domingo, 23 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 18





Pedro dejó caer la bomba cuando su avión privado sobrevolaba Milán, preparándose para aterrizar. Había pasado casi todo el vuelo al teléfono y, aunque Paula no había logrado entender casi nada de la conversación, sabía que no estaba de buen humor. Los pocos días que habían pasado juntos habían llegado a su fin y la realidad llamaba a la puerta.


—Voy a dar una cena en la villa esta noche, nada demasiado fastuoso. Sólo unos pocos socios.


—¿Cuántos son unos pocos? —preguntó ella.


—Unos veinte.


—¿No crees que podrías haberme avisado con un poco más de tiempo? —preguntó Paula—. ¿Cómo voy a organizar una cena en un par de horas? Sabes que no sé cocinar.


—Tú no tienes que hacer nada. Sophia es la que se encarga de esas cosas y, por su bien, te pido que te mantengas alejada de la cocina.


—Gracias —dijo ella. Tal vez fuese una pésima cocinera, pero no hacía falta que resaltara ese punto. Se sentía dolida porque no hubiera considerado necesario consultarle. No hacía sino insistir en lo poco importante que era ella en su vida. No la necesitaba, eso era evidente, sobre todo teniendo un ama de llaves que se ocupaba de todo—. Sigo pensando que deberías haberme avisado.


—Ni siquiera lo sabía yo. Mi padre me ha dicho esta mañana que había decidido que la cena fuera en la villa en vez de en su casa.


—¿Y suele hacer cosas así muy a menudo? ¿Espera que estés siempre a su disposición?


La verdad era que nunca había hecho algo así, pensaba Pedro mientras miraba por la ventanilla de la limusina que los llevaba de vuelta a la villa.


—Mi padre ha estado enfermo. Es comprensible que quiera que me involucre más en el negocio. No puedo competir para siempre y, ahora que Gianni ha muerto, soy su único heredero.


Su teléfono móvil volvió a sonar, demandando su atención durante el resto del trayecto, y le dirigió una mirada distraída cuando llegaron a la villa.


—No tienes que preocuparte por nada, cara. Todo está bajo control. ¿Por qué no te relajas junto a la piscina durante un par de horas hasta que lleguen los invitados?


—Lo próximo que harás será darme una palmadita en el trasero y decirme que no piense mucho —respondió ella furiosamente—. Sé cuándo no se me necesita, Pedro. Simplemente me quitaré de en medio. ¿Crees que podrás soportar mi embarazosa presencia durante la cena o prefieres mandarme luego un cuenco de gachas a mi habitación?


—¡Dios! Tienes una lengua viperina —dijo él—. Hace cuatro años no me habrías...


—¿Contestado así? —sugirió ella dulcemente.


—Siento no haberte dicho antes lo de la cena, pero sólo serán unas pocas horas, y te estás comportando como una niña malcriada.


—Lo sé —gritó ella. No necesitaba que se lo recordasen, de modo que se dio la vuelta y se alejó hacia la piscina.


Necesitó hacer veinte largos en la piscina antes de empezar a calmarse, y debió de quedarse dormida al sol en la tumbona, despertándose de golpe y dándose cuenta de que eran las seis. Los invitados de Pedro llegaban a las siete, de modo que volvió corriendo a la casa. Tenía que ducharse y hacer algo con su pelo. Si iba a aparecer en público como la amante de Pedro, estaba decidida a tener el mejor aspecto posible.


Voló por el hall y recordó que se había dejado el bolso en la sala de estar, de modo que cambió de dirección, deteniéndose en seco al cruzar la puerta y encontrarse con cuatro caras sorprendidas que la miraban.


—Lo siento mucho —dijo, sintiendo cómo se le sonrojaban las mejillas.


Pedro se había puesto en pie mientras los otros tres hombres, Fabrizzio y dos socios, la miraban fijamente.


—Paula, pensé que estabas arriba, vistiéndote para la cena.


—Obviamente no —dijo ella, tratando de sonreír—. Debo de haberme quedado dormida junto a la piscina.


Fabrizzio Alfonso se recostó en su asiento y la observó atentamente, como si fuera una vaquilla en un mercado de ganado.


—Buona sera, Paula. Pedro mencionó que estabas pasando aquí un tiempo —hizo una pausa antes de seguir hablando—. Espero que te estés recuperando bien de tu accidente —la pregunta trató de disimular la acidez del comentario, pero Paula la advirtió del mismo modo e inmediatamente trató de esconder su pierna lesionada detrás de la otra, perdió el equilibrio y se hubiera caído de no haber sido porque Pedro la agarró del brazo.


«Primer punto para ti, Fabrizzio», pensó sin dejarse amedrentar por su sonrisa y, tan pronto como salió por la puerta, se apartó de Pedro.


—¿A qué estás jugando? Pensé que estabas cambiándote para la fiesta—susurró él.


—Ya te lo he dicho. Me he quedado dormida. No dormí mucho anoche, por si no te acuerdas. Aún queda una hora hasta que lleguen los invitados, si no tenemos en cuenta a los que ya están aquí —añadió sarcásticamente—. ¿Era estrictamente necesario que tu padre mencionara mi pierna?


—Dios, a veces eres imposible. Te estaba ofreciendo su compasión y tratando de desviar la atención del hecho de que ibas corriendo por la casa medio desnuda frente a dos banqueros de la compañía —dijo Pedro con frialdad— Será mejor que vayas a ducharte. Y no me discutas, no tienes tiempo.


Freído en aceite habría sido quedarse corta, pensaba Paula media hora después mientras se abrochaba el vestido. Era el hombre más arrogante y molesto que jamás había conocido, y las lágrimas que le quemaban en los ojos eran de rabia, no por haber perdido la cercanía que habían compartido en Venecia.


Para su sorpresa, la cena no fue tan horrible como había previsto. Cuando bajó por la escalera central, Pedro estaba esperándola abajo y, por un momento, fue incapaz de disimular el deseo en sus ojos al verla con su vestido blanco. 


Lejos de querer esconderla, su voz sonó orgullosa al presentarla a sus socios y a sus esposas. Poco a poco, Paula fue relajándose.


Fabrizzio fue sorprendentemente cortés; de hecho, fue él quien insistió en que todo el mundo hablase en inglés y no en italiano, en deferencia a Paula, y Pedro sintió cómo su propia tensión disminuía. Paula se equivocaba sobre su padre. Obviamente había malinterpretado su actitud hacia ella cuatro años antes, pero había madurado y la seguridad que tenía en sí misma significaba que podría enfrentarse a un hombre con una voluntad de hierro.


No había existido ninguna complicidad entre Fabrizzio y Gianni. No había habido ningún plan para librarse de ella. 


Gianni había mentido; tendría que aceptar eso junto con el hecho de que nunca sabría por qué. Pero su hermano pequeño había intentado arreglar las cosas. Recordaba una conversación entre ellos meses antes de que Gianni se tomara la sobredosis. En medio de una profunda depresión, Gianni había mostrado un súbito interés por su vida y le había preguntado por el futuro, lo que haría cuando dejara de competir y qué posibilidades habría de que se casara y le diera a Fabrizzio los nietos que tanto deseaba. Pedro se había encogido de hombros y había dado una respuesta poco concisa, sin atreverse a insinuar que Gianni había arruinado su relación con la única mujer que había significado para él algo más que un mero entretenimiento.


Quizá su hermano hubiera comprendido más cosas de las que había dejado entrever.


«Paula siempre fue la chica que tú creías que era». Las palabras de Gianni aún resonaban en su cabeza. No podía decirse que hubiera sido una admisión de su mentira, pero había hecho que se reforzara su decisión de ir a buscarla, aunque sólo fuera para enterrar el pasado de una vez por todas.


Era tarde cuando los invitados de Pedro se marcharon, y Paula suspiró aliviada al volver a la sala de estar y quitarse los zapatos antes de derrumbarse en el sofá. Había sido una velada agradable, mejor de lo que había imaginado, y sonrió cuando un movimiento en la terraza captó su atención.


—¿Pedro, qué estás haciendo ahí fuera?


Pedro está hablando por teléfono en su despacho —Fabrizzio Alfonso entró por las puertas de cristal y la sonrisa de Paula desapareció al ver la frialdad en sus ojos.


—Entiendo —murmuró ella.


—No sé si lo entiendes, Paula —dijo Fabrizzio, riéndose—. Dime, ¿cuánto tiempo planeas actuar como la prostituta de mi hijo esta vez?


—No tengo por qué escuchar esto —dijo Paula, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la puerta. Cuatro años atrás, su actitud hacia ella la había desestabilizado y no se había atrevido a defenderse, pero habían cambiado muchas cosas—. No sé qué tiene contra mí, pero, por respeto a Pedro, creo que debería guardarse sus sentimientos y sus insultos.
Intentó pasar frente a él, pero Fabrizzio le agarró la muñeca con fuerza.


—No me quedaré parado viendo cómo mi hijo hace el tonto por una nimiedad semejante —dijo él—. Pensé que había conseguido librarme de ti hace cuatro años, pero te lo digo ahora; Pedro nunca se casará contigo.


Al parecer, el mayor miedo de Fabrizzio era que Pedro se casara con ella. Si tan sólo supiera lo poco probable que era aquello. No había probabilidad alguna, y mucho menos después de que Fabrizzio dejara clara su opinión. De algún modo, tenía que convencer a aquel hombre de que no tenía anda que temer de ella, que casarse con Pedro era lo último que quería. Al menos entonces, tal vez los dejara en paz y esperara a que su romance siguiera su curso.


—De hecho, no tengo intención de casarme con su hijo —dijo ella fríamente.


—Me cuesta creer que no quieras poner las manos sobre la fortuna de los Alfonso.


—El precio es demasiado alto. No quiero vivir mi vida en una jaula dorada viendo cómo todos mis movimientos aparecen en los tabloides. Me encantaría tener una casa de campo en Inglaterra con unos cuantos acres de terreno.


—¿Y crees que Pedro va a comprarte esa casa?


—Estoy trabajando en ello.


—Quizá debiera advertir a mi hijo de que su rosa inglesa es una zorra mercenaria que se vende al mejor postor.


—Quizá él ya lo sepa —sugirió Paula—. No tiene nada que temer de mí, señor Alfonso. Mi relación con su hijo se basa en la más primitiva de las necesidades. Hablando con claridad, Pedro saciará su apetito y yo recibiré algo a cambio. Me cansé del romanticismo ridículo hace tiempo; cuatro años, para ser exacta.


Probablemente Fabrizzio Alfonso no se hubiera quedado sin palabras en su vida, y Paula disfrutó de su inseguridad momentánea. La expresión de su cara habría sido divertida si ella no hubiera estado a punto de llorar.


—Así que, para vosotros dos, no es más que un escarceo sexual —dijo finalmente con un brillo especulativo en la mirada—. Perdona, pero no me convence. Hace cuatro años estabas enamorada de mi hijo. ¿Qué ha cambiado?


—Yo he cambiado. He madurado.


Paula huyó antes de derrumbarse y echar a perder la ilusión de que tenía un corazón de piedra. Una ducha consiguió borrarle las lágrimas, pero fue mucho más difícil arrancarse de la piel los comentarios de Fabrizzio, y se preguntaba qué habría hecho ella para merecer semejante desprecio. La respuesta sencilla era que ese hombre estaba desesperado porque su único hijo le diera nietos con sangre aristocrática y la había visto como una amenaza. Ahora que la amenaza había desaparecido, quizá los dejara en paz.


No había rastro de Pedro cuando se metió en la cama, e imaginó que seguiría trabajando antes de que volaran a Indianápolis para la próxima carrera de la temporada. 


Deseaba que fuese a la cama, necesitaba la seguridad de su cuerpo y de su tacto, pero finalmente se quedó dormida, y era tarde cuando Pedro entró en la habitación y se quedó mirándola con ojos sombríos como un día de invierno









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