sábado, 22 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 16




La Villa Mimosa estaba situada a media hora en coche de Milán, en un pequeño pueblo a las orillas del lago Como. La suite central, en la parte de delante de la villa, tenía unas vistas maravillosas al lago, mientras que la parte de atrás daba a un jardín privado con piscina. Era un oasis de tranquilidad y, sin embargo, estaba increíblemente cerca de la ciudad, que estaba llena de tiendas de diseñadores y de edificios magníficos.


Regresar a la villa fue como volver atrás en el tiempo y, mientras Paula miraba a su alrededor, fue abordada por los recuerdos. En esa habitación había conocido el cielo y el infierno. Durante el año que había pasado con Pedro, la villa había sido su hogar, a pesar de que habían pasado poco tiempo en ella, sólo unas pocas semanas después de la temporada de carreras, cuando había disfrutado de la intimidad de compartir su dormitorio. Era evidente que Pedro había contratado a decoradores de interiores, pero la decoración de su suite seguía igual, incluso la colección de ranas de cristal que había sobre la mesita, y Paula sintió un curioso dolor en el pecho al tomar una de ellas entre sus manos. Eran baratas, hechas de cristal verde, pero se había enamorado de ellas en un mercadillo callejero en España y se había sentido encantada cuando Pedro se las había comprado. ¿Por qué las habría conservado? 


Parecían fuera de lugar en una habitación tan elegante, pero, por alguna razón, Pedro las tenía en una posición privilegiada, y se preguntaba si alguna vez pensaría en ella cuando las miraba.


Dejó la rana en su lugar y observó su reflejo en el espejo. Se había comprado el negligé de color negro con un propósito: seducirlo. Y tenía que admitir que parecía una sirena, aunque por dentro estuviera tremendamente nerviosa. Era medianoche cuando habían conseguido marcharse de la fiesta de después de la carrera y, como ganador del Grand Prix de Monza, habían estado entreteniendo a Pedro constantemente. Paula había intentado mantenerse apartada, pero Pedro no se lo había permitido y la había mantenido a su lado toda la velada, despertando la curiosidad de los fotógrafos. Finalmente, podrían disfrutar de la privacidad de la villa, pero según habían ido acercándose con el coche, Paula había ido poniéndose cada vez más nerviosa, de modo que había aceptado la sugerencia de Pedro de darse una ducha.


—¿Has encontrado en el baño todo lo necesario?


El sonido de su voz hizo que se apartara del espejo y que se le acelerase el pulso al mirarlo.


—Sí, gracias —se había quedado sorprendida al descubrir todos sus artículos de baño favoritos en las estanterías, pero se había dicho a sí misma que debía de ser una coincidencia; no era probable que Pedro recordara la fragancia que usaba hacía cinco años.


Pedro cruzó la habitación para sacar una botella de champán de la cubitera, y Paula se fijó en la anchura de sus hombros y en el cuello abierto de su camisa blanca, que dejaba ver su piel bronceada. Era, si cabía, más atractivo que cinco años atrás. Su cuerpo parecía más duro, y la expresión osada de sus ojos le provocó una debilidad que le era tremendamente familiar. Sus ojos le decían que iban a hacer el amor durante toda la noche, que no se privarían de nada, y esa idea la excitaba al tiempo que la ponía nerviosa.


Pedro entornó los ojos al descorchar la botella de champán, advirtiendo cómo Paula daba un brinco al oír el sonido. No estaba tan tranquila como quería hacerle creer, pero eso le gustaba, le gustaba el hecho de que estuviera nerviosa ante su primera vez después esos años separados. Reflejaba su propia tensión. Era guapísima, pensaba mientras le entregaba la copa. Había fantaseado con su cuerpo cada día, imaginado sus pechos, sus piernas. El negligé dejaba poco a la imaginación, Pedro ansiaba quitarle los tirantes para que la prenda dejara al descubierto sus pechos. El negligé le llegaba hasta el suelo, escondiendo sus piernas, pero sabía que no sería durante mucho tiempo.


Pretendía tomarse su tiempo, saborear cada momento, pero ya estaba tan excitado que los pantalones le quedaban ajustados a la altura de la ingle, y sentía la necesidad de desnudarla y poseerla con rapidez.


—Creo que esta noche se merece un brindis —murmuró él sin dejar de mirarla a la cara mientras levantaba su copa—. Por nosotros, Paula. Por lo que dure.


—Por lo que dure —repitió ella tras dar un trago, y cualquier otra cosa que fuese a decir quedó suprimida por la presión de sus labios. Pedro sabía a champán, y su cuerpo entró en una espiral de sensaciones ante la perspectiva de lo que le esperaba. Estaba ardiendo en ese instante. Deslizó las manos por su cuerpo, desabrochándole los botones de la camisa, desesperada por tocar su piel. Bajo sus dedos podía sentir el latido de su corazón. No tenía el control, como quería hacerle ver. Era simplemente un hombre esclavo de su pasión.


—Haces que mis sentidos se despierten y que no pueda pensar en algo que no seas tú —murmuró él, cuando levantó la cabeza y la bajó hasta sus pechos. Acarició sus senos con las manos, los apretó y los levantó para poder lamer primero un pezón y luego el otro—. Te deseo ahora, cara. No puedo esperar.


La habitación daba vueltas mientras la levantaba y la tumbaba en la cama, y ella observaba con los ojos medio cerrados cómo Pedro se quitaba la camisa antes de colocarse sobre ella. Ella también lo deseaba, lo deseaba con una urgencia que la sorprendía y que le hacía olvidar, pero, al sentir que le levantaba el negligé por encima de las caderas, su memoria regresó de golpe.


—Quiero dejármelo puesto—susurró.


—Ni hablar. He pasado los últimos cuatro años fantaseando con tu cuerpo, con la blancura de tu piel sobre las sábanas. Quiero ver todo tu cuerpo, cada centímetro de esas piernas que recuerdo tan bien —con un último tirón, le quitó el negligé y se quedó mirando su cuerpo—. ¡Madre mía!


Paula cerró los ojos con fuerza. Escuchar la sorpresa en su voz ya era bastante horrible sin necesidad de ver la repulsión en su rostro.


—Ya te advertí que mi pierna no era un espectáculo agradable —dijo ella.


Pedro no reaccionó. Su silencio era peor que cualquier tipo de rechazo verbal, y, con una terrible agonía, abrió los ojos para contemplar el horror en su cara.


—No tienes por qué... quiero decir que... entiendo que ya no te apetezca —dijo.


—¿Por qué crees que ya no te deseo? —preguntó él—. ¿Realmente crees que esto... —dijo, deslizando el dedo por sus cicatrices—... haría que me sintiese de otra forma?


—Son horribles —susurró Paula, tratando de contener las lágrimas. Era patético llorar, sobre todo tras haber presenciado la valentía de gente con lesiones mucho peores que las suyas, pero se sentía muy vulnerable. Pedro podía elegir a las mujeres más bellas del mundo, ¿por qué iba a elegirla a ella después de ver aquello?—. El cirujano dijo que se disimularían un poco con el tiempo, pero mi pierna está hecha un asco y a ti siempre te gustaron las piernas.


—A mí siempre me gustaste tú —dijo Pedro—. ¿Por esta razón me rechazaste en Londres?


Paula asintió, y dijo:
—Pensé que te daría asco y no podía soportar el hecho de que me encontraras repugnante. Dormiré en la suite de invitados —le dijo, pero, cuando se disponía a incorporarse, él la tumbó de nuevo sobre las almohadas.


—Ninguno de los dos dormirá en ninguna parte, no, si puedo evitarlo —le dijo, y Paula se quedó quieta observando cómo se quitaba los pantalones. Se tomó su tiempo. Si no hubiera sido una idea completamente increíble, habría pensado que lo estaba haciendo a propósito, desnudándose frente a ella lentamente, haciendo que se le quedara la boca seca tras quitarse los boxers y quedar completamente desnudo.


—Pedro, no tienes que...—comenzó a decir ella.


—Creo que es bastante evidente que sí tengo, cara —dijo él, riéndose y arrodillándose sobre un extremo de la cama, agachando la cabeza y besando la cicatriz que recorría su espinilla.


—No —dijo ella.


—¿Te duele cuando te toco?


—No —admitió Paula—, pero no son muy atractivas.


—Son parte de ti —contestó él—, y yo te deseo, te deseo entera. Si he parecido sorprendido cuando te he visto la pierna, no ha sido por asco, sino por... por compasión, por el dolor que siento aquí dentro —añadió, llevándose la mano al corazón—. No puedo soportar pensar en ti tirada en alguna parte, ensangrentada. Yo no estaba allí, no pude ayudarte.


Inclinó la cabeza una vez más y la obligó a relajarse mientras besaba su cicatriz. Cuando llegó a la cara interna del muslo, Paula respiraba entrecortadamente, sintiendo cómo el deseo la embargaba y le hacía mover las caderas incansablemente mientras él la acariciaba.


—Para mí siempre serás la mujer más bella del mundo —le dijo Pedro.


Y, incluso aunque no confiara en sus palabras, la intensidad del brillo de sus ojos revelaba la profunda pasión que sentía. 


Una mezcla de alivio y alegría la inundó por dentro, haciendo que se olvidara de sus inhibiciones y que levantara las caderas permitiendo que le bajara las bragas.


—Cuatro años es mucho tiempo, cara mia. ¿Ha habido muchos otros? —preguntó con voz profunda y rasgada.


Paula deseaba decir algo ingenioso, burlarse de él diciéndole que su ristra de amantes apenas podía compararse con la suya, pero había cierta vulnerabilidad en el modo en que se negaba a mirarla a los ojos.


—¿Acaso importa? —preguntó ella, acariciándole la mandíbula con los dedos.


—No. Ahora estás en mi cama y eso es lo único que importa.


—Tú eres el único, Pedro, el único hombre al que siempre he deseado.


—El único hombre que conocerás —dijo él—. Prométeme que te quedarás conmigo, Paula, todo el tiempo que quieras.


Su respuesta quedó perdida bajo sus labios. Admitir que él era su único amante había hecho que Pedro estallara de pasión, y su boca devoraba sus labios con ferocidad mientras deslizaba las manos por su cuerpo hasta meterlas entre sus muslos. Estaba preparada, húmeda y caliente, y entonces le separó las piernas, deslizando las manos bajo sus nalgas para elevarla. La penetró lentamente, dándole tiempo para que se acomodara a él. Sus intenciones eran buenas, pero Paula era tan maravillosa, que tenía miedo de no poder aguantar, y se quedó quieto, reposando la cabeza sobre su frente.


—No quiero hacerte daño, cara —murmuró.


—Sólo podrías hacerme daño si parases —contestó ella.


Pedro se olvidó del poco autocontrol que le quedaba y comenzó a moverse con firmeza, esperando a que ella se uniera al ritmo antes de incrementarlo.


Paula se agarró a sus hombros mientras se movía dentro de ella. Había olvidado lo bueno que era, y se retorcía de un lado a otro, arqueando el cuerpo mientras la llevaba cada vez más alto en las cotas del placer, hasta que sus músculos se tensaron con un fuerte espasmo que recorrió todo su cuerpo.


Pedro —gritó mientras las sacudidas la invadían.


Él gimió también, quedándose quieto en los segundos antes de llegar al clímax.


—Has prometido quedarte todo el tiempo que quisieras.


Paula se tensó. No sabía qué palabras había esperado que dijera después de compartir una experiencia tan intensa, de modo que abrió los ojos y lo miró confusa. ¿Había sido todo un juego de poder y, ahora que él había ganado, iba a decirle que ya no la necesitaba?


—Sí, es cierto —convino Paula.


—Yo te desearé por mucho, mucho tiempo —le advirtió, sonriendo—. Quizá para siempre.


—Pues entonces, me quedaré para siempre —dijo ella.


Entonces su sonrisa desapareció, sus ojos se oscurecieron y la besó con una mezcla de ternura y pasión.


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