miércoles, 15 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 12




—¿QUÉ PASA? —le preguntó Pedro—. ¿Dónde está Hernan?


Pau, con los brazos cruzados sobre el pecho, sacudió la cabeza sin más. Tenía los ojos enormes y el pelo le caía por toda la cara.


—No para de llorar —le dijo, pálida como la leche.


Parecía que la que iba a empezar a llorar en ese momento era ella misma.


Pedro respiró aliviado.


—Parará —le dijo con confianza. Pero incluso mientras trataba de tranquilizarla, comprendió su desesperación. Él mismo la había sentido la noche anterior.


—Lo he intentado todo. Le he dado biberones, comida. Lo he tomado en brazos, le he mecido, le he dado palmaditas en la espalda. Pero sigue gritando.


—¿Desde que te fuiste? —le preguntó Pedro.


—No. Cuando fui a acostarle. Deja de mirarme así. ¡Yo no he hecho nada!


No tenía que hacerlo. Solo tenía que estar allí parada y él no podía evitar mirarla así. Pero no tenía bolsillos para meter las manos y tenía miedo de que su debilidad por ella fuera demasiado evidente. Imaginándose que el que llamaba a la puerta debía de ser Milos, había ido a abrir en calzoncillos; unos boxers que podían traicionarle en cualquier momento si no se ponía unos shorts rápidamente.


—Sube. Estaré ahí en un minuto.


Pau no le discutió la idea.


—Gracias —le dijo, sonriendo —dio media vuelta y corrió de vuelta a la casa del garaje.


Pedro volvió a entrar en su habitación y se puso unos vaqueros y una sudadera. Podía oír llorar a Hernan antes de llegar a la mitad del patio. Era el mismo llanto sin consuelo que había oído la noche anterior. Subió las escaleras rápidamente y abrió la puerta de par en par. Ella estaba caminando por toda la habitación, con Hernan en brazos, intentando consolarle. Para ser un niño tan pequeño, tenía unos pulmones poderosos. Pedro podía ver su rostro contraído, ojos cerrados, por encima del hombro de Pau. Y entonces el pequeño los abrió de nuevo y dejó de llorar al ver a Pedro. El silencio repentino del niño la hizo darse
la vuelta de repente hacia la puerta.


—Oh, muy bien —dijo ella, en un tono a medio camino entre la exasperación y el alivio—. Con solo mirarte se calla.


Pero justo cuando Pedro estaba a punto de sonreír y hacer su rutina de arrullo, el rostro de Hernan se contrajo de nuevo y empezó a llorar de nuevo.


—¿Cuándo empezó?


Pau sacudió la cabeza.


—Primero le di un baño y le leí un par de cuentos. Bueno, ya sabes… —se encogió de hombros—. Más que nada trató de comerse los libros en vez de escucharme. Pero conseguí leerle algo. Después le di un biberón y se quedó dormido. Entonces pensé que todo estaba bien. Todo estaba bien —insistió ella—. Y después, como una hora más tarde, se despertó. Primero solo estaba intranquilo, pero después empezó a llorar. Y a gritar. Así.


—Anoche también lloró.


—No estaba llorando cuando te desperté. Estaba dormido.


—Sobre mi pecho.


Ella miró en esa dirección.


—¿El pecho es algo significativo?


Pedro se encogió de hombros.


—Funcionó.


—Así que crees que, si me tumbó con él y le pongo sobre mi pecho…


—Yo lo haré —le dijo Pedro bruscamente y le quitó al bebé de los brazos—. Shh —le dijo a Hernan, meciéndole—. Todo está bien.


Era evidente que Hernan no estaba muy de acuerdo, pero el cambio repentino a los brazos de Pedro le distrajo un momento. El pequeño miró a Pedro con ojos de sorpresa y después pareció reconocerle. Después le agarró la mano y empezó a mordisquearle los dedos.


—Oh —exclamó Pedro, tratando de apartarse, pero cuando Hernan se enfurruñó y soltó otro quejido, volvió a darle la mano para que siguiera mordisqueándole los dedos. Al sentirle las encías, se topó con un par de dientes frontales, no muy afilados todavía.


El bebé empezó a lamerse los dientes con fuerza.


—Le están saliendo los dientes —dijo Pedro. —¿Maggie tiene brandy?


—¿Quieres una copa ahora?


—No es para mí. Es para él.


—¡No puedes darle brandy! —Pau le miraba como si se hubiera vuelto loco.


—No le voy a dar una copa. Mi madre solía frotarles las encías a los niños con un poquito de brandy. Así se le adormecen.


Pau le miró con ojos escépticos.


—Mariana nos llevaría a juicio por algo así.


—Y nosotros podríamos llevarla a juicio por abandonar a su hijo —le dijo Pedro—. ¿Quién dejó al niño aquí tirado para irse a Alemania?


—Lo dejó con la abuela.


—Y Maggie lo dejó conmigo. Y contigo. Así que… ¿Tiene brandy o no?


—No. Pero ahora que dices lo de los dientes —fue a la cocina y empezó a rebuscar en las estanterías. De repente se dio la vuelta y le mostró una botella marrón oscuro.


—¿Qué es eso?


—Es el remedio de la abuela. Extracto de vainilla —dijo, desenroscando la tapa mientras hablaba—. Espero que funcione.


Pedro también lo esperaba. Probablemente era algo parecido a lo del brandy.


—Ponlo en un bol —le dijo Pedro.


Ella hizo lo que le pedía. Pedro metió un dedo y lo introdujo en la boca de Hernan de nuevo. Le untó las encías con el ungüento. Hernan abrió mucho los ojos. Tosió un poco y entonces siguió mordisqueando los dedos de Pedro, aplastándolos contra sus encías.


—¿Mejor? —le preguntó al bebé.


Hernan resopló. Se recostó contra el pecho de Pedro y puso la cabeza sobre su hombro.


—Yo lo llevo —dijo ella.


Pedro sacudió la cabeza. No quería tener más visiones de Pau, con un bebé en brazos.


—Está bien —empezó a caminar por el salón lentamente con Hernan contra su pecho.


El pequeño seguía mordiéndole los dedos. No lloraba. El llanto se había transformado en unos quejidos suaves.


—Se le están cerrando los ojos. A lo mejor se va a dormir —dijo Pedro después de que Pedro le hubiera dado un par de vueltas a la habitación.


—Eso espero —dijo Pedro, pero siguió andando para asegurarse.


—Creo que está dormido —dijo Pau—. Se le está cayendo la cabeza.


El niño la tenía acurrucada contra su hombro. Ella tenía razón. Hernan se estaba convirtiendo en un peso muerto. 


Parecía que estaba dormido.


—Bueno —dijo Pau—. Gracias.


Pedro dejó escapar un gruñido.


—Fue idea tuya.


—Estoy seguro de que el brandy hubiera funcionado —le dijo ella—. Pero ya sabes lo que dicen los médicos. Y si Mariana se entera…


—Mariana no está. No tiene nada de qué quejarse.


—Pero lo haría —apuntó Pau—. Si yo lo hiciera, se quejaría.


—No os lleváis muy bien, ¿verdad?


Pau asintió.


—Siempre me ha tenido… mucho resentimiento. Cuando me mudé a vivir con la abuela y con Walter, no podía ni verme. Aunque ella sí tuviera padres, y los míos hubieran muerto, siempre estuvo… No sé… Celosa, supongo. Quería todo lo que yo tenía. Como tú… —Pau se detuvo abruptamente y cerró la boca.



—¿Cómo…? —Pedro arqueó las cejas.


—No importa. Está profundamente dormido. Mira.


Pedro no lo hizo.


—¿Como yo?


Pau abrió la boca y entonces volvió a apretar los labios.


—Tampoco es que hubiera supuesto una gran diferencia —dijo finalmente.


—Yo nunca he estado interesado en Mariana —señaló Pedro


No obstante, sí que recordaba que Mariana se le había acercado bastante en otra época.


—No tiene importancia, ¿verdad? —le dijo ella. Había un reto en su mirada.


—No quería hacerte daño —dijo Pedro, suspirando.


—Lo sé —dijo ella en un tono cortante—. Solo me estabas diciendo la verdad. Y ya está. Lo acepto. He pasado página —levantó la mano y exhibió su ostentoso anillo de compromiso ante él, por si no captaba el mensaje.


Pero Pedro sí que lo captó. Se puso tenso.


—Y has hecho… lo que quiera que sea que hagas, así que… Ya que Hernan se ha dormido, podemos acostarle, ¿no?


Parecía tan exhausta como molesta. Una vez más, Pedro sintió la necesidad imperiosa de estrecharla entre sus brazos. Pero ya tenía a alguien en los brazos.


—Claro. Vamos.


—Gracias —Pau le abrió la puerta para que pudiera poner a Hernan en su cunita.


Pedro lo hizo con facilidad y entonces dio media vuelta. La cama de Maggie estaba entre ellos, sin hacer, con las sábanas revueltas, porque Pau ya había estado durmiendo en ella.


Pau le miró desde el otro lado. Sus miradas se encontraron y todos los recuerdos de ella en la cama cayeron sobre él como una ola gigante. Pau, desenfrenada en sus brazos, temblorosa después del fragor de la pasión, clavándole las uñas en la espalda, enredando la lengua con la suya… Pero no solo la recordaba en la cama… También había otros recuerdos… Podía verla acurrucada contra su cuerpo, piernas entrelazadas, la mejilla sobre su pecho, su propia barbilla apoyada sobre una melena pelirroja y rebelde.


Pau apartó la vista.


—Enhorabuena —le dijo—. Lo has hecho —dio media vuelta y salió de la habitación.


Pedro se le quedó mirando. ¿Qué había hecho? No lo suficiente. Pero no iba a hacerlo… Ella estaba prometida, se iba a casar con otro hombre. Haciendo una mueca, tocó esas sábanas revueltas un instante y fue tras ella. Esperaba que ella le ofreciera una copa de vino, que le invitara a sentarse en el sofá, que le diera una oportunidad para relajarse un poco y celebrar que Hernan se había dormido por fin. Con eso se conformaba. Pero ella se fue directamente hacia la puerta de entrada y la abrió para él.


—Gracias, Pedro —le dijo rápidamente—. Buenas noches.


Él no podía esconder su sorpresa. Y ella no escondió su impaciencia por echarle de allí lo antes posible. Abrió la puerta un poco más, como si él se fuera a ir antes así. 


Pedro aflojó el paso, cruzó la habitación lentamente. Se detuvo justo delante de ella; estaban a unos centímetros de distancia. Él bajó la vista, la miró… Su piel parecía más pálida que nunca bajo las pecas de su rostro. Su pecho caía y subía con cada respiración.


—Buenas noches, Pedro —dijo ella entre dientes.


No le estaba mirando. Sus ojos miraban más allá del hombro izquierdo de él.


—Todavía no.


Ella levantó la vista nerviosamente.


—¿Qué quieres decir?


—Creo que me merezco un premio.


—¿Quieres una cucharada de extracto de vainilla?


Él sonrió. Y entonces, lentamente, observándola sin pestañear, sacudió la cabeza.


—No. Quiero esto.


Esa tarde, cuando la había besado, había sido algo impulsivo, instantáneo y espontáneo. Una prueba… Pero había sido demasiado poco. Quería más.


Y lo buscó. Tomó lo que quería, la tomó a ella. Y se tomó su tiempo, probando su sabor, moviendo su boca sobre la de ella, convenciéndola, abriéndole los labios…


Se preguntaba si ella le rechazaría, pero no lo hizo. Su boca sabía a miel y a azúcar… Era seductora, arrolladora.



Su boca se entreabrió. ¿Era sorpresa? ¿Era una bienvenida? ¿Ambas cosas? Pedro la oyó contener el aliento. Sintió cómo le temblaban los labios. Todo su cuerpo parecía estremecerse.


Pero en realidad ella no se movía. Estaba quieta. No le echaba de allí, pero tampoco le invitaba a entrar. No le devolvió el abrazo cuando la rodeó con sus brazos. En vez de eso, se quedó inmóvil, casi rígida. Y mientras la besaba, podía sentir la tensión que manaba de su cuerpo.


—¿Pau?


Ella cerró los ojos un momento. Los abrió de nuevo y le miró directamente a los ojos, sin pestañear ni una vez. Se soltó de él.


—Creo que esto es recompensa suficiente.


—Pau…


—Buenas noches, Pedro —le dijo, en un tono serio, inflexible. Pero sus mejillas la delataban. Y también su voz, quebrada.


No le era indiferente, por mucho que quisiera fingir lo contrario.


Pedro esbozó una sonrisa maliciosa.


—Que duermas bien, Pau.






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