jueves, 10 de noviembre de 2016

SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO FINAL




Estaba doblando una camisa cuando oyó jaleo en la calle. 


No podía ser el taxi tan pronto. A punto de asomarse a la ventana, alguien llamó a su puerta.


–Paula, abre la puerta.


¿Qué estaba haciendo Pedro allí?


–Deja de aporrear la puerta. Los materiales de estos apartamentos son pésimos –dijo abriendo con cautela–. ¿Ocurre algo? –preguntó preocupada al ver su expresión–. No tienes buena cara.


–¿Estás enferma? Vassilis me ha dicho que te llevó al hospital


–Belen está en el hospital. Se cayó y me ha pedido que le lleve unas cosas. El taxi llegará en cualquier momento.


–¿Por qué te fuiste? –preguntó sujetándola de la muñeca para impedir que se diera la vuelta–. Habíamos acordado pasar la noche juntos.


Consciente de que los vecinos debían estar disfrutando con el espectáculo, pasó junto a él y cerró la puerta.


–Es lo que ocurre con el sexo sin ataduras. No debería haber accedido. No estaba cumpliendo las reglas. Además, Belen me necesitaba y, cuando sonó tu teléfono, me pareció el momento adecuado para marcharme –dijo Paula y se fue al dormitorio para acabar de recoger las cosas de Belen–. Así que te marchas a Nueva York, ¿eh?


–He de ocuparme de un asunto de trabajo, pero antes debo resolver aquí unas cuantas cosas.


Paula se preguntó si ella sería una de esas cosas. 


Quizá Pedro estuviera intentando encontrar la manera de recordarle que su relación no había sido nada serio.


–Tengo que volver al hospital. Belen se ha roto una muñeca. Tengo que llevarle ropa y comprarle un billete de avión para volver a Maine. Me ha invitado a pasar el mes de agosto allí con ella. Voy a decirle que sí.


–¿Es eso lo que quieres?


«Por supuesto que no es lo que quiero».


–Será fantástico. ¿Querías algo, Pedro? Porque tengo que llevarle la ropa al hospital y luego pelearme con la wifi para comprar el dichoso billete. Antes de que Internet dejara de funcionar, vi que iba a ser un viaje de más de diecinueve horas, así que voy a irme con ella porque no puede hacerlo sola. Claro que como no me da el presupuesto para un billete a Estados Unidos, voy a tener que hacer un juego de malabares para financiarlo.


–¿Y si quiero cambiar las reglas?


–¿Cómo?


–Has dicho que no estabas cumpliendo las reglas –dijo observándola con atención–. ¿Y si quiero cambiar las reglas?


–Tal y como me siento ahora, diría que no.


–¿Cómo te sientes?


Estaba completamente segura de que no quería que contestara a aquella pregunta.


–El taxi llegará en cualquier momento y tengo que reservar los vuelos…


–Te llevaré al hospital y luego pediré que preparen el Gulfstream. Podemos volar directamente a Boston, así que asunto arreglado. Ahora, cuéntame cómo te sientes.


–Espera un momento. ¿Estás ofreciendo llevar a Belen en tu avión privado? Cuando te he dicho que no podía permitírmelo, no estaba pidiendo un donativo.


–Lo sé. Pero parece que Belen está en apuros y siempre estoy dispuesto a ayudar a los amigos en apuros.


Aquello confirmaba todo lo que sabía de él, pero, en lugar de animarse, se sintió peor.


–Es amiga mía, no tuya.


–Espero que tus amigos sean pronto mis amigos. ¿Podemos concentrarnos un momento en nosotros?


–¿Nosotros?


–Si no quieres hablar de tus sentimientos, entonces lo haré yo. Antes de que nos marcháramos de la isla esta mañana, tuve una larga conversación con mi padre.


–Me alegro.


–Siempre creí que sus tres matrimonios eran errores, algo de lo que se arrepentía, pero hoy me he dado cuenta de que no se arrepiente de nada. Sí, sufrió, pero eso no afectó a su convicción de que el amor existía. Confieso que ha sido toda una sorpresa para mí. Pensaba que, si hubiera podido dar marcha atrás al reloj para hacer las cosas de otra manera, lo habría hecho. Cuando mi madre se fue, fui testigo de lo mucho que sufrió, y eso me asustó.


Su sinceridad la conmovió, pero contuvo el deseo de rodearlo con sus brazos y abrazarlo.


–No tienes por qué contarme esto. Sé que odias hablar de estas cosas.


–Quiero hacerlo. Es importante que lo entiendas.


–Lo entiendo. Tu madre te abandonó. Es normal que no creyeras en el amor. ¿Por qué ibas a hacerlo? Nadie te lo demostró.


–A ti tampoco y nunca has dejado de creer en él.


–Quizá soy tonta –dijo Paula esbozando una medio sonrisa.


–No, eres la mujer más inteligente, divertida y sexy que he conocido en toda mi vida y de ninguna manera voy a dejar que salgas de mi vida. He venido para renegociar las condiciones de nuestra relación.


Al oír aquello, Paula contuvo la risa. Solo Pedro podía hacer que pareciera un asunto de negocios.


–¿Es porque sabes que siento algo por ti y te doy lástima? Porque, sinceramente, estaré bien. Lo superaré.


Confiaba en que aquello sonara más convincente de lo que se sentía.


–No quiero que me olvides ni que nadie se aproveche de ti.


–Sabré cuidarme yo sola. He aprendido mucho de ti.


–Eres muy ingenua y necesitas que alguien con un punto de vista menos optimista cuide de ti. No quiero que esto sea una relación sin ataduras, Paula. Quiero más.


–¿De qué estamos hablando? ¿Cuánto más?


–Todo –respondió acariciándole el pelo–. Me has hecho creer en algo que pensé que no existía.


–¿En cuentos de hadas?


–En amor, me has hecho creer en el amor –dijo y respiró hondo–. A menos que esté muy equivocado, creo que tú también me amas. Probablemente es más de lo que me merezco.


Paula sintió que el corazón se le encogía. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se llevó la mano a la boca.


–Voy a llorar y lo odias. Lo siento, será mejor que salgas corriendo.


–Es cierto que odio que llores, pero no voy a salir corriendo. ¿Por qué iba a marcharme cuando lo mejor de mi vida está aquí? –dijo y se llevó la mano al bolsillo y sacó un pequeño estuche–. Paula, eres esa persona especial para mí. Sabes que me gusta cumplir objetivos y, ahora mismo, el más importante es convencerte de que te cases conmigo. Skylar no hace anillos de compromiso, pero espero que te guste esto.


–¿Me estás pidiendo que me case contigo? ¿Me quieres, estás seguro? –dijo, y abrió el estuche y sacó un anillo de diamantes–. Estoy empezando a creer en los cuentos de hadas después de todo. Yo también te quiero. No pensaba decírtelo, no me parecía que fuera justo para ti. Desde el principio dejaste las reglas claras y yo las rompí. Fue culpa mía.


–Sabía cómo te sentías. Iba a obligarte a que me lo contaras, pero entonces sonó el teléfono y desapareciste. Para ti no es la primera vez que estás enamorada –comentó él con expresión seria.


–Eso es lo curioso –dijo alzando la mano para mirar de nuevo el anillo–. Pensé que lo había estado, pero después de estar contigo y de contarte tantas cosas, me di cuenta de que contigo era diferente. Creo que estaba enamorada del amor. Pensé que sabía qué cualidades quería en una persona. Tengo que cambiar y aprender a protegerme.


–No quiero que cambies, quiero que sigas siendo como eres. Yo puedo ser ese escudo protector.


–¿Quieres ser mi armadura?


–Si eso significa pasar el resto de mi vida pegado a ti, me parece bien.


Sus bocas se unieron y Paula pensó que aquella era la felicidad con la que tanto había soñado.


–Iba a pasar el verano en Puffin Island con Belen.


–Pásalo conmigo. Tengo que estar la semana que viene en Nueva York, pero antes podemos dejar a Belen en Maine. Luego podemos ir a San Francisco y empezar a planear nuestra vida juntos.


–¿Quieres que vaya contigo a San Francisco? ¿Qué clase de trabajo encontraría allí?


–Hay muchos museos, pero ¿qué te parece dedicar más tiempo a la cerámica?


–No puedo permitírmelo.


–Ahora sí porque lo mío es tuyo.


–No podría hacer eso. No quiero que nuestra relación se base en el dinero –dijo ella sonrojándose–. Quiero mantener la propiedad de mi vieja bicicleta, así que necesito que firmes uno de esos acuerdos prenupciales para protegerme en caso de que quieras hacerte con todo lo que tengo.


Pedro sonrió.


–Los acuerdos prenupciales son para gente que cree que sus relaciones no van a durar, theé mou.


Aquellas palabras y la sinceridad de su voz finalmente la convencieron de que lo decía de verdad, pero no era suficiente para convencerla de que aquello estaba pasando realmente.


–Ahora en serio, ¿qué aporto yo a esta relación?


–Tu optimismo. Eres una inspiración, Paula. Estás deseando brindar tu confianza, a pesar de haber sufrido. Nunca has tenido una familia estable y eso no te ha impedido creer que puede haber una para ti. Vives la vida conforme a lo que crees y quiero compartir esa vida contigo.


–¿Así que aporto una sonrisa y tú un avión privado? No sé si es un acuerdo justo.


–Lo es, aunque tengo que reconocer que el que sale ganando soy yo –dijo y la besó de nuevo–. Ser artista es perfectamente compatible con tener bebés. Viviremos entre Estados Unidos y Grecia.


–Espera. Vas muy rápido para mí. He pasado de ser dueña de una bicicleta a compartir un avión.


–Y cinco casas.


–Un momento –dijo ella, recapacitando en lo que acababa de decir–. ¿Has dicho bebés?


–¿Me equivoco? ¿Sueno muy tradicional? Lo que intento decir es que estoy dispuesto a cualquier cosa por ti.


–¿Quieres tener hijos? –preguntó y lo abrazó–. No, no te equivocas, tener hijos es mi sueño.


Pedro rozó sus labios con los suyos.


–¿Qué te parece si empezamos ya? Lo único en lo que pienso ahora es en lo guapa que vas a estar embarazada, así que tengo la sensación de que he retrocedido a la época del hombre neandertal. ¿Te molesta?


–Soy una experta en el homo neanderthalensis.


–No sabes cuánto me alegra oír eso –dijo tomándola en sus brazos.


–Hemos tenido sexo por diversión, sexo atlético y sexo con furia. ¿Qué clase de sexo es este?


–Sexo por amor –contestó Pedro junto a su boca–. Y va a ser el mejor.







SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 23







Le picaban los ojos y buscó las gafas de sol en su bolso. Un coche se acercaba por el camino y reconoció que era el que los había llevado a la inauguración del museo. El coche se detuvo a su lado y Vassilis bajó la ventanilla y la miró.


–Hace mucho calor para ir andando, kyria. Entre en el coche. La llevaré a casa.


Estaba a punto de darle la dirección cuando su teléfono emitió un pitido. Era un mensaje de texto de Belen: Me he caído en el yacimiento y me he roto la muñeca. Estoy en el hospital. ¿Puedes traerme ropa?


–Vassilis, ¿puede llevarme directamente al hospital? Es urgente.


El hombre giró en dirección al hospital y la miró por el retrovisor.


–¿Hay algo que pueda hacer?


–Ya lo está haciendo, gracias.


Al menos, atender a Belen le daría otra cosa en la que pensar.


–¿Dónde quiere que la deje? –preguntó Vassilis al llegar al hospital.


–En urgencias.


–¿Sabe el jefe que está aquí?


–No, y no tiene por qué saberlo –dijo, y se echó hacia delante impulsivamente y le dio un beso en la mejilla–. Gracias por traerme. Es usted un encanto.


Paula encontró a Belen en urgencias, sola en una habitación. Estaba sentada, pálida y desconsolada, con la cara llena de moratones y la muñeca escayolada.


–¿Puedo darte un abrazo?


–No, porque soy peligrosa. Estoy de mal humor. ¡Es mi mano derecha! La mano con la que excavo, con la que escribo, con la que como… Estoy tan enfadada con Spy.


–¿Por qué, qué ha hecho?


–Me hizo reír. Me estaba riendo tanto que no miré dónde ponía el pie y me caí al agujero. Puse la mano para sujetarme y me di con la cabeza en una vasija que habíamos encontrado un rato antes. Ahora quieren hacerme más pruebas para asegurarse de que no tengo daños cerebrales.


–A mí me parece que tu cabeza está perfectamente, pero me alegro de que quieran asegurarse.


–¡Quiero irme a casa!


–¿A ese diminuto apartamento?


–No, me refiero a Puffin Island. No tiene sentido quedarme aquí si no puedo excavar. ¿Puedes conseguirme un vuelo a Boston? El médico me ha dicho que, si está todo bien, mañana mismo puedo volar. Mi tarjeta de crédito está en el apartamento –dijo y se tumbó cerrando los ojos.


–¿Te han dado algo para el dolor?


–Sí, pero no me ha hecho efecto. Me vendría mejor un tequila. Vaya, ¡qué egocéntrica soy! –exclamó y abrió los ojos–. No te he preguntado por ti. Tienes mal aspecto. ¿Qué ha pasado? ¿Qué tal la boda?


–Estupenda –contestó, esforzándose en mostrarse animada–. Me lo pasé muy bien.


–¿Cuánto de bien? Quiero que me cuentes detalles –dijo su amiga y entonces reparó en el collar de Paula–. Vaya. Eso es…


–Sí, de Skylar, de su colección Cielo mediterráneo.


–Me muero de envidia. ¿Te lo ha regalado él?


–Sí –contestó acariciándolo–. Tenía uno de sus jarrones. ¿Te acuerdas de aquel grande azul? Lo reconocí y, cuando se enteró de que conocía a Skylar, pensó que esto me gustaría.


–¿Te lo regaló sin más? Ese collar cuesta…


–No me lo digas o me sentiré obligada a devolvérselo.


–Ni se te ocurra. Te ha hecho un regalo muy bueno, Paula. ¿Cuándo vas a volver a verlo?


–Nunca. Esto era sexo por despecho, ¿recuerdas?


La sonrisa de Belen desapareció y frunció el ceño.


–Te ha hecho daño, ¿verdad? Voy a matarlo justo después de abollarle el Ferrari.


–Es culpa mía –dijo Paula y dejó de fingir que todo estaba bien–. He sido yo la que se ha enamorado. Todavía no entiendo cómo ha pasado porque somos muy diferentes –añadió sentándose al borde de la cama–. Pensé que no cumplía ninguno de los requisitos de mi lista, pero luego me di cuenta de que sí. Eso es lo peor de todo. No sé seguir reglas.


–¿Estás enamorada de él? ¡Paula! Un hombre como él no sabe amar.


–Estás equivocada. Quiere mucho a su padre. No le gusta demostrarlo, pero el vínculo entre ellos es muy fuerte. En lo que no cree es en el amor romántico. No cree en ese sentimiento.


Y sabía muy bien por qué. Había sufrido mucho y ese dolor había marcado su vida. Había dejado de sentirse seguro a una edad muy temprana y había decidido proveerse de otro tipo de seguridad, una que pudiera controlar. Así se había asegurado de que nadie volviera a hacerle daño nunca más.


–Olvídalo –dijo Belen tomándola de la mano–. Es un canalla.


–No, no lo es. Es sincero con lo que quiere. Nunca engañaría a nadie como hizo David.


–No es lo suficientemente bueno. Debería haberse dado cuenta del tipo de persona que eres y haberte llevado a casa aquella primera noche.


–Lo intentó. Me dijo exactamente a lo que estaba dispuesto y fui yo la que tomó la decisión.


–¿Te arrepientes, Paula?


–¡No! Han sido los mejores días de mi vida. Me gustaría que el final hubiera sido diferente, pero… –dijo y respiró hondo antes de continuar–. Voy a dejar de soñar con cuentos de hadas y a ser un poco más realista. Intentaré parecerme a Pedro y trataré de cuidarme yo sola. Así, cuando alguien como David aparezca en mi vida, será menos probable que cometa un error.


–¿Y tu lista de requisitos?


–Voy a tirarla. Al final, no ha servido para nada –aseveró y se puso de pie, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad–. Me voy al apartamento a traerte ropa y a hacerte reserva en el primer vuelo.


–Ven conmigo. Te encantaría Puffin Island. Es un lugar precioso. Nada te retiene aquí, Paula. Tu proyecto ha terminado y no puedes permitirte pasar el mes de agosto recorriendo Grecia. Es un lugar espectacular, tienes que venir. Mi abuela pensaba que tenía efectos reparadores, ¿recuerdas? Creo que ahora mismo es lo que necesitas.


–Gracias, lo pensaré –dijo y le dio un abrazo a su amiga.


Tomó un taxi a casa e intentó no pensar en Pedro. Era ridículo sentirse tan hundida. Desde el principio, sabía que solo había un final para aquello. Estaría bien siempre y cuando estuviera ocupada. Pero ¿y él? La siguiente mujer con la que saliera no sabría nada de su pasado porque no se lo contaría. No le entendería. No encontraría la manera de atravesar las capas de protección entre el mundo y él, y lo dejaría. No se merecía estar solo, se merecía ser amado.


Se contuvo para no tumbarse en la cama y ponerse a llorar.


Belen la necesitaba. No tenía tiempo para lamerse las heridas. Belen la necesitaba.



SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 22





El viaje de regreso a Creta fue una tortura. Mientras el barco aceleraba sobre las olas, Paula giró la cabeza para mirar Villa Camomile una última vez. Pedro iba callado y se preguntó si ya estaría cansado de ella. Seguramente estaría deseando seguir con su vida y conocer a la siguiente mujer con la que mantener una relación física. La idea de él con otra mujer la ponía enferma y se aferró al costado de la embarcación.


–¿Te mareas?


Pensó en negarlo, pero al darse cuenta de que tendría que dar explicaciones, asintió.


Su consideración lo complicaba todo. Habría sido mucho más fácil si hubiera seguido creyendo que era el egoísta millonario que todos pensaban que era.


El camino en coche desde el muelle hasta su casa debería haber sido placentero, pero cuanto más se acercaban a su destino, más triste estaba.


Sumida en sus pensamientos, cuando Pedro se detuvo ante las grandes puertas de hierro que separaban su casa del resto del mundo, Paula se dio cuenta de su error.


–Se te ha olvidado dejarme en mi casa.


–No se me ha olvidado. Te llevaré a tu casa si eso es lo que quieres o puedes pasar la noche aquí conmigo.


–Pensé… Me gustaría quedarme.


Pedro murmuró algo en griego y siguió conduciendo.


Paula se dio cuenta de que estaba excitado y se le levantó el ánimo. Aunque no la amara, la deseaba. No había sido una aventura de una noche. Habían tenido mucho más que eso.


Pedro cambió de marcha y alargó el brazo para tomar su mano. Llevaba una camisa que dejaba ver la piel bronceada de la base de su cuello y Paula se sintió tentada a inclinarse y recorrer aquella parte de él con la lengua.


–Ni se te ocurra –dijo Pedro entre dientes–, o tendremos un accidente.


–¿Cómo sabías lo que estaba pensando?


–Porque yo estoy pensando lo mismo.


–Necesitas una casa con un camino de acceso más corto.


Él rio y, justo cuando estaban llegando ante la casa, su teléfono sonó.


–Contesta.


–Colgaré enseguida.


Apretó el botón y empezó a hablar. Paula estaba perdida en un mundo de ensoñación, imaginando la noche que les esperaba, cuando lo oyó decir algo sobre su avión privado y Nueva York.


La llamada la sacó de sus fantasías. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué se aferraba a aquella relación si sabía que era algo temporal? ¿De verdad confiaba en que fuera ella la que lo hiciera cambiar?


No debería haber vuelto allí. Debería haberle pedido que la dejara en su casa y poner fin a aquello con dignidad. 


Aprovechando que seguía al teléfono, tomó el bolso y salió del coche.


–Gracias por traerme, Pedro –susurró–. Hasta pronto.


Pero sabía que no sería así. Nunca más volvería a verlo.


–Espera.


–Atiende la llamada. Tomaré un taxi –dijo y empezó a caminar lo más rápido que pudo por el camino de acceso bajo un calor abrasador.


Era lo mejor. Habían acordado sexo sin ataduras y no era culpa de Pedro que sus sentimientos hubieran cambiado.




SOMBRAS DEL PASADO: CAPITULO 21




A la mañana siguiente, Pedro dejó a Paula haciendo la maleta y llevó a Chloe con su padre y Daniela, que estaban desayunando en la terraza.


Daniela se llevó a Chloe dentro para cambiarle el pañal y Pedro se quedó a solas con su padre.


–Estaba equivocado. Me cae bien Daniela. Me parece una buena mujer.


–Y a ella le caes bien. Me alegro de que hayas venido a la boda. Espero que vuelvas a visitarnos pronto –dijo Carlos e hizo una pausa antes de continuar–. A los dos nos gusta Paula.


Pedro no solía aspirar a tener relaciones duraderas con las mujeres con las que salía, pero, en este caso, no podía dejar de pensar en lo que le había dicho: «Quiero ser esa persona especial para alguien».


Según le había dicho, no buscaba un cuento de hadas, pero, en su opinión, confiar en que una relación durara de por vida era un gran cuento de hadas. Dudaba que hubiera un hombre capaz de cumplir el sueño de Paula.


–Es muy soñadora.


–¿Tú crees? –dijo su padre mientras echaba miel en un yogur–. No estoy de acuerdo. Creo que tiene las cosas claras. Es una joven muy lista.


–Lo es, pero, en lo que a relaciones se refiere, tiene tan poco juicio como…


–Como yo, ¿no era eso lo que ibas a decir? –preguntó Carlos, sirviéndole un café a Pedro–. Crees que no he aprendido la lección, pero cada relación me ha enseñado algo. A lo que no estoy dispuesto es a darme por vencido en el amor. Por eso he encontrado a Daniela. Sin todas esas relaciones, no estaría aquí ahora.


–¿De veras tratas de convencerme de que, si pudieras dar marcha atrás al reloj, no cambiarías nada?


–Así es. Para mí, no son errores. La vida está llena de altos y bajos. Todas las decisiones eran las correctas en su momento y cada una de ellas me llevó a otras cosas, algunas buenas y otras malas.


Pedro lo miraba incrédulo.


–Cuando mi madre se fue, te quedaste abatido. Temí que no lo superaras. ¿Cómo puedes decir que no te arrepientes de nada?


–Porque por un tiempo fuimos felices, e incluso cuando se rompió, te tenía a ti –explicó su padre antes de dar un sorbo al café–. Me habría gustado darme cuenta en aquel momento de lo mucho que te afectó para haber intentado evitar el daño que te causó.


–¿Así que volverías a casarte con ella y con Maria y con Carla?


–Por supuesto. El amor no tiene garantías, es cierto, pero es lo único en la vida por lo que merece la pena luchar.


–Yo no lo veo de esa manera.


–Cuando estabas empezando tu negocio y encontrabas algún obstáculo, ¿te diste por vencido?


–No es lo mismo. En mi empresa, nunca tomo decisiones basadas en sentimientos.


–Y ese es tu problema, Pedro.