lunes, 30 de enero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 13





¡Un hijo suyo!


—¿Es por eso que sugeriste la farsa de hoy? —le espetó Paula sorprendida de lo lejos que había llegado—. ¿Para poder vengarte?


Por la expresión de los ojos de Pedro, supo que había dado en el clavo.


—Así que querías obligarme a darte un hijo —añadió Paula poniéndose de pie, a punto de romper a reír con amargura—. No tenía nada que ver con protegerme de cualquier monstruo o con que recobrarás tu reputación. ¡Y lo peor es que te creí!


Eso era lo que más le dolía. En el fondo, había confiado en que su ayuda tuviera algo que ver con que sintiera algo por ella. ¡Qué estúpida!


De pronto, otra idea cruzó por su mente.


—¿Existe de veras ese hombre? ¿O es parte de tu imaginación, un fantasma que haces que nos persiga? —preguntó—. Nunca pensé que pudieras ser tan cruel.


Él la tomó por la muñeca y la hizo volver a sentarse.


—No es mi estilo andar asustando a la gente. No es ningún fantasma, no lo subestimes.


«Nunca subestimes a Pedro», se dijo Paula. Aunque fuera intimidador y peligroso, no le daba miedo. Ni siquiera se molestó en soltarse de él.


—¿Y la boda? ¿Era parte de tu plan?


Él se encogió de hombros y un mechón de su pelo cayó sobre su frente.


—Está bien, lo admito. La boda era lo más conveniente para llegar a buen fin.


Paula evitó acariciarle el pelo e ignoró el efecto que el contacto con él le producía, concentrándose en sus pensamientos. Aquélla no era una idea que se le hubiese ocurrido en un momento. Lo había planeado con tiempo y había aprovechado la ocasión cuando se le había presentado.


—¿Cuánto tiempo hace que planeabas esto? —preguntó ella de repente.


—Desde que mi abogado me avisó de que Catalina se había retractado. Entonces, tuve que abandonar mi plan inicial.


¡Así que era cierto que lo tenía todo planeado! Ella retrocedió, pero él la sujetó por la muñeca. Aquel ansia de venganza no compensaba la humillación que Pedro había sufrido.


—¿Cómo? —preguntó para hacerle continuar.


—Catalina decidió casarse y la bigamia es... un poco difícil.


Había planeado ir tras Catalina. Paula cerró los ojos imaginándoselo casándose con Cata. Habría arruinado la vida de su hermana. Al menos, Cata estaba a salvo con Manuel. Pero ella...


Al abrir los ojos, ya había tomado una decisión.


—No puedo hacer lo que quieres.


Por fin había escapado al control de su padre y no estaba dispuesta a someterse a las exigencias de otro hombre, especialmente si aquel hombre lo que buscaba era un hijo.


—Si ésa es tu última respuesta, tendré que poner en marcha el plan B —dijo y la soltó.


Paula se frotó la muñeca.


—¿El plan B? —repitió desconcertada.


—¿Pensabas que no tendría un plan alternativo? —dijo en tono amable.


—¿En qué consiste el plan B?


Pedro puso una rodilla al borde del sofá, acercándose a ella.


—Casarme con Paula, claro.


—Pero ya está casada. Y tú te has casado conmigo.


—Pero es un matrimonio fingido, ¿o acaso ya no lo recuerdas?


—No puedes casarte con Catalina. Ese plan ya lo has abandonado —dijo con el mismo tono de voz pausado que utilizaba para convencer a su hermana de algo.


—Puede que no. Casarme contigo sería más fácil... De hecho a los ojos de los demás, ya estamos casados —dijo mostrando una fría sonrisa.


Paula sintió un escalofrío y se apoyó en la esquina del sofá, abrazándose las rodillas contra el pecho.


—Pero si no accedes a lo que quiero, no tendré otra opción que ir tras Cata.


—¿Qué vas a hacerle a Catalina?


—Terminar con su matrimonio.


¡Por encima de su cadáver! No después de todos los años que había pasado cuidando de Cata y menos ahora que estaba felizmente casada.


—En los últimos cuatro años he ganado el dinero suficiente para el resto de mi vida. Y al morir mi esposa he heredado la fortuna que nunca quise tener. Mientras Lucia vivió, nunca toqué un solo céntimo suyo. Quería que saliéramos adelante por nuestros propios medios, sin la ayuda de su familia. Pero ahora que ya no está, voy a gastar cada céntimo de su herencia en romper el matrimonio de Catalina con Lester.


Armado con aquella fortuna y su insaciable deseo de venganza, Pedro era un arma letal.


—Créeme, Cata no podrá resistirse a los métodos que pretendo usar. La culpabilidad la corroe —dijo e hizo una pausa sacudiendo la cabeza—. ¿Cuánto tiempo crees que podrá resistirse? Como mucho, le doy seis meses.


Era cruel y despiadado. Su ansia de venganza no sólo destruiría el matrimonio de su hermana, sino a Cata también. 


Tenía que disuadirlo.


—¿Cómo puedes estar dispuesto a hacerlo?


—Ella destrozó mi matrimonio, mi vida sin ningún escrúpulo. Fui expulsado de la empresa de tu padre y del país por culpa de la mentira. No pude impedir que mi esposa perdiera el bebé que esperaba. No pude evitar que los demonios de tu padre la afectaran y murió. Dime ahora si debería tener alguna duda.


Sus ojos brillaban con ira.


—¿Y si te pudres en el infierno? ¿Acaso eso no te asusta?


—¿El infierno? —rió—. Ya estoy en él.


Paula se quedó mirando la frialdad de sus ojos. Había perdido la razón, llevado por aquella ira que excedía de todo lo que había visto en su vida. Así que decidió cambiar de táctica.


—¿Qué ocurrirá una vez nazca el niño?


Sabía que no le permitiría formar parte de la vida del pequeño.


—Nos divorciaremos y firmaremos un acuerdo por el que la madre ceda todos los derechos sobre el niño.


No podía dejar que aquello le ocurriera a Catalina. De pronto consideró la posibilidad de contarle todo a Manuel. No sólo iba tras su puesto en el consejo de Chavesco, sino que también quería a Catalina. Manuel amaba a Cata y se quedaría destrozado. Todo acabaría en una tragedia. Una tragedia que su propia familia había iniciado.


Pedro quería un hijo que enmendara todo el daño que le habían hecho en el pasado y dada su determinación, Paula dudaba que abandonara su plan. A pesar de su amargura, Paula podía imaginárselo como un buen padre, cariñoso y atento con el niño.


Sintió lástima por la decisión que había tomado, puesto que el bebé no tendría madre. ¿Cómo podía condenar al pequeño a esa vida?


—Claro que todo eso puede variar si accedes a casarte conmigo legalmente. Mañana mismo —dijo Pedro acercándose a ella e interrumpiendo sus pensamientos.


Al instante, su cuerpo la traicionó al percibir la calidez de su aliento junto a los labios. Se estremeció ante la trampa que le había tendido. Maldito fuera. Los había manipulado a todos: a su padre, a David, a Arturo,... incluso a ella.


Y maldito fuera su cuerpo también por desearlo de aquella manera.


Paula ladeó la cabeza. Si se casaba con él, le haría el amor y entonces... Su corazón dio un vuelco. La solución la sobresaltó. Era así de simple. Tenía la posibilidad de manipularlo a su antojo. ¿Sería capaz de hacerlo?


La oportunidad de descubrir lo que se sentía al hacer el amor con un hombre, algo que había deseado durante tantos años, se le presentaba ahora en bandeja. Pedro quería una esposa provisional. Si seguía esperando toda la vida, quizá nunca se le presentara una ocasión como aquélla.


Así que, ¿por qué dudaba?


Ella era la más inocente de todo aquello. No debía sentir escrúpulos por aprovecharse de él. Podía salvar el matrimonio de Cata, a la vez que disfrutar mientras pudiera. 


Había una cosa de la que sí estaba segura y era de que Pedro Alfonso debía de ser una bomba entre las sábanas.


Pero no quería que pensara que era fácil de convencer. 


Lentamente, soltó sus piernas y apoyó los pies en el suelo.


—¿Y si no soporto que me toques?


Se sintió ridícula al hacer aquella pregunta y levantó la barbilla.


—No creo que ése sea problema alguno, princesa.


—¿Me forzarás?


La mirada de Pedro se tornó gélida.


—No será necesario. A pesar de las acusaciones, la violación no ha sido nunca algo de mi estilo.


Alargó la mano y acarició la mejilla de Paula lentamente, hasta llegar a sus labios.


—Estos labios reaccionarán ante mis besos, lo sabes tan bien como yo. Así que dejemos de disimular —dijo colocándose a su lado.


Paula sintió que su cuerpo comenzaba a arder.


—¿Qué haces?


—Quiero mostrarte que no me encontrarás repulsivo. Deja que coloque mi boca junto a tus labios, en lugar de mis dedos.


Su corazón comenzó a latir con fuerza. Asustada, colocó las manos contra el pecho desnudo de Pedro.


—Déjalo. No necesito ese tipo de persuasión. Me casaré contigo.


Sus palabras tuvieron el efecto deseado. Pedro se separó de ella.


—¿Me darás el hijo que quiero?


Ella se quedó pensativa y tras unos instantes asintió.


—Con una condición: mañana iremos a firmar un acuerdo en el que te comprometas a no ir nunca tras Catalina.


—Eso nunca serviría ante un tribunal.


Paula lo miró. Sus ojos trasmitían resolución y pasión.


—Lo sé, pero por extraño que parezca, creo en tu palabra.


Paula se estremeció. Seguramente tampoco tendría ningún valor una vez descubriera su engaño, pero ése era un riesgo que tenía que correr.


LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 12




Pedro cerró la puerta de la suite nupcial y Paula lo observó con los ojos bien abiertos, buscando algo que decir para calmar la tensión que sentía al verse a solas con él. 


Pedro se detuvo a centímetros del sillón donde estaba sentada, se quitó la chaqueta y la arrojó suavemente sobre una silla.


—Tenías razón al pensar que quería más —dijo él rompiendo el silencio de la habitación.


Ella sintió pánico.


—¿Qué es lo que quieres? —preguntó ella desafiante.


Él se quitó la corbata y la dejó sobre la chaqueta. Paula dobló sus piernas y se sentó sobre ellas. El suave satén de su vestido nupcial acarició sus piernas, incrementando la sensación de cosquilleo en su piel. Paula lo miró llevarse la mano al cuello nuevamente y comenzar a desabotonarse la camisa. Ella trató de evitar mirar su bronceada piel y lo miró a los ojos.


—¿Qué crees que quiero? —preguntó él.


El corazón de ella dio un vuelco y se obligó a respirar hondo para controlar sus emociones.


—No precisamente eso, podrías haberlo tenido años atrás —dijo Paula.


—Eras poco más que una niña entonces. Pero las cosas han cambiado y ya no soy un hombre casado —dijo él.


—No, no es eso lo que quieres. Es... algo más —dijo ella suavemente, viendo que su actitud no correspondía a la de un hombre a punto de sucumbir a la pasión.


—Quiero lo que he perdido —dijo él.


Paula se puso seria.


—Tienes un puesto en el consejo de Chavesco. Y te han devuelto tus acciones. Yo misma me he encargado del papeleo, ¿recuerdas? —dijo ella.


—No es suficiente —dijo él.


—¿Entonces qué más quieres? —preguntó Paula.


—Quiero un matrimonio real. El lunes por la mañana iremos al Registro Civil y validaremos la ceremonia de hoy —dijo él en un susurro.


Pedro quería casarse con ella. Paula sintió que el corazón se le salía del pecho. ¿Pero por qué? ¿Qué era lo que él buscaba? Ciertamente no era su cuerpo.


—¿Por qué? —preguntó Paula.


—Porque quiero un hijo, un heredero —dijo él.


Ella se sintió defraudada. No necesitaba aquel matrimonio falso para recuperar su reputación.


—Me engañaste. ¡Me mentiste deliberadamente! ¿Sabes cuánto me duele eso? —dijo ella.


—¿Dolor? Yo conozco el dolor verdadero. La clase de dolor que te atraviesa como un cuchillo y se clava en tu corazón hasta que lo único que queda allí es un agujero negro, sin vida y sin sentimientos. ¡Nada! —dijo él hablando suavemente y con la mirada perdida—. Después de que Catalina me acusara, no tuve otra salida que dejar el país. Tu padre se aseguró de ello —continuó Pedro.


—¿Cómo...? —dijo Paula deteniéndose al instante, demasiado asustada como para preguntar qué había hecho su padre.


—Tu padre convenció a mi esposa de que yo iría a prisión si se me acusaba, aunque no le hubiese hecho nada a Cata, a menos que entregara mis acciones de la compañía y abandonara el país. No tuve elección y nos fuimos. Un mes después Lucia perdió a nuestro bebé. A los pocos días, se suicidó —concluyó Pedro.


Paula tembló ante la crudeza de sus palabras.


—Tienes que entender a mi padre...


—No. Él convenció a Lucia de que yo iría a prisión y no pudo soportar la idea de estar casada con un convicto que perseguía a jovencitas. Eso la mató —dijo Pedro.


Paula se llevó la mano a la boca.


—Lucia me suplicó que dejáramos Nueva Zelanda, que huyéramos como cobardes, incluso a pesar de que yo quería ir a juicio, mostrarle al mundo que me habían tendido una trampa. Tu padre me despojó de todo lo que tenía: mi dignidad, mi reputación, mi esposa y mi hijo —dijo él.


El silencio se prolongó. Paula no sabía qué decir.


—No puedo casarme contigo —dijo ella finalmente.


—¿Porque eres una Chaves? ¿Una princesa y yo un plebeyo?


Ella lo observó mientras se quitaba la camisa y se quedó sin aliento al ver su bronceado pecho y la fortaleza de sus brazos y hombros.


—No, no quiero casarme con nadie porque... —comenzó ella.


—No te equivoques, princesa. Sólo quiero una esposa durante una temporada —interrumpió él con una agria sonrisa y tiró la camisa lejos de él con una fuerza innecesaria.


Ella quitó sus ojos del pecho de Pedro y lo miró a los ojos, esperando que no notara el calor en sus mejillas.


—¿Y para qué quieres una esposa? —preguntó ella.


Lo tenía tan cerca que podía percibir el olor de su piel mezclado con el de su colonia y contuvo el aliento, decidida a no ceder al impacto que él tenía sobre sus sentidos.


—Vas a darme un hijo, a cambio del que yo perdí —dijo él.


Se quedó de piedra, totalmente desconcertada.


—No puedo hacer eso Pedro, no puedo casarme contigo —dijo ella pasando una mano temblorosa por sus delgados cabellos.


—Sí que puedes. Y me darás un hijo. Quiero que nazca legítimamente, que lleve el apellido Alfonso —dijo él.




domingo, 29 de enero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 11




El sábado siguiente, Paula sintió una gran curiosidad al observar al sacerdote en el altar.


El actor que Pedro había encontrado, parecía un auténtico sacerdote católico. Incluso la ceremonia pareció real.


Las flores blancas, el vestido color perla que llevaba, el ramo de flores que tenía entre sus manos e incluso la voz ¿ profunda con la que Pedro había pronunciado sus votos, hacían imposible creer que aquella boda era ficticia.


—Ahora puede besar a la novia —dijo el supuesto sacerdote, interrumpiendo sus pensamientos.


Paula se quedó de piedra. ¿Acaso Pedro no le había dicho que suspendiera aquella parte de la ceremonia? No quería besarlo y menos frente a las doscientas personas que habían sido invitadas con poco tiempo de aviso para darle más credibilidad a su boda ficticia.


Pedro inclinó su cabeza hacia la de ella y Paula cerró los ojos. El roce de sus labios fue suave, posándose sobre los de ella por un instante infinitesimal. Pero fue suficiente para que su corazón comenzara a palpitar con fuerza y sintió un calor naciendo desde sus entrañas.


Luego el momento se desvaneció y Pedro dio un paso atrás. 


Ella suspiró. ¿Se sentía aliviada de que el beso hubiera durado tan poco? ¿O hubiera preferido que la besara con la pasión de la que lo creía capaz?


—Ya casi hemos terminado. Enseguida podrás relajarte —murmuró él.


¿Relajarse? En dos horas se encerraría con Pedro en una suite nupcial y al día siguiente se mudarían a la casa que había comprado cuatro días atrás. Por primera vez, tenía dudas acerca de vivir a solas con él. Al menos en casa de su padre habrían estado constantemente rodeados por gente.


Ella observó su perfil y sintió un estremecimiento al imaginar aquellos labios acariciando su piel. Su mano apretó involuntariamente el brazo de Pedro, que giró la cabeza con una expresión de desconcierto en los ojos.


Ella tragó saliva y le sonrió tímidamente, deseando que no se percatara de su reacción. Tras unos segundos, él le devolvió la sonrisa. Paula respiró tranquila; Pedro no tenía idea de cómo su presencia la aturdía.


Siempre había sido así. Después de la muerte de su madre, había creído estar enamorada de aquel hombre que tanto apoyo le había ofrecido. Había llegado a creer que el dolor los acabaría de unir para siempre. Pero no había sido amor. 


Tan sólo se había sentido atraída por un hombre casado que no había sentido el menor interés en ella. Ahora tampoco lo tendría, teniendo en cuenta todo lo que los Chaves le habían hecho pasar.


Después de firmar en un registro falso y sonreír para el fotógrafo que su padre había conseguido, comenzaron el camino de vuelta desde el altar, acompañados de la música del órgano. Paula sintió que el corazón se le encogía. Los rostros sonrientes a sus lados se volvieron borrosos y por un instante deseó que todo aquello fuera real y no una farsa ideada para atrapar a un asesino.


Al llegar a la calle, aquel sueño se desvaneció. Paula entrecerró los ojos bajo la fuerte luz del sol de verano. El ruido de los reporteros también la sorprendió. Pedro la guió rápidamente rodeándola por los hombros, mientras la prensa los seguía.


Sintió la tensión del cuerpo de Pedro mientras la protegía ante cualquier amenaza que pudiera existir en la multitud. El gesto le provocó un sentimiento de calidez y afecto.


Un automóvil negro se detuvo frente a ellos y Pedro abrió la puerta. Al menos ahora ella sabía qué se sentía al ser una novia. Pedro también lo había hecho muy bien durante la ceremonia. Claro que él ya se había casado antes. Su primer matrimonio había estado basado en el amor y ciertamente no había sido un elaborado plan para atraer a un loco y atraparlo.


Pedro la introdujo en el automóvil que conducía un empleado de Chavesco, Bob Harvey. Nunca le había gustado aquel hombre y su mirada desafiante.


Una vez que el automóvil estuvo en marcha, Pedro la miró intensamente.


—Eres una novia muy guapa —dijo él.


Paula se sintió como un árbol de Navidad que acababa de ser encendido, brillante y luminoso. Curvó sus labios y observó su cuerpo elegantemente trajeado.


—Gracias. Tú tampoco estás mal —dijo finalmente.


—El día de la boda es el día de la novia —dijo Pedro.


—Ésta no es una boda de verdad —dijo ella, sintiéndose obligada a recordárselo.


Pedro lanzó una mirada de advertencia hacia la dirección del conductor.


Paula suspiró. ¡Aún estaban actuando! Aunque el conductor no podía escuchar a través del cristal. De pronto, se reclinó sobre el pecho de Pedro.


—¿Qué estás haciendo? —preguntó Pedro, que se había puesto tenso.


—Así pareceremos unos auténticos recién casados —dijo ella apuntando su índice hacia la ventana.


Pedro soltó una maldición al ver una motocicleta junto al coche, con uno de sus ocupantes portando una cámara.


—Un beso para la foto —gritó uno de los motoristas.


Pedro tomó su teléfono móvil y dio una orden directa a alguien al otro lado de la línea. Al segundo, un automóvil se interpuso entre ellos y la motocicleta, que tuvo que hacerse a un lado.


—Ya hemos llegado —dijo ella con alivio mientras el vehículo atravesaba un gran arco que daba entrada al hotel San Lorenzo.


Por más que él tratara de fingir que Paula no estaba teniendo ningún efecto sobre él, Pedro sabía que no era así. 


Había deseado besarla en la iglesia y disfrutó sintiendo su cuerpo contra el suyo camino del coche. Ahora la observaba mientras ella se movía de mesa a mesa, hablando con parejas, dedicando sonrisas y abrazando a amigas.


Había llegado el momento de irse y poner el plan en marcha.


Durante los últimos días, cada vez que miraba los ojos verdes de Paula, una extraña sensación lo invadía. Se había acostumbrado a la soledad desde que perdiera a Lucia y no sabía cómo manejar la confusión que Paula le producía.


Una pesada mano lo tomó del hombro.


—¿Todo bien? —preguntó Arturo Pascal.


Pedro apartó sus pensamientos y asintió. Al igual que acababa de hacer él mismo, el jefe de seguridad de Chavesco había comprobado la habitación. Nada le pasaría a Paula.


Casi en contra de su voluntad, Pedro la buscó con la mirada entre los invitados. Estaba de pie, no muy lejos de él, con su vestido de novia color marfil. Aquello era un convencionalismo, puesto que después de todo, ¿qué mujer hoy en día podía lucir un vestido inmaculadamente blanco? 


Nadie esperaba que la novia llegara virgen al altar hoy en día, pensó Pedro.


Pedro cerró sus puños. Ella nunca sería su esposa. Su verdadera esposa estaba muerta y enterrada. Pedro giró sobre sí abruptamente, metiendo sus puños en los bolsillos.


—Debes estar satisfecha contigo misma. Todo salió perfectamente —dijo Roberto Chaves—. Estás tan guapa como tu madre.


Pedro deseó que el hombre se callara. No necesitaba oír lo que no había dejado de pensar. También él había reparado en el parecido entre Paula y Rosa Chaves. ¿Qué le podía decir a aquel hombre? Pedro lamentaba que Rosa Chaves hubiera muerto por culpa de un conductor borracho. 


Lamentaba que Paula hubiera pasado el infierno de haber estado atrapada con el cuerpo muerto de su madre en el coche, tras el accidente. Y lo que más lamentaba era que Rosa hubiera cambiado su asiento por el de él. Debía haber sido él quien muriera aquel día, no la madre de dos hijas adolescentes.


Observó a Paula saludando a otra pareja. El hombre se hizo a un lado, dejándola hablar con una pelirroja. Pedro se dio cuenta súbitamente de que era Catalina. Era la primera vez que las hermanas estaban juntas desde que Catalina volviera el viernes pasado.


—Alfonso... —dijo Roberto.


—Es mejor que me llames Pedro, puesto que ya somos familia —dijo Pedro con una mirada burlona.


—Cuídala bien, no quiero que le pase nada —dijo Chaves con tono frío.


Chaves quizás estaba recordando la muerte de su esposa. 


Pero Pedro no estaba dispuesto a sentir empatía por aquel bastardo y su lado humano. Era mucho más fácil ver a Chaves como un frío tirano que como un hombre que había perdido a la mujer que amaba.



***

Paul vio cómo Pedro se encaminaba hacia ella, con su habitual expresión distante. David lo detuvo, y Paula suspiró aliviada.


—¿Estás segura de que esta boda ficticia funcionará? —preguntó Cata preocupada.


Paula tuvo un deseo repentino de haber dejado a Cata al margen.


—Arturo, papá y Pedro están convencidos. Trata de discutir con alguno de los tres.


—Pedro Alfonso me da miedo —dijo Cata con su exagerada teatralidad.


—¿Por qué lo hiciste, Cata? —preguntó Paula, aprovechando la oportunidad que las palabras de su hermana le ofrecía.


La piel de su hermana palideció.


—Tuve que hacerlo. Me sentía cada vez peor, así que se lo dije a Manuel, y me convenció para que acudiera a la policía. Me dijo que no se casaría conmigo hasta que dejara el nombre de Pedro limpio —dijo Cata.


Paula sintió horror. Si no hubiese sido por Manuel, el nombre de Pedro seguiría estando manchado por una infamia. Manuel había hecho que Cata se enfrentara a las consecuencias de sus acciones. Pero se había mantenido a su lado. Paula se sintió celosa. Aquel hombre estaba enamorado de su hermana, incluyendo sus defectos.


—¿Por qué acusaste a Pedro? —preguntó Paula y los ojos de Cata se inundaron de lágrimas.


—Paula, ¿no recuerdas cómo era todo? No, supongo que no. Estabas tan ausente tras la muerte de mamá y yo tan confundida —dijo Cata con la voz quebrada.


—Tranquila —dijo Cata evitando pronunciar una respuesta irritada al tiempo que posaba su suave mano sobre el brazo de su hermana.


¿Acaso nadie había notado su propio dolor, su propia angustia?


—Lo siento. Dijiste que no sabías nada de la vida cuando tenías dieciséis años. Bueno, yo tampoco. Yo tenía quince...


—Casi dieciséis —interrumpió Paula.


—Tenía la cabeza hecha un lío —dijo Cata, sin mirar a su hermana a los ojos.


Paula frunció el ceño, queriendo saber más. Pero no quería que su hermana montara una escena, ni que se hablara luego de altercados entre ella y Catalina. Sus preguntas tendrían que esperar.