sábado, 7 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 4





Llevaba una hora fuera. Pedro estaba tan enfadado con ella, que si lograba volver con vida, él mismo la estrangularía.


Durante los últimos veinte minutos, había caminado de ventana en ventana con la ayuda de su bastón. Odiaba sentirse impedido. A pesar de su pierna herida, él estaba mejor preparado para sobrevivir en aquel temporal, así que, ¿por qué no había ido él?


Porque lo cierto era que no la creía tan estúpida como para salir ahí fuera. Se había imaginado que estaría un rato en el porche antes de regresar al interior.


No sabía cuánto tiempo había estado leyendo antes de reparar en que no había regresado. Maldiciendo, se había puesto de pie y se había acercado a la puerta. Había abierto la puerta y había visto el camino que había tomado. La nieve revelaba las veces en que se había caído y levantado una y otra vez.


Se merecía congelarse ahí fuera. Eso era lo que no había dejado de repetirse durante la última hora. Ahora estaba asustado. Hacía mucho tiempo que se había ido y se veía obligado a salir a buscarla.


Se puso el abrigo. No podía usar sus botas de nieve, lo que lo enfurecía más, así que sacó las muletas, confiando en no caerse en la nieve.


Pedro había avanzado unos diez metros cuando un movimiento a su izquierda llamó su atención. Era Paula apareciendo entre los árboles y tirando de una enorme maleta.


Quería gritarle toda su furia por ponerlo en aquella situación. 


Sin embargo, se dirigió hacia ella.


—¿Qué demonios le ocurre? He salido a ver si necesitaba ayuda.


—Me ha asustado —respondió ella con voz ronca.


Él alargó la mano y tomó la maleta.


—Entre en la casa.


—Yo...


—¡Entre! —tronó él, haciéndola sobresaltarse.


Ella lo miró fijamente y su expresión de miedo lo impresionó.


—Por favor, entre en la casa. Me ocuparé de la maleta.


Ella asintió y se dio media vuelta.


Cuando llegaron al porche y Pedro dejó la maleta, estaba exhausto como si hubiera corrido un maratón. Le dolía el hombro y el muslo.


Cuando llegó a la puerta, sus músculos no podían más.


—Yo me ocuparé —dijo ella sin aliento y empujó la maleta dentro—. Deje que le ayude.


—Apártese de mi camino —masculló, sin fuerzas para levantar la voz.


Una vez dentro, cerró la puerta y se apoyó contra ella respirando profundamente con los ojos cerrados.


Cuando volvió a abrirlos, ella estaba frente a él, calentándose las manos.


—Lo siento. No debería haber salido a buscarme. Estaba bien.


El se quedó mirándola fijamente durante unos segundos.


—Sí, claro. Por eso sus labios están morados y seguramente tiene hipotermia. Quítese esa ropa y métase en la ducha ahora mismo.


Lo dijo en tono amable, por lo que no entendió por qué ella se apresuró a apartarse, llevándose la maleta.


La abrió, esparció los libros y revistas, sacó algo de ropa y se metió en el baño.


Tenía que descansar o no sería capaz de moverse. Se quitó el abrigo y lentamente se dirigió a su butaca, cerca de la estufa.


¿Qué había ocurrido ahí fuera? Había estado tan preocupado por ella, que el alivio que había sentido al verla lo había pillado por sorpresa. Sólo porque no quisiera tenerla allí, no significaba que deseara su muerte.


Había sentido más que alivio al verla regresar. Y eso era algo que no le gustaba.




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