sábado, 8 de abril de 2017
DESCUBRIENDO: CAPITULO 29
Dos mañanas más tarde, Pedro decidió que no podía seguir manteniendo las distancias con Paula. Asomó la cabeza por su puerta y la vio sentada al escritorio, concentrada en su ordenador, así que llamó.
A ella se le iluminaron los ojos de alegría al verlo.
—¿Estás muy ocupada?
—¿Por qué? ¿Pasa algo?
—Pensé que tal vez te apeteciese dejar de trabajar un rato y descansar. Podríamos ir a dar una vuelta en coche, me gustaría enseñarte el desfiladero.
—¿Qué desfiladero?
—El de Porcupine. Es bastante espectacular, y una parte está dentro de la finca. Seguro que te gustará.
Ella frunció el ceño, miró el ordenador y después otra vez a él. Tras sólo unos segundos de silencio, dijo:
—La verdad es que me vendría bien un descanso.
—Estupendo. ¿Cuánto vas a tardar en prepararte?
—¿Cinco minutos?
Él sonrió y Paula le devolvió la sonrisa. Una sonrisa radiante.
Salieron poco después y a Pedro le gustó ver que Pau parecía tranquila y contenta. Había bajado la ventanilla, sin importarle que el aire la despeinase.
Deseó poder relajarse él también. Odiaba el silencio y la distancia que había habido entre ambos la semana anterior.
Y había odiado tener que decirles a los hombres que no estaba loco por ella.
Fingir indiferencia era una tortura. Se pasaba todo el día pensando en Paula y estaba a punto de perder la cabeza.
Y los hombres lo sabían.
Por eso necesitaba hablar con ella. Siempre había sido directo, el tipo de hombre que ponía las cartas encima de la mesa y asumía las consecuencias.
Sin embargo, esa mañana las consecuencias podían ser muy importantes. Su relación con Paula estaba en juego y estaba hecho un manojo de nervios.
A su lado, ella se había puesto con suavidad la mano en el vientre, como si estuviese sintiendo al bebé.
—¿Qué tal está Madeline?
—Se está convirtiendo en toda una gimnasta. Me sorprende que sea tan activa. Odio pensar en cómo será durante los próximos meses.
Él se imaginó a Paula varios meses más tarde, en la plenitud del embarazo, más guapa que nunca.
—Supongo que todos los bebés son activos, sean niñas o niños —comentó.
—Seguro que sí —dijo Paula, luego se giró hacia él con el ceño fruncido—. ¿No estarás sugiriendo que puede ser un niño?
—No me atrevería —contestó él, sonriendo.
—Podré saberlo la semana que viene, si quiero.
—¿La semana que viene?
—Tengo que ir a Gidgee Springs para una revisión. Hay un médico que va allí una vez al mes, con un ecógrafo portátil.
—Qué práctico. Me preguntaba cómo lo estarías haciendo con los médicos.
—Todavía no he decidido si quiero saber el sexo del bebé. Supongo que tomaré la decisión el mismo día de la ecografía.
—¿Qué día será? Te llevaré yo a la ciudad.
—No te preocupes. Puedo ir sola si me prestáis un coche.
—No, Paula. No pienso dejar que conduzcas tú.
—Bueno, pues, gracias. Tengo la cita el miércoles.
Unos minutos después, Pedro aparcaba el coche bajo la sombra de un árbol. Paula miró por la ventanilla, pero sólo pudo ver llanuras a su alrededor.
—¿Dónde está el desfiladero?
—Hay que andar un poco.
Con Cobber sacudiendo el rabo alegremente tras ellos, se alejaron del coche y anduvieron hasta que el suelo se volvió más pedregoso y terminó convirtiéndose en rocas.
Y entonces, casi de repente, las rocas desaparecieron delante de ellos, dando lugar a un profundo barranco.
Paula avanzó con cautela.
—Vaya —dijo, mareándose ligeramente de la impresión.
Pedro la sujetó al instante.
—Ten cuidado.
—Me temo que a mi cabeza no le gustan las alturas.
—En ese caso, apártate del borde —dijo él, haciéndola retroceder.
—Ya estoy mejor.
Era cierto que estaba mejor, pero era, sobre todo, porque tenía sus brazos rodeándola.
Se apoyó en su fuerte pecho y cerró los ojos, saboreando la maravillosa sensación de estar en un lugar seguro.
Pedro, su querido Pedro.
Volvió a abrir los ojos muy despacio y se dio cuenta de que no podía mirar hacia abajo sin marearse.
—Tienes razón —dijo—. Es espectacular.
Pedro se inclinó y le dio un beso en el cuello. Ella echó la cabeza hacia atrás invitándolo a continuar, y él lo hizo.
Justo a tiempo, Paula recordó que aquello no debía estar pasando. Se había prometido a sí misma que sería fuerte.
—Pedro… no deberíamos…
—Por supuesto que sí —dijo él, sin dejar de besarla.
Le encantaba, pero no era posible. Tenía que parar aquello.
—Pedro, ¡no!
Lo dijo demasiado fuerte, tan fuerte que Pedro bajó las manos y se apartó.
Paula se cruzó de brazos y sintió un escalofrío. Había deseado que la abrazase, que la besase. Deseaba que la acariciase. La verdad era que lo quería todo.
Pero no podía ser egoísta. Respiró varias veces e intentó pensar con claridad.
Pedro estaba tenso, serio.
Ella intentó sonreír, pero no lo consiguió. Había estropeado la mañana.
—Lo siento, Pedro.
Después de mucho tiempo, él dijo en voz baja, demasiado baja:
—He traído cosas para hacer un picnic. ¿Por qué no te sientas en ese tronco mientras voy a buscarlas?
A Paula le sorprendió el cambio. Había esperado que Pedro se enfadase e intentase convencerla, no que se contuviese y se mostrase educado. Se sentó en el tronco y vio cómo regresaba al coche, con Cobber detrás.
Volvió enseguida con una cesta de picnic, una manta y una cacerola, que dejó encima de un extremo del tronco, antes de buscar unas hojas secas, palos y ramas para hacer fuego.
—No podemos hacer un picnic sin té —dijo sin sonreír.
—Supongo que no.
Paula no pudo evitar admirar a Pedro, de cuclillas al lado de los palos, encendiendo una cerilla y sujetándola durante unos segundos hasta conseguir que las hojas secas prendiesen. No podía dejar de mirarlo.
Intentó no pensar en cómo le había hecho el amor y se concentró en el humo y, cuando el fuego prendió, en las llamas rojas.
Pedro dejó la cacerola en medio del fuego y Paula se sintió aliviada al darse cuenta de que volvía a comportarse casi con normalidad. Siempre había tenido tan buen humor que era desconcertante verlo triste.
En cualquier caso, tenían que hablar. No podían seguir sin arreglar las cosas. Era muy importante que ambos admitiesen que su aventura no tenía futuro, que la opción más sensata era la amistad.
Cuando el té estuvo listo, Pedro colocó la manta lejos del precipicio, a la sombra de un eucalipto, bebieron el té y comieron unas galletas.
Paula partió una por la mitad.
—¿Puedo dársela a Cobber?
Pedro se encogió de hombros.
—Claro.
Se la tiró y el perro la atrapó en el aire. Ella rió y luego se puso seria.
—Pedro, siento… lo de antes. He exagerado…
Él apartó la vista.
—Supongo que no era buen momento.
—Me temo que no es tan simple —replicó ella con seriedad.
Pedro volvió a mirarla.
—¿Qué quieres decir?
—Estoy segura de que entiendes que no podemos continuar… como hasta ahora. Sería imposible.
—Podríamos hacerlo si estuviésemos preparados para ser sinceros. Es una tontería intentar ocultar lo que sentimos. De todas maneras, los hombres ya se han dado cuenta.
—Y si somos sinceros, ¿qué les diremos, Pedro? ¿Que tuvimos una aventura?
—¿Que tuvimos una aventura? —repitió él, mirándola fijamente y con extrañeza—. Hablas en pasado.
—Lo sé. Porque… —tragó saliva— no creo que pueda ser de otro modo.
Hubo otro largo silencio.
—¿Qué es lo próximo que vas a decirme, Paula? ¿Que ambos sabíamos que nuestra relación no llegaría a ninguna parte?
Sí, eso era lo que iba a decirle, pero era lo mismo que le había dicho Mitch a ella muchos años antes.
—Sabes que no podemos tener una relación a largo plazo, Pedro.
—¿Por qué no? A mí me encantaría irme a Canberra contigo.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque lo odiarías, estoy segura. No te das cuenta de cómo es mi vida. Las reuniones, la presión… En comparación, vivir aquí es como estar permanentemente de vacaciones. Seamos realistas: nos sentíamos muy atraídos el uno por el otro, pero…
—Todavía existe esa atracción —la interrumpió Pedro.
—Sí, pero ambos sabíamos desde el principio que no podríamos tener un futuro juntos.
—¿Que ambos lo sabíamos? —repitió él en tono frío.
—¡Sí! Por Dios, Pedro. Tú tienes treinta años. Sabías que yo tenía diez más. Y que estaba embarazada de un hijo que no era tuyo. Sabías cuál era mi profesión y que sólo iba a estar aquí unos días.
—¿Y se supone que todo eso debía haberme echado atrás?
—Sí.
Pedro la miró a los ojos con tanta intensidad que Paula se puso a temblar.
—¿Y si te digo que nada de eso me importa? Y, digas lo que digas, estoy seguro de que a tu bebé le vendría bien contar con un padre. Por otro lado, yo no me siento atado a este lugar, también puedo vivir en otro sitio.
—Has vivido aquí toda tu vida.
—¿Y qué? Estoy aquí porque no pude convertirme en piloto de caza.
—¿Piloto de caza? —inquirió Paula, sorprendida.
—Fue lo que siempre quise hacer. No tenía pensado quedarme aquí toda la vida. Hice lo posible por escapar, me preparé todo lo necesario, pero no pudo ser.
—¿Y qué ocurrió?
Él sonrió con amargura.
—Que no pasé la prueba psicológica. No era lo suficientemente agresivo ni engreído. Mi ego no podía alcanzar el nivel exigido, después de haber tenido un padre como el que tuve.
Paula sintió lástima por él.
—Pero si volvieses ahora a la ciudad, ¿qué harías?
—Bueno, tengo un par de ideas. Planes de negocio.
A Paula le emocionó la idea.
—Bill me contó que tenías muy buena cabeza para los negocios. Y también buen olfato para la inversión en Bolsa.
—¿Cuándo has hablado con Bill?
—Mientras preparábamos la cena, en la cocina.
—Digamos que he tenido cuidado con mi dinero y que he hecho algunas inversiones que han tenido éxito. No quiero cometer los mismos errores que mi padre.
Paula estuvo a punto de dejarse llevar por la idea de que Pedro regresase con ella a la ciudad, y de que la ayudase a criar a su hijo. Le parecía perfecto. Demasiado bueno para ser verdad, en realidad.
Pero pronto volvió a poner los pies en la tierra y se dio cuenta de que los periodistas los acosarían.
No podía hacer pasar a Pedro por algo así. Sería horrible, lo odiaría. No funcionaría. Pedro jamás podría ser feliz.
¿Y cómo iba a arriesgar ella también su propia felicidad?
Se había enamorado en dos ocasiones y después se había prometido a sí misma que no volvería a pasar por ello. Y mucho menos en esos momentos, embarazada.
Tenía que romper con Pedro.
Se puso recta, se giró hacia él y con todo el dolor de su corazón, le dijo:
—Sabes que no puede ser, Pedro. Ya te he dicho por qué decidí ser madre soltera.
—Porque no quieres volver a arriesgar tu corazón.
—En parte, sí, pero no se trata sólo de mí. También estoy intentando pensar en tu felicidad. Eres un hombre fabuloso para cualquier mujer. Cualquier mujer joven, quiero decir —argumentó, con los ojos nublados por las lágrimas.
—Piensa sólo en una cosa, Paula —respondió él después de un largo silencio—. Pregúntate si estabas haciendo el amor conmigo, o si se trataba sólo de sexo.
Sin esperar a que le respondiese, se levantó y empezó a pisotear los restos de la hoguera.
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