sábado, 7 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 6




Ayudándose de sus entumecidos brazos, Pedro fue hasta la cocina. Aquélla iba a ser una de las pocas veces en que iba a tomarse la medicina para el dolor que le habían recetado.


Estaba entrenado para ignorar el dolor y había preferido no tomar aquellas pastillas que le hacían sentirse extraño, como si flotara o estuviera medio dormido. Pero en aquel momento, tan sólo necesitaba alivio.


Después de tomárselas, Pedro preparó café. Hacía varios minutos que había dejado de escuchar la ducha. Si se hubiera mareado y caído al suelo, lo habría escuchado.


Antes de que estuviera preparado, las pastillas habían comenzado a hacer efecto. Había servido dos tazas de café y al oír abrirse la puerta del baño, habló sin mirar.


—Tome un poco de café. La ayudará a entrar en calor.


Paula no contestó. Pedro dio un sorbo de café, manteniendo la vista en la nieve, hasta que ella se acercó a la mesa y se sentó. Entonces, la miró. Sus mejillas tenían un poco de color y sus labios volvían a estar rosados.


—Gracias por salir a ayudarme. Tenía razón. No debería haber salido hasta que hubiera dejado de nevar. Ha sido una tontería y tiene derecho a estar enfadado conmigo.


Él levantó la cabeza y la miró.


—No estoy enfadado con usted.


—Pues lo parece.


—Estaba preocupado. Hacía mucho tiempo que se había ido.


—No podía conseguir abrir el maletero. La cerradura se había congelado.


—Entonces, ¿cómo sacó la maleta?


—Soplé todo lo que pude con la esperanza de que se derritiera un poco —dijo y antes de que él hiciera algún comentario, añadió—: Sé que ha sido una estupidez.


—No si ha funcionado —dijo él reclinándose en su silla.


Aparte de una ligera sensación de embriaguez, se sentía bien. Volvió a mirarla. Cuando ella volvió a levantar la taza, vio que la estaba observando. Se quedó quieta, con la taza a medio camino de la boca.


—¿Cuántos años tiene? —preguntó él.


—Veinticinco.


—Pensé que era una adolescente.


—Y usted, ¿cuántos años tiene?


—Acabo de cumplir treinta —dijo y al ver su cara de sorpresa, añadió—: ¿Cuántos pensaba que tenía?


—No lo sé. No se me da bien calcular la edad de los demás.


Al ver que ella no decía nada más, continuó hablando.


—Y, ¿a qué se dedica?


—¿Qué más da? —respondió ella dejando la taza sobre la mesa.


—Sólo pretendía charlar.


—Eso es todo un cambio —murmuró ella y dio un sorbo de café.


—Sé que no he sido muy amable desde que llegó.


—¿De veras?


—Está bien, sé que he sido un grosero —contestó encogiéndose de hombros—. Lo siento. ¿Por qué no empezamos de nuevo? —dijo alargando la mano hacia ella—. Paula Chaves, me alegro de conocerte. Soy Pedro Alfonso, de Texas, miembro del ejército de los Estados Unidos.


Ella alargó la mano y se la estrechó. Su mano seguía fría y seguramente ése era el motivo por el que sintió electricidad entre ellos. Respiró hondo y retiró la mano.


—¿Estás de baja?


—Sí, de baja médica. Me estoy planteando dejarlo y dedicarme a otra cosa. Pero ahora mismo, no sé a qué. Con el tiempo, acabaré volviendo a casa.


No esperaba ninguna visita. Su única esperanza era que su pierna recuperara la movilidad para no tener que contar a nadie que lo habían herido.


—¿A Texas?


El se quedó callado, preguntándose por qué estaba hablando de aquello con una extraña. Aunque si la estaba ayudando a sentirse más cómoda, ¿por qué no? En unos días, ella continuaría su camino y nunca más volvería a verla.


—Sí, mi familia tiene un rancho en el centro de Texas. De hecho, ha pertenecido a los Alfonso desde 1840.


—Guau, eso es mucho tiempo.


El asintió.


—Soy el pequeño de cuatro hermanos.


—Por el modo en que te comportas, hubiera pensado que eras el mayor.


Él sonrió y ella se sorprendió.


—¿Qué? —preguntó él al ver su expresión.


—Es la primera vez que te veo sonreír. Deberías hacerlo más a menudo.


—Lo siento. Me imagino que llevo demasiado tiempo aquí solo y no he tenido motivos para sonreír en los últimos meses. Tampoco he tenido mucho contacto con mis hermanos últimamente. Me alisté en el ejército nada más acabar la Universidad y rara vez voy a casa. Antes de esto —dijo señalando su pierna herida—, estaba la mayor parte del tiempo fuera del país. Permanezco en contacto con mi familia mediante el correo electrónico.


—Estoy segura de que están preocupados por ti, aquí solo y herido.


—No, no saben dónde estoy ni que me han herido. No quiero decírselo —respondió y miró a su alrededor—. No sé tú, pero yo tengo hambre. ¿Quieres un poco del estofado que hice ayer? —dijo y comenzó a levantarse.


—Por favor, no te muevas. Lo calentaré.


La miró alejarse. Aquellos vaqueros le quedaban muy bien. 


Eran de color caqui, diferentes a los que llevaba el día anterior. Sus piernas parecían infinitas.


—No has mencionado a ningún marido o alguien que pudiera estar preocupado por ti. ¿Quieres llamar a alguien con el teléfono móvil?


Ella se asomó y lo miró fijamente durante unos segundos.


—No, no estoy casada y no hay nadie preocupado por mí —dijo y desapareció de nuevo.


—Es una lástima. Eres una mujer muy agradable, Paula Chaves.


Esa vez, ella volvió a asomarse, con los brazos en jarras.


—¿Has estado bebiendo?


—No.


—Pues te comportas de un modo extraño.


—Seguramente por las pastillas.


—¿Qué pastillas?


—Las del dolor.


—Deben de ser muy fuertes —dijo ella frunciendo el ceño.


—Quién sabe. Nunca he tomado esas cosas.


—Pero hoy sí lo has hecho.


—Bueno, sí, ya sabes. Hoy me dolía más de lo habitual.


Ella sacudió la cabeza y desapareció. Unos minutos más tarde, regresó con dos platos de estofado. Volvió por dos vasos de agua y rellenó las tazas de café, antes de sentarse.


—Te sentirás mejor después de comer.


—Me siento bien —dijo tomando la cuchara.


Ella sonrió y él reparó en los hoyuelos de sus mejillas.


—Es la primera vez que te veo sonreír —continuó—. Te salen hoyuelos en las mejillas.


—Así es —respondió ella y comenzó a comer.


Comieron en silencio.


—¿Quieres más? —preguntó ella cuando terminaron.


—Gracias, pero no.


Cuando trató de levantarse, ella recogió los platos y los llevó rápidamente a la cocina. Con la ayuda de una de las muletas, Pedro se fue a la butaca y se sentó. Unos minutos más tarde, Paula salió de la cocina y se sorprendió al verlo. 


Él le hizo un gesto con la mano señalándole el sofá.


—Siéntate aquí. Necesitas descansar.


Ella se acercó y se sentó.


—Pensaba leer un rato.


—Está bien, si no quieres seguir hablando...


—Lo cierto es que prefiero escucharte.


—Está bien.


—Háblame de tu familia.


Él sonrió.


—Adoro a mi familia. Mis padres son mis héroes.


—¿Te llevas bien con tus hermanos?


—Por supuesto, aunque es duro ser el más pequeño.


—Yo soy hija única.


—¿Sigue tu padre con vida?


Ella negó con la cabeza.


—Murió en un acto militar.


—Tuvo que ser duro.


—Fue más duro para mi madre. Yo nunca lo conocí, pero ella sufrió mucho a pesar de que tratara de disimular su dolor —dijo y cambió de conversación—. ¿Están casados tus hermanos?


Él se rió sin poder evitarlo.


—Mis tres hermanos están casados, a pesar de que juraban que nunca lo harían. Los dos primeros se casaron con dos meses de diferencia.


—Eres un alma solitaria, supongo.


—Así es. Además, nunca he tenido tiempo para mantener una relación.


—¿Me estás diciendo que no te gustan las mujeres?


—No, lo que quiero decir es que nunca he tenido tiempo para mujeres. Hasta ahora.


Ella se enderezó en su asiento.


—¿Qué quieres decir con ahora?


—Bueno, hasta que mi pierna se recupere y vuelva a mi unidad, tengo todo el tiempo del mundo para hacer lo que quiera.


—¿Por eso estás escondido aquí?


Tenía parte de razón. Con todo el tiempo libre, ¿qué estaba haciendo allí? Sí, claro, no quería que su familia lo viera herido, no quería que se preocuparan por él. No quería regresar a casa con toda aquella culpabilidad y frustración.


—No quería ver ni hablar con nadie. Dirigí a mi brigada hacia una emboscada y dos hombres murieron. Debería haber muerto yo en vez de ellos.


—Al parecer, estuviste a punto de hacerlo.


—Lo sé. Creo que no estaba en las cartas que fuera yo.


—Pareces decepcionado.


—He pedido que me asignen otro destino. No más combates. Me pondrán tras una mesa o me harán entrenar a otros.


—Parece una buena manera de aprovechar tus conocimientos.


—Estoy cansado —murmuró Pedro después de unos minutos.


—¿Por qué no tratas de descansar? Iré por uno de mis libros y...


—No, no me refiero a que esté cansado ahora. Llevo nueve años en el ejército, destinado en operaciones especiales. Era muy bueno, pero aquella noche lo estropeé todo. Debería haberme asegurado de que la información que habíamos recibido era exacta. No quiero tener esa clase de responsabilidad otra vez.


—Creo que estás siendo muy duro contigo mismo.


Él se encogió de hombros.


—No importa.


—¿Vas a contarle a tu familia lo que te pasó?


—No si puedo evitarlo. Quiero estar en buena forma física la próxima vez que los vea —dijo y cerró los ojos—. Quería que estuvieran orgullosos de mí y no quiero que sepan que lo he estropeado todo.


—Estoy segura de que se alegrarán tanto de que sobrevivieras que no les preocupará nada más. Además, por lo que me has contado, no creo que pensaran que has estropeado nada.


Él abrió los ojos.


—Eres una buena persona, Paula Chaves. ¿Tienes novio?


Ella se rió.


—¿Estás interesado en mi vida privada?


—Bueno, yo te he estado hablando de mi vida.


—De vez en cuando, tengo alguna cita, pero nada serio.


—Bien.


—¿Bien? —preguntó ella enarcando las cejas.


El cerró los ojos.


—Sí —susurró él—. No quisiera estar pisando el terreno de nadie.







PELIGRO: CAPITULO 5




Paula se quedó bajo el agua caliente de la ducha. Tenía mucho frío. No se había dado cuenta del frío que tenía hasta que su piel sintió el agua.


Cerró los ojos. ¿Por qué había hecho algo tan estúpido? No tenía respuesta.


Temía volver a la habitación donde Jason la esperaba. 


Nunca había visto a nadie tan enfadado como estaba él.


De pronto, recordó su trabajo. ¿Cómo había podido olvidarlo? Se había ido sin decírselo a nadie, ni siquiera a su jefe. Una lágrima rodó por su mejilla. Había dejado a su jefe en la estacada. Claro que tampoco podía contarle lo que había pasado ni cuándo podría volver. Lo cierto era que quizá tuviera que pasar el resto de su vida huyendo.


Por fin cerró el grifo y salió de la ducha. Comparado con la habitación exterior, el baño le pareció un horno.


Pedro la esperaba al otro lado de la puerta. Se estremeció. 


No sabía si tenía más miedo a morir congelada o a enfrentarse a la cólera de Pedro.


Al menos tenía ropa limpia que ponerse. Tomó lo primero que encontró. Ahora entendía por qué la gente llevaba leotardos en invierno. Era una pena que no tuviera ninguno. 


En cuanto saliera de allí, sería lo primero que compraría.



PELIGRO: CAPITULO 4





Llevaba una hora fuera. Pedro estaba tan enfadado con ella, que si lograba volver con vida, él mismo la estrangularía.


Durante los últimos veinte minutos, había caminado de ventana en ventana con la ayuda de su bastón. Odiaba sentirse impedido. A pesar de su pierna herida, él estaba mejor preparado para sobrevivir en aquel temporal, así que, ¿por qué no había ido él?


Porque lo cierto era que no la creía tan estúpida como para salir ahí fuera. Se había imaginado que estaría un rato en el porche antes de regresar al interior.


No sabía cuánto tiempo había estado leyendo antes de reparar en que no había regresado. Maldiciendo, se había puesto de pie y se había acercado a la puerta. Había abierto la puerta y había visto el camino que había tomado. La nieve revelaba las veces en que se había caído y levantado una y otra vez.


Se merecía congelarse ahí fuera. Eso era lo que no había dejado de repetirse durante la última hora. Ahora estaba asustado. Hacía mucho tiempo que se había ido y se veía obligado a salir a buscarla.


Se puso el abrigo. No podía usar sus botas de nieve, lo que lo enfurecía más, así que sacó las muletas, confiando en no caerse en la nieve.


Pedro había avanzado unos diez metros cuando un movimiento a su izquierda llamó su atención. Era Paula apareciendo entre los árboles y tirando de una enorme maleta.


Quería gritarle toda su furia por ponerlo en aquella situación. 


Sin embargo, se dirigió hacia ella.


—¿Qué demonios le ocurre? He salido a ver si necesitaba ayuda.


—Me ha asustado —respondió ella con voz ronca.


Él alargó la mano y tomó la maleta.


—Entre en la casa.


—Yo...


—¡Entre! —tronó él, haciéndola sobresaltarse.


Ella lo miró fijamente y su expresión de miedo lo impresionó.


—Por favor, entre en la casa. Me ocuparé de la maleta.


Ella asintió y se dio media vuelta.


Cuando llegaron al porche y Pedro dejó la maleta, estaba exhausto como si hubiera corrido un maratón. Le dolía el hombro y el muslo.


Cuando llegó a la puerta, sus músculos no podían más.


—Yo me ocuparé —dijo ella sin aliento y empujó la maleta dentro—. Deje que le ayude.


—Apártese de mi camino —masculló, sin fuerzas para levantar la voz.


Una vez dentro, cerró la puerta y se apoyó contra ella respirando profundamente con los ojos cerrados.


Cuando volvió a abrirlos, ella estaba frente a él, calentándose las manos.


—Lo siento. No debería haber salido a buscarme. Estaba bien.


El se quedó mirándola fijamente durante unos segundos.


—Sí, claro. Por eso sus labios están morados y seguramente tiene hipotermia. Quítese esa ropa y métase en la ducha ahora mismo.


Lo dijo en tono amable, por lo que no entendió por qué ella se apresuró a apartarse, llevándose la maleta.


La abrió, esparció los libros y revistas, sacó algo de ropa y se metió en el baño.


Tenía que descansar o no sería capaz de moverse. Se quitó el abrigo y lentamente se dirigió a su butaca, cerca de la estufa.


¿Qué había ocurrido ahí fuera? Había estado tan preocupado por ella, que el alivio que había sentido al verla lo había pillado por sorpresa. Sólo porque no quisiera tenerla allí, no significaba que deseara su muerte.


Había sentido más que alivio al verla regresar. Y eso era algo que no le gustaba.




viernes, 6 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 3




—¡A cubierto! ¡Emboscada! Han alcanzado a Thompson, tenemos que llegar hasta él ¡Nooo!


Paula se incorporó precipitadamente y estuvo a punto de golpearse con la litera de arriba. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quién estaba gritando?


Apartó la manta y vio que Pedro parecía estar soñando. 


Apenas pudo distinguirlo, tumbado en la cama sin taparse y vistiendo tan sólo su ropa interior.


Lentamente, Paula dejó caer la manta y volvió a tumbarse. 


¿Qué le había ocurrido a aquel hombre? ¿Estaría en el ejército? Se giró hacia la pared y se cubrió con la sábana hasta el cuello.


La habitación se había enfriado considerablemente desde que se había metido en la cama y era sorprendente que Pedro no estuviera tapado.


Paula se estremeció. Aquel hombre le había hecho olvidar la situación en la que se encontraba. Tenía que llamar a Tamara para preguntarle si aquellos hombres habían vuelto a buscarla. Seguramente ya habrían descubierto que había alquilado un coche.


¿La buscarían entre sus familiares? Si era así, podía poner en peligro a Lorenzo y a su familia. Aquellos hombres podían estar en Michigan buscándola. La sola idea la aterrorizó.


Al poco tiempo, Paula se durmió. Cuando volvió a abrir los ojos, había una tenue luz en la habitación, señal de que ya había amanecido. Sacó el brazo de la cama. El aire era frío, a pesar de que escuchaba el crepitar de las llamas.


Se sentó, apartó la manta a un lado y se sorprendió al ver a Pedro haciendo ejercicio junto a la estufa. Por sus gestos, los movimientos le resultaban dolorosos, pero aun así seguía moviendo la pierna y, después de unos minutos, el brazo y el hombro.


De pronto, Paula se percató de que de nuevo lo estaba observando sin que él se diera cuenta y rápidamente bajó la manta. La luz de la lámpara de queroseno se reflejaba en su cuerpo, marcando los músculos de su torso.


Esperó a oír la puerta del baño antes de volver a asomarse. 


Cuando se aseguró de que estaba a solas, se volvió a poner su ropa y dobló la que le había prestado Pedro antes de dejarla sobre la almohada.


Después de calentarse las manos en la estufa, se acercó a la cocina a echar un vistazo. Se sorprendió al ver tantas provisiones. No había mucho en la nevera, pero había mucha comida para preparar un buen desayuno.


Preparó una crema de avena, a la que añadió frutos secos.


Cuando Pedro salió del baño, la mesa estaba puesta y el café preparado. Se había duchado y afeitado y el cambio era notable, dado el aspecto que tenía cuando llegó. Era más joven de lo que había supuesto. Otra vez llevaba vaqueros y se había puesto un jersey del mismo color que sus ojos.


—¿Qué...? No tenía por qué hacer... —dijo al ver la mesa puesta y se detuvo al verla regresar con la crema de avena.


—Espero que no le importe que haya preparado el desayuno —dijo sonriendo.


—¿Que si me importa?


Distraídamente, separó la silla ofreciéndosela y después se sentó él. Ninguno de los dos dijo nada mientras comían.


—¿De dónde ha sacado esa idea de añadir cosas a la crema de avena?


Después de dar un sorbo de café, Paula le contestó.


—Es una idea que se le ocurrió a mi madre. Antes no me gustaba la avena, así que experimentó con varios ingredientes para lograr que me la tomara.


—¿Dónde vive su madre?


¿Dónde estaba el malhumorado hombre del día anterior? Se estaba comportando civilizadamente iniciando una conversación.


—Vivía en Alabama hasta que murió la pasada primavera.


—Siento oír eso. Apuesto a que se crió en Alabama, ¿verdad?


Ella frunció el ceño.


—Sí. ¿Por qué?


—Porque habla como los de Alabama.


—¿Cómo lo sabe?


—Uno de los hombres de mi brigada era... —dijo y se detuvo. Sacudió la cabeza y se bebió el café. La expresión del día anterior volvió a aparecer en su rostro.


Ella esperó, pero él no dijo nada más.


Su brigada. Era evidente que algo le había pasado y que no quería hablar de ello. Lo comprendía. Ella tampoco tenía intención de contarle por qué se había ido de Tennessee con tanta prisa, así que buscó otro tema de conversación.


—¿Viven sus padres?


El asintió y se puso de pie. Retiró los platos y los llevó a la cocina. Ella acabó de quitar la mesa y cuando llegó a la cocina vio que él estaba llenando el fregadero de agua.


—Yo puedo ocuparme de eso —dijo ella dejando los platos a un lado del fregadero.


—No se preocupe —dijo él sin mirarla—. Gracias por el desayuno.


Ella se dio media vuelta y se acercó a la estufa, que en aquel momento desprendía calor. Después de calentarse las manos durante unos minutos, se acercó a la ventana y miró fuera.


Seguía nevando. Quizá Pedro había dicho en serio lo de que continuaría nevando hasta marzo. Seguramente el viento amainaría pronto. Se quedó contemplando cómo nevaba.


¿Y ahora qué? Pensó en ir hasta el coche a recoger algunas de sus cosas. Había comprado varios libros y revistas, pensando en que los necesitaría una vez llegara a casa de Lorenzo. Pero los necesitaba ahora.


Tomada la decisión, Paula agarró los guantes y se puso el abrigo.


—¿Dónde cree que va? —dijo Pedro al ver que iba a abrir la puerta.


Su malhumor estaba de vuelta.


—A mi coche —contestó ella sin girarse.


—¿Por qué?


Contó hasta diez antes de contestar y sin dejar de mirar la puerta, respondió:
—Porque necesito algunas cosas.


—Le gusta el peligro, ¿verdad?


Paula sacudió la cabeza.


—Lo cierto es que no.


Abrió la puerta, salió fuera y cerró tras de ella.


Miró al frente. No tenía ni idea de cómo volver a su coche por el mismo camino. Decidió caminar entre los árboles hasta que llegara a la carretera y luego seguiría por ésta hasta llegar a su coche.


Con aquella intención, salió del porche y dio un paso en la nieve que le cubría hasta las rodillas. Estupendo, era justo lo que necesitaba. No tenía intención de regresar a la cabaña sin algo que leer, puesto que su anfitrión no se mostraba dispuesto a conversar.


Paula perdió la noción del tiempo mientras trataba de avanzar en la nieve. Tenía las piernas mojadas y frías. Le castañeaban los dientes. No estaba dispuesta a volver y admitir que Pedro tenía razón, así que siguió adelante.


Cuando llegó a la carretera, respiraba pesadamente y estaba sudando. Se giró y miró atrás. Había perdido de vista la cabaña, pero veía el humo, por lo que confiaba en encontrar el camino de vuelta.


Encontró el coche cubierto de nieve en la cuneta. Los guantes que llevaba no le habían servido para aquella tormenta. La lana estaba mojada. Se los quitó y buscó las llaves del coche en el bolsillo del abrigo.


Paula se acercó al maletero y retiró la nieve hasta dar con la cerradura. Estaba congelada.


No volvería a la cabaña sin sus cosas. Decidida, se arrodilló junto a la cerradura y comenzó a echarle vaho. Cada poco intentaba hacer girar la llave, pero tuvo que dejarlo porque se estaba mareando y le dolían las mandíbulas del esfuerzo.


Esa vez cuando hizo girar la llave, sonó un crujido y consiguió abrir el maletero.


Sin perder el tiempo, Paula abrió su maleta y metió los libros y las revistas, antes de sacarla. Cerró el maletero, tomó las llaves y miró a su alrededor. Podía volver por la carretera a casa de Pedro o acortar a través de los árboles, donde la nieve no era tan profunda.


El camino entre los árboles parecía más largo de lo que había sido el día anterior, aunque lo cierto era que entonces no cargaba con una maleta. Su madre siempre le había dicho que era demasiado cabezota.


—Tenías razón, mamá —dijo en voz alta.


Quizá su madre la había estado ayudando a abrir el maletero, sabiendo que Paula no se daría por vencida hasta que lo abriera o sucumbiera bajo el frío. Ante aquel pensamiento, sonrió.


Su madre y ella siempre habían estado muy unidas. Estaba embarazada de ella cuando su padre murió veintiséis años atrás en un ataque militar.


Su madre nunca se había interesado por ningún otro hombre y Paula había crecido con la idea de que sólo había un hombre perfecto para cada mujer. A los veinticinco años, ya no estaba tan segura como lo había estado a los diez.


Su madre siempre la había hecho sentirse muy especial, diciéndole lo agradecida que estaba de tenerla. Había mantenido las fotos de su marido por toda la casa para que Paula lo conociera. De lo que su madre no se había dado cuenta era de que Paula había crecido odiando todo lo que tuviera que ver con el ejército. Se había visto privada de un padre y su madre, de un marido. ¿Y para qué? Todo por una acción militar que había sido rápidamente olvidada.


Se detuvo y miró a su alrededor. Ajustó el tirador de la maleta y continuó con los pensamientos puestos en su infancia, un tiempo en el que no había estado sola, ni había tenido miedo, ni había pasado frío.