sábado, 24 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 37





Y septiembre los encontró en su nuevo piso, amueblado por Paula a toda velocidad y con su habitual buen gusto. Cada vez que Pedro regresaba a su casa después de uno de sus frecuentes viajes a Nueva York, miraba a su alrededor, satisfecho, y se decía que allí estaba su hogar. Sobre todo porque, en cuanto abría la puerta, una avalancha en forma de niña rubia de seis años saltaba sobre él como un mono titi mientras su madre, cuya belleza le cortaba el aliento cada vez que volvía a verla, permanecía contemplando la escena, sonriente, hasta que él alargaba el brazo que tenía libre, la estrechaba con fuerza contra sí y le daba un apasionado beso en los labios.


Hasta la Tata dejaba empantanado cualquier guiso que tuviera en ese momento en el fuego y corría a recibirlo. La mujer permanecía de pie en el vestíbulo, secándose en el delantal aquellas manos ásperas que jamás habían estado ociosas y lo observaba todo con una expresión ufana —convencida de alguna manera de que todo aquello era obra suya— en su rostro arrugado.


Tras el parón veraniego, a Paula le encargaban un nuevo proyecto día sí día no; tenía tanto trabajo que había tenido que contratar a una ayudante. Sol, por su parte, ya había empezado de nuevo las clases, así que Pedro y ella habían decidido que no le acompañarían a Nueva York hasta que a la niña le dieran vacaciones.


A Paula le sorprendía darse cuenta de hasta qué punto extrañaba a Pedro cuando se marchaba de viaje. Sola en la inmensa cama del dormitorio, daba vueltas sin parar, echando de menos su cuerpo firme y cálido contra el que le encantaba acurrucarse, hasta que conseguía dormirse por fin.


Las interminables conversaciones por Skype no eran lo mismo que verlo todos los días, sentir el tacto de aquellas manos cálidas, sus besos, la forma en que la acariciaba todo el tiempo con la mirada, las risas que compartían… y, algo asustada, comprendió aunque apenas se atrevió a confesárselo a sí misma que, sin darse cuenta, se estaba enamorando de aquel hombre amable que ahora era su marido.


Un hombre bueno. Un hombre de fiar.


Cuando su marido estaba en Madrid acudían a todo tipo de fiestas y reuniones sociales. Paula sentía la necesidad de pagarle de alguna manera todo lo que Pedro había hecho por ella. A pesar de lo bien que le iban ahora las cosas, era consciente de que jamás podría devolverle la cuantiosa suma que él había desembolsado para pagar sus deudas, así que se esforzaba por presentarle a todo aquel que pensaba que podría resultar un contacto útil para sus negocios.


Sus relaciones eran lo único de valor que ella podía ofrecerle. Pensaba que Pedro estaba también contento con el arreglo, así que se sorprendió mucho cuando un día le dijo:
—Paula, baby, ¿de verdad tenemos que salir también esta noche?


—¿Qué pasa, estás cansado? —preguntó, preocupada; Pedro acababa de volver el día anterior de Londres.


—Un poco. ¿Te importaría mucho que nos quedáramos en casa? Podemos cenar cualquier cosa y ver una película.


—¡Sí, hoy ponen Los increíbles!


La intervención de Sol los hizo intercambiar una mirada de diversión.


—Esta noche quería presentarte a los Carvajal; al parecer están pensando en invertir la inmensa fortuna que acaban de heredar y me dije que podría interesarte, pero si prefieres quedarte en casa, por mí encantada. La verdad es que la semana ha sido bastante agitada y yo también estoy agotada.


A Paula, la idea de ponerse el pijama y quedarse en casa, sin hacer nada, le resultaba más atrayente cada segundo que pasaba.


Al oírla, Pedro se frotó sus manazas, feliz.


—¡Perfecto! Entonces el plan es pedir una pizza y ver Los increíbles.


Sol soltó un alarido de alegría y fue corriendo a decírselo a la Tata, quien no dejó de refunfuñar durante un buen rato sobre la comida basura y las dudosas condiciones higiénicas de los lugares en los que se preparaba.


—¿Seguro que ver Los increíbles y comer pizza es lo que quieres? —preguntó, Paula, incierta.


—Segurísimo, baby. —Pedro le guiñó un ojo y dio una palmada sobre el almohadón del sofá donde estaba sentado—. Ven a sentarte conmigo.


Al llegar a casa se había quitado la chaqueta, la corbata y se había desabrochado los primeros botones de la camisa. En cuanto Paula posó los ojos en el comienzo de aquel pecho moreno, empezó a salivar como el perro de Pavlov, así que, muy obediente, corrió a sentarse a su lado; de inmediato, el brazo de Pedro ocupó su puesto habitual sobre sus hombros y ella se recostó junto a él con un suspiro de felicidad.


La televisión estaba encendida y acababa de empezar el telediario. De pronto, las imágenes del reportaje que comenzaba en ese momento la hicieron quedarse completamente rígida entre sus brazos.


—Antonio de Zúñiga, marqués de Aguilar y una de las figuras más relevantes de la alta sociedad española, está siendo investigado por tráfico de drogas y blanqueo de dinero —anunció el locutor, mientras en la pantalla se veía a Antonio de Zúñiga introducirse apresuradamente en un coche con los cristales tintados, en un vano intento por eludir a los numerosos periodistas y fotógrafos apostados frente al portal de su casa—. La policía ha recibido de manera anónima una considerable cantidad de documentos que, al parecer, implicarían al marqués de Aguilar en una serie de hechos delictivos. Antonio de Zúñiga, grande de España, quien durante los últimos años ha sido consejero delegado de algunas de las empresas más importantes del país, lo ha negado en un comunicado oficial hecho a través de un conocido bufete de abogados; sin embargo, la investigación sigue su curso.


El locutor cambió de asunto y empezó a hablar de las revueltas que se sucedían en un pequeño país de la península arábiga, pero Paula ya no le escuchaba. Se había vuelto hacia su marido y tenía los ojos clavados en él.


—¿Esto lo has hecho tú?


—¿Yo?


La miró con semblante inocente, pero ella sacudió la cabeza y le devolvió la mirada muy seria.


Pedro, no lo niegues, por favor. No sé por qué, pero estoy segura de que has sido tú. ¿Es así?


El impenitente grandullón se rascó la nariz, en un intento de ganar tiempo.


—Bueno… —empezó a decir; sin embargo, ella lo interrumpió con rudeza y empezó a lamentarse en un tono urgente y asustado.


—¡Oh, Dios mío, Pedro! ¡Antonio es un hombre muy peligroso, si averigua que has tenido algo que ver en todo esto no dudará en ir a por ti!


Los iris color caramelo reflejaban a la perfección el temor que sentía y, al verlo, Pedro colocó sus grandes manos a ambos lados de su rostro, clavó sus pupilas en las suyas y afirmó con consoladora ternura:
—No te preocupes, Paula, baby, no pasará nada.


Incapaz de resistir la visión de aquellos labios sensuales y temblorosos, se inclinó sobre ella y la besó con tal ardor que, durante unos segundos, todas las preocupaciones se borraron de la mente de Paula; pero, unos segundos más tarde, consiguió reunir su debilitada fuerza de voluntad y apoyó las palmas de las manos sobre su pecho en un vano intento de apartarlo de ella. Al notar sus infructuosos esfuerzos por liberarse, su marido apartó la boca de sus labios muy despacio, con evidente reluctancia.


—De pronto se me han quitado las ganas de ver una peli y de comer pizza —declaró con una mirada tan insinuante que, a pesar de que ya llevaban casi tres meses casados, Paula notó una incómoda afluencia de sangre en las mejillas.


—No trates de distraerme, Pedro Alfonso. Tenemos que hablar. —Declaró con firmeza, aunque estaba sin aliento.


Su marido lanzó un suspiro, resignado.


—Ya me habían avisado de esa parte del matrimonio, pero no pensé que llegaría tan pronto — comentó con desaliento.


—¿Qué parte? —Después de la intensidad de aquel beso, Paula aún no había recuperado sus facultades por completo.


—La parte de «Tenemos que hablar».


Ella se mordió el labio para reprimir una sonrisa y replicó con severidad:
—Quiero que me lo cuentes todo. Sin trucos.


Al notar su tono decidido, Pedro se rindió y decidió colaborar. Agarró una de las manos femeninas y, sin dejar de acariciar la delicada piel de la cara interna de su muñeca, comenzó:
—¿Conoces a Mario Di Lucca?


Ella lo miró con estupor:
—¿El mafioso americano que sale al menos un par de veces al mes en las noticias y al que nunca han conseguido meter en la cárcel?


—El mismo.


—¡Ay, Pedro, ¿qué has hecho?! —Abrió mucho los ojos y se llevó las manos a las mejillas, horrorizada.


—No te asustes baby. Verás, Mario y yo crecimos en el mismo barrio. Fuimos grandes amigos hasta que la vida nos hizo tomar caminos separados, aunque, eso sí, los dos hemos tenido mucho éxito en nuestros respectivos negocios; cada uno a su manera, claro está. —En su boca se dibujó una atractiva sonrisa, llena de picardía—. Él se ha convertido en uno de los hombres más poderosos del hampa y yo soy dueño de una petrolera. A pesar de nuestras distintas visiones de la vida, no hemos perdido del todo el contacto y, de vez en cuando, él me pide algún favor… —La expresión de espanto que asomó a los iris dorados era de tal calibre que Pedro interrumpió su explicación en el acto para aclarar—: Por supuesto, todo perfectamente legal, te lo juro, baby. Verás, creo que soy la única persona en este mundo en la que Mario confía, así que, si yo necesito algo, a él también le gusta ayudarme.


De pronto, Paula cayó en la cuenta de que apenas conocía nada del pasado de su marido; tan solo lo que él mismo le había contado de su infancia feliz, pero llena de carencias en aquel barrio marginal de Chicago y de su juventud, bastante agitada. ¿Y si, al fin y al cabo, no era un hombre tan decente como ella pensaba? ¿Y si su fortuna procedía de turbios manejos? ¿Y si…?


Pedro pareció leer sus atribulados pensamientos porque lanzó una carcajada, la apretó aún más contra su costado y le dio un sonoro beso en la frente.


—Tienes que creerme, Paula. Jamás me he aprovechado de mi amistad con Mario para conseguir ni un solo contrato. Yo siempre he luchado por lo que quería sin recurrir a atajos ilegales; puedo ser implacable, pero no me gusta el juego sucio. Es cierto que el otro día le llamé para conseguir cierta información respecto a tu marqués, pero solo porque Mario Di Lucca tiene acceso directo a las fuentes que me interesan. Nada más.


Paula buceó en el interior de aquellos extraordinarios ojos azul brillante que la miraban con franqueza y se vio obligada a aceptar su palabra.


—Por supuesto que te creo, Pedro, pero eso no hace que me preocupe menos. Estoy segura de que Antonio también será capaz de sumar dos y dos, y me aterra que trate de hacerte daño.


Al ver la profunda preocupación reflejada en el adorable rostro de su mujer, Pedro esbozó una sonrisa tranquilizadora y respondió:
—No tienes nada que temer, mi amor, no permitiré que ese bastardo amenace de ningún modo a mi familia.


Al escuchar el matiz peligroso que vibraba en sus palabras, Paula se estremeció ligeramente, pero, una vez más, confió en su promesa; hacía tiempo que había descubierto que Pedro Alfonso era un hombre al que no se podía tomar a la ligera. En ese momento, llegó Sol recién bañada y con el pijama puesto y su presencia puso fin a aquella conversación.


—Dejadme un hueco —exigió y, sin dudarlo un segundo, se sentó entre medio de los dos y se recostó sobre el respaldo del sofá, satisfecha.


Una vez más, ella y Pedro cruzaron una mirada de diversión por encima de la rubia cabeza. A Paula le hubiera gustado detener el tiempo en ese momento y recrearse así en uno de aquellos raros instantes de absoluta felicidad que regala la existencia cuando menos te lo esperas.




TE QUIERO: CAPITULO 36





Tres días después estaban de nuevo en Madrid. Pedro había insistido en que se fueran todas con él al Palace mientras buscaban un piso que les gustase en Madrid, pero su mujer pensó que sería más sencillo quedarse en su casa hasta que hicieran la mudanza definitiva.


Pedro se adaptó al oscuro y minúsculo piso sin aspavientos. 


Paula se dijo que una de las cosas que más le agradaban de su nuevo marido era su sencillez; al contrario que mucha gente que ella conocía, no se daba aires por su éxito profesional y nada era demasiado poco para él. Además, a pesar de su tamaño, se había adaptado a su pequeña cama de maravilla y a Paula le encantaba dormirse todas las noches rodeada por esos fuertes brazos y despertar estrechamente abrazada a él.


Al ser agosto no tenía mucho trabajo, así que, acompañada por su hija, se dedicó a buscar piso con entusiasmo y no tardó mucho en encontrar uno amplio, luminoso y muy bien situado, que se adaptaba por completo a sus necesidades. 


Como de costumbre, Pedro dejó todas las decisiones respecto a la decoración en sus manos; sin embargo, procuraba volver pronto del trabajo y la acompañaba a ver muebles, telas y cuadros y, a pesar de las agobiantes temperaturas, disfrutaron tanto como durante aquellos días en Nueva York.


Los fines de semana les gustaba relajarse en alguna de las pintorescas casas rurales que había en los alrededores de la capital, donde Sol disfrutaba con la Tata en la piscina mientras ellos se dedicaban a recuperar el tiempo que permanecían separados durante el resto de la semana.


Una de las primeras tardes que pasaban en Madrid tras su luna de miel, Candela se dejó caer por su antiguo piso.


—Te veo radiante —fue su saludo nada más verla.


Y era cierto. Paula estaba morena como una india auténtica, sus ojos brillaban con destellos dorados y una sonrisa de felicidad se había hecho fuerte en sus labios.


—La verdad es que no pensé que casarme con Pedro fuera a ser… fuera a ser… —Notó que se ponía roja como un tomate—. Vamos, que no pensé que sería tan interesante.


—Así que interesante, ¿eh?


La mirada de la pelirroja estaba cargada de malicia y a Paula se le escapó una risita tonta.


—Pues sí. Interesantísimo.


Su amiga se alegró por ella de corazón. Aunque desde que lo conoció Pedro le había parecido un buen hombre, se había sentido muy preocupada. Sospechaba que las cicatrices que Paula arrastraba tras su matrimonio con Álvaro eran mucho más profundas de lo que nunca le había confesado. Sabía de sobra lo sensible y leal que era su amiga y le había aterrado la posibilidad de que su nuevo matrimonio fuera también un fracaso.


Paula cambió de tema con brusquedad.


—¿Y qué me dices de ti?


—¿De mí? —La miró extrañada.


Su amiga se puso en jarras y de un soplido retiró un mechón de pelo oscuro que había resbalado sobre su frente.


—Sí, no disimules. Sé que algo ha pasado entre Lucas y tú.


—Ese… ese… —Los ojos de Candela brillaron, indignados, mientras se tiraba de los cortos mechones rojizos como si quisiera arrancárselos—. Además de todo, el Mataperros es un chismoso.


—Él no me ha contado nada. Lo adiviné. Cuando vino a dejar a Sol se le veía tan feliz… Imagínate a Lucas en plan parlanchín.


La pelirroja la miró con estupor.


—¿Parlanchín? ¿Feliz? —Sacudió la cabeza—. Entonces sería por otra cosa. Tuvimos una de las mayores discusiones que recuerdo y mira que nuestra relación no ha sido una balsa de aceite, precisamente.


Ahora fue el turno de Paula de mirarla sorprendida.


—¿Una discusión?


—Épica —precisó su amiga para que no hubiera dudas.


—Qué raro… y, ¿por qué fue la discusión? —Entonces fue Candela la que se puso del color de esa fruta tan común y las delicadas pecas esparcidas por el puente de su nariz, ligeramente respingona, resaltaron aún más—. ¡Caramba, Cande, creo que es la primera vez desde que te conozco que te pones colorada!


Un nuevo chorro de sangre inundó las, en general, pálidas mejillas de su amiga.


—Nada… Una… una tontería.


Sin la menor delicadeza, Paula la empujó sobre el sillón y se sentó a su lado con los ojos cargados de curiosidad.


—¡Cuéntame ahora mismo!


—Bueno, el muy… el muy… ¡Que va el tío y me da un beso en los morros el muy… el muy morreador!—El enojo hacía que le temblara la voz—. Eso sí, espero que la torta que se llevó a cambio le haya dejado la mejilla escocida al menos una semana.


—¡¿Te besó?! ¡¿Nuestro Lucas?! —Paula no daba crédito.


—¡Será tu Lucas! Ese… ese… ese acosador no es nada mío. Espero no tener que volver a verlo en una buena temporada —afirmó, furiosa.


Paula entrecerró los párpados y le lanzó una mirada astuta.


—Y… ¿te gustó?


Una nueva riada de sangre, seguida por un leve tartamudeo.


—Pues… pues… ¡por supuesto que no!


—Umm —se limitó a decir la otra, antes de añadir—: ¿Puedes contarme los detalles, por favor? Me muero de curiosidad.


Candela se encogió de hombros y respondió:
—No hay mucho que contar. Yo estaba con Marcos quien, todo hay que decirlo, se estaba poniendo un poco pesadito…


Paula asintió con cara de enterada.


—Ya me percaté de que había bebido más de la cuenta.


—Pues sí, pero nada que no hubiera podido controlar yo sola. Ya me conoces. —India asintió de nuevo; en más de una ocasión, había visto a su amiga deshacerse de algún moscón más insistente de lo habitual de un doloroso rodillazo en la ingle.


—Pero entonces llega él, con ese aire de durito perdonavidas, ya sabes, ¿no? —Candela se iba calentando más y más según hablaba—. Va y, sin decir una palabra, engancha a Marcos por el brazo y lo arrastra hasta su habitación. Luego me agarra a mí con cero delicadeza, me obliga a meterme en la mía, cierra la puerta a sus espaldas, se me queda mirando como si yo fuera una caca de perro que acabara de pisar en la calle y me suelta: «¿Alguna vez serás capaz de dejar escapar a un tío sin tratar de tirártelo?».


—¿Eso te dijo? —Paula abrió la boca, asombrada—. Creo que eres la única persona con la que Lucas se muestra así de maleducado. Está claro que sacas lo peor de él.


—Vaya, cuánto me alegra saberlo. Todavía tendré yo la culpa —replicó la pelirroja, sarcástica.


Su interlocutora alzó las manos en un gesto conciliador.


—Venga, no te enfades y sigue contando.


—Pues imagínate el cabreo que me cogí. Empecé a decirle de todo menos bonito y de repente… de repente…


Paula alzó las cejas, apremiante, animándola a continuar.


—¿De repente?


—Pues eso, que de repente se abalanza sobre mí como un neandertal peludo de esos y me da un morreo que ni te imaginas.


—La verdad es que no —Paula sacudió la cabeza—. ¿Te hizo daño? Es lo último que me esperaba de Lucas; siempre ha sido un hombre supertierno.


—¡Ja! ¡Supertierno, y un jamón! Un bestia, eso es lo que es. Un pedazo de animal, un salvaje, un… —Al parecer Candela se quedó sin apelativos, pues, de pronto, se quedó callada como si reviviera en su mente aquellos besos frenéticos y algo en su expresión le hizo saber a Paula que su amiga no estaba tan indignada como aparentaba.


—Vamos, que no te gustó —afirmó con los ojos clavados en ella.


—Pues… ¡pues claro que no!


—No me parece que lo digas muy convencida. —Las pupilas de Paula, muy atentas, no se perdían ni una de las fugaces emociones que pasaban por el expresivo rostro de la pelirroja.


Candela la miró con indignación.


—¿A ti te gustaría que un tío mucho más fuerte que tú te estrujara entre sus brazos y te besara hasta dejarte sin aire?


—Hombre, depende… —respondió con sinceridad, recordando algunos de los besos que le había dado su marido.


—La verdad es que me cogió por sorpresa, pero en cuanto me repuse —a Candela le vinieron a la cabeza aquellos largos minutos que había tardado en recuperar el juicio, pero sacudió aquel recuerdo inoportuno con un decidido movimiento de cabeza y continuó—, le aticé una bofetada de esas que hacen temblar hasta las muelas del juicio y me soltó.


—¿Y?


—¿Y qué? —De pronto, Candela parecía estar pensando en otra cosa.


Su amiga alzó los ojos al cielo, exasperada.


—Pues, hija, qué va a ser. Que cómo acabó la historia.


—Pues nada, él se marchó por fin de mi habitación y yo me acosté y me quedé dormida en el acto. Creo que yo también había bebido más de la cuenta. Sí, debió ser eso —murmuró para sí.


Su amiga no dijo nada; pero, por primera vez en años, aquello con lo que solo se había atrevido a soñar —que Lucas y Candela se dieran cuenta de una vez de lo que, en realidad, sentían el uno por el otro—, parecía más cercano.


En ese momento entró Sol, muy interesada en conocer la opinión de su madrina respecto al dibujo que acababa de hacer, así que Paula decidió que sería mejor dejarlo estar.








viernes, 23 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 35




Lucas llegó con Sol unos días después y se quedó todo el fin de semana. A Paula le sorprendió lo feliz que parecía. Sus ojos, casi negros, relucían como magnetitas y estaba más locuaz que de costumbre. Un día que se fueron todos de pesca a una charca cercana que servía de bebedero para los animales, Paula aprovechó que Pedro estaba muy ocupado desenganchando el anzuelo de la boca del pez que Sol acababa de pescar y le preguntó, curiosa:
—Te veo muy contento, Lucas. ¿Acabas de cerrar alguna de esas expediciones al quinto pino que tanto te gustan?


Lucas echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Si no fuera porque sabía que su amigo no hacía esas cosas, Paula hubiera jurado que la piel de su rostro moreno se había sonrojado un poco.


—Frío, frío —respondió, misterioso.


Lo miró con el ceño fruncido.


—Venga, no me dejes con la intriga. Sé que ha ocurrido algo. Nunca te había visto charlar por los codos como estos días. —Aquello era una pequeña exageración, pero era cierto que Lucas estaba distinto.


Él enarcó una de sus cejas oscuras en un gesto que tenía algo de diabólico.


—Digamos que he decidido echar toda la carne en el asador.


—¿Qué carne? —Arrugó la nariz, perpleja.


—La carne blanca y apetitosa de tu amiga.


—¡¿Candela?!


—Sí, la misma zanahoria putrefacta que viste y calza —dijo con una expresión de ternura que Paula no le había visto jamás.


—¡Cuéntame ahora mismo qué ha pasado entre vosotros! —exigió muerta de curiosidad.


Le lanzó una mirada calculadora bajo sus gruesos párpados.


—¿Ella no te ha contado nada?


Paula sacudió la cabeza en una firme negativa.


—La verdad es que, ahora que lo pienso, no hemos hablado en toda la semana.


En los ojos oscuros centellearon, de nuevo, unos destellos malignos.


—Será mejor que te lo cuente ella. De una cosa estoy seguro… —frunció los labios, como si algo le pareciera muy divertido—. Tu amiga no debe estar muy contenta.


Y, sin más, puso fin al interrogatorio por el método expeditivo de darse media vuelta y alejarse hacia donde Pedro y Sol seguían luchando por desenganchar del anzuelo al pobre pez —que boqueaba de manera angustiosa—, dejándola profundamente intrigada.




TE QUIERO: CAPITULO 34





El resto de la semana transcurrió de forma muy parecida. En un momento dado, Pedro le preguntó si no hubiera preferido pasar su luna de miel en una de esas playas paradisíacas, con palmeras, arena blanca y agua transparente; sin embargo, Paula lo negó muy segura. Según le dijo, quedaban pocos de aquellos paraísos que ella no hubiera visitado en alguna ocasión, pero nunca, añadió, había sentido una paz y un bienestar semejantes a los que había experimentado durante esos últimos días y — aunque eso no se lo confesó— tampoco había hecho jamás el amor con semejante abandono.


Casi no quedaba un rincón de la casa ni una acogedora sombra en los alrededores bajo la que Pedro no la hubiera hecho suya. Aquel hombre tenía un apetito insaciable y, aunque ella misma estaba muy sorprendida, parecía habérselo contagiado. No recordaba haberse sentido tan desinhibida en toda su vida. Era imaginar su pecho fibroso bajo la camisa o el polo que llevara en ese momento y se le contraía el estómago; ver su atractiva sonrisa llena de dientes blancos y regulares, y apenas podía controlarse para no abalanzarse sobre aquellos labios firmes y besarlo hasta dejarlo sin aliento; observar sus grandes manos sobre el volante de la camioneta cuando recorrían los pedregosos caminos y experimentar un deseo casi irresistible de cogerlas entre las suyas y hundir su rostro en ellas; mirar la línea bien recortada de su pelo sobre la nuca y sentir unas ganas insoportables de lamer aquella piel morena…


De la noche a la mañana, se había convertido en una especie de ninfómana enloquecida que lo tocaba y lo provocaba a la menor oportunidad y, aunque a menudo se decía que debería avergonzarse de sí misma, en realidad estaba encantada con aquel estado de cosas.


Unos días llenos de risas y ternura, paseos y sexo desenfrenado no podían hacerle mal a nadie.


No, a nadie.



TE QUIERO: CAPITULO 33





Dos horas más tarde, después de un delicioso desayuno en el patio a base de cruasanes recién hechos, café y zumo de naranja natural que la sobrina de Encarni había preparado, estaban listos para explorar. Pedro llevaba unas bermudas y un polo, y ella unos shorts y una camiseta; apenas eran las once, pero el día prometía ser muy caluroso.


Paula colocó en el asiento trasero de la camioneta pick up que Pedro había encontrado en una de las naves de labor la enorme cesta llena de bocadillos, fruta fresca y bebidas que ella misma había preparado mientras tanto, y en seguida estuvieron rodando por los abruptos caminos de la finca.


La Dehesa del Molino tenía una considerable extensión, mezcla de interminables dehesas y alcornocales, y escarpados riscos que formaban parte de una sierra cercana. En otros tiempos había sido una explotación dedicada a la caza mayor. Paula aún recordaba las legendarias monterías que organizaba su padre, en las que se daban cita los personajes más destacados de la alta sociedad y las finanzas españolas. Ahora apenas avistaron dos corzos y un jabalí durante todo el paseo.


Paula disfrutó mostrándole a Pedro el lugar en el que había pasado los mejores veranos de su vida y notó, sorprendida, que él parecía entender bastante de los asuntos relacionados con el campo.


—Pensaba que habías sido un urbanita convencido toda tu vida.


Pedro le lanzó una sonrisa perezosa y se encogió de hombros sin soltar el volante.


—Hace tiempo que soñaba con tener un lugar como este y, cuando me interesa algo, suelo informarme a fondo sobre el asunto.


Ella aspiró con deleite el intenso aroma de las jaras y comentó:
—Creo que ya lo has visto casi todo. Ahora te llevaré a mi lugar favorito. Lucas, Cande y yo pasábamos allí la mayor parte del verano.


Con seguridad, le guio por un laberinto de intrincados caminos casi borrados por la maleza y, por fin, le ordenó detener la camioneta junto a una enorme mole de piedra.


—A partir de aquí tendremos que caminar un rato. —Paula abrió la puerta y, una vez fuera del vehículo, alzó el rostro hacia el cielo azul con una intensa sensación de felicidad.


Pedro observó su expresión de deleite y sonrió con ternura. 


Cogió la pesada cesta de la parte trasera y le dijo:
—Guíame, esposa mía.


Ella le dirigió una cálida sonrisa que le cortó el aliento y echó a andar con viveza por un sendero estrecho que discurría a través de una zona de tupida vegetación en la que los enebros, los madroños, los brezos y los mirtos formaban una selva casi impenetrable.


Al cabo de poco más de un kilómetro, Paula se detuvo, se apartó un poco para que su marido pudiera contemplar el escenario y preguntó:
—¿Qué te parece?


—¡Wow! —fue lo único que pudo contestar el americano.


La belleza de aquella profunda poza de aguas límpidas y la pequeña cascada que fluía por la pared rocosa en medio de un fragor envolvente le había robado el aliento. Después del calor que habían pasado durante su recorrido, aquel lugar, umbrío y fresco, era el paraíso. Sin decir nada más, Pedro se apresuró a dejar la cesta sobre una piedra plana de buen tamaño, se volvió hacia ella y, con un rápido movimiento, le sacó la camiseta por la cabeza.


—¡Pedro! —fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que aquellos dedos habilidosos desabrocharan también el botón de sus shorts.


—Vamos a bañarnos, Paula, baby. Hace mucho calor.


Pocos segundos después, los dos estaban riendo y salpicándose dentro del agua, completamente desnudos. A Paula le sorprendía su propia actitud; siempre había sido una persona muy pudorosa, incluso cuando estaba casada con Álvaro. Jamás se había bañado desnuda al aire libre, pero con Pedro, no sabía por qué, era muy diferente y, a su lado, palabras como vergüenza o timidez perdían su significado. Quizá era el modo en que la acariciaba con sus atrevidos ojos azules, haciéndole sentirse la mujer más deseable y bella del planeta Tierra, lo que hacía que olvidara todas sus inseguridades.


Siguieron jugando un buen rato, hasta que, de pronto, él la tomó entre sus brazos y su mirada risueña se transformó en una expresión de deseo animal que la dejó jadeante. Sin salir del agua, Pedro apoyó su espalda contra una roca y, con las pupilas clavadas en las suyas, la alzó un poco sobre él y, de un solo movimiento, se introdujo en su interior con destreza. Paula, incapaz de apartar la mirada de aquellos iris magnéticos, vio reflejadas, una por una, las mismas emociones que ella experimentaba: tensión, hambre, delirio, pasión y, por fin, un éxtasis final tan intenso que se desplomó sin fuerzas contra aquel pecho poderoso y hundió la cara en su cuello moreno con un suspiro de agotamiento.


Permanecieron un buen rato abrazados en silencio, sin salir de la charca, hasta que los labios de Paula se movieron contra la áspera piel de su garganta:
—Gracias, Pedro. Por todo.


El americano enmarcó su rostro con sus grandes manos y la obligó a mirarlo, sin que se le escaparan las lágrimas que se confundían con gotas de agua en sus mejillas empapadas.


—Paula, baby, si vuelves a darme las gracias te daré una paliza, y te recuerdo que soy mucho más fuerte que tú. —Puso su mejor cara de matón de barrio y alzó una de sus cejas con fingida amenaza, lo que provocó que Paula lanzara una carcajada temblorosa.


Salieron de la poza y se tendieron sobre la piedra sobre la que Pedro había dejado la cesta. Después devoraron toda la comida que tenían, bien acompañada por una botella de vino tinto que habían puesto a enfriar dentro del agua sin dejar de charlar y de reír. Cuando no quedó ni siquiera una miserable cereza en el interior de la cesta, se tendieron sobre la inmensa toalla de algodón que Paula había llevado, previsora, y a pesar del escándalo que armaban las chicharras a su alrededor se quedaron dormidos al instante, estrechamente abrazados.


Mucho más tarde, la boca ansiosa de Pedro la sacó de un sueño profundo y, una vez más, hicieron el amor. Después se dieron otro baño y, felices y llenos de un agradable cansancio, recogieron todo y caminaron en dirección a la camioneta mientras el sol comenzaba a ponerse.