establo?


Pedro se ruborizó al darse cuenta de que era el centro de atención, pero admiró la habilidad con la que Paula había cambiado de tema.


Todo el mundo lo aclamó y lo felicitó al oír aquello.


Un rato después, Paula se disculpó y dijo que tenía que ir a hacer una llamada.


Los hombres no volvieron a hablar de ella, al menos delante de Pedro, pero éste estaba seguro de que, en cuanto volvieran a los barracones, todos querrían ver la revista de la que había hablado Goat. Se sintió furioso sólo de pensarlo.


Mucho más tarde, cuando los hombres ya se habían ido y toda la casa volvía a estar a oscuras, vio que salía luz por debajo de la puerta de Paula.


Llamó con suavidad.


—¿Quién es?


—Yo.


Ella se acercó y abrió la puerta sólo una rendija. Llevaba el pelo suelto y se había puesto un camisón de color rosa fucsia.


—¿Qué quieres, Pedro?


—Sólo quería disculparme por lo que ha dicho ese tonto en la cena.


—Gracias, pero no tienes por qué disculparte. No ha sido culpa tuya —le dijo ella.


Parecía cansada, tenía ojeras.


—Me siento responsable —insistió Pedro—. Sé que te has disgustado.


—Estoy bien. Estoy acostumbrada —miró hacia el pasillo—. ¿Ya se han marchado todos?


—Sí.


Pedro tuvo la sensación de que le iba a cerrar la puerta, así que se apresuró a añadir:
—¿Quién filtró la historia? No fue Mitch, ¿verdad?


—No, en esa ocasión fue Toby.


—¿Otro novio?


Ella suspiró.


—Sí, con el que salí después de Mitch. Salimos juntos doce meses y yo ya estaba empezando a pensar en formar una familia con él.


Pedro sintió que le costaba respirar. Deseó no haber preguntado. No podía creer que le molestase tanto oír aquello, pensar que Paula había amado a otros hombres.


—Tengo que irme a la cama. Buenas noches, Pedro.


—Paula, lo siento —dijo él, pero la puerta ya estaba cerrada.



****


Los siguientes días fueron bastante deprimentes para Paula, no sólo porque había revivido toda la historia de Toby, sino porque se había dado cuenta de lo tonta que había sido al tener una relación con Pedro.



Se había jurado a sí misma que no volvería a estar con ningún hombre, ya que éstos siempre la decepcionaban, pero, a pesar de todo, había vuelto a caer.



No sólo estaba preocupada por sus sentimientos, sino también por los de Pedro. Cuando recordaba el cariño que le había demostrado, se sentía culpable. Pensó en la relación que habían tenido sus padres.



¿Cómo se le había podido olvidar? Ésa sí que era una lección magistral.



Lisa Firenzi había tenido una aventura con Heath Green, un joven australiano, durante unas vacaciones, y ella había decidido ir a vivir a Australia sin pensárselo demasiado.



Paula no se había dado cuenta de lo mucho que le había afectado esa relación a su padre hasta que no había llegado a Australia, muchos años después. Su padre había amado a Lisa y había tardado siglos en recuperarse de su pérdida, por eso no se había casado casi hasta los cincuenta años.



En esos momentos, estaba felizmente casado con la viuda de uno de sus mejores amigos y era el orgulloso padrastro de sus hijos, pero le había costado muchos años llegar allí.



Cuanto más lo pensaba, más se decía que no podía permitirse pasar más momentos íntimos con Pedro. De todos modos, su relación jamás podría funcionar fuera de Savannah. Era imposible.



Pedro pertenecía a aquel lugar. ¿Cómo iba a adaptarse a su vida, llena de llamadas de teléfono y reuniones, interrupciones por parte de los medios de comunicaciones, vacaciones anuladas y comidas interrumpidas? Él sería mucho más feliz allí, y se convertiría en el maravilloso marido de alguna afortunada chica joven de campo.



Lo tenía todo para ser un buen marido. Tal vez no tuviese mucho dinero, pero disponía de un trabajo fijo, era bueno con los niños, cariñoso y tranquilo en caso de emergencia. 



Además, era guapo y buen amante.



Seguro que pronto lo cazaba alguna chica lista. 



Pedro sería feliz a partir de entonces.



Por ese motivo no debía meterse en su vida.



Paula se preguntó si no habría sido muy egoísta.





DESCUBRIENDO: CAPITULO 27




Paula se despertó al oír el sonido de una taza de té chocando suavemente con un platillo. Abrió los ojos y vio a Pedro dejando la taza en la mesita de noche, a su lado.


—Buenos días —le dijo él sonriendo.


—¿Es eso té? Qué bien. ¿Qué hora es?


—Las siete y media.


—Dios mío, ¿han llegado ya los hombres? —preguntó.


—No, no te pongas nerviosa. Ya te he dicho que van a tardar.


Miró a Pedro y se dio cuenta de que ya estaba afeitado y vestido.


—¿Hace mucho que te has levantado?


Él negó con la cabeza.


—He dormido muy bien —le dijo ella.


—Lo sé. Te he oído, has roncado toda la noche.


—No ronco —replicó ella—. ¿O sí?


—¿No te lo había dicho nadie antes?


—No —dijo ella horrorizada—. Hacía mucho que no… —se mordió el labio—. Tal vez sea por el embarazo.


Fue entonces cuando se dio cuenta de que Pedro estaba bromeando otra vez, por su mirada brillante.


—Eh, me estás tomando el pelo.


—Es tan fácil hacerlo… —dijo él sonriendo.


Paula puso los ojos en blanco y tomó la taza de té.


—Gracias por preparármelo —dijo con mucha educación.


—Muchas gracias a ti, por lo de anoche —respondió él.


—Fue… —Paula descartó las palabras «maravilloso» y «fabuloso». Tenía que centrarse de nuevo, pero, de repente, se sentía embriagada de emoción.


—Tengo que advertírtelo —dijo Pedro, interrumpiendo sus pensamientos—. Esta noche habrá una cena en Savannah. Es una tradición. Se hace siempre después de reunir al ganado.


—Me parece bien. ¿Crees que será mejor que yo cene en mi habitación?


—De eso nada. Tú también formas parte de esta granja y debes venir. Los chicos querrán conocerte.


Ella consiguió sonreír. Se había terminado su estancia en el paraíso. Dejó la taza de té y se dispuso a recogerse el pelo.



****


Era primera hora de la tarde cuando Pedro oyó a lo lejos el ruido de un motor que le indicaba que los hombres estaban a punto de llegar a casa. Salió a la galería, con Cobber pegado a sus talones.


Juntos, observaron cómo se acercaba la familiar caravana rodeada de una nube de polvo. Primero iban los caballos y, después, el camión con las provisiones y la cocina. Los seguían una camioneta y un segundo camión con tres quads.


Aquélla había sido la primera vez que él no había ido. Reunir al ganado después de la temporada de lluvias siempre le había parecido lo mejor de su trabajo. Siempre le había encantado ir con el equipo, a caballo.


También le encantaba estar en el campamento, reunirse con los demás hombres alrededor de una hoguera por las noches y dormir bajo las estrellas. Ese año, le había molestado que Eloisa le pidiese que se quedase en la granja para atender a la senadora.


Eso le demostraba las vueltas que daba la vida. En esos momentos, le parecía que ir a reunir el ganado no tenía comparación con estar con Paula Chaves.


Él nunca había sido de los que decían que no había lugar como el campo. Había pasado seis años lejos de allí, estudiando, y en ocasiones había pensado que tal vez hubiese sido más feliz si hubiese sido de los que odiaban la ciudad. Después de ser rechazado en las fuerzas aéreas, se había vuelto allí como segunda opción.


En esos momentos, tenía la vista puesta en otro objetivo que también estaba fuera de su alcance. Sabía que eran pocas las posibilidades de tener un futuro con una mujer como Pau, pero lo cierto era que le daba la sensación de no tener elección.


Sabía que la vida ya no volvería a ser la misma sin ella.


Además, no era sólo su felicidad lo que estaba en juego. 


Estaba casi seguro de que también la haría feliz a ella. Y al bebé. Tal vez ellas todavía no lo supieran, pero lo necesitaban, estaba seguro.


Sólo tenía que encontrar el modo de demostrárselo.



****


—¿Qué quieres? —rugió una voz cuando Pau llamó a la puerta de la cocina.


—Me preguntaba si querrías que te echase una mano.


El hombre que había delante del fregadero se giró y, al ver a Paula, arqueó las cejas y se quedó boquiabierto.


Ella entró en la cocina y sonrió.


—Debes de ser Bill —le dijo.


Él asintió y sonrió.


—Soy Paula Chaves. Estoy pasando unos días aquí. Pedro me ha dicho que esta noche había una cena. Sé que él está muy ocupado, ayudando a los hombres con los caballos, pero he pensado que, después del viaje y todo, tal vez te vendría bien algo de ayuda.


—Eso es muy amable por su parte, señorita… señora…


—Pau —lo corrigió ella.


Bill sonrió con timidez.


—¿Qué puedo hacer? —insistió Pau—. ¿Qué va a haber de cena? Se me da muy bien pelar patatas.


El cocinero sonrió de oreja a oreja y ella se dio cuenta de que acababa de hacer un amigo.



****


Hubo carne asada, verduras al horno y buñuelos para cenar. 


La cena iba a servirse en el comedor grande, que no se utilizaba casi nunca.


Paula encontró un mantel de damasco y servilletas sin planchar y se puso a hacerlo. Luego buscó la vajilla y la cubertería y se entretuvo poniendo la mesa. Incluso salió al jardín, donde encontró unas margaritas y unos ramitos de buganvillas con los que creó un centro.


A las seis y media, los hombres aparecieron en la galería para tomar el aperitivo. Se habían afeitado y se habían puesto ropa limpia. Llevaban las botas de montar limpias y el pelo húmedo y repeinado. Todos eran delgados y fuertes, hombres acostumbrados al trabajo físico y poco dados a hablar de tonterías.


No obstante, cuando Pedro les presentó a Paula, no se quedaron deslumbrados por el hecho de que fuese senadora, ni parecieron sentirse incómodos con ella.


Si no hubiese estado embarazada, Paula se habría tomado una cerveza con ellos. En su lugar, aceptó un vaso de agua con gas y se apoyó en la barandilla de la galería, hizo alguna pregunta y escuchó cómo los hombres hablaban del tiempo y del ganado.


Le gustaban los modales tranquilos y lacónicos de aquellos hombres de campo y pensó que era una suerte tener otra imagen distinta acerca de cómo era la vida en Australia.


Por supuesto, no pudo evitar fijarse en lo atractivo que era Pedro en comparación con los demás. Sus miradas se cruzaron un instante y Paula sintió calor.


Bajó la vista enseguida y esperó que nadie se hubiese dado cuenta, pero Pedro le había sonreído y eso hacía que se sintiese feliz.