viernes, 6 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 3




—¡A cubierto! ¡Emboscada! Han alcanzado a Thompson, tenemos que llegar hasta él ¡Nooo!


Paula se incorporó precipitadamente y estuvo a punto de golpearse con la litera de arriba. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quién estaba gritando?


Apartó la manta y vio que Pedro parecía estar soñando. 


Apenas pudo distinguirlo, tumbado en la cama sin taparse y vistiendo tan sólo su ropa interior.


Lentamente, Paula dejó caer la manta y volvió a tumbarse. 


¿Qué le había ocurrido a aquel hombre? ¿Estaría en el ejército? Se giró hacia la pared y se cubrió con la sábana hasta el cuello.


La habitación se había enfriado considerablemente desde que se había metido en la cama y era sorprendente que Pedro no estuviera tapado.


Paula se estremeció. Aquel hombre le había hecho olvidar la situación en la que se encontraba. Tenía que llamar a Tamara para preguntarle si aquellos hombres habían vuelto a buscarla. Seguramente ya habrían descubierto que había alquilado un coche.


¿La buscarían entre sus familiares? Si era así, podía poner en peligro a Lorenzo y a su familia. Aquellos hombres podían estar en Michigan buscándola. La sola idea la aterrorizó.


Al poco tiempo, Paula se durmió. Cuando volvió a abrir los ojos, había una tenue luz en la habitación, señal de que ya había amanecido. Sacó el brazo de la cama. El aire era frío, a pesar de que escuchaba el crepitar de las llamas.


Se sentó, apartó la manta a un lado y se sorprendió al ver a Pedro haciendo ejercicio junto a la estufa. Por sus gestos, los movimientos le resultaban dolorosos, pero aun así seguía moviendo la pierna y, después de unos minutos, el brazo y el hombro.


De pronto, Paula se percató de que de nuevo lo estaba observando sin que él se diera cuenta y rápidamente bajó la manta. La luz de la lámpara de queroseno se reflejaba en su cuerpo, marcando los músculos de su torso.


Esperó a oír la puerta del baño antes de volver a asomarse. 


Cuando se aseguró de que estaba a solas, se volvió a poner su ropa y dobló la que le había prestado Pedro antes de dejarla sobre la almohada.


Después de calentarse las manos en la estufa, se acercó a la cocina a echar un vistazo. Se sorprendió al ver tantas provisiones. No había mucho en la nevera, pero había mucha comida para preparar un buen desayuno.


Preparó una crema de avena, a la que añadió frutos secos.


Cuando Pedro salió del baño, la mesa estaba puesta y el café preparado. Se había duchado y afeitado y el cambio era notable, dado el aspecto que tenía cuando llegó. Era más joven de lo que había supuesto. Otra vez llevaba vaqueros y se había puesto un jersey del mismo color que sus ojos.


—¿Qué...? No tenía por qué hacer... —dijo al ver la mesa puesta y se detuvo al verla regresar con la crema de avena.


—Espero que no le importe que haya preparado el desayuno —dijo sonriendo.


—¿Que si me importa?


Distraídamente, separó la silla ofreciéndosela y después se sentó él. Ninguno de los dos dijo nada mientras comían.


—¿De dónde ha sacado esa idea de añadir cosas a la crema de avena?


Después de dar un sorbo de café, Paula le contestó.


—Es una idea que se le ocurrió a mi madre. Antes no me gustaba la avena, así que experimentó con varios ingredientes para lograr que me la tomara.


—¿Dónde vive su madre?


¿Dónde estaba el malhumorado hombre del día anterior? Se estaba comportando civilizadamente iniciando una conversación.


—Vivía en Alabama hasta que murió la pasada primavera.


—Siento oír eso. Apuesto a que se crió en Alabama, ¿verdad?


Ella frunció el ceño.


—Sí. ¿Por qué?


—Porque habla como los de Alabama.


—¿Cómo lo sabe?


—Uno de los hombres de mi brigada era... —dijo y se detuvo. Sacudió la cabeza y se bebió el café. La expresión del día anterior volvió a aparecer en su rostro.


Ella esperó, pero él no dijo nada más.


Su brigada. Era evidente que algo le había pasado y que no quería hablar de ello. Lo comprendía. Ella tampoco tenía intención de contarle por qué se había ido de Tennessee con tanta prisa, así que buscó otro tema de conversación.


—¿Viven sus padres?


El asintió y se puso de pie. Retiró los platos y los llevó a la cocina. Ella acabó de quitar la mesa y cuando llegó a la cocina vio que él estaba llenando el fregadero de agua.


—Yo puedo ocuparme de eso —dijo ella dejando los platos a un lado del fregadero.


—No se preocupe —dijo él sin mirarla—. Gracias por el desayuno.


Ella se dio media vuelta y se acercó a la estufa, que en aquel momento desprendía calor. Después de calentarse las manos durante unos minutos, se acercó a la ventana y miró fuera.


Seguía nevando. Quizá Pedro había dicho en serio lo de que continuaría nevando hasta marzo. Seguramente el viento amainaría pronto. Se quedó contemplando cómo nevaba.


¿Y ahora qué? Pensó en ir hasta el coche a recoger algunas de sus cosas. Había comprado varios libros y revistas, pensando en que los necesitaría una vez llegara a casa de Lorenzo. Pero los necesitaba ahora.


Tomada la decisión, Paula agarró los guantes y se puso el abrigo.


—¿Dónde cree que va? —dijo Pedro al ver que iba a abrir la puerta.


Su malhumor estaba de vuelta.


—A mi coche —contestó ella sin girarse.


—¿Por qué?


Contó hasta diez antes de contestar y sin dejar de mirar la puerta, respondió:
—Porque necesito algunas cosas.


—Le gusta el peligro, ¿verdad?


Paula sacudió la cabeza.


—Lo cierto es que no.


Abrió la puerta, salió fuera y cerró tras de ella.


Miró al frente. No tenía ni idea de cómo volver a su coche por el mismo camino. Decidió caminar entre los árboles hasta que llegara a la carretera y luego seguiría por ésta hasta llegar a su coche.


Con aquella intención, salió del porche y dio un paso en la nieve que le cubría hasta las rodillas. Estupendo, era justo lo que necesitaba. No tenía intención de regresar a la cabaña sin algo que leer, puesto que su anfitrión no se mostraba dispuesto a conversar.


Paula perdió la noción del tiempo mientras trataba de avanzar en la nieve. Tenía las piernas mojadas y frías. Le castañeaban los dientes. No estaba dispuesta a volver y admitir que Pedro tenía razón, así que siguió adelante.


Cuando llegó a la carretera, respiraba pesadamente y estaba sudando. Se giró y miró atrás. Había perdido de vista la cabaña, pero veía el humo, por lo que confiaba en encontrar el camino de vuelta.


Encontró el coche cubierto de nieve en la cuneta. Los guantes que llevaba no le habían servido para aquella tormenta. La lana estaba mojada. Se los quitó y buscó las llaves del coche en el bolsillo del abrigo.


Paula se acercó al maletero y retiró la nieve hasta dar con la cerradura. Estaba congelada.


No volvería a la cabaña sin sus cosas. Decidida, se arrodilló junto a la cerradura y comenzó a echarle vaho. Cada poco intentaba hacer girar la llave, pero tuvo que dejarlo porque se estaba mareando y le dolían las mandíbulas del esfuerzo.


Esa vez cuando hizo girar la llave, sonó un crujido y consiguió abrir el maletero.


Sin perder el tiempo, Paula abrió su maleta y metió los libros y las revistas, antes de sacarla. Cerró el maletero, tomó las llaves y miró a su alrededor. Podía volver por la carretera a casa de Pedro o acortar a través de los árboles, donde la nieve no era tan profunda.


El camino entre los árboles parecía más largo de lo que había sido el día anterior, aunque lo cierto era que entonces no cargaba con una maleta. Su madre siempre le había dicho que era demasiado cabezota.


—Tenías razón, mamá —dijo en voz alta.


Quizá su madre la había estado ayudando a abrir el maletero, sabiendo que Paula no se daría por vencida hasta que lo abriera o sucumbiera bajo el frío. Ante aquel pensamiento, sonrió.


Su madre y ella siempre habían estado muy unidas. Estaba embarazada de ella cuando su padre murió veintiséis años atrás en un ataque militar.


Su madre nunca se había interesado por ningún otro hombre y Paula había crecido con la idea de que sólo había un hombre perfecto para cada mujer. A los veinticinco años, ya no estaba tan segura como lo había estado a los diez.


Su madre siempre la había hecho sentirse muy especial, diciéndole lo agradecida que estaba de tenerla. Había mantenido las fotos de su marido por toda la casa para que Paula lo conociera. De lo que su madre no se había dado cuenta era de que Paula había crecido odiando todo lo que tuviera que ver con el ejército. Se había visto privada de un padre y su madre, de un marido. ¿Y para qué? Todo por una acción militar que había sido rápidamente olvidada.


Se detuvo y miró a su alrededor. Ajustó el tirador de la maleta y continuó con los pensamientos puestos en su infancia, un tiempo en el que no había estado sola, ni había tenido miedo, ni había pasado frío.









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