Paula se despertó al oír el sonido de una taza de té chocando suavemente con un platillo. Abrió los ojos y vio a Pedro dejando la taza en la mesita de noche, a su lado.
—Buenos días —le dijo él sonriendo.
—¿Es eso té? Qué bien. ¿Qué hora es?
—Las siete y media.
—Dios mío, ¿han llegado ya los hombres? —preguntó.
—No, no te pongas nerviosa. Ya te he dicho que van a tardar.
Miró a Pedro y se dio cuenta de que ya estaba afeitado y vestido.
—¿Hace mucho que te has levantado?
Él negó con la cabeza.
—He dormido muy bien —le dijo ella.
—Lo sé. Te he oído, has roncado toda la noche.
—No ronco —replicó ella—. ¿O sí?
—¿No te lo había dicho nadie antes?
—No —dijo ella horrorizada—. Hacía mucho que no… —se mordió el labio—. Tal vez sea por el embarazo.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que Pedro estaba bromeando otra vez, por su mirada brillante.
—Eh, me estás tomando el pelo.
—Es tan fácil hacerlo… —dijo él sonriendo.
Paula puso los ojos en blanco y tomó la taza de té.
—Gracias por preparármelo —dijo con mucha educación.
—Muchas gracias a ti, por lo de anoche —respondió él.
—Fue… —Paula descartó las palabras «maravilloso» y «fabuloso». Tenía que centrarse de nuevo, pero, de repente, se sentía embriagada de emoción.
—Tengo que advertírtelo —dijo Pedro, interrumpiendo sus pensamientos—. Esta noche habrá una cena en Savannah. Es una tradición. Se hace siempre después de reunir al ganado.
—Me parece bien. ¿Crees que será mejor que yo cene en mi habitación?
—De eso nada. Tú también formas parte de esta granja y debes venir. Los chicos querrán conocerte.
Ella consiguió sonreír. Se había terminado su estancia en el paraíso. Dejó la taza de té y se dispuso a recogerse el pelo.
****
Era primera hora de la tarde cuando Pedro oyó a lo lejos el ruido de un motor que le indicaba que los hombres estaban a punto de llegar a casa. Salió a la galería, con Cobber pegado a sus talones.
Juntos, observaron cómo se acercaba la familiar caravana rodeada de una nube de polvo. Primero iban los caballos y, después, el camión con las provisiones y la cocina. Los seguían una camioneta y un segundo camión con tres quads.
Aquélla había sido la primera vez que él no había ido. Reunir al ganado después de la temporada de lluvias siempre le había parecido lo mejor de su trabajo. Siempre le había encantado ir con el equipo, a caballo.
También le encantaba estar en el campamento, reunirse con los demás hombres alrededor de una hoguera por las noches y dormir bajo las estrellas. Ese año, le había molestado que Eloisa le pidiese que se quedase en la granja para atender a la senadora.
Eso le demostraba las vueltas que daba la vida. En esos momentos, le parecía que ir a reunir el ganado no tenía comparación con estar con Paula Chaves.
Él nunca había sido de los que decían que no había lugar como el campo. Había pasado seis años lejos de allí, estudiando, y en ocasiones había pensado que tal vez hubiese sido más feliz si hubiese sido de los que odiaban la ciudad. Después de ser rechazado en las fuerzas aéreas, se había vuelto allí como segunda opción.
En esos momentos, tenía la vista puesta en otro objetivo que también estaba fuera de su alcance. Sabía que eran pocas las posibilidades de tener un futuro con una mujer como Pau, pero lo cierto era que le daba la sensación de no tener elección.
Sabía que la vida ya no volvería a ser la misma sin ella.
Además, no era sólo su felicidad lo que estaba en juego.
Estaba casi seguro de que también la haría feliz a ella. Y al bebé. Tal vez ellas todavía no lo supieran, pero lo necesitaban, estaba seguro.
Sólo tenía que encontrar el modo de demostrárselo.
****
—¿Qué quieres? —rugió una voz cuando Pau llamó a la puerta de la cocina.
—Me preguntaba si querrías que te echase una mano.
El hombre que había delante del fregadero se giró y, al ver a Paula, arqueó las cejas y se quedó boquiabierto.
Ella entró en la cocina y sonrió.
—Debes de ser Bill —le dijo.
Él asintió y sonrió.
—Soy Paula Chaves. Estoy pasando unos días aquí. Pedro me ha dicho que esta noche había una cena. Sé que él está muy ocupado, ayudando a los hombres con los caballos, pero he pensado que, después del viaje y todo, tal vez te vendría bien algo de ayuda.
—Eso es muy amable por su parte, señorita… señora…
—Pau —lo corrigió ella.
Bill sonrió con timidez.
—¿Qué puedo hacer? —insistió Pau—. ¿Qué va a haber de cena? Se me da muy bien pelar patatas.
El cocinero sonrió de oreja a oreja y ella se dio cuenta de que acababa de hacer un amigo.
****
Hubo carne asada, verduras al horno y buñuelos para cenar.
La cena iba a servirse en el comedor grande, que no se utilizaba casi nunca.
Paula encontró un mantel de damasco y servilletas sin planchar y se puso a hacerlo. Luego buscó la vajilla y la cubertería y se entretuvo poniendo la mesa. Incluso salió al jardín, donde encontró unas margaritas y unos ramitos de buganvillas con los que creó un centro.
A las seis y media, los hombres aparecieron en la galería para tomar el aperitivo. Se habían afeitado y se habían puesto ropa limpia. Llevaban las botas de montar limpias y el pelo húmedo y repeinado. Todos eran delgados y fuertes, hombres acostumbrados al trabajo físico y poco dados a hablar de tonterías.
No obstante, cuando Pedro les presentó a Paula, no se quedaron deslumbrados por el hecho de que fuese senadora, ni parecieron sentirse incómodos con ella.
Si no hubiese estado embarazada, Paula se habría tomado una cerveza con ellos. En su lugar, aceptó un vaso de agua con gas y se apoyó en la barandilla de la galería, hizo alguna pregunta y escuchó cómo los hombres hablaban del tiempo y del ganado.
Le gustaban los modales tranquilos y lacónicos de aquellos hombres de campo y pensó que era una suerte tener otra imagen distinta acerca de cómo era la vida en Australia.
Por supuesto, no pudo evitar fijarse en lo atractivo que era Pedro en comparación con los demás. Sus miradas se cruzaron un instante y Paula sintió calor.
Bajó la vista enseguida y esperó que nadie se hubiese dado cuenta, pero Pedro le había sonreído y eso hacía que se sintiese feliz.
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