sábado, 4 de febrero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 30




—¡Tú! —dijo reconociendo al hombre al verlo sin gafas ni gorra—. ¿Por qué estás haciendo esto, Jim?


—¡Mírame! —dijo Jim Dembo señalándose el rostro—. Soy una basura, mi vida es una basura. Tu familia y tú salisteis ilesos.


—Eso no es cierto. No olvides que mi madre murió en el accidente. Oí su último aliento de vida mientras tú estabas inconsciente en el asiento del conductor.


—No intentes salirte con la tuya. Sé cómo actúa tu familia. Muchas promesas al viejo Jim y poco más.


Jim había sido compensado económicamente, pero Paula sabía que el dinero no podía aliviar el dolor.


—Siento lo que te ocurrió, pero todos fuimos víctimas de un conductor borracho. Podía haberle ocurrido a cualquiera.


—¡Estáis en deuda conmigo y llevo mucho tiempo esperando!


Paula apretó los dientes y al ver que sacaba una pistola, se asustó. ¿Estaría pensando en matarla?


—¡Muévete!


—¿De quién es este sitio? ¿Tuyo? —preguntó Paula aterrorizada, mirando a su alrededor.


Quería que continuase hablando para que la viera como una persona y no como a un objeto. Pero Jim no contestó. La agarró y la empujó al interior.


Una vez dentro, Paula parpadeó para acostumbrar la vista a la oscuridad. En un rincón había un colchón con un puñado de mantas. En la pared de enfrente había estanterías con herramientas, botes de cristal vacíos y latas de provisiones para alimentar a un pequeño ejército. De pronto, cayó en la cuenta de que Jim había planeado aquello. Se sintió consternada y trató de contener el miedo que sentía en su interior.


—Y ahora, ¿qué?


—Esperaremos.



***

Habían pasado cuatro horas desde que Jim la secuestrara. 


Paula sentía frío hasta en los huesos por el aire de la montaña y se retorció en el viejo colchón. Deseaba sentir la seguridad de los brazos de Pedro, pero él estaba en el otro lado del mundo, con su padre enfermo y seguramente, ya habría iniciado los trámites del divorcio.


Paula se estremeció. Aquellos pensamientos no le resultaban de ayuda y comenzó a hablar.


—¿Qué piensa tu esposa Jenny de lo que estás haciendo?


—Mi esposa me abandonó —respondió Jim y sacó su teléfono móvil—. ¡Toma! Cuéntale a esa bruja lo que está ocurriendo.


Una voz adormilada contestó.


—¿Jenny? —preguntó Paula


—¿Quién es? ¿Sabe qué hora es? —preguntó la mujer enojada.


—Es importante. Su marido me ha hecho llamarla.


—¿Mi marido? Me divorcié de él hace cuatro meses —dijo y tras una pausa, añadió—. ¿Qué ha hecho? ¿Acaso está en apuros?


—Jenny, necesito que se tranquilice. Me llamo Paula...


Jim agarró el teléfono y se lo quitó.


—Jenny, he secuestrado a una mujer y no voy a dejarla ir hasta que me prometas que volverás conmigo. Si te niegas, voy a empezar a cortar trozos de su cuerpo y a enviártelos poco a poco, así que será mejor que vengas enseguida —dijo y colgó.


—Eso le enseñará a la muy bruja.


Aquel hombre estaba fuera de sí. No serviría para nada provocarlo. Tenía que pensar un plan para salir de allí. Quizá si le dijera que tenía que ir al baño...


Tomó la chaqueta y volvió a ponérsela. Fuera necesitaría estar abrigada.


—Hagamos la siguiente llamada. Marca el número de tu padre —dijo Jim más tranquilo, ofreciéndole el móvil—. Dile que quiero dos millones de dólares antes de mañana a las seis de la tarde. Luego me pasas el teléfono para que le diga dónde ha de dejar el dinero. Déjale bien claro que después de las seis, te cortaré un dedo cada hora, primero de las manos y luego de los pies, y se los iré enviando en tarros de cristal.


Paula miró las estanterías, repletas de herramientas y botes de cristal y sus dientes comenzaron a rechinar. Sintió náuseas y su estómago se revolvió.


Un sonido metálico la sacó de su ensimismamiento. Giró la cabeza y vio a Jim apuntándola con la pistola.


—Déjale claro que hablo en serio y sé breve, no quiero darles a esos bastardos la oportunidad de que me localicen. Si le dices quién soy, te disparo, ¿entendido?


Temblorosa, asintió.


—Venga, llama —ordenó Jim.


Marcó el número, rezando para que su padre contestara. 


Tras cinco llamadas, oyó un clic al otro lado de la línea.


—¿Dígame! —contestó una voz familiar.


—¿Pedro?


—Paula, ¿dónde estás?


La voz de Pedro tenía un tono de urgencia.


Paula se quedó pensativa y miró a cada lado. Jim la apuntaba con la pistola.


—No lo sé.


—¿Estás en peligro?


—Sí —confirmó y mostró una sonrisa tranquilizadora ante Jim, que le arrancó el teléfono de las manos.


Paula oyó que Pedro decía algo, pero no pudo comprenderlo. Luego, Jim le devolvió el aparato.


—No esperaba a Alfonso. Procura ser convincente, que tema por tu seguridad. Lo llamaré mañana a las seis para darle instrucciones de dónde debe dejar el dinero. Si para entonces no lo tiene, empezará la carnicería —y sonriendo con malicia, añadió—. Recuérdale lo mucho que lo amas, para que le sirva de incentivo a la hora de pedirle el dinero a tu padre.


Era evidente que no sabía que Pedro era millonario. ¿Habría cometido algún otro error? Antes de poder seguir pensando, oyó que Pedro la llamaba.


—Estoy aquí —dijo ella y repitió lo que Jim acababa de decirle.


—Escucha, ten cuidado con lo que dices. Necesito que me ayudes como sea. ¿Conoces a ese hombre?


—Sí —respondió. Estaba desesperada por darle alguna pista a Pedro sin ponerse en peligro—. Oh, Pedro. Siento mucho que tu padre esté enfermo. No lo he visto desde el hospital, cuando tu madre murió.


Paula confiaba en que se diera cuenta de que estaba hablando de su propia madre y de que el hombre al que no había visto desde el hospital era Jim.


—Ya está bien —dijo Jim—. Dile que lo quieres.


Deseaba mandarle al infierno. Apretó los labios y se quedó callada, pero de repente, volvió a ver la pistola.


—Te quiero.


Sus palabras tan sólo recibieron un silencio por respuesta. 


Sus piernas se doblaron y sintió que empezaban a temblar a la espera de que Pedro dijera algo.


—Te lo ha hecho decir él, ¿verdad? —dijo él al cabo de unos segundos.


—Sí.


Jim le quitó el teléfono.


—Quiero más pasión. Necesito que Pedro consiga de tu padre el dinero. Dile que estás embarazada.


Paula volvió a tomar el teléfono y oyó que Pedro la llamaba.


—Sí, estoy aquí. Hay algo que tengo que decirte. Estoy...


Paula se detuvo, cerrando los ojos.


—Paula, ¿qué demonios ocurre? —dijo Pedro, transmitiendo un pánico que nunca había percibido en su voz—. ¿Acaso te ha hecho daño ese canalla?


—Estoy bien. Bueno, no exactamente. Ahora mismo estoy cansada y no me encuentro bien —dijo y al ver que Jim la apuntaba con la pistola, rápidamente añadió—. Estoy embarazada.


De pronto aquellas palabras la hicieron recapacitar. Las náuseas, la pérdida de apetito, ahora todo tenía sentido. A pesar de las circunstancias, su corazón dio un vuelco. 


Realmente estaba embarazada. Lo imposible había sucedido.


—Vuelve a decírmelo.


—Estoy embarazada —repitió.


—No ha encontrado una manera mejor de torturarte, ¿no? Dile a ese bastardo que no pararé hasta dar con él y tendrá que vérselas conmigo. Y será mejor que no te ponga las manos encima o me ocuparé de él con mis propias manos.







LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 29




—¿Te has vuelto a casar? Deja que te dé la enhorabuena —dijo Alessandro abrazando a Pedro.


—Gracias —dijo Pedro comenzando a sentirse relajado.


—Llevas mucho tiempo desaparecido, Pedro.


—Sí, sé que debería haber venido antes a visitarte.


—Nunca llegué a entender por qué no aceptaste mi ofrecimiento de ayuda. Te hubiera conseguido los mejores abogados del mundo.


Pedro se encogió de hombros, pensando en lo estúpido que había sido al creer las mentiras de Roberto Chaves.


El pensar en un mundo sin Paula lo hizo estremecerse.


—Lucia no creyó en mi inocencia, así que, ¿qué sentido tenía tratar de demostrársela a un puñado de desconocidos?


Pedro, sólo te diré esto una vez. Tienes una vida por delante. Olvida a Lucia. Recuerda lo que tuvisteis, pero no la idealices.


—No quiero olvidarla, Alessandro —dijo Pedro, deseando poder dejar atrás el dolor.


—Lo sé. Yo también quería a mi hermana y la echo de menos. Pero no estaba ciego a sus defectos. No pienses que no sé que podía llegar a ser muy cabezota.


Pedro rió ante las palabras de Alessandro.


—Sí, a veces lo era.


—¡Muchas veces! Tenía tendencia a la depresión y era muy insegura. Recuerdo lo celosa que era, siempre le preocupaba que te enamoraras de una mujer más joven.


—Eso es absurdo —dijo Pedro mirando sorprendido a Alessandro.


—Es cierto. ¿Por qué crees que estaba tan furiosa de aquel desastre? Era su peor pesadilla hecha realidad.


—La amaba y nunca me sentí tentado por ninguna otra mujer —dijo Pedro, enfadado de que su lealtad y su honor fueran puestos en juego.


Aunque en el fondo, se sentía culpable. Se había sentido atraído por aquella joven de dieciocho años llamada Paula, aunque nunca habría traicionado a Lucia.


—Lo sé —dijo Alessandro dándole una palmada en el hombro—. Nunca dudé de ti ni por un instante y se lo dije a Lucia. Pero quería hacerte sufrir —añadió dejando escapar un suspiro—. Y ahora, aquí estás, enamorado de nuevo.


—Yo no... —comenzó a decir Pedro, pero se detuvo.


Alessandro tenía razón. Tenía una nueva oportunidad para ser feliz. Había llegado el momento de decirle adiós a Lucia.


Entonces, su teléfono móvil comenzó a sonar insistentemente y miró la pantalla. Al ver que era un número de Auckland, su corazón dio un vuelco.


—¡Pedro!


Al comprobar que era Roberto Chaves, sintió que las rodillas se le doblaban. Lo siguiente que le dijo, hizo que su cabeza comenzara a dar vueltas.


—Oye, ¿estás bien? —preguntó Alessandro preocupado, poniendo una mano en el hombro de Pedro, una vez colgó.


—Mi esposa ha sido secuestrada —contestó tratando de no mostrar el dolor que sentía.





LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 28




—¿Dónde está tu esposa? —preguntó Umberto Alfonso en su habitación privada del hospital.


La madre de Pedro, Bianca, estaba sentada en una silla junto a su cama, estrechando su mano mientras Bella servía un vaso de zumo.


Pedro comprobó que en tan sólo un día, el aspecto de su padre había mejorado.


—Está en Nueva Zelanda. Nos pareció que debía venir cuanto antes.


—Pero no me estoy muriendo. Deberías haberla traído contigo. Quiero conocer a la mujer que será la madre de tus hijos —y lanzando una mirada hacia Pedro, añadió—. El doctor me ha dicho que estoy muy bien para tener setenta años. Quizá yo mismo pueda ir a Nueva Zelanda a conocerla.


—Será mejor que esperemos un tiempo, papá —sugirió Pedro.


Aquélla estaba siendo una recuperación milagrosa, pensó Pedro entrecerrando los ojos. Sacudió la cabeza. No, no era posible. Umberto había sufrido un infarto. Quizá había exagerado la gravedad.


Su padre se incorporó, pidiéndole a Bella que acomodara los cojines. Pedro acudió solícito a su lado y cuando todo estuvo al gusto de su padre, tomó la palabra.


—Eres un viejo sinvergüenza.


La mirada de culpabilidad que le lanzó Umberto fue la muestra de que sus sospechas eran ciertas.


—Las noticias que me traes me hacen sentir mejor. Tienes que volver junto a tu nueva esposa. Dile que la familia quiere conocerla —dijo su padre sonriendo—. ¿Cuál es el nombre de la afortunada?


—Paula.


—Ah, Paula, bonito nombre. Una buena elección, hijo. ¿Y su apellido?


—Chaves —contestó Pedro reticente.


Su hermana ahogó un grito.


—¿Chaves? —repitió Umberto—. Ése es el apellido de la familia que...


—Espera, Umberto —dijo su madre—. Deja que Pedro hable.


—Es la hermana de la mujer que me acusó.


—No cometas un error, hijo mío.


—Tendréis que decidir por vosotros mismos.


—Quiero conocerla —intervino Bella—. La mujer que se haya casado contigo, tiene que ser muy especial.


La preocupación del rostro de su padre, comenzó a desaparecer.


—Le contaré a Paula que estáis deseando conocerla —dijo Pedro más decidido que nunca a detener los planes de divorcio de Paula.


—Estupendo —dijo su padre enormemente satisfecho.


—¿Por qué tengo la sensación de que papá estaba deseando que llegara este día? —murmuró Pedro a su hermana.


—Quizá porque no acabo de encontrar un marido y Claudia ya está casada. Y claro, tiene una hija, pero eso no cuenta. Tú eres su última esperanza de perpetuar el nombre de la familia.


¿Cómo iba a decirles que su esposa nunca tendría hijos?


Pedro. Deberías comunicar a los Ravaldi que has vuelto a casarte. Alessandro querrá felicitarte.


Pedro inclinó la cabeza. Había estado posponiendo aquella visita, que debería haber hecho en su anterior viaje a Milán. 


Pero el volver a ver a su cuñado, volvería a abrir viejas heridas. Después de todo, Alessandro había perdido a su hermana.


Pedro apretó los puños. Las dos mujeres que habían estado bajo su cuidado y protección, Rosa Chaves y Lucia Ravaldi, habían muerto.


—He quedado con Alessandro para vernos —dijo, confiando en que no le molestara su nuevo matrimonio.


Recordó los ojos verdes de Paula y los hoyuelos de su irresistible sonrisa. Lo había engañado. Pero era dulce, amable y lo único que quería era su felicidad.


Tenía que tomar lo que tenía, correr el riesgo. Pero lo del heredero... Miró las manos entrelazadas de sus padres. 


Paula le hacía sentir muchas cosas que nunca antes había experimentado.


De repente, la echaba de menos desesperadamente.



****


La bocina de un coche sonó fuera.


El coche había llegado más pronto que el día anterior. Le dolía la cabeza y su rostro evidenciaba la mala noche que había pasado.


Se había sentido tentada de meterse en la cama y pasar el día durmiendo, pero el trabajo la esperaba. Tenía que olvidar a Pedro y concentrarse en su carrera. Buscaría otro trabajo, al menos así no estaría junto al despacho vacío de su apuesto y peligroso amante.


Al oír de nuevo la bocina, tomó su portafolio y se dirigió a la entrada.


—Lo siento, Tymon, se me ha hecho tarde.


Un nuevo chófer, con gafas de sol oscuras, la esperaba junto a la puerta del coche. Arturo Pascal había tenido en cuenta su opinión acerca de Bob Harvey. Al sentarse en el coche, reparó en que el modelo era diferente.


—¿Tymon? —preguntó asustada.


El asiento trasero estaba vacío. Trató de abrir la puerta. Pero estaba cerrada. De pronto se dio cuenta de que hacía unos quince minutos que no veía a Tymon. La había avisado de que el desayuno estaba listo y luego había dejado de oírlo. 


¿Estaría también detrás de aquello? Su mente barajó la posibilidad de que estuviera muerto.


Paula golpeó la ventanilla con su portafolios, pero era blindada. Otra ventanilla oscura la separaba del conductor.


—Déjeme salir.


El coche arrancó a toda velocidad. Respirando entrecortadamente, Paula trató de controlarse para no dejarse llevar por el pánico. Aquello era lo que Pedro temía que pasara, pero no estaba dispuesta a dejar que nadie se saliera con la suya.




LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 27





Empujó con fuerza la puerta y entró decidida al despacho de su padre en la décima planta. Roberto Chaves comenzó a levantarse de su sillón, pero al ver quién había producido aquel alboroto, volvió a sentarse.


—Deberías haber avisado de que venías. Sé más profesional, Paula.


—¿Por qué le dijiste a Pedro que había amenazado con suicidarme?


—¿De qué estás hablando?


—¡No me mientas! Él me lo ha dicho. ¿Acaso pensabas que no lo haría?


Por un instante, pensó que su padre se inventaría algo para salir de la situación.


—¿Qué importancia tiene?


Pedro salió del país y se fue a trabajar a sitios terribles porque le mentiste. ¿Lo hiciste para quedarte con sus acciones de Chavesco?


—Fue un estúpido por creerme. Nunca pensé que se lo creyera tan fácilmente o que se sintiera conmovido.


Pedro es un hombre de buenos sentimientos.


¿Cómo podría amarla? Su familia siempre lo había engañado a menudo.


—Le dijiste que testificarías para decir que la prenda que se encontró en su cama era mía y que cuando me dijiste que lo ibas a hacer, juré suicidarme.


Roberto Chaves sacudió los hombros.


—Era culpable. Se merecía acabar en prisión.


La ira dio paso al desprecio.


—Nunca fue Cata. Fuiste tú el que puso aquella prenda en su cama.


Él se encogió de hombros.


—Me dijeron que habías estado en su habitación la noche anterior. ¿Quién se pensaba que era Pedro para flirtear con mis hijas?


Paula se quedó mirando a su padre.


—Gracias a Dios que Pedro no es como tú.


—Mira...


—No, escúchame y entiende lo que voy a decirte porque no lo repetiré. Pedro no me puso la mano encima por mucho que yo lo deseaba. Se mantuvo fiel a su esposa.


—Alfonso no se habría ido si nunca hubiera tocado a Cata.


—Cata mintió. Y tú lo pusiste en una situación difícil. Asustaste a su esposa y le dijiste que estaba dispuesta a suicidarme. Él era inocente y cuando su esposa murió, se quedó destrozado —dijo Paula—. ¿Fuiste infiel a mamá?


—¡No! —exclamó palideciendo—. ¡Nunca! Amaba a tu madre.


—¿Crees que le hubiera parecido bien cómo te comportaste con Pedro?


Su padre no dijo nada.


—A mamá le gustaba Pedro. ¿Y quieres escuchar algo irónico? Pedro se siente culpable de que mamá muriera. Cree que podía haberlo evitado.


—Eso es ridículo. Le pedí que os acompañara a tu madre y a ti a aquel concierto. Yo pensaba ir con Cata y encontraros allí. ¿Cómo podía ser responsable de aquel accidente?


—Cree que es culpable porque cambiaron los asientos en el último momento. Mamá quiso sentarse delante, en donde Pedro iba a sentarse. Cree que debería haber muerto él. Por eso fue tan amable conmigo tras el accidente, porque se sentía responsable de todo el dolor que estaba sufriendo. Y yo pensé que su compasión era algo más —dijo y mirando a su padre, añadió—. Y tú le premiaste arruinando su vida.


Su padre estaba destrozado.


—Nunca me di cuenta de que estuvieras tan afectada. Siempre se te veía tan tranquila... Pensé que tu juventud te había ayudado a soportar el dolor.


—Me quedé atrapada en el coche durante horas con mamá. La oí lamentarse y luego morir.


—¿Rosa no murió en el acto?


—La sentí morir y no pude hacer nada. Sólo tenía a Pedro. Él se quedó a mi lado y nunca me soltó la mano durante aquellas terribles horas.


Su padre rodeó el escritorio.


—No lo sabía. Pensé que había muerto en el acto —dijo entristecido—. Te defraudé y también defraudé a Rosa. Me fue muy difícil superar la muerte de tu madre —dijo ocultando el rostro entre sus manos—. Pensé que siempre estaría ahí y, de repente, una noche de verano, mi sueño se desvaneció. No sabía qué hacer, no sabía cómo sobreviviría a aquella soledad.


Paula tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta.


—Pensé que lo único que te importaba era el trabajo —dijo con lágrimas en los ojos.


—Eras demasiado joven para hablar.


—La muerte de mamá me hizo madurar —dijo dando un paso hacia su padre—. Todavía la echo de menos.


Los ojos de Roberto Chaves brillaron húmedos.


—Yo también —dijo abriendo los brazos.