jueves, 16 de febrero de 2017
FUTURO: CAPITULO 13
—Sí, es urgente —dijo Pau por teléfono. Estaba a punto de hacer algo que nunca había hecho antes: pedirle a Adrian que la pusiera por delante del trabajo—. Te ofreciste a venir este fin de semana y te tomo la palabra.
—Pensaba que habías dicho que podía comprar un vestido tú sola —Adrian pareció sorprendido.
—Y puedo. Pero me he dado cuenta de lo importante que es esa noche para ti, y quiero tu opinión… Te echo de menos —le dijo—. Mucho.
Era evidente que no lo echaba de menos lo suficiente, y eso la asustaba. Tenía el juicio nublado. ¿Cómo había dejado que Pedro la besara así la noche anterior?
Trató de ahuyentar esos pensamientos e intentó prestar atención a lo que le estaba diciendo Adrian.
—Loomis me invitó a jugar al golf el domingo. Es importante —añadió—. No el golf, por supuesto. Pero ser parte del grupo sí lo es. Entré por mi padre…
El padre de Adrian también era un pez gordo de la banca.
—Pero eso solo es el primer empujón. Mis perspectivas aumentarán exponencialmente si trabajo duro y entro en el juego de los chicos. Ya lo sabes.
—Lo sé —dijo Pau, tratando de esconder la irritación que sentía.
—Eso no quiere decir que no voy a ir, Pau. Yo también te echo de menos. Pero no puedo ir mañana después del trabajo.
—Entonces ven después del partido de golf. Apuesto a que Loomis juega pronto.
—Sí, pero después vamos a comer.
—Después de comer. Hay vuelos cada hora que llegan al aeropuerto de Los Ángeles.
—Pero al de John Wayne llegan menos.
—Cierto —admitió Paula y entonces guardó silencio. Se quedó mirando por la ventana de la habitación de la abuela en el hospital y no insistió más.
—Muy bien —dijo Adrian finalmente—. Reservaré un vuelo para el sábado por la tarde. ¿Puedes aguantar hasta entonces?
—Lo intentaré —Pau hizo todo lo posible por darle cierto tono de broma a sus palabras.
—Será divertido —dijo Adrian—. Encontraremos el vestido. Saldremos a cenar. A un sitio romántico. Velas y…
—No olvides que tenemos a Hernan.
—¿Qué? Oh, sí, claro. Hernan —su tono de voz cambió. No parecía nada entusiasmado—. Sí, bueno, ya pensaremos en algo. A lo mejor ese vecino de tu abuela puede ocuparse de él.
—¿Pedro?
—Ese. Ya la ha ayudado antes, ¿no?
—Sí —le dijo, pero no había muchas posibilidades de que Pedro accediera a quedarse con el niño para que ella pudiera salir con Adrian.
De hecho, ni siquiera pensaba pedirle que cuidara de Hernan esa mañana. Había llamado a una vieja amiga de la universidad que vivía en Newport para pedirle consejo sobre canguros.
Clara, que tenía dos niños pequeños, le había dicho que podía dejarle a Hernan sin problema.
Pero tampoco podía dejárselo el fin de semana. Además, también quería pasar tiempo con él. Cuanto más tiempo pasaba con Hernan, más lo quería. Y también quería pasar tiempo con Adrian y con él, como una familia.
Un pequeño bocado de ese futuro con el que soñaba.
Pedro estaba apilando tablas en el patio, sin camisa bajo el sol de mediodía.
—Buenos días —le dijo Pau, bajando las escaleras con Hernan, tratando de no fijarse en el juego de músculos que se movían en su espalda mientras colocaba la madera. Parecía antigua, parte de una pieza que debía de estar restaurando. Siempre había sentido mucha curiosidad por su trabajo, por los muebles que restauraba. Pero no se detuvo para preguntarle. Ya le había visto bastante y no quería verle más si podía evitarlo.
Él se puso erguido y se quitó el pelo de la frente. Dejó en el suelo una tabla y fue hacia ella, extendiendo los brazos hacia Hernan.
—¿Te vas al hospital?
—Sí —dijo ella, sujetando a Hernan con fuerza. El niño extendía sus bracitos hacia Pedro—. Vamos de camino.
Pedro frunció el ceño.
—¿Qué?
—Una amiga de la universidad me ha dicho que puedo dejárselo un rato —se volvió hacia la puerta del garaje.
—¿Qué? No. Mala idea —dijo Pedro, yendo detrás de ella.
Ella se volvió y prácticamente tuvo que echarse contra la puerta. Él estaba tan cerca…
—¿Qué quieres decir? Clara tiene niños pequeños. Le ha invitado.
—Pero él no la conoce.
—¡Y a mí no me conocía hasta hace un día! Ni a ti tampoco —añadió Pau.
Hernan se retorcía en sus brazos y trataba de tirarse encima de Pedro.
—Y ahora sí —dijo Pedro y le quitó a Hernan de los brazos sin hacer el más mínimo esfuerzo—. Parece que está muy tranquilo. ¿Ha vuelto a llorar?
—No. Bueno, una vez. Durante un ratito. Pero conseguí calmarle.
Harry estaba botando en los brazos de Pedro y acariciándole las mejillas con sus manitas.
Pedro arrugó la nariz y le mordisqueó los dedos. Hernan balbuceó con entusiasmo.
—Bien. Parece que está muy bien —dijo Pedro—. No queremos que se vuelva a poner a llorar.
—No…
—Un niño necesita estabilidad —le dijo él con firmeza—. No necesita quedarse con una nueva persona cada día.
Había algo en su tono de voz que sonaba inflexible. Pau se dio cuenta de que no iba a hacerle cambiar de opinión. Ese era un Pedro totalmente desconocido para ella; el Pedro protector, paternal…
—¿Qué tenías en mente? —le preguntó en un tono serio—. No querrás tener que volver a ocuparte de él.
—Pensaba ir contigo.
—¿Qué? ¿Al hospital?
—Sí, y después ya vemos lo demás sobre la marcha.
—No estás listo.
—Cinco minutos —le dijo él, dirigiéndose hacia la casa con Hernan en los brazos.
—Yo lo llevo —Pau corrió detrás de ellos, pero Pedro no la estaba escuchando.
Llevó a Hernan hasta el dormitorio, como si no se atreviera a devolverle al niño, como si lo tuviera de rehén.
Pau casi se sintió tentada de dejarle al niño y de salir corriendo, pero se quedó… Una elección estúpida… Porque unos minutos más tarde, Pedro reapareció con unos vaqueros y con una camisa de algodón azul claro, remangada hasta los codos, dejando al descubierto sus musculosos antebrazos. Llevaba a Hernan sobre los hombros.
No se parecían en nada, excepto por el pelo oscuro, y sin embargo, parecían padre e hijo.
—Listo —dijo Pedro.
—¿Milos quiere venir? —preguntó Pau, sabiendo la respuesta incluso antes de preguntar, pero albergando una pequeña esperanza a pesar de todo.
—No —dijo Pedro—. Milos se acostó muy tarde —añadió con una sonrisa—. Y a lo mejor tiene un poco de resaca cuando se despierte. Qué pena.
Pau tuvo que reírse al oír ese tono de satisfacción. Y siguió riéndose durante todo el camino hasta el hospital. Él siempre la había hecho reír, excepto cuando hablaba muy en serio. Y siempre la había hechizado con sus palabras. Las cosas no habían cambiado mucho. Pero no podía caer bajo su influjo de nuevo. No podía bajar la guardia, por muy divertido y encantador que fuera.
Pero eso tampoco significaba que fuera capaz de resistirse a él del todo. No podía hacerlo… No sabía cómo permanecer distante e indiferente cuando Pedro Alfonso desplegaba todos sus encantos. Era demasiado fácil hablar con él.
Siempre había sido así. Hubiera podido resistirse a él si se hubiera dedicado a flirtear con ella abiertamente, pero no lo había hecho. No tenía por qué. Durante el camino, él le preguntó sobre su trabajo y ella le habló de lo que hacía en la biblioteca, contándoles historias a los niños, fabricando marionetas y enseñándoles a hacer muñecos de tela…
—Usamos telas viejas que los niños traen y con ellas hacen muñecos —sus ojos se iluminaban mientras hablaba.
Esperaba que él la interrumpiera, pero no fue así. La escuchaba con atención mientras conducía rumbo al hospital.
—Es como lo que yo hago —le dijo de repente.
—¿Tú?
—Usas cosas viejas para hacer otras nuevas. Yo lo hago con la madera.
Ella entendió lo que quería decir. El trabajo que le daba dinero era de importación y exportación, pero su auténtica pasión era la madera en sí misma, crear cosas con ella, recuperar piezas dañadas y restaurarlas.
—Devolverlas a la vida —dijo ella mientras él le hablaba de la pieza en la que estaba trabajando en ese momento, un aparador holandés del siglo XVII que había desmontado pieza a pieza y que estaba limpiando.
—Estoy intentando devolverlo a su estilo original —le dijo Pedro.
El viento que entraba por la ventanilla abierta le alborotaba el cabello. Pau no podía quitarle los ojos de encima.
—¿Estabas trabajando en ello cuando bajamos?
Él asintió.
—Es de mi cuñada. Lleva más de tres siglos en la familia de Sophy, la esposa de George.
—¿Y tú te has atrevido a desmontarlo?
—Es un privilegio. Además, necesitaba una pequeña reparación. Es muy frágil, y podía caerse en cualquier momento. Al final hubieran tenido que tirarlo a la basura. Además, tiene que estar en buenas condiciones para soportar el paso del huracán de niños traviesos que tienen en casa.
—¿Huracán de niños traviesos?
—Bueno, están trabajando en ello —dijo Pedro—. Una hija, Lily, de momento. Tienen un niño en camino. No creo que hayan terminado todavía —sacudió la cabeza con desesperación.
—Bien por ellos —dijo Pau con firmeza.
Pedro le lanzó una mirada seria.
—Si tú lo dices.
Había hecho cosas mucho más estúpidas, como saltar en bicicleta del techo de un cobertizo para botes y romperse los dos brazos, caminar entre hiedra venenosa en traje de baño para recuperar una pelota cuando tenía diecisiete años, pedirle a la preciosa Lucy Gaines que le acompañara al baile después de haber olvidado que ya se lo había pedido a su amiga marimacho Raquel Vilas… Había hecho unas cuantas tonterías en su vida, pero la mayor de todas, sin duda, había sido ingeniárselas para conseguir que Paula y Hernan pasaran el día con él. Ese pequeño truco que le había jugado el corazón le recordaba que había mucho más en Paula Chaves que una simple compañera de cama. Había olvidado el entusiasmo que sentía por su trabajo, lo mucho que brillaba cuando le contaba esas historias sobre «sus niños », tal y como ella les llamaba, lo que hacían, lo que decían, cuáles eran sus marionetas favoritas…
—¿Vas a seguir trabajando cuando te cases? —la pregunta los sorprendió a los dos.
—Hasta que tengamos niños —le dijo ella finalmente—. Entonces me gustaría quedarme con ellos en casa —miró el asiento de atrás del coche, donde estaba sentado Hernan en su sillita—. No voy a tener hijos para que otra persona los críe —le dijo, mirándole directamente con ojos desafiantes.
—Nunca pensé que quisieras otra cosa —le dijo Pedro, consciente de que nada había cambiado para ella.
—Qué niño tan rico tiene —le dijo la recepcionista del hospital—. Se parece a usted, no a su mujer, ¿verdad?
Pedro se limitó a sonreír, siguiéndole la corriente. Pau se puso pálida y le lanzó una mirada de preocupación. Pero él se limitó a asentir.
—Podrías haberle dicho que no es nuestro… Tuyo, quiero decir —le dijo Pau cuando se dirigieron hacia la sala de espera, donde él iba a quedarse con Hernan mientras ella subía a ver a su abuela.
—No tiene importancia —él se encogió de hombros.
Pau bajó a Maggie en una silla de ruedas para que Hernan y él pudieran verla.
—Parecéis una familia feliz —dijo la anciana, sonriente.
—¡Abuela! —Pau se puso roja como un tomate.
—Solo era un comentario. No una predicción.
—Bueno, no digas nada más —dijo Pau en pocas palabras.
Más tarde, de camino a casa, se disculpó con Pedro.
—Lo siento.
—¿Qué?
—Lo que ha dicho la abuela, sobre Hernan, tú y yo. Se le ocurren cosas muy raras.
Pedro estiró los hombros contra el respaldo del asiento del coche.
—No hay problema.
—Yo nunca he hecho nada para alentarla a pensar esas cosas. Tengo a Adrian.
Había algo en su tono de voz que resultaba provocador, y Pedro no pudo resistir las ganas de contraatacar.
—Oh, muy bien. Adrian. El hombre de tus sueños. Encantado de casarse y de tener una familia, ¿no? ¿Dónde dijiste que estaba?
Pau se enfureció de golpe.
—En San Francisco, trabajando —le dijo, entre dientes.
Pedro esbozó una sonrisa sarcástica.
—Claro.
—¿No me crees? ¿Crees que me lo inventé? —Pau le fulminó con la mirada.
Pedro sonrió de oreja a oreja y sacudió la cabeza.
—No. Pero estaba pensando que me gustaría conocerle.
Maggie siempre le había hablado bien del novio de Pau, pero también había algo en su tono de voz que denotaba ciertas reservas.
—Puedes conocerle este fin de semana.
Pedro parpadeó, sorprendido.
—Viene el sábado por la tarde.
—¿Ah, sí? —Pedro apretó el volante con fuerza y condujo en silencio durante el resto del viaje. Pau tampoco habló.
Parecía sumida en sus propios pensamientos, probablemente sobre Adrian…
Hernan estaba profundamente dormido cuando llegaron.
—¿Y ahora qué? —dijo Pau, abriendo la puerta de atrás—. ¿Y si le despierto?
—Yo lo llevo.
—¿Y si le despiertas?
—No lo haré —le quitó el cinturón de seguridad y lo tomó en brazos con cuidado.
—¿Qué haces? —le preguntó Pau al ver que se dirigía hacia su propia casa. Ella ya estaba subiendo las escaleras del apartamento de Maggie.
—Le voy a dejar que duerma el resto de la siesta —dijo Pedro por encima del hombro.
miércoles, 15 de febrero de 2017
FUTURO: CAPITULO 12
—¿QUÉ PASA? —le preguntó Pedro—. ¿Dónde está Hernan?
Pau, con los brazos cruzados sobre el pecho, sacudió la cabeza sin más. Tenía los ojos enormes y el pelo le caía por toda la cara.
—No para de llorar —le dijo, pálida como la leche.
Parecía que la que iba a empezar a llorar en ese momento era ella misma.
Pedro respiró aliviado.
—Parará —le dijo con confianza. Pero incluso mientras trataba de tranquilizarla, comprendió su desesperación. Él mismo la había sentido la noche anterior.
—Lo he intentado todo. Le he dado biberones, comida. Lo he tomado en brazos, le he mecido, le he dado palmaditas en la espalda. Pero sigue gritando.
—¿Desde que te fuiste? —le preguntó Pedro.
—No. Cuando fui a acostarle. Deja de mirarme así. ¡Yo no he hecho nada!
No tenía que hacerlo. Solo tenía que estar allí parada y él no podía evitar mirarla así. Pero no tenía bolsillos para meter las manos y tenía miedo de que su debilidad por ella fuera demasiado evidente. Imaginándose que el que llamaba a la puerta debía de ser Milos, había ido a abrir en calzoncillos; unos boxers que podían traicionarle en cualquier momento si no se ponía unos shorts rápidamente.
—Sube. Estaré ahí en un minuto.
Pau no le discutió la idea.
—Gracias —le dijo, sonriendo —dio media vuelta y corrió de vuelta a la casa del garaje.
Pedro volvió a entrar en su habitación y se puso unos vaqueros y una sudadera. Podía oír llorar a Hernan antes de llegar a la mitad del patio. Era el mismo llanto sin consuelo que había oído la noche anterior. Subió las escaleras rápidamente y abrió la puerta de par en par. Ella estaba caminando por toda la habitación, con Hernan en brazos, intentando consolarle. Para ser un niño tan pequeño, tenía unos pulmones poderosos. Pedro podía ver su rostro contraído, ojos cerrados, por encima del hombro de Pau. Y entonces el pequeño los abrió de nuevo y dejó de llorar al ver a Pedro. El silencio repentino del niño la hizo darse
la vuelta de repente hacia la puerta.
—Oh, muy bien —dijo ella, en un tono a medio camino entre la exasperación y el alivio—. Con solo mirarte se calla.
Pero justo cuando Pedro estaba a punto de sonreír y hacer su rutina de arrullo, el rostro de Hernan se contrajo de nuevo y empezó a llorar de nuevo.
—¿Cuándo empezó?
Pau sacudió la cabeza.
—Primero le di un baño y le leí un par de cuentos. Bueno, ya sabes… —se encogió de hombros—. Más que nada trató de comerse los libros en vez de escucharme. Pero conseguí leerle algo. Después le di un biberón y se quedó dormido. Entonces pensé que todo estaba bien. Todo estaba bien —insistió ella—. Y después, como una hora más tarde, se despertó. Primero solo estaba intranquilo, pero después empezó a llorar. Y a gritar. Así.
—Anoche también lloró.
—No estaba llorando cuando te desperté. Estaba dormido.
—Sobre mi pecho.
Ella miró en esa dirección.
—¿El pecho es algo significativo?
Pedro se encogió de hombros.
—Funcionó.
—Así que crees que, si me tumbó con él y le pongo sobre mi pecho…
—Yo lo haré —le dijo Pedro bruscamente y le quitó al bebé de los brazos—. Shh —le dijo a Hernan, meciéndole—. Todo está bien.
Era evidente que Hernan no estaba muy de acuerdo, pero el cambio repentino a los brazos de Pedro le distrajo un momento. El pequeño miró a Pedro con ojos de sorpresa y después pareció reconocerle. Después le agarró la mano y empezó a mordisquearle los dedos.
—Oh —exclamó Pedro, tratando de apartarse, pero cuando Hernan se enfurruñó y soltó otro quejido, volvió a darle la mano para que siguiera mordisqueándole los dedos. Al sentirle las encías, se topó con un par de dientes frontales, no muy afilados todavía.
El bebé empezó a lamerse los dientes con fuerza.
—Le están saliendo los dientes —dijo Pedro. —¿Maggie tiene brandy?
—¿Quieres una copa ahora?
—No es para mí. Es para él.
—¡No puedes darle brandy! —Pau le miraba como si se hubiera vuelto loco.
—No le voy a dar una copa. Mi madre solía frotarles las encías a los niños con un poquito de brandy. Así se le adormecen.
Pau le miró con ojos escépticos.
—Mariana nos llevaría a juicio por algo así.
—Y nosotros podríamos llevarla a juicio por abandonar a su hijo —le dijo Pedro—. ¿Quién dejó al niño aquí tirado para irse a Alemania?
—Lo dejó con la abuela.
—Y Maggie lo dejó conmigo. Y contigo. Así que… ¿Tiene brandy o no?
—No. Pero ahora que dices lo de los dientes —fue a la cocina y empezó a rebuscar en las estanterías. De repente se dio la vuelta y le mostró una botella marrón oscuro.
—¿Qué es eso?
—Es el remedio de la abuela. Extracto de vainilla —dijo, desenroscando la tapa mientras hablaba—. Espero que funcione.
Pedro también lo esperaba. Probablemente era algo parecido a lo del brandy.
—Ponlo en un bol —le dijo Pedro.
Ella hizo lo que le pedía. Pedro metió un dedo y lo introdujo en la boca de Hernan de nuevo. Le untó las encías con el ungüento. Hernan abrió mucho los ojos. Tosió un poco y entonces siguió mordisqueando los dedos de Pedro, aplastándolos contra sus encías.
—¿Mejor? —le preguntó al bebé.
Hernan resopló. Se recostó contra el pecho de Pedro y puso la cabeza sobre su hombro.
—Yo lo llevo —dijo ella.
Pedro sacudió la cabeza. No quería tener más visiones de Pau, con un bebé en brazos.
—Está bien —empezó a caminar por el salón lentamente con Hernan contra su pecho.
El pequeño seguía mordiéndole los dedos. No lloraba. El llanto se había transformado en unos quejidos suaves.
—Se le están cerrando los ojos. A lo mejor se va a dormir —dijo Pedro después de que Pedro le hubiera dado un par de vueltas a la habitación.
—Eso espero —dijo Pedro, pero siguió andando para asegurarse.
—Creo que está dormido —dijo Pau—. Se le está cayendo la cabeza.
El niño la tenía acurrucada contra su hombro. Ella tenía razón. Hernan se estaba convirtiendo en un peso muerto.
Parecía que estaba dormido.
—Bueno —dijo Pau—. Gracias.
Pedro dejó escapar un gruñido.
—Fue idea tuya.
—Estoy seguro de que el brandy hubiera funcionado —le dijo ella—. Pero ya sabes lo que dicen los médicos. Y si Mariana se entera…
—Mariana no está. No tiene nada de qué quejarse.
—Pero lo haría —apuntó Pau—. Si yo lo hiciera, se quejaría.
—No os lleváis muy bien, ¿verdad?
Pau asintió.
—Siempre me ha tenido… mucho resentimiento. Cuando me mudé a vivir con la abuela y con Walter, no podía ni verme. Aunque ella sí tuviera padres, y los míos hubieran muerto, siempre estuvo… No sé… Celosa, supongo. Quería todo lo que yo tenía. Como tú… —Pau se detuvo abruptamente y cerró la boca.
—¿Cómo…? —Pedro arqueó las cejas.
—No importa. Está profundamente dormido. Mira.
Pedro no lo hizo.
—¿Como yo?
Pau abrió la boca y entonces volvió a apretar los labios.
—Tampoco es que hubiera supuesto una gran diferencia —dijo finalmente.
—Yo nunca he estado interesado en Mariana —señaló Pedro.
No obstante, sí que recordaba que Mariana se le había acercado bastante en otra época.
—No tiene importancia, ¿verdad? —le dijo ella. Había un reto en su mirada.
—No quería hacerte daño —dijo Pedro, suspirando.
—Lo sé —dijo ella en un tono cortante—. Solo me estabas diciendo la verdad. Y ya está. Lo acepto. He pasado página —levantó la mano y exhibió su ostentoso anillo de compromiso ante él, por si no captaba el mensaje.
Pero Pedro sí que lo captó. Se puso tenso.
—Y has hecho… lo que quiera que sea que hagas, así que… Ya que Hernan se ha dormido, podemos acostarle, ¿no?
Parecía tan exhausta como molesta. Una vez más, Pedro sintió la necesidad imperiosa de estrecharla entre sus brazos. Pero ya tenía a alguien en los brazos.
—Claro. Vamos.
—Gracias —Pau le abrió la puerta para que pudiera poner a Hernan en su cunita.
Pedro lo hizo con facilidad y entonces dio media vuelta. La cama de Maggie estaba entre ellos, sin hacer, con las sábanas revueltas, porque Pau ya había estado durmiendo en ella.
Pau le miró desde el otro lado. Sus miradas se encontraron y todos los recuerdos de ella en la cama cayeron sobre él como una ola gigante. Pau, desenfrenada en sus brazos, temblorosa después del fragor de la pasión, clavándole las uñas en la espalda, enredando la lengua con la suya… Pero no solo la recordaba en la cama… También había otros recuerdos… Podía verla acurrucada contra su cuerpo, piernas entrelazadas, la mejilla sobre su pecho, su propia barbilla apoyada sobre una melena pelirroja y rebelde.
Pau apartó la vista.
—Enhorabuena —le dijo—. Lo has hecho —dio media vuelta y salió de la habitación.
Pedro se le quedó mirando. ¿Qué había hecho? No lo suficiente. Pero no iba a hacerlo… Ella estaba prometida, se iba a casar con otro hombre. Haciendo una mueca, tocó esas sábanas revueltas un instante y fue tras ella. Esperaba que ella le ofreciera una copa de vino, que le invitara a sentarse en el sofá, que le diera una oportunidad para relajarse un poco y celebrar que Hernan se había dormido por fin. Con eso se conformaba. Pero ella se fue directamente hacia la puerta de entrada y la abrió para él.
—Gracias, Pedro —le dijo rápidamente—. Buenas noches.
Él no podía esconder su sorpresa. Y ella no escondió su impaciencia por echarle de allí lo antes posible. Abrió la puerta un poco más, como si él se fuera a ir antes así.
Pedro aflojó el paso, cruzó la habitación lentamente. Se detuvo justo delante de ella; estaban a unos centímetros de distancia. Él bajó la vista, la miró… Su piel parecía más pálida que nunca bajo las pecas de su rostro. Su pecho caía y subía con cada respiración.
—Buenas noches, Pedro —dijo ella entre dientes.
No le estaba mirando. Sus ojos miraban más allá del hombro izquierdo de él.
—Todavía no.
Ella levantó la vista nerviosamente.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que me merezco un premio.
—¿Quieres una cucharada de extracto de vainilla?
Él sonrió. Y entonces, lentamente, observándola sin pestañear, sacudió la cabeza.
—No. Quiero esto.
Esa tarde, cuando la había besado, había sido algo impulsivo, instantáneo y espontáneo. Una prueba… Pero había sido demasiado poco. Quería más.
Y lo buscó. Tomó lo que quería, la tomó a ella. Y se tomó su tiempo, probando su sabor, moviendo su boca sobre la de ella, convenciéndola, abriéndole los labios…
Se preguntaba si ella le rechazaría, pero no lo hizo. Su boca sabía a miel y a azúcar… Era seductora, arrolladora.
Su boca se entreabrió. ¿Era sorpresa? ¿Era una bienvenida? ¿Ambas cosas? Pedro la oyó contener el aliento. Sintió cómo le temblaban los labios. Todo su cuerpo parecía estremecerse.
Pero en realidad ella no se movía. Estaba quieta. No le echaba de allí, pero tampoco le invitaba a entrar. No le devolvió el abrazo cuando la rodeó con sus brazos. En vez de eso, se quedó inmóvil, casi rígida. Y mientras la besaba, podía sentir la tensión que manaba de su cuerpo.
—¿Pau?
Ella cerró los ojos un momento. Los abrió de nuevo y le miró directamente a los ojos, sin pestañear ni una vez. Se soltó de él.
—Creo que esto es recompensa suficiente.
—Pau…
—Buenas noches, Pedro —le dijo, en un tono serio, inflexible. Pero sus mejillas la delataban. Y también su voz, quebrada.
No le era indiferente, por mucho que quisiera fingir lo contrario.
Pedro esbozó una sonrisa maliciosa.
—Que duermas bien, Pau.
FUTURO: CAPITULO 11
Tino’s estaba lleno de gente. Incluso en un día entre semana, el ruido era ensordecedor. El local estaba abarrotado y la gente bebía sin parar. Milos se abrió paso entre la multitud, dirigiéndose hacia la barra.
—Yo buscó las cervezas.
Pedro le dejó ir. Se apoyó contra la pared, justo al lado de la puerta, y metió las manos en los bolsillos. En otra época solía pasar casi todas las noches allí, o en algún otro de los garitos de moda de la ciudad. Entró por fin y se preguntó si aguantaría siquiera a que Milos regresara con las bebidas.
Miró a su alrededor… La misma vieja historia de siempre… Las chicas, exhibiéndose, y los chicos al acecho… De repente entendió por qué le gustaba más quedarse en su tienda, con la sierra y la lija, haciendo muebles. Se sentía viejo. Y también molesto. Milos se abría camino entre la gente, cervezas en mano, e iba directo hacia una chica que no parecía mucho mayor que Hernan… Pedro apretó los dientes. No por la chica, sino por Milos. Llevaba toda la tarde enfadado, desde el mismo momento en que había abierto la puerta y se había encontrado con su querido primo.
—Hola —Milos le había dicho—. ¿Me recuerdas?
Pedro hubiera querido decir que no.
—La tía Malena me dijo que te había enviado un correo —le había dicho Milos al ver que él no reaccionaba—. Bueno, supongo que puedo dormir en una esquina por aquí —había añadido, al ver que Pedro no tenía intención de invitarle a pasar.
Se había tentado de hacerlo. No quería dejar a nadie en la calle, pero lo que no soportaba era que su familia siempre diera por hecho que podía presentarse en su casa cuando quisiera. Era por eso que no quería más familia. No necesitaba más gente haciéndole la vida imposible. Además, esa noche tenía otros planes. Se suponía que iba a cenar con Pau.
Habían cenado juntos, pero esa no había sido la velada que había imaginado. Ella se había pasado todo el tiempo hablando con Milos. Y su primo se había pasado toda la comida flirteando con ella. Y entonces Milos la había invitado a salir…
Pedro había sentido ganas de agarrar a su primo por el cuello, pero no quería pensar en los motivos que le habían hecho sentir eso. Ella estaba prometida. No podía salir con nadie, y mucho menos con su primo mujeriego.
Encogió los hombros, trató de estirarse un poco contra la pared. El sitio estaba repleto de chicas guapas. Una de ellas, parada cerca de la barra, era pelirroja, igual que Pau, aunque tenía el cabello un poco más oscuro. Y había otras dos que tenían las mismas piernas largas, la misma figura esbelta… Pero no hacía más que recordar cómo la había visto la noche anterior, en camiseta y braguitas… Recordaba cómo había reaccionado su propio cuerpo, cómo reaccionaba cada vez que estaba cerca de Paula Chaves.
Irritado, se apartó de la pared. Milos se había parado a mitad de camino y le había dado una de las cervezas a la chica.
De repente Pedro sintió una mano suave sobre el brazo. Se dio la vuelta. Era una morena sonriente que batía las pestañas sin cesar.
—Hola, soy Marnie. ¿Estás de paso por aquí?
—Algo así —dijo Pedro.
—Yo también —se acercó más y se rozó un poco contra él—. Vámonos de aquí —sugirió, mirándole con unos ojos azules luminosos.
—Gracias, pero tengo que irme —sin mirar atrás, dio media vuelta y salió por la puerta.
Volvió a pie a la casa, caminando por la acera que daba a la orilla del mar. Todo estaba tranquilo, en silencio… Nada que ver con el bullicio de las calles comerciales. Podía oír las olas rompiendo contra la costa y a lo lejos podía ver una boya, flotando en el agua. Se oía el ruido de los motores de uno de los últimos aviones que despegaban del aeropuerto de John Wayne esa tarde. Había dado ese paseo con muchas mujeres. Pero en el silencio de la noche solo los recuerdos de una de ellas le acompañaban. Y esos recuerdos le ponían nervioso, ansioso… Se fue a casa y se puso a trabajar en la estantería de libros para el abogado.
Trató de perderse en el trabajo… Al final se rindió y se fue a la cama. Se acostó boca arriba y cerró los ojos para no mirar por la ventana hacia el apartamento del garaje. Trató de no pensar en la mujer que estaba allí… El reloj marcó la una de la madrugada. La una se convirtió en las dos. Y aún seguía despierto. De repente oyó unos golpecitos sigilosos en la puerta de atrás. Seguramente Tino’s había cerrado ya y Milos debía de haber olvidado la llave.
Pedro soltó el aliento, contó hasta tres y se levantó de la cama. Encendió la luz y abrió la puerta de par en par.
—Siento molestarte —dijo Pau.
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