jueves, 26 de enero de 2017
UN SECRETO: CAPITULO 33
Aquella noche, Pedro insistió en ir a buscar a Paula a su apartamento para salir a cenar.
—Para celebrarlo —le dijo con firmeza cuando ella comenzó a protestar.
Pero mientras la ayudaba a subir a su coche, se dijo a sí mismo que era mucho más que eso. No quería perderla de vista, no le iba a dar la oportunidad de desaparecer, de llevarse de nuevo la alegría de su vida.
Cuando introdujo el coche en el aparcamiento de su edificio, oyó cómo ella se quedaba sin aliento.
—¿Vamos a tu ático? Pensaba que íbamos a cenar fuera.
—No te preocupes, no vas a tener que cocinar —contestó él, sonriendo irónicamente—. He pedido la cena a Le Marquis.
Su comentario tuvo el efecto deseado. Sorprendida, Paula rió.
—¿Le Marquis reparte a domicilio?
—En realidad, no —contestó Pedro, apagando el motor de su coche—. Han enviado a un chef para hacer que sea toda una experiencia Le Marquis.
—¿Va a venir un chef a tu ático? No debías haberte molestado tanto —dijo ella, mirándolo con sus bonitos ojos marrones, que reflejaban una leve incertidumbre.
—Pensé que en vez de salir a cenar fuera, preferirías relajarte un poco —comentó él—. Así que sube al ático, siéntate con los pies en alto y disfruta. No hay presión.
—¿No hay presión?
—No voy a tratar de seducirte.
—¡Oh! —exclamó Paula con algo parecido a la decepción reflejándose en sus expresivas facciones.
Pedro salió del coche y se acercó a abrir la puerta del acompañante.
Aquella noche no iba a tratar sobre sexo, sino sobre Paula.
Quería demostrarle lo especial que era.
Las puertas francesas del salón del ático estaban abiertas para que así entrara la calidez de aquella noche. Un chef francés estaba dándole los últimos toques al primer plato: una magistral combinación de lechuga, salmón ahumado y pepinillos. Al acercarse ellos a la mesa, el chef tomó la pashmina que llevaba Paula mientras Pedro separaba una silla para ella.
Una vez estuvieron sentados, el chef, que se presentó a sí mismo como Pierre, les dijo las opciones que tenían de segundos. Paula se decidió por el filete de pollo
con crema Roquefort y Pedro eligió boeuf Bourguignon.
Entonces Pierre se dirigió a la cocina y les dejó a solas.
Durante unos segundos el silencio se apoderó de la situación.
—¿Qué piensas realmente de los bebés? —preguntó por fin Paula.
—Estoy aturdido. Nunca me había visto como padre. Y menos como padre de gemelos.
Pero en aquel momento la posibilidad de casarse con Paula y la idea de convertirse en padre de dos miniaturas de carne y hueso, hijos de ella y de él, lo intrigaba tanto que quería convencerla de que se casara con él. Mejor antes que después. No quería perderse ni un momento de aquella experiencia tan impresionante.
—¿Estás enfadado? —quiso saber ella.
—¿Por qué debería estar enfadado?
—¿Por qué me quedé embarazada?
—Hacen falta dos personas para ello —contestó él, sonriendo.
—¿No se te ha pasado por la mente que yo quisiera atraparte para que te casaras conmigo?
—¿Es eso lo que te preocupa? ¿Piensas que tal vez yo te esté echando la culpa? ¿Qué estoy pensando que lo hiciste a propósito? —dijo Pedro, negando con la cabeza—. No lo pienso.
Paula suspiró y él la miró con intensidad.
—¿Qué es lo que te preocupa, Pau?
—No estoy segura de si lo comprenderías.
—Dilo. Podemos solucionarlo juntos. ¿Te preocupa que los bebés vayan a minar tu salud? ¿Qué vayas a perder tu identidad? No te preocupes por eso. Si quieres trabajar, podemos encontrar una salida. Sé lo importante que es tu carrera para ti.
—Es extraño —contestó Paula—. Siempre pensé que mi trabajo lo era todo para mí, pero hace un par de meses algo cambió. De repente me di cuenta de que podía abandonar Alfonso Diamonds, mi carrera, y que ello no cambiaría mi personalidad ni mis creencias.
—¿Te refieres a cuando descubriste que estabas embarazada?
—Eso fue parte de ello —respondió ella, mirándolo a los ojos—. Pero no todo. ¿Recuerdas que nos peleamos porque yo quería que pasáramos juntos las Navidades?
—Pau, no tenemos que hablar sobre rencillas del pasado. Hoy no. Vamos a celebrar lo del bebé… quiero decir lo de los bebés —se corrigió Pedro a sí mismo.
—Tengo que decirte una cosa —insistió ella—. Quería pasar aquellas vacaciones contigo porque necesitaba que me demostraras que nuestra relación tenía algún futuro.
Pedro acercó una mano por encima de la mesa y la posó sobre la de ella.
—Lo siento. Fui un egoísta.
—Pero yo no comprendí lo importante que era para ti pasar tiempo con tu padre en Byron Bay. No lo entendía. Me sentí herida al ver que nunca me invitabas a compartir las celebraciones de tu familia. Pensé que te avergonzabas de mí.
—Nunca me avergoncé de ti. Pero no quería que nadie supiera que estaba teniendo una aventura con alguien que trabajaba para mí. Si me avergüenzo de alguien, es de mí mismo. Debería haber sido más considerado.
—Y yo debería haberte dicho lo que quería —dijo Paula, entrelazando sus dedos con los de él—. Pero estaba destrozada. Por una parte tenía miedo de alejarte de mí, pensaba que romperías nuestra relación si yo sacaba el asunto… después de todo conocía tu postura. Pero por otra parte quería tratar el tema, quería un compromiso por tu parte.
—Compromiso que yo no estaba preparado para realizar.
—Entonces descubrí que estaba embarazada. Me llevé una gran impresión. Pero también descubrí que me gustaba la idea de tener un hijo. Estaba preparada para ello. Pero tú habías dicho…
—Que no quería gatos, niños… ¡y desde luego ningún anillo de compromiso!
Paula se quedó mirándolo, levemente asustada por la crítica que había hecho él de sí mismo.
—Sí, bueno. Así que cuando la prueba de embarazo dio positiva, supe que lo nuestro había terminado.
—Yo no estaba preparado para casarme —admitió él—. Lo siento mucho, Pau.
—Está bien. Yo regresé con el propósito de romper nuestra relación. Iba a ser muy firme. No te iba a decir nada sobre el bebé hasta que lo hubiera asumido yo misma.
—Pero no me lo dijiste ni en ese momento.
—Porque estaba enfadada contigo por no ofrecerme el compromiso que quería. Decidí viajar directamente a Auckland para la inauguración de la nueva joyería de la ciudad. Pero perdí el vuelo. Telefoneé a Vina, la secretaria de Raul, y ella lo arregló todo para que yo viajara con tu padre en el avión que posteriormente sufrió el accidente… aunque normalmente yo trataba de mantenerme tan alejada de él como me fuera posible.
—¿Por qué?
—Es una historia muy larga —contestó Paula.
—Tengo toda la noche —dijo Pedro, intuyendo que fuera lo que fuera lo que tenía que contar ella, era importante para su futuro.
Pero Pierre eligió ese preciso momento para salir de la cocina con la cena.
—Créme brúléede postre, ¿oui? —preguntó el chef.
Ambos asintieron con la cabeza.
En cuanto Pierre se hubo marchado de nuevo a la cocina y hubo cerrado la puerta tras de sí, Paula agarró su tenedor y su cuchillo. Durante unos minutos comieron en silencio.
—Mi madre trabajó para tu padre —dijo por fin ella—. Primero como empleada temporal y, después, como lo que de manera eufemística se califica como «acompañante de viaje».
Pedro sabía que debía haberse mostrado más sorprendido, pero no lo estaba. Aquello explicaba por qué la madre de ella le había resultado familiar cuando la había visto en el funeral.
—Por eso evitabas a mi padre, por eso me dijiste que lo despreciabas.
—Sí —contestó Paula, respirando profundamente—. Una vez husmeé en las cosas de mi madre y encontré una nota que le había enviado Enrique. Debió de haberla mandado después de una falsa alarma de embarazo. Me asustó.
—¿Qué decía?
—Que si se quedaba embarazada tendría que abortar.
—Oh, Dios mío —dijo Pedro, palideciendo.
—En lo más profundo de mi corazón pensé que tal vez tú fueras a exigirme lo mismo.
—Por eso no me dijiste nada cuando descubriste que estabas embarazada. Pero quiero que sepas que jamás te habría pedido que hicieras eso. Apenas puedo creer que él esperara que tu madre abortara si se quedaba embarazada.
—Siento haber dudado de ti —contestó ella, suspirando. Se sintió aliviada al haberse dado cuenta de que Pedro no era como su padre—. Sé que él era tu padre y que dices que quiso a tu madre, y que lamentó mucho la desaparición de tu hermano. Sé que lo admirabas. Pero yo jamás vi ese perfil suyo. Sólo vi al despiadado hombre de negocios que era un mujeriego. Estaba aterrorizada por si la aventura de mi madre terminaba rompiendo el matrimonio de mis padres.
—Te comprendo. Debió de haber sido muy difícil para ti convertirte en mi amante con todo ese pasado —dijo él, saboreando los últimos bocados de la cena.
—El día que fuimos a Miramare, dijiste que no eras capaz de resistirte a mí —comentó ella, sonriendo—. Bueno, el sentimiento es mutuo. ¿Qué posibilidad tenía? Tú eras guapo, inteligente y podías encandilar a quien quisieras. Traté con todas mis fuerzas de resistirme a ti, ¿pero cómo iba a hacerlo?
—Estás exagerando. ¿Discutiste sobre eso con mi padre aquel día en el aeropuerto? ¿Sobre la manera en la que trató a tu madre?
—No —contestó Paula, mirándolo a los ojos—. Discutimos sobre ti.
—Cuéntame, Pau.
—Él había descubierto… nuestra relación. Sabía que teníamos una aventura y que yo estaba viviendo en tu ático.
—¿Y…? —quiso saber Pedro, pensando que su padre debía de haber utilizado un detective.
—Quería que yo rompiera la relación. Me dijo que no era digna de ser pareja de ningún Alfonso. Quizá pudiera ser una amante, pero jamás una pareja oficial. «De tal palo, tal astilla», fueron sus palabras exactas.
Pedro contuvo las ganas de decir unas cuantas palabrotas.
Le molestó ver el dolor que reflejaban los ojos de Paula, dolor que alguien de su propia sangre había causado.
—Él sólo reafirmó que yo jamás sería suficientemente buena para ti, que siempre seguiría siendo la hija de una de sus amantes.
—Estupideces —dijo Pedro—. Nadie te ve como eso. Mi hermana te admira, y también Raul. Y a Dani también le gustas. La gente te respeta porque eres una mujer inteligente y elegante. No dejes que mi padre destroce tu confianza en ti misma. Él era un maestro en conseguir ese tipo de cosas.
—Eso no fue todo —continuó ella.
—Quiero saberlo todo, cada detalle, por muy minimo que consideres que sea.
—Subimos al avión y una vez allí me amenazó. Me dijo que si me negaba a romper contigo me echaría y a ti te desheredaría —explicó Paula con el dolor reflejado en los ojos—. Pero que si hacía lo que él quería, conservaría mi trabajo y él consideraría no dejarle todas sus acciones a su hijo mayor. Yo pensaba que se refería a Karen. Jamás se me ocurrió que pudiera estar hablando de Dario.
—¿Tú qué dijiste? —preguntó Pedro con la furia reflejada en la voz.
—Yo ya había decidido romper contigo, así que le dije que renunciaba a mi trabajo y me bajé del avión.
—Bien por ti —dijo él, impresionado ante todo aquello.
—Estaba furiosa y disgustada. Al bajar del avión, casi me choqué contra Marise, que en aquel momento subía por las escalerillas. Estaba demasiado tensa como para venir al ático. Sabía que te tenía que ver para decirte que todo se había acabado, pero quería tiempo para pensar. Había renunciado, así que no podía regresar al trabajo a la mañana siguiente… Además, se suponía que yo estaría en Auckland.
—¿Adónde fuiste?
—Se estaba haciendo tarde, así que fui a mi apartamento. Sabía que en poco tiempo me mudaría a vivir allí de nuevo. Creí que tú pensarías que yo ya estaba en Auckland, por lo que tenía un día de gracia.
—Cuando el avión desapareció, me enviaron por fax la lista de pasajeros… en la que todavía figuraba tu nombre. Casi me muero —confesó Pedro. Aquél había sido el peor momento de su vida—. Traté de telefonearte con la inútil esperanza de que hubieras decidido ir de otro modo. Pero no contestabas al teléfono.
Él había pensado que Paula había muerto y el dolor se había apoderado de sus sentidos. También lo había invadido un sentimiento de culpa al percatarse de que estaba más preocupado por su amante que por su padre.
—Apagué mi teléfono móvil —explicó ella—. No quería hablar contigo. No hasta que decidiera qué iba a decirte para terminar la relación. Pero entonces fue demasiado tarde. Oí en las noticias que el avión de tu padre había desaparecido.
Así que fui a buscarte, ya que pensé que me necesitarías. ¿Por qué nunca me dijiste que pensaste que había muerto?
—Cuando aquel día regresé a casa después de una jornada terrible y te encontré sentada delante de la televisión viendo las noticias sobre la desaparición de mi padre, había demasiadas cosas que hacer que requerían que yo estuviera centrado. Pensé que ya habría suficiente tiempo después para tratar de paliar lo vacío que me había sentido.
—Fue entonces cuando comenzaste a sospechar que había algo entre Enrique y yo —dijo ella.
—No ayudó el hecho de que tú te apartaras cada vez más de mí. Eso no me tranquilizó mucho.
—Yo me sentía infeliz… y estaba embarazada. Tenía que terminar nuestra relación, pero tú estabas muy dolido. ¿Cómo iba a ser tan insensible de apartarme de ti en un momento tan duro como aquél?
—Y yo no te puse las cosas muy fáciles —reconoció él, que había estado muy centrado en sus propias preocupaciones y disputas familiares.
Pero al haberse enterado de que Paula estaba embarazada, había descubierto que sí que quería casarse. Nada le haría más feliz que tener un futuro con ella y con sus hijos.
Amaba a Paula. No lo había descubierto de repente, sino que había sido algo gradual. Le había llevado un tiempo darse cuenta de que lo que sentía por ella era amor.
Quería compartir el resto de su vida con Paula.
Quería que ella fuera su esposa.
Pero no podía culparla por rechazarlo. Había vivido con ella y jamás había intentado convertirla en algo más que en su amante. Era normal que pensara que él no era mejor que su padre y no sabía cómo iba a convencerla de cuánto la necesitaba.
—Paula… —comenzó a decir, tendiéndole una mano.
—El postre está delicioso —interrumpió Pierre, saliendo en ese preciso momento de la cocina y dejando en la mesa los postres—. Delicioso.
—Gracias, Pierre —dijo Pedro, apartando la mano y reprimiendo la necesidad que sentía de acercarse a Pau.
—He preparado café. Está en la cocina, junto con dos tazas. Ahora yo me tengo que marchar, ¿oui?
—Oui —concedió Pedro
miércoles, 25 de enero de 2017
UN SECRETO: CAPITULO 32
Tras aquella semana tan ajetreada, Paula estuvo casi todo el fin de semana durmiendo. No había duda de que su cuerpo estaba cambiando, se estaba hinchando, engordaba cada día. Mientras se dirigía en coche hacia el trabajo el lunes por la mañana se dijo a sí misma que después de la exposición iba a compensar todo el estrés que estaba sufriendo e iba a estar una semana entera durmiendo.
Su día laboral no comenzó bien. Cuando entró en la sala de exposiciones le informaron de que Emma, una de las dependientas, había telefoneado diciendo que estaba enferma y les había dejado cortos de personal. Y después, esbozando una gran sonrisa, Candy dijo que habían vendido el diamante rosado que tanto le gustaba a ella.
Pero al enterarse de que Pedro había estado ya por allí y que se había marchado para asistir a una reunión en Pitt Street, se tranquilizó un poco. Suspiró silenciosamente. Por lo menos tendría un poco de tiempo para prepararse para verlo de nuevo.
A mediodía, tras haber atendido a muchos clientes y haber estado varias horas de pie, necesitó un descanso. Se preparó un té y se dirigió a su despacho para ponerse al día con sus correos electrónicos. Y allí la encontró Pedro, que entró en la sala, cerró la puerta despacio tras de sí y se apoyó contra ella. Paula se puso tensa, temerosa de una confrontación tras su último encuentro… en el que había rechazado su oferta de matrimonio.
—Hola, ¿cómo te encuentras? —preguntó él con algo curiosamente parecido a la dulzura reflejado en los ojos.
—Estoy cansada. Estoy ganando más peso del que debería.
Pedro se acercó a ella y repentinamente el espacio del despacho pareció muy pequeño.
—¿Puedes sentir cómo se mueve el niño?
—No, pero mi tripa está creciendo. ¿Quieres tocarla? —sugirió ella.
—Tendré cuidado —aseguró él, a quien se le iluminó la cara.
Paula sintió un nudo en la garganta al observar cómo Pedro se arrodillaba delante de ella y colocaba cuidadosamente las manos sobre su tripa.
—Ya se nota un poco tu embarazo —comentó él, acariciándola.
—Estoy engordando.
—Tú nunca estarás gorda. Eres preciosa, Pau.
—Gracias —dijo ella, mirándolo.
Pedro le estaba acariciando la tripa con mucha delicadeza y ella dejó de sentirse tan cansada y tan pesada. Todo porque él le había dicho que era preciosa.
—Durante la hora de comer tengo una cita para realizarme mi primera ecografía —le informó. Entonces vaciló un poco—. ¿Te gustaría venir?
—Nada me detendrá —contestó él con el placer reflejado en la mirada.
***
Mientras esperaban en la consulta del médico, Pedro le agarró la mano. Cuando llegó el momento de entrar, Paula le presentó al doctor Waite, el cual no pudo ocultar su sorpresa al conocer al señor Alfonso. Entonces ella fue a cambiarse de ropa y, cuando regresó, vestida con un camisón de hospital, una enfermera le indicó que podía tumbarse en una camilla.
Paula se tumbó donde le habían indicado y Pedro se sentó en una silla que había al lado. Le tomó de nuevo la mano mientras la enfermera le cubría a ella la tripa con un gel muy frío.
Segundos después, el doctor Waite indicó la pantalla.
—Mirad, ahí está el feto.
—Puedo verlo —dijo Pedro, apretándole aún más la mano a ella.
Paula lo miró y vio que estaba observando la pantalla con la intensidad que normalmente reservaba para los balances.
—Paula, aquí está la razón por la que has estado tan cansada y hambrienta. Así como también la razón de que hayas ganado tanto peso —continuó el médico.
—¿Qué es? ¿Qué hay mal? —preguntó ella, ansiosa.
—Hay otro corazón latiendo.
—¿Otro? —repitió Paula, desconcertada. Miró la pantalla y trató de comprender.
—Son gemelos —dijo Pedro—. Por el amor de Dios, eso es lo último que esperaba.
Paula se estremeció.
Pedro iba a arrepentirse de haberle propuesto matrimonio e iba a salir corriendo de allí. Y ella no podría culparlo. ¿Por qué iba a quedarse con la embarazada hija de un mecánico, que estaba esperando gemelos, cuando podía elegir a la mujer más bella de Sidney?
—¿Hay gemelos en tu familia, Paula? El gen de los gemelos puede ser hereditario por parte de la madre —explicó el doctor Waite.
—Mi madre tiene una gemela —contestó ella, tratando de concentrarse. Estaba muy impresionada.
Pero entonces Pedro la miró y ella pudo ver que no estaba esbozando la expresión de un hombre que estaba a punto de salir corriendo. Si no hubiera sabido como era él, si no hubiera sabido lo cauteloso que era acerca de perder la libertad que le ofrecía su lujosa vida de soltero, quizá habría sido lo suficientemente tonta como para pensar que el brillo de sus ojos, la emoción que reflejaban, era amor.
UN SECRETO: CAPITULO 31
—La cena estaba de rechupete, mamá. Gracias.
Sara Chaves, que estaba metiendo los platos en el lavavajillas, se dio la vuelta y sonrió.
—¿De rechupete? Hacía años que no te oía utilizar esa expresión.
—¿Dónde puedo colocar esto? —preguntó Paula, sujetando varios platos en la mano
—Dámelos a mí, amor.
—Mamá… —comenzó a decir Pau—. Quería decirte que Pedro me ha pedido hoy que me case con él.
—¡Oh, Paula! Eso es mará…
—Le he dicho que no.
—¿Le has dicho que no? ¿Pero por qué? —quiso saber Sara Chaves, confundida—. Es tu sueño hecho realidad.
—No, mamá. En realidad, es tu sueño hecho realidad.
Sorprendida, su madre dio un pequeño grito.
—Yo sólo quería el amor de Pedro —añadió Paula—. Quería que él se sintiera orgulloso de proclamarlo al mundo y que no me mantuviera oculta como si yo fuera un sórdido secreto. Sin su amor, un anillo de compromiso, incluso con el mejor diamante Alfonso, no tiene valor.
—Pero tú lo amas, lo admitiste el día de Año Nuevo —comentó Sara, mirando a su hija.
—Si recuerdas, también te dije que todo era unilateral. Yo era la única que tenía aquellos sentimientos. E iba a volver para romper la relación.
—Pero no lo hiciste. Así que pensé…
—Porque sólo unas horas después el avión en el que viajaba el padre de Pedro desapareció.
—Quizá tu amor sea suficiente —insistió su madre, acercándose a ella.
—No, mamá. Nunca puede ser suficiente. Tú deberías saberlo.
Sara palideció y esbozó una mueca. Paula se sintió muy mal y le acarició el brazo para reconfortarla.
—Lo siento. No debí haber dicho eso.
—¿Qué no debías haber dicho el qué?
En ese momento oyeron el ruido de unas ruedas acercándose, señal de que Carlos Chaves entraba a la cocina.
—Hola, papá —saludó Paula.
—Voy a preparar té para todos —anunció su madre, apresurándose a entrar en la despensa.
—¿Quieres helado de vainilla? —le preguntó Paula a su padre, esbozando una forzada sonrisa.
—Quizá un poco más tarde —contestó Carlos con una atenta mirada—. No le estarás haciendo pasar un mal rato a tu madre, ¿verdad, Pau?
—Le he contado que Pedro Alfonso me ha pedido que me case con él y que yo me he negado
—Seguramente sea lo mejor.
—Tienes razón —concedió Paula, que no comprendía por qué le dolía tanto aquello—. Pero, papá, desearía haber dicho que sí.
—Ven aquí —dijo su padre, tendiéndole los brazos.
Paula aceptó complacida el abrazo de su padre y lo abrazó a su vez con torpeza. Olió el aftershave que su madre le compraba todas las Navidades… y humo de tabaco.
—Has estado fumando.
—Shh… no se lo digas a tu madre.
—Papá, no deberías tener secretos —lo reprendió Paula en voz baja.
Todo el humor desapareció de la situación cuando vio la expresión de la cara de su padre.
—Buen consejo, Paula. ¿Cuándo pretendes contarnos que estás embarazada?
—¿Embarazada? —dijo ella, sintiendo cómo se quedaba pálida.
—Sí. Estás embarazada de Pedro Alfonso
—¿Cómo te has enterado?
—Observando un poco. En el funeral te pusiste enferma y te has estado quejando de que sientes náuseas. No bebes café. Tu madre se comportó igual cuando estuvo embarazada de ti.
El sonido de porcelana chocando entre sí captó la atención de ambos y vieron a Sara salir de la despensa.
—¿Estás embarazada? —preguntó la señora Chaves, impresionada—. ¿Tiene tu padre razón? ¿Estás embarazada de un hijo de Pedro?
Paula asintió con la cabeza.
—¿Se lo has dicho a él? —quiso saber Sara.
—Sí.
—¿Por eso te pidió que te casaras con él?
—Quizá. Creo que sí. No lo sé. ¡Oh, mamá, estoy hecha un lío! —contestó Paula.
—Debería haber sabido que un Alfonso no te traería más que dolor.
—Ya he terminado mi relación con él.
—Tienes que dejar de trabajar en Alfonso Diamonds —dijo su madre, sentándose en una silla.
—He dimitido, pero voy a echar de menos mi trabajo.
Y a Pedro también. Insoportablemente.
Más tarde, cuando su madre la acompañó a la puerta para despedirla, le habló muy seriamente.
—Tu padre me ha perdonado, Paula. ¿Por qué no puedes hacerlo tú?
—¿Cómo pudiste dejar que Enrique Alfonso te sedujera?
—Es muy difícil de explicar. Enrique era tan persuasivo… Atractivo, exitoso, rico. Era viudo. Me apreciaba —contestó Sara, respirando profundamente—. Comenzó como un pequeño coqueteo…
—¿Con tu jefe? —dijo Paula, levantando una ceja.
—Yo era una empleada. Todo era tan duro por aquel entonces… Antes de darme cuenta, estaba en su cama —se sinceró su madre con la tristeza reflejada en los ojos—. Tu padre estaba de muy mal humor después del accidente. Tú tenías sólo diez años cuando ocurrió… cuando aquel coche cayó sobre él y le destrozó las piernas. Las cosas fueron muy difíciles. Sin mi trabajo, sin Enrique Alfonso, todo habría sido mucho peor. Enrique fue mi válvula de escape. Me dio un trabajo, me llevó a lugares que yo jamás había visitado, me compró ropa que yo no me podía permitir. Con él vislumbré otro mundo y me hizo sentir como una princesa.
—Pero estabas casada, mamá.
—Lo sé. Y le hice daño a tu padre. Pero peor todavía: tú lo descubriste y no te gustó nada. Tu desaprobación me hizo sentir muy culpable. Incluso casi me sentí aliviada cuando Enrique lo arregló todo para que fueras al Pymble Ladies' College y pagó tu estancia allí. Tu padre y yo jamás habríamos sido capaces de darte una educación tan estupenda.
Paula siempre había sospechado que Enrique la había querido apartar del camino mientras mantenía una aventura con su madre. A él no le había caído nada bien ella y había odiado cuando su madre la había llevado como acompañante en aquellas tardes de viernes en cafeterías apartadas. Pero claro, su madre le había hecho jurar que no diría nada de aquellos encuentros y ella se había sentido como una cómplice silenciosa.
Aunque lo peor había llegado cuando, al ser ella una quinceañera, había leído las notas y cartas que Enri le había escrito a su madre. Había encontrado la caja en la que Sara las había escondido en una estantería de su armario y las había leído todas. Algunas eran seductoras, incluso románticas. Y otras eran realmente aterradoras… como la nota que había mandado Enrique tras una falsa alarma de embarazo en la que dejaba claro que si su madre se quedaba embarazada iba a tener que abortar.
—¿Me perdonarás alguna vez? —preguntó la señora Chaves con la preocupación reflejada en la mirada.
Paula parpadeó para apartar la humedad de sus ojos.
—Oh, mamá, te perdono. Quizá porque en realidad lo comprendo mejor de lo que piensas. Yo he cometido el mismo error: me he enamorado de mi jefe. Pero he sido más estúpida de lo que jamás lo fuiste tú, porque me he quedado embarazada.
—Por lo menos tú no estás casada con otro hombre, un hombre herido que te necesita. Ni tampoco tienes una hija pequeña esperándote en casa mientras tú estás viéndote con tu amante. Por lo menos Pedro Alfonso se ha ofrecido a casarse contigo.
—Oh, mamá —dijo Paula.
Recordó cómo había odiado el enterarse del verdadero significado de los encuentros de su madre con Enrique y de la procedencia del dinero para pagar su elitista colegio para señoritas.
A pesar de su renuencia a mantener ningún tipo de relación con Enrique Alfonso, había aceptado el trabajo que él le había conseguido al cumplir diecisiete años, ya que suponía una válvula de escape para marcharse de Melbourne. La había aliviado alejarse de la extraña relación que compartían sus padres y tener independencia económica. Irónicamente, el tener a su hija alejada había conseguido que Sara recuperara la cordura y que rompiera su relación con Enrique, así como que abandonara su empleo. Pero Paula ya se había ido, por lo que no había estado allí para ayudar a su madre a recomponer su vida.
Puso una mano encima de la que su madre tenía sobre su brazo y le dio un apretón.
—Me comporté como una mocosa mimada, ¿verdad?
—Tenías todo el derecho; yo jamás debí tener ninguna aventura amorosa. Te puse en una situación imposible. Fuiste muy fiel a tu padre.
—Debió de haber sido difícil para ti.
—Lo fue. Pero Enrique me ofreció una válvula de escape, tiempo alejada de casa, tiempo durante el que podía fingir que el accidente de tu padre nunca había ocurrido.
—Oh, mamá, te quiero.
Sara esbozó una agridulce sonrisa.
—Los Alfonso son increíblemente ricos. Pedro siempre fue un joven encantador. Educado. Pero todo lo que quiero para ti es que encuentres a alguien que te quiera.
Paula abrazó a su madre.
—Con el amor que papá y tú sentís por mí… y el bebé, ¿por qué voy a necesitar un marido?
UN SECRETO: CAPITULO 30
Durante la mañana, aunque estaba extremadamente ocupada, Paula no pudo dejar de pensar en la reacción de Pedro ante su anuncio de que estaba embarazada.
Había esperado que él se sintiera atrapado, ya que nunca había querido una familia. Ya tenía suficiente con sus obligaciones respecto a la empresa y a su propia familia.
Había esperado que se hubiera quedado muy impresionado.
Pero lo que no se había esperado había sido el aparente deseo de él de estar involucrado en la vida del bebé más allá de un apoyo financiero. El comentario que había hecho sobre la custodia compartida la había dejado extremadamente impresionada.
Pero teniendo la exposición tan cerca, apenas tenía tiempo para respirar y mucho menos para pensar en acuerdos sobre custodia. Tenía que arreglar los últimos detalles y habló frecuentemente por teléfono con Karen, con Holly, con los encargados del servicio de comida y de la seguridad del evento, así como con los propios diseñadores.
Un par de horas después, Karen estaba en una reunión y no podía responder llamadas telefónicas, por lo que Paula tuvo que hablar por teléfono con Pedro. Acordó ir a Miramare para elegir algunos de los cuadros de Enrique, cuadros que se iban a colgar en el vestíbulo para la exposición.
—Te veré en Miramare dentro de una hora —dijo Pedro sin mencionar el embarazo.
—No, no —lo último que quería ella era verlo de nuevo aquel mismo día. Necesitaba tiempo para pensar en su reacción—. Simplemente dile a Marcie que voy a ir.
—Yo estaré allí.
Entonces la llamada telefónica terminó.
Paula se sintió invadida por un sentimiento de aprensión al aparcar el coche delante de la mansión de los Alfonso por segunda vez aquella semana. Tenía calor, estaba irritada y no se encontraba bien.
Y, por supuesto, Pedro tenía un aspecto estupendo. Estaba muy bien peinado y no tenía señales de sudor.
Se acercó a él y de nuevo se sintió impresionada ante la belleza de aquella casa. Entraron al salón principal, donde ella eligió dos cuadros de pintura moderna que irían muy bien con el espíritu de la exposición. Pedro prometió que se los mandaría.
En otro de los salones, un gran cuadro de la familia pintado al óleo dominaba una de las paredes. Paula se detuvo para admirarlo. Una joven y muy guapa Úrsula, vestida de blanco, estaba arrodillada sobre la hierba debajo de un roble. A su lado, de pie, había un niño pequeño, tal vez Dario, que abrazaba un osito de peluche. También había un cochecito de bebé con una pequeña dentro vestida de rosa.
Enrique estaba de pie detrás de la familia y en las praderas que los rodeaban había hermosos caballos. Era un cuadro que reflejaba una felicidad absoluta.
—Tú no estás ahí —comentó Jessica.
—Yo todavía no había nacido —contestó Pedro sin mirar el cuadro—. Mi madre estaba embarazada de mí en aquel momento.
Durante un momento, ella pensó que iba a decir algo sobre su propio embarazo, pero no fue así.
—Mira, ¿por qué no utilizas este cuadro de aquí para la exposición? —sugirió entonces él.
—Ahora voy a verlo —respondió Paula. Pero no se movió. Su atención estaba centrada en Úrsula Alfonso.
Vio la pequeña tripa que se podía ver debajo del vestido, que en realidad la ocultaba muy inteligentemente.
—Tu madre parecía muy feliz.
—Ese cuadro se pintó antes de la… desaparición de Dario. Después de aquello ella se deprimió mucho y cuando yo nací las cosas empeoraron aún más.
—Algunas mujeres se sienten bajas de ánimo cuando dan a luz —dijo Paula, que había leído sobre ello. De hecho, había leído todo lo que había podido sobre el embarazo y el parto.
—Su depresión provocó que se alejara de mi padre. Pero él estuvo siempre allí. Sólo después de que ella muriera comenzó a tener relaciones con otras mujeres.
—Tu padre nunca trajo aquí a sus amantes, ¿verdad?
—¿Qué?
—Tu padre mantuvo sus relaciones sentimentales en el trabajo, separadas de su familia.
—Si te refieres a que tuvo relaciones con secretarias, sí, así fue, mantuvo sus relaciones en el trabajo —contestó Pedro, mirando a Paula fijamente—. Aunque Marise no era estrictamente una secretaria…
—Hasta el funeral yo nunca había visitado Miramare; tú estabas siguiendo el patrón de conducta de tu padre. Jamás me habrías traído aquí mientras yo era tu amante.
—Pau…
—No querías que tu amante cruzara el umbral de la puerta.
—¡Estás equivocada! El hecho de que tú fueras mi amante no era la razón por la que no quería hacer pública nuestra relación. Era porque no quería seguir los pasos de mi padre… que se acostaba con el personal. Es algo que siempre me ha consternado.
—¿Se acostaba con el personal? —repitió ella.
—Dios, eso suena fatal. Me hace parecer un completo esnob. Y ésa no es la razón por la que estoy en contra de las relaciones en el trabajo. Crean problemas y son malas para la empresa.
—¿Entonces por qué tuviste una relación conmigo?
—Porque… —comenzó a decir —. Es demasiado difícil de explicar. Ni siquiera sé si yo mismo conozco la respuesta. Sólo sé que no fui capaz de resistirme a ti.
—Pero tienes unas ideas muy firmes sobre la clase de mujer con la que no te casarías. Una mujer como yo. Oí cómo le decías a tu hermana en el velatorio que no te casarías con una mujer como yo.
Pedro le agarró las manos.
—Paula, he sido un estúpido arrogante. Tú vales más…
—¿Valgo mucho como miembro del personal de Alfonso Diamonds?
—Sí —contestó él—. Pero eso no es todo. Significas mucho para mí como…
—¿Cómo amante?
—¡Sí! —respondió Pedro, que pareció muy aliviado.
—Pero nunca como esposa.
Él no contestó y sus ojos reflejaron unas sombras que hicieron imposible comprender lo que estaba pensando.
Suspirando, Paula se dio la vuelta y se dirigió hacia las puertas francesas. Se quedó mirando distraídamente cómo el sol se reflejaba en el mar y cómo la bahía parecía más azul que nunca.
—Cuando me quedé con mis padres durante las vacaciones de Navidad, le dije a mi madre que me estaba viendo con alguien. Ella siempre ha querido que yo me casara. Finalmente, el día de Año Nuevo, le dije que eras tú.
La madre de Paula había tenido sentimientos encontrados al respecto. Por una parte había estado emocionada, pero por otra había tenido miedo de que hicieran daño a su hija.
—¿Así que querías que te propusiera matrimonio para complacer a tu madre?
En ese momento Paula deseó no haber comenzado nunca aquella conversación. Abrió la puerta y Pedro la siguió.
Antes siquiera de darse cuenta, estaba al lado de la piscina.
—Mi madre dijo que un Alfonso jamás se casaría con alguien como yo. Y tenía razón.
—¿Qué le hizo pensar a tu madre que sabía cómo iba a reaccionar yo? —preguntó él, sacándose del bolsillo de su pantalón una cajita de terciopelo azul—. ¿Paula…?
—¡No! —espetó ella, cerrando los ojos.
No comprendía cómo había ocurrido aquello. No deseaba que él le propusiera matrimonio en aquel momento. Era demasiado tarde. Nunca estaría segura de por qué se casaba con ella. No podía ser por amor.
—¿Por qué no?
—No puedo. Mi madre tiene razón. Tú… yo… No funcionaría —contestó Paula, convencida de que él sólo estaba actuando por un impulso masculino debido al bebé.
—¿Ahora quién está siendo el esnob?
—No puedo —insistió ella, agitando la cabeza enérgicamente—. No quiero casarme con una copia de carbón de Enrique Alfonso. Yo quiero un marido, una familia… no un megalómano obsesionado con construir un imperio sin pensar en a quiénes perjudica al hacerlo.
Pedro se acercó a ella, pero Paula lo esquivó. Él se acercó aún más y, desesperada, ella lo empujó para mantenerlo alejado. No podría soportar sus besos, no en aquel momento.
—¡No te acerques!
Pedro cayó al agua, ya que no pudo mantener el equilibrio.
Cuando salió de la piscina, el agua le chorreaba por todas partes. Se quitó la chaqueta y se acercó al borde de la piscina. Allí se desabrochó la camisa y se despojó de ella.
Paula emitió un sonido ahogado y dirigió una furtiva mirada al desnudo torso. ¡Aquel hombre era guapísimo!
—¿Todavía tienes el anillo?
—¿Quieres volver a pensarlo?
—No, pero odiaría que lo perdieras —contestó ella. Pero pareció muy poco serio. Apartó la mirada del espléndido cuerpo de aquel hombre antes de decir algo más estúpido aún.
—Ni siquiera has visto lo que iba a ofrecerte.
—No puedo aceptarlo —insistió Paula, pensando que debía salir de allí lo antes posible antes de dejarse llevar por sus alocados impulsos. Tocarlo. Casarse con él. Hacer lo que quisiera Pedro… aunque sabía que no era lo que él había planeado hacer con su vida.
Se casaría con ella por razones equivocadas.
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