lunes, 30 de enero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 12




Pedro cerró la puerta de la suite nupcial y Paula lo observó con los ojos bien abiertos, buscando algo que decir para calmar la tensión que sentía al verse a solas con él. 


Pedro se detuvo a centímetros del sillón donde estaba sentada, se quitó la chaqueta y la arrojó suavemente sobre una silla.


—Tenías razón al pensar que quería más —dijo él rompiendo el silencio de la habitación.


Ella sintió pánico.


—¿Qué es lo que quieres? —preguntó ella desafiante.


Él se quitó la corbata y la dejó sobre la chaqueta. Paula dobló sus piernas y se sentó sobre ellas. El suave satén de su vestido nupcial acarició sus piernas, incrementando la sensación de cosquilleo en su piel. Paula lo miró llevarse la mano al cuello nuevamente y comenzar a desabotonarse la camisa. Ella trató de evitar mirar su bronceada piel y lo miró a los ojos.


—¿Qué crees que quiero? —preguntó él.


El corazón de ella dio un vuelco y se obligó a respirar hondo para controlar sus emociones.


—No precisamente eso, podrías haberlo tenido años atrás —dijo Paula.


—Eras poco más que una niña entonces. Pero las cosas han cambiado y ya no soy un hombre casado —dijo él.


—No, no es eso lo que quieres. Es... algo más —dijo ella suavemente, viendo que su actitud no correspondía a la de un hombre a punto de sucumbir a la pasión.


—Quiero lo que he perdido —dijo él.


Paula se puso seria.


—Tienes un puesto en el consejo de Chavesco. Y te han devuelto tus acciones. Yo misma me he encargado del papeleo, ¿recuerdas? —dijo ella.


—No es suficiente —dijo él.


—¿Entonces qué más quieres? —preguntó Paula.


—Quiero un matrimonio real. El lunes por la mañana iremos al Registro Civil y validaremos la ceremonia de hoy —dijo él en un susurro.


Pedro quería casarse con ella. Paula sintió que el corazón se le salía del pecho. ¿Pero por qué? ¿Qué era lo que él buscaba? Ciertamente no era su cuerpo.


—¿Por qué? —preguntó Paula.


—Porque quiero un hijo, un heredero —dijo él.


Ella se sintió defraudada. No necesitaba aquel matrimonio falso para recuperar su reputación.


—Me engañaste. ¡Me mentiste deliberadamente! ¿Sabes cuánto me duele eso? —dijo ella.


—¿Dolor? Yo conozco el dolor verdadero. La clase de dolor que te atraviesa como un cuchillo y se clava en tu corazón hasta que lo único que queda allí es un agujero negro, sin vida y sin sentimientos. ¡Nada! —dijo él hablando suavemente y con la mirada perdida—. Después de que Catalina me acusara, no tuve otra salida que dejar el país. Tu padre se aseguró de ello —continuó Pedro.


—¿Cómo...? —dijo Paula deteniéndose al instante, demasiado asustada como para preguntar qué había hecho su padre.


—Tu padre convenció a mi esposa de que yo iría a prisión si se me acusaba, aunque no le hubiese hecho nada a Cata, a menos que entregara mis acciones de la compañía y abandonara el país. No tuve elección y nos fuimos. Un mes después Lucia perdió a nuestro bebé. A los pocos días, se suicidó —concluyó Pedro.


Paula tembló ante la crudeza de sus palabras.


—Tienes que entender a mi padre...


—No. Él convenció a Lucia de que yo iría a prisión y no pudo soportar la idea de estar casada con un convicto que perseguía a jovencitas. Eso la mató —dijo Pedro.


Paula se llevó la mano a la boca.


—Lucia me suplicó que dejáramos Nueva Zelanda, que huyéramos como cobardes, incluso a pesar de que yo quería ir a juicio, mostrarle al mundo que me habían tendido una trampa. Tu padre me despojó de todo lo que tenía: mi dignidad, mi reputación, mi esposa y mi hijo —dijo él.


El silencio se prolongó. Paula no sabía qué decir.


—No puedo casarme contigo —dijo ella finalmente.


—¿Porque eres una Chaves? ¿Una princesa y yo un plebeyo?


Ella lo observó mientras se quitaba la camisa y se quedó sin aliento al ver su bronceado pecho y la fortaleza de sus brazos y hombros.


—No, no quiero casarme con nadie porque... —comenzó ella.


—No te equivoques, princesa. Sólo quiero una esposa durante una temporada —interrumpió él con una agria sonrisa y tiró la camisa lejos de él con una fuerza innecesaria.


Ella quitó sus ojos del pecho de Pedro y lo miró a los ojos, esperando que no notara el calor en sus mejillas.


—¿Y para qué quieres una esposa? —preguntó ella.


Lo tenía tan cerca que podía percibir el olor de su piel mezclado con el de su colonia y contuvo el aliento, decidida a no ceder al impacto que él tenía sobre sus sentidos.


—Vas a darme un hijo, a cambio del que yo perdí —dijo él.


Se quedó de piedra, totalmente desconcertada.


—No puedo hacer eso Pedro, no puedo casarme contigo —dijo ella pasando una mano temblorosa por sus delgados cabellos.


—Sí que puedes. Y me darás un hijo. Quiero que nazca legítimamente, que lleve el apellido Alfonso —dijo él.




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