domingo, 23 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 18





Pedro dejó caer la bomba cuando su avión privado sobrevolaba Milán, preparándose para aterrizar. Había pasado casi todo el vuelo al teléfono y, aunque Paula no había logrado entender casi nada de la conversación, sabía que no estaba de buen humor. Los pocos días que habían pasado juntos habían llegado a su fin y la realidad llamaba a la puerta.


—Voy a dar una cena en la villa esta noche, nada demasiado fastuoso. Sólo unos pocos socios.


—¿Cuántos son unos pocos? —preguntó ella.


—Unos veinte.


—¿No crees que podrías haberme avisado con un poco más de tiempo? —preguntó Paula—. ¿Cómo voy a organizar una cena en un par de horas? Sabes que no sé cocinar.


—Tú no tienes que hacer nada. Sophia es la que se encarga de esas cosas y, por su bien, te pido que te mantengas alejada de la cocina.


—Gracias —dijo ella. Tal vez fuese una pésima cocinera, pero no hacía falta que resaltara ese punto. Se sentía dolida porque no hubiera considerado necesario consultarle. No hacía sino insistir en lo poco importante que era ella en su vida. No la necesitaba, eso era evidente, sobre todo teniendo un ama de llaves que se ocupaba de todo—. Sigo pensando que deberías haberme avisado.


—Ni siquiera lo sabía yo. Mi padre me ha dicho esta mañana que había decidido que la cena fuera en la villa en vez de en su casa.


—¿Y suele hacer cosas así muy a menudo? ¿Espera que estés siempre a su disposición?


La verdad era que nunca había hecho algo así, pensaba Pedro mientras miraba por la ventanilla de la limusina que los llevaba de vuelta a la villa.


—Mi padre ha estado enfermo. Es comprensible que quiera que me involucre más en el negocio. No puedo competir para siempre y, ahora que Gianni ha muerto, soy su único heredero.


Su teléfono móvil volvió a sonar, demandando su atención durante el resto del trayecto, y le dirigió una mirada distraída cuando llegaron a la villa.


—No tienes que preocuparte por nada, cara. Todo está bajo control. ¿Por qué no te relajas junto a la piscina durante un par de horas hasta que lleguen los invitados?


—Lo próximo que harás será darme una palmadita en el trasero y decirme que no piense mucho —respondió ella furiosamente—. Sé cuándo no se me necesita, Pedro. Simplemente me quitaré de en medio. ¿Crees que podrás soportar mi embarazosa presencia durante la cena o prefieres mandarme luego un cuenco de gachas a mi habitación?


—¡Dios! Tienes una lengua viperina —dijo él—. Hace cuatro años no me habrías...


—¿Contestado así? —sugirió ella dulcemente.


—Siento no haberte dicho antes lo de la cena, pero sólo serán unas pocas horas, y te estás comportando como una niña malcriada.


—Lo sé —gritó ella. No necesitaba que se lo recordasen, de modo que se dio la vuelta y se alejó hacia la piscina.


Necesitó hacer veinte largos en la piscina antes de empezar a calmarse, y debió de quedarse dormida al sol en la tumbona, despertándose de golpe y dándose cuenta de que eran las seis. Los invitados de Pedro llegaban a las siete, de modo que volvió corriendo a la casa. Tenía que ducharse y hacer algo con su pelo. Si iba a aparecer en público como la amante de Pedro, estaba decidida a tener el mejor aspecto posible.


Voló por el hall y recordó que se había dejado el bolso en la sala de estar, de modo que cambió de dirección, deteniéndose en seco al cruzar la puerta y encontrarse con cuatro caras sorprendidas que la miraban.


—Lo siento mucho —dijo, sintiendo cómo se le sonrojaban las mejillas.


Pedro se había puesto en pie mientras los otros tres hombres, Fabrizzio y dos socios, la miraban fijamente.


—Paula, pensé que estabas arriba, vistiéndote para la cena.


—Obviamente no —dijo ella, tratando de sonreír—. Debo de haberme quedado dormida junto a la piscina.


Fabrizzio Alfonso se recostó en su asiento y la observó atentamente, como si fuera una vaquilla en un mercado de ganado.


—Buona sera, Paula. Pedro mencionó que estabas pasando aquí un tiempo —hizo una pausa antes de seguir hablando—. Espero que te estés recuperando bien de tu accidente —la pregunta trató de disimular la acidez del comentario, pero Paula la advirtió del mismo modo e inmediatamente trató de esconder su pierna lesionada detrás de la otra, perdió el equilibrio y se hubiera caído de no haber sido porque Pedro la agarró del brazo.


«Primer punto para ti, Fabrizzio», pensó sin dejarse amedrentar por su sonrisa y, tan pronto como salió por la puerta, se apartó de Pedro.


—¿A qué estás jugando? Pensé que estabas cambiándote para la fiesta—susurró él.


—Ya te lo he dicho. Me he quedado dormida. No dormí mucho anoche, por si no te acuerdas. Aún queda una hora hasta que lleguen los invitados, si no tenemos en cuenta a los que ya están aquí —añadió sarcásticamente—. ¿Era estrictamente necesario que tu padre mencionara mi pierna?


—Dios, a veces eres imposible. Te estaba ofreciendo su compasión y tratando de desviar la atención del hecho de que ibas corriendo por la casa medio desnuda frente a dos banqueros de la compañía —dijo Pedro con frialdad— Será mejor que vayas a ducharte. Y no me discutas, no tienes tiempo.


Freído en aceite habría sido quedarse corta, pensaba Paula media hora después mientras se abrochaba el vestido. Era el hombre más arrogante y molesto que jamás había conocido, y las lágrimas que le quemaban en los ojos eran de rabia, no por haber perdido la cercanía que habían compartido en Venecia.


Para su sorpresa, la cena no fue tan horrible como había previsto. Cuando bajó por la escalera central, Pedro estaba esperándola abajo y, por un momento, fue incapaz de disimular el deseo en sus ojos al verla con su vestido blanco. 


Lejos de querer esconderla, su voz sonó orgullosa al presentarla a sus socios y a sus esposas. Poco a poco, Paula fue relajándose.


Fabrizzio fue sorprendentemente cortés; de hecho, fue él quien insistió en que todo el mundo hablase en inglés y no en italiano, en deferencia a Paula, y Pedro sintió cómo su propia tensión disminuía. Paula se equivocaba sobre su padre. Obviamente había malinterpretado su actitud hacia ella cuatro años antes, pero había madurado y la seguridad que tenía en sí misma significaba que podría enfrentarse a un hombre con una voluntad de hierro.


No había existido ninguna complicidad entre Fabrizzio y Gianni. No había habido ningún plan para librarse de ella. 


Gianni había mentido; tendría que aceptar eso junto con el hecho de que nunca sabría por qué. Pero su hermano pequeño había intentado arreglar las cosas. Recordaba una conversación entre ellos meses antes de que Gianni se tomara la sobredosis. En medio de una profunda depresión, Gianni había mostrado un súbito interés por su vida y le había preguntado por el futuro, lo que haría cuando dejara de competir y qué posibilidades habría de que se casara y le diera a Fabrizzio los nietos que tanto deseaba. Pedro se había encogido de hombros y había dado una respuesta poco concisa, sin atreverse a insinuar que Gianni había arruinado su relación con la única mujer que había significado para él algo más que un mero entretenimiento.


Quizá su hermano hubiera comprendido más cosas de las que había dejado entrever.


«Paula siempre fue la chica que tú creías que era». Las palabras de Gianni aún resonaban en su cabeza. No podía decirse que hubiera sido una admisión de su mentira, pero había hecho que se reforzara su decisión de ir a buscarla, aunque sólo fuera para enterrar el pasado de una vez por todas.


Era tarde cuando los invitados de Pedro se marcharon, y Paula suspiró aliviada al volver a la sala de estar y quitarse los zapatos antes de derrumbarse en el sofá. Había sido una velada agradable, mejor de lo que había imaginado, y sonrió cuando un movimiento en la terraza captó su atención.


—¿Pedro, qué estás haciendo ahí fuera?


Pedro está hablando por teléfono en su despacho —Fabrizzio Alfonso entró por las puertas de cristal y la sonrisa de Paula desapareció al ver la frialdad en sus ojos.


—Entiendo —murmuró ella.


—No sé si lo entiendes, Paula —dijo Fabrizzio, riéndose—. Dime, ¿cuánto tiempo planeas actuar como la prostituta de mi hijo esta vez?


—No tengo por qué escuchar esto —dijo Paula, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la puerta. Cuatro años atrás, su actitud hacia ella la había desestabilizado y no se había atrevido a defenderse, pero habían cambiado muchas cosas—. No sé qué tiene contra mí, pero, por respeto a Pedro, creo que debería guardarse sus sentimientos y sus insultos.
Intentó pasar frente a él, pero Fabrizzio le agarró la muñeca con fuerza.


—No me quedaré parado viendo cómo mi hijo hace el tonto por una nimiedad semejante —dijo él—. Pensé que había conseguido librarme de ti hace cuatro años, pero te lo digo ahora; Pedro nunca se casará contigo.


Al parecer, el mayor miedo de Fabrizzio era que Pedro se casara con ella. Si tan sólo supiera lo poco probable que era aquello. No había probabilidad alguna, y mucho menos después de que Fabrizzio dejara clara su opinión. De algún modo, tenía que convencer a aquel hombre de que no tenía anda que temer de ella, que casarse con Pedro era lo último que quería. Al menos entonces, tal vez los dejara en paz y esperara a que su romance siguiera su curso.


—De hecho, no tengo intención de casarme con su hijo —dijo ella fríamente.


—Me cuesta creer que no quieras poner las manos sobre la fortuna de los Alfonso.


—El precio es demasiado alto. No quiero vivir mi vida en una jaula dorada viendo cómo todos mis movimientos aparecen en los tabloides. Me encantaría tener una casa de campo en Inglaterra con unos cuantos acres de terreno.


—¿Y crees que Pedro va a comprarte esa casa?


—Estoy trabajando en ello.


—Quizá debiera advertir a mi hijo de que su rosa inglesa es una zorra mercenaria que se vende al mejor postor.


—Quizá él ya lo sepa —sugirió Paula—. No tiene nada que temer de mí, señor Alfonso. Mi relación con su hijo se basa en la más primitiva de las necesidades. Hablando con claridad, Pedro saciará su apetito y yo recibiré algo a cambio. Me cansé del romanticismo ridículo hace tiempo; cuatro años, para ser exacta.


Probablemente Fabrizzio Alfonso no se hubiera quedado sin palabras en su vida, y Paula disfrutó de su inseguridad momentánea. La expresión de su cara habría sido divertida si ella no hubiera estado a punto de llorar.


—Así que, para vosotros dos, no es más que un escarceo sexual —dijo finalmente con un brillo especulativo en la mirada—. Perdona, pero no me convence. Hace cuatro años estabas enamorada de mi hijo. ¿Qué ha cambiado?


—Yo he cambiado. He madurado.


Paula huyó antes de derrumbarse y echar a perder la ilusión de que tenía un corazón de piedra. Una ducha consiguió borrarle las lágrimas, pero fue mucho más difícil arrancarse de la piel los comentarios de Fabrizzio, y se preguntaba qué habría hecho ella para merecer semejante desprecio. La respuesta sencilla era que ese hombre estaba desesperado porque su único hijo le diera nietos con sangre aristocrática y la había visto como una amenaza. Ahora que la amenaza había desaparecido, quizá los dejara en paz.


No había rastro de Pedro cuando se metió en la cama, e imaginó que seguiría trabajando antes de que volaran a Indianápolis para la próxima carrera de la temporada. 


Deseaba que fuese a la cama, necesitaba la seguridad de su cuerpo y de su tacto, pero finalmente se quedó dormida, y era tarde cuando Pedro entró en la habitación y se quedó mirándola con ojos sombríos como un día de invierno









sábado, 22 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 17





La Villa Mimosa albergaba una piscina fabulosa y, durante los últimos días, Paula había tenido mucho tiempo para admirarla. Era un precioso día de verano en Italia. El ama de llaves de Pedro, Sophia, estaba a su servicio para proporcionarle todo tipo de manjares y su novela era razonablemente entretenida. Tenía todo lo que podría desear, se dijo a sí misma, ignorando la voz que le decía que no tenía a Pedro.


Estaba allí por la noche, claro. No podía quejarse de falta de atención en el dormitorio. Hacían el amor con dedicación, como si Pedro estuviera decidido a compensarla por los cuatro años que habían pasado separados. Cuando le hacía el amor, Paula se convertía en una criatura salvaje centrada sólo en dar y recibir placer hasta que caía rendida en sus brazos.


A veces él la despertaba antes del amanecer simplemente besándole la piel. Luego ella sonreía y sentía que su cuerpo estaba listo para recibir al suyo. Pero, cuando se despertaba por la mañana, la cama estaba vacía.


Él tenía compromisos; ella lo sabía. Los momentos entre carreras eran tan cruciales como la carrera en sí, pues Pedro trabajaba junto a los diseñadores e ingenieros para perfeccionar el coche. Además, tenía la presión añadida de dirigir los intereses económicos de la compañía Alfonso. Le había explicado que su padre había sufrido una ligera apoplejía, probablemente a raíz del suicidio de Gianni, y Fabrizzio estaba decidido a entregarle las riendas del negocio al único que hijo que le quedaba.


Ella comprendía todo eso. ¿Pero entonces por qué esa voz en su cabeza no paraba de susurrarle que nada había cambiado y que su relación estaba basada en el sexo y en nada más? Se dijo a sí misma que estaba actuando como una niña malcriada. Pedro siempre había vivido su vida a toda velocidad, tanto dentro como fuera de la pista; ella no podía esperar que las cosas fueran diferentes. Cuatro años atrás no había estado contenta con la situación, pero entonces le faltaba la confianza para decírselo. Si iban a darle una oportunidad a la relación, tendría que hablar alto y claro y luchar por el tipo de vida que deseaba antes de que el respeto en ella misma quedara erosionado como ya había ocurrido en el pasado.


Pedro regresó a la villa a tiempo para comer y, mientras caminaba por la terraza, Paula sintió un vuelco en el corazón. 


Estaba guapísimo con sus chinos y su camisa color crema abierta a la altura del cuello. Con sus gafas de sol de diseño y su Rolex de oro, tenía el aspecto de un playboy millonario, no el de un hombre que se contentaría con una vida doméstica y tranquila.


—Buon giorno, cara —dijo él, inclinándose para besarla—. ¿Qué has hecho esta mañana?


—Nadar, leer... El ejercicio y el sol vienen bien para mi pierna. Las cicatrices están desapareciendo un poco.


Pedro se sentó a un lado de su tumbona y deslizó la mano por su pierna.


—Bien —dijo—. Me alegro por ti, pero ya te dije que, si las cicatrices te disgustan, pediré cita con el mejor cirujano plástico que encuentre.


—¿Quieres que me opere? —preguntó ella con curiosidad.


Pedro se quitó las gafas de sol y la miró.


—Para ser sincero...no. Tus cicatrices forman parte de ti y son un recuerdo de lo valiente que eres. Para mí eres perfecta —dijo antes de cubrir de besos las marcas que recorría su pierna.


Siguió subiendo la cabeza hasta llegar a sus muslos, y Paula contuvo la respiración al sentir su lengua en el estómago. El ritmo de sus caricias cambió y ella se retorció sobre la tumbona mientras Pedro le quitaba el bikini y dejaba sus pechos al descubierto.


—Sophia ha dicho que sacaría la comida a la terraza —murmuró Paula distraídamente y con la respiración entrecortada al notar cómo Pedro le acariciaba los senos con las manos.


—Le he dicho que espere un rato—dijo él.


—Pero yo tengo hambre —añadió ella sin molestarse en disimular el brillo perverso de sus ojos—. ¿Tú no?


—Me muero de hambre, cara —contestó Pedro mientras le apretaba los pechos y rodeaba sus pezones con la lengua—. ¡Dame de comer!


Paula estaba ardiendo por dentro, desesperada por que le quitara la parte de abajo del bikini como había hecho con la de arriba, pero, en vez de eso, él se incorporó y deslizó los dedos por su cuerpo, acariciándola suavemente sobre el tejido de las braguitas del bikini.


—¡Pedro! Por favor... ahora —no podía esperar un minuto más. Ni siquiera había empezado a tocarla por dentro y ya sentía los primeros espasmos de placer, recorrer su cuerpo y el deseo de sentirlo dentro se había convertido en una necesidad imperiosa. Aun así, Pedro se quedó sentado, mirándola.


—Levanta las caderas —dijo él con voz profunda y, cuando ella obedeció, le terminó de quitar el bikini y deslizó las manos por sus muslos, separándolos de modo que sus tobillos colgaran a ambos lados de la tumbona. Entonces se puso en pie y se desnudó lentamente sin dejar de mirarla, hasta que finalmente se tumbó sobre ella y la penetró con una fuerte embestida. Luego se apartó casi por completo, haciendo que Paula gritara su nombre y hundiera las uñas en sus hombros, pidiéndole que volviera a hacerlo y uniéndose a su ritmo frenético. Estaba tan excitada que no tenía manera de controlarse, y echó la cabeza hacia atrás para mirar al cielo mientras las sacudidas de placer la embargaban. Pedro se quedó parado unos segundos, situado sobre ella y, cuando Paula dejó de estremecerse, siguió moviéndose cada vez con más fuerza y rapidez, hasta que ya no pudo aguantar más y sintió el placer de su clímax.


El sonido del teléfono móvil acabó con la tranquilidad y Paula contuvo la respiración mientras, durante unos segundos, Pedro lo ignoraba. Se quedó mirándola a los ojos, luego murmuró algo en voz baja y contestó.


—Papá —inmediatamente comenzó a hablar en un italiano rápido que Eden no podía comprender aunque quisiera, lo cual no era el caso. La mayoría de las conversaciones telefónicas de Pedro eran con su padre, y Fabrizzio demandaba la atención de su hijo a cualquier hora del día o de la noche. Paula casi podía creer que estaba observándolos, decidido a meterse en las pocas horas de intimidad que compartían, y sabía con total seguridad que Fabrizzio no estaba contento con el lugar que ocupaba ella en la vida de su hijo.


Se levantó de la tumbona, se puso el albornoz y se dirigió hacia la casa. Se daría una ducha, comería algo y pasaría la tarde... bueno, ya se le ocurriría algo. Sin lugar a dudas, Pedro iría a las oficinas de la compañía si su padre se lo ordenaba.


La estaba esperando en el dormitorio cuando Paula salió del baño con el pelo envuelto en una toalla.


—Siento lo de antes. Mi padre...


—No tienes que darme explicaciones. Sé que ha estado enfermo y que estás ocupado.


—Normalmente no estoy tan ocupado —murmuró Pedro, frunciendo el ceño, y se giró para mirar por la ventana. Paula estaba guapísima envuelta en su toalla, y le hubiera gustado arrancársela y tumbarla en la cama. El sexo sería lento y delicado en esa ocasión, pero, cuando su cuerpo empezaba a calentarse, cerró los ojos y se obligó a mantener el control. 


Fabrizzio quería que fuera a la oficina para revisar unos papeles que, de pronto, eran de suma importancia, aunque no entendía por qué.


Por primera vez en su vida, lamentaba las órdenes de su padre. Para ser sincero, lamentaba cualquier cosa y a cualquiera que lo apartara de Paula, e incluso las horas que pasaba entrenando parecían una obligación. En el fondo de su mente permanecía la acusación de Paula al decir que su padre la había despreciado e insultado. Su padre siempre había sido cortés con ella, ¿verdad? Tal vez no la hubiera recibido con los brazos abiertos, pero tampoco había ocultado nunca su esperanza de que su hijo mayor se casara con una chica italiana. ¡Una chica como Valentina de Domenici!


—Tengo unos cuantos días libres antes del Grand Prix de Indianápolis —dijo él mientras observaba cómo se vestía—. Se me había ocurrido que podríamos ir a Venecia.


—¿De verdad? ¿No tienes cosas que hacer? Tu padre...


—Puede apañárselas sin mí durante unos días. Hace cuatro años cometí el error de no pasar suficiente tiempo contigo. No quiero volver a cometerlo, pero me temo que estaré fuera el resto del día.


—Por suerte tengo un buen libro —dijo ella.


—Podrías salir —murmuró él, deseando poder quedarse con ella y olvidarse del resto del mundo—. Podrías ir de compras. Milán es conocida mundialmente por sus exclusivas boutiques y a la mayoría de las mujeres les gusta ir de compras.


—Dijiste que yo te gustaba porque soy diferente —dijo ella con una sonrisa—. No me interesa tu dinero, Pedro. Sólo me interesas tú.


Venecia estaba a la altura de su reputación como una de las ciudades más románticas del mundo, pensaba Paula mientras yacía sobre las sábanas revueltas y observaba la decoración de los postes de la cama. No le habría importado quedarse en la villa, pero Pedro estaba decidido a cumplir una promesa que le había hecho cuatro años atrás, y habían pasado unos días maravillosos explorando la red de canales que atravesaban la ciudad.


Mientras que habían pasado los días empapándose de la historia de Venecia, las noches no habían sido menos enérgicas, y Paula tenía el cuerpo dolorido. El deseo que Pedro sentía por ella era como un pozo sin fondo, pero no se quejaba e, incluso aunque le hubiera hecho el amor varias veces durante la noche, sonrió al recordar cómo le gustaba pasar las mañanas. Se giró y su sonrisa desapareció al descubrir que la cama estaba vacía.


Una brisa agitó la cortina y entonces lo vio, sentado en una de las sillas del balcón donde desayunaban cada mañana.


—Te has levantado temprano —murmuró ella, colocándose tras él y colocando las manos sobre sus hombros.


Pedro no contestó, pero le agarró una de las manos y se la llevó a la boca para besarla.


—He estado pensando —murmuró finalmente—. En el pasado, en Gianni y en ti.


—Creí que ya habíamos acordado que viviríamos en el presente, pero nunca hubo un «Gianni y yo». No lo estaba besando junto a la piscina aquella noche y no tenía una aventura con él.


—Te creo —contestó él—. Entonces debí darme cuenta de que no me mentirías. Eres la persona más transparente que he conocido. No guardas secretos, no a mí. Tu mente es transparente como el agua.


Paula esperaba que no fuera tan transparente. Había un secreto que no podía revelar. El amor no tenía cabida en esa relación, y se negaba a avergonzarlo a él y a sí misma declarando que era el amor de su vida.


—Te debo una disculpa —Pedro se puso en pie y la tomó entre sus brazos—. No sé por qué Gianni quería que rompiéramos. Sólo se me ocurre que te quisiera para él y sus sentimientos fueran tan fuertes que estuviese preparado para sacrificar su vínculo conmigo. Hemos perdido cuatro años. Por él dejé escapar algo muy preciado para mí. A ti. Confié en él antes que en ti, pero no puedo odiarlo por lo que hizo. Madre de Dios, Paula, a pesar del daño que nos causó a los dos, sigo deseando que estuviera aquí, y aún lo echo de menos.


—Lo sé —dijo ella, abrazándolo—. Yo no odio a Gianni y desde luego no espero que tú lo hagas. Era tu hermano. Vi lo unidos que estabais.


—¿Pera por qué intentó estropear lo que había entre nosotros? Sabía lo que yo sentía por ti.


—No sé, pero debía de tener una buena razón, porque te idolatraba, Pedro. Pero ya ha pasado y, a pesar de todo, nos hemos vuelto a encontrar. Creo que deberíamos dejar que Gianni descansara en paz con sus secretos.


Entonces Pedro la besó con suavidad y ella le rodeó el cuello con los brazos mientras la levantaba y la llevaba de vuelta al dormitorio.


—Creo que tu sugerencia de que nos concentremos en el presente es una idea excelente —le dijo mientras la dejaba sobre las sábanas y le desabrochaba el cinturón del albornoz.


Ella no dijo nada, pero sus ojos se oscurecieron y sus labios se separaron ligeramente viendo cómo él se desnudaba y se tumbaba a su lado.


—Eres el único hombre al que he deseado, Pedro —susurró, sabiendo que corría el riesgo de revelar demasiada información, pero no podía evitarlo. Durante unos segundos, había presenciado lo mal que se sentía por la muerte de Gianni, una tristeza acrecentada por la certeza de saber que su hermano había mentido, y Paula quería reconfortarlo, demostrarle que se preocupaba.


Pedro se quedó quieto al oír sus palabras y luego deslizó las manos por su cuerpo, separándole las piernas y arrodillándose a su lado, haciéndole sentir su aliento caliente en los muslos.


—Entonces será mejor que me asegure de que la cosa no cambie, cara mia —dijo, y comenzó a utilizar su lengua con un efecto tan devastador, que Paula se olvidó de todo salvo de él.

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 16




La Villa Mimosa estaba situada a media hora en coche de Milán, en un pequeño pueblo a las orillas del lago Como. La suite central, en la parte de delante de la villa, tenía unas vistas maravillosas al lago, mientras que la parte de atrás daba a un jardín privado con piscina. Era un oasis de tranquilidad y, sin embargo, estaba increíblemente cerca de la ciudad, que estaba llena de tiendas de diseñadores y de edificios magníficos.


Regresar a la villa fue como volver atrás en el tiempo y, mientras Paula miraba a su alrededor, fue abordada por los recuerdos. En esa habitación había conocido el cielo y el infierno. Durante el año que había pasado con Pedro, la villa había sido su hogar, a pesar de que habían pasado poco tiempo en ella, sólo unas pocas semanas después de la temporada de carreras, cuando había disfrutado de la intimidad de compartir su dormitorio. Era evidente que Pedro había contratado a decoradores de interiores, pero la decoración de su suite seguía igual, incluso la colección de ranas de cristal que había sobre la mesita, y Paula sintió un curioso dolor en el pecho al tomar una de ellas entre sus manos. Eran baratas, hechas de cristal verde, pero se había enamorado de ellas en un mercadillo callejero en España y se había sentido encantada cuando Pedro se las había comprado. ¿Por qué las habría conservado? 


Parecían fuera de lugar en una habitación tan elegante, pero, por alguna razón, Pedro las tenía en una posición privilegiada, y se preguntaba si alguna vez pensaría en ella cuando las miraba.


Dejó la rana en su lugar y observó su reflejo en el espejo. Se había comprado el negligé de color negro con un propósito: seducirlo. Y tenía que admitir que parecía una sirena, aunque por dentro estuviera tremendamente nerviosa. Era medianoche cuando habían conseguido marcharse de la fiesta de después de la carrera y, como ganador del Grand Prix de Monza, habían estado entreteniendo a Pedro constantemente. Paula había intentado mantenerse apartada, pero Pedro no se lo había permitido y la había mantenido a su lado toda la velada, despertando la curiosidad de los fotógrafos. Finalmente, podrían disfrutar de la privacidad de la villa, pero según habían ido acercándose con el coche, Paula había ido poniéndose cada vez más nerviosa, de modo que había aceptado la sugerencia de Pedro de darse una ducha.


—¿Has encontrado en el baño todo lo necesario?


El sonido de su voz hizo que se apartara del espejo y que se le acelerase el pulso al mirarlo.


—Sí, gracias —se había quedado sorprendida al descubrir todos sus artículos de baño favoritos en las estanterías, pero se había dicho a sí misma que debía de ser una coincidencia; no era probable que Pedro recordara la fragancia que usaba hacía cinco años.


Pedro cruzó la habitación para sacar una botella de champán de la cubitera, y Paula se fijó en la anchura de sus hombros y en el cuello abierto de su camisa blanca, que dejaba ver su piel bronceada. Era, si cabía, más atractivo que cinco años atrás. Su cuerpo parecía más duro, y la expresión osada de sus ojos le provocó una debilidad que le era tremendamente familiar. Sus ojos le decían que iban a hacer el amor durante toda la noche, que no se privarían de nada, y esa idea la excitaba al tiempo que la ponía nerviosa.


Pedro entornó los ojos al descorchar la botella de champán, advirtiendo cómo Paula daba un brinco al oír el sonido. No estaba tan tranquila como quería hacerle creer, pero eso le gustaba, le gustaba el hecho de que estuviera nerviosa ante su primera vez después esos años separados. Reflejaba su propia tensión. Era guapísima, pensaba mientras le entregaba la copa. Había fantaseado con su cuerpo cada día, imaginado sus pechos, sus piernas. El negligé dejaba poco a la imaginación, Pedro ansiaba quitarle los tirantes para que la prenda dejara al descubierto sus pechos. El negligé le llegaba hasta el suelo, escondiendo sus piernas, pero sabía que no sería durante mucho tiempo.


Pretendía tomarse su tiempo, saborear cada momento, pero ya estaba tan excitado que los pantalones le quedaban ajustados a la altura de la ingle, y sentía la necesidad de desnudarla y poseerla con rapidez.


—Creo que esta noche se merece un brindis —murmuró él sin dejar de mirarla a la cara mientras levantaba su copa—. Por nosotros, Paula. Por lo que dure.


—Por lo que dure —repitió ella tras dar un trago, y cualquier otra cosa que fuese a decir quedó suprimida por la presión de sus labios. Pedro sabía a champán, y su cuerpo entró en una espiral de sensaciones ante la perspectiva de lo que le esperaba. Estaba ardiendo en ese instante. Deslizó las manos por su cuerpo, desabrochándole los botones de la camisa, desesperada por tocar su piel. Bajo sus dedos podía sentir el latido de su corazón. No tenía el control, como quería hacerle ver. Era simplemente un hombre esclavo de su pasión.


—Haces que mis sentidos se despierten y que no pueda pensar en algo que no seas tú —murmuró él, cuando levantó la cabeza y la bajó hasta sus pechos. Acarició sus senos con las manos, los apretó y los levantó para poder lamer primero un pezón y luego el otro—. Te deseo ahora, cara. No puedo esperar.


La habitación daba vueltas mientras la levantaba y la tumbaba en la cama, y ella observaba con los ojos medio cerrados cómo Pedro se quitaba la camisa antes de colocarse sobre ella. Ella también lo deseaba, lo deseaba con una urgencia que la sorprendía y que le hacía olvidar, pero, al sentir que le levantaba el negligé por encima de las caderas, su memoria regresó de golpe.


—Quiero dejármelo puesto—susurró.


—Ni hablar. He pasado los últimos cuatro años fantaseando con tu cuerpo, con la blancura de tu piel sobre las sábanas. Quiero ver todo tu cuerpo, cada centímetro de esas piernas que recuerdo tan bien —con un último tirón, le quitó el negligé y se quedó mirando su cuerpo—. ¡Madre mía!


Paula cerró los ojos con fuerza. Escuchar la sorpresa en su voz ya era bastante horrible sin necesidad de ver la repulsión en su rostro.


—Ya te advertí que mi pierna no era un espectáculo agradable —dijo ella.


Pedro no reaccionó. Su silencio era peor que cualquier tipo de rechazo verbal, y, con una terrible agonía, abrió los ojos para contemplar el horror en su cara.


—No tienes por qué... quiero decir que... entiendo que ya no te apetezca —dijo.


—¿Por qué crees que ya no te deseo? —preguntó él—. ¿Realmente crees que esto... —dijo, deslizando el dedo por sus cicatrices—... haría que me sintiese de otra forma?


—Son horribles —susurró Paula, tratando de contener las lágrimas. Era patético llorar, sobre todo tras haber presenciado la valentía de gente con lesiones mucho peores que las suyas, pero se sentía muy vulnerable. Pedro podía elegir a las mujeres más bellas del mundo, ¿por qué iba a elegirla a ella después de ver aquello?—. El cirujano dijo que se disimularían un poco con el tiempo, pero mi pierna está hecha un asco y a ti siempre te gustaron las piernas.


—A mí siempre me gustaste tú —dijo Pedro—. ¿Por esta razón me rechazaste en Londres?


Paula asintió, y dijo:
—Pensé que te daría asco y no podía soportar el hecho de que me encontraras repugnante. Dormiré en la suite de invitados —le dijo, pero, cuando se disponía a incorporarse, él la tumbó de nuevo sobre las almohadas.


—Ninguno de los dos dormirá en ninguna parte, no, si puedo evitarlo —le dijo, y Paula se quedó quieta observando cómo se quitaba los pantalones. Se tomó su tiempo. Si no hubiera sido una idea completamente increíble, habría pensado que lo estaba haciendo a propósito, desnudándose frente a ella lentamente, haciendo que se le quedara la boca seca tras quitarse los boxers y quedar completamente desnudo.


—Pedro, no tienes que...—comenzó a decir ella.


—Creo que es bastante evidente que sí tengo, cara —dijo él, riéndose y arrodillándose sobre un extremo de la cama, agachando la cabeza y besando la cicatriz que recorría su espinilla.


—No —dijo ella.


—¿Te duele cuando te toco?


—No —admitió Paula—, pero no son muy atractivas.


—Son parte de ti —contestó él—, y yo te deseo, te deseo entera. Si he parecido sorprendido cuando te he visto la pierna, no ha sido por asco, sino por... por compasión, por el dolor que siento aquí dentro —añadió, llevándose la mano al corazón—. No puedo soportar pensar en ti tirada en alguna parte, ensangrentada. Yo no estaba allí, no pude ayudarte.


Inclinó la cabeza una vez más y la obligó a relajarse mientras besaba su cicatriz. Cuando llegó a la cara interna del muslo, Paula respiraba entrecortadamente, sintiendo cómo el deseo la embargaba y le hacía mover las caderas incansablemente mientras él la acariciaba.


—Para mí siempre serás la mujer más bella del mundo —le dijo Pedro.


Y, incluso aunque no confiara en sus palabras, la intensidad del brillo de sus ojos revelaba la profunda pasión que sentía. 


Una mezcla de alivio y alegría la inundó por dentro, haciendo que se olvidara de sus inhibiciones y que levantara las caderas permitiendo que le bajara las bragas.


—Cuatro años es mucho tiempo, cara mia. ¿Ha habido muchos otros? —preguntó con voz profunda y rasgada.


Paula deseaba decir algo ingenioso, burlarse de él diciéndole que su ristra de amantes apenas podía compararse con la suya, pero había cierta vulnerabilidad en el modo en que se negaba a mirarla a los ojos.


—¿Acaso importa? —preguntó ella, acariciándole la mandíbula con los dedos.


—No. Ahora estás en mi cama y eso es lo único que importa.


—Tú eres el único, Pedro, el único hombre al que siempre he deseado.


—El único hombre que conocerás —dijo él—. Prométeme que te quedarás conmigo, Paula, todo el tiempo que quieras.


Su respuesta quedó perdida bajo sus labios. Admitir que él era su único amante había hecho que Pedro estallara de pasión, y su boca devoraba sus labios con ferocidad mientras deslizaba las manos por su cuerpo hasta meterlas entre sus muslos. Estaba preparada, húmeda y caliente, y entonces le separó las piernas, deslizando las manos bajo sus nalgas para elevarla. La penetró lentamente, dándole tiempo para que se acomodara a él. Sus intenciones eran buenas, pero Paula era tan maravillosa, que tenía miedo de no poder aguantar, y se quedó quieto, reposando la cabeza sobre su frente.


—No quiero hacerte daño, cara —murmuró.


—Sólo podrías hacerme daño si parases —contestó ella.


Pedro se olvidó del poco autocontrol que le quedaba y comenzó a moverse con firmeza, esperando a que ella se uniera al ritmo antes de incrementarlo.


Paula se agarró a sus hombros mientras se movía dentro de ella. Había olvidado lo bueno que era, y se retorcía de un lado a otro, arqueando el cuerpo mientras la llevaba cada vez más alto en las cotas del placer, hasta que sus músculos se tensaron con un fuerte espasmo que recorrió todo su cuerpo.


Pedro —gritó mientras las sacudidas la invadían.


Él gimió también, quedándose quieto en los segundos antes de llegar al clímax.


—Has prometido quedarte todo el tiempo que quisieras.


Paula se tensó. No sabía qué palabras había esperado que dijera después de compartir una experiencia tan intensa, de modo que abrió los ojos y lo miró confusa. ¿Había sido todo un juego de poder y, ahora que él había ganado, iba a decirle que ya no la necesitaba?


—Sí, es cierto —convino Paula.


—Yo te desearé por mucho, mucho tiempo —le advirtió, sonriendo—. Quizá para siempre.


—Pues entonces, me quedaré para siempre —dijo ella.


Entonces su sonrisa desapareció, sus ojos se oscurecieron y la besó con una mezcla de ternura y pasión.