viernes, 21 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 11






Comenzó a alejarse de él. Delante de ella, un autobús se detuvo junto a la acera y Paula echó a correr, consiguiendo montarse justo antes de que se marchara.


—¿Adónde? —le preguntó el conductor mientras ella se secaba las lágrimas con un pañuelo.


—A King's Cross.


—No en este autobús. Vas en dirección equivocada. Éste va a Marble Arch.


A Paula le daba igual dónde fuese el autobús siempre y cuando se alejase de Pedro, pensó mientras pagaba el billete y se quedaba mirando ausente por la ventana.


—¿Entonces dónde vamos? Pensé que no querías que te vieran en público conmigo.


Paula se quedó con la boca abierta cuando Pedro se sentó a su lado en el autobús. No tenía ni idea de cómo se habría subido. Debía de haber saltado tras él, aunque no le impresionaba.


—Y no quiero —señaló ella—, así que lárgate.


—¿Realmente crees que voy a dejarte deambular por Londres triste y sola? —preguntó Pedro.


—No sé. No te había visto en cuatro años. ¿Por qué de repente actúas como si te importara? Sobre todo cuando tú eres la razón de mi desdicha.


—Hay algo entre nosotros... —comenzó a decir él.


—No lo hay, Pedro. Ya no. Lo tiraste por la borda cuando elegiste creer a todo el mundo antes que a mí. No quiero escuchar tus razones. Ya no quiero hablar del pasado.


—Bien, entonces podremos concentrarnos en el presente —añadió él con frialdad—. Empezaremos desde el principio y llegaremos a conocernos el uno al otro como dos personas normales. Hola, soy Pedro Alfonso; soy piloto de carreras.


Todo el mundo en el autobús se giró hacia ellos y Paula sacudió la cabeza, decidida a no sonreír.


—No se te puede describir como a una persona normal, Pedro —murmuró ella.


—A ti tampoco, cara —dijo él, agarrándole la mano.


Seguía dándole la mano cuando se bajaron del autobús y comenzaron a caminar por Hyde Park. Paula tenía que soltarse y exigirle que la dejara en paz, pero la verdad era que deseaba estar con él. Deseaba poder empezar desde el principio como él había sugerido, pero había demasiados malentendidos por ambas partes, las emociones estaban todavía a flor de piel, y su único posible salvador, el que podría demostrar su inocencia, se había llevado el secreto a la tumba.


—¿Qué tal te fue con Bruno y su familia? —preguntó Pedro mientras caminaban junto a la orilla del lago.


—Genial; su mujer y él son una pareja adorable, y los niños son preciosos.


Durante dos semanas, la casa Dower había estado llena de la alegría de cuatro niños pequeños, de las risas y de los llantos del adobarle bebé, pero ahora los Martinelli estaban de vuelta en Italia. Había disfrutado de su compañía. Habían llenado el hueco que Pedro había dejado y habían sido tan amables, que Paula apenas había tenido ocasión de entristecerse, aunque echarlo de menos había supuesto un constante dolor en el pecho.


Ver a la joven familia le había provocado envidia, contemplando la devoción que Bruno sentía por su esposa e hijos. Si las cosas hubieran sido distintas, ésos podrían haber sido Pedro y ella. A sus veintisiete años, las manecillas de su reloj biológico habían empezado a moverse y, cuando había tomado en brazos al bebé de los Martinelli, se había sentido embargada por el deseo de tener un hijo.


No sabía si Pedro querría tener hijos. Nunca habían hablado de ese tema, y las fantasías que ella había albergado sobre el matrimonio y la familia habían sido un deseo secreto que jamás se había atrevido a confesar. Pedro era piloto de carreras, un playboy internacional que adoraba la velocidad y el riesgo. No podía imaginárselo sentando la cabeza y, si realmente hablaba en serio sobre lo de darle a su relación una segunda oportunidad, Paula tendría que aceptar que sería con sus condiciones, llevando una vida nómada propia de un piloto de Fórmula 1.


Debía ir a un psicólogo si estaba considerando la idea de volver con él. Odiaba ser un personaje público y ver su aventura relatada en todos los tabloides y revistas del corazón. No era una supermodelo ni una actriz glamurosa, y los paparazzi siempre habían especulado sobre por quién decidiría sustituirla Pedro cuando se cansara de ella, lo cual, según decían, sucedería con total seguridad. Cuatro años atrás, Paula había sido una persona insegura de sí misma y del papel que desempeñaba en la vida de Pedro. Y el asunto no sería muy distinto en la actualidad, si él creía que lo había engañado con su hermano. Decía que quería darle a su relación otra oportunidad, pero sería imposible si sospechaba de ella constantemente, y Paula no podría soportar que se le volviera a romper el corazón.


Incluso con las gafas de sol, Pedro seguía siendo fácilmente reconocible, y fue detenido en varias ocasiones por admiradores que le pedían un autógrafo.


—No puedo evitarlo —murmuró él mientras Paula lo veía firmar en la espalda de la camiseta de una admiradora—. La Fórmula 1 llama mucho la atención hoy en día.


—No; tú llamas la atención.


—Esto es inútil. No puedo hablar contigo cuando te pones así —añadió, mirando hacia el otro lado del lago, a la caseta que alquilaba barcas de remos—. Vamos. Seguro que en mitad del lago no nos molestan, a no ser que tengas algo en contra de los patos —le agarró la mano y la arrastró tras él, ignorando sus protestas.


—No quiero montarme en una barca. Llévate a otra. Dios sabe que hay miles de mujeres que darían lo que fuera con tal de estar contigo en mitad del lago.


—¡Madre de Dios! Eres una cabezona —la subió a la barca, se quitó la chaqueta y se la tiró.


Paula había abierto la boca para seguir protestando, pero, al verlo con su camiseta negra de manga corta, se quedó sin palabras. Tenía un cuerpo increíble, pensó mientras trataba de mirar a otro sitio que no fueran sus hombros y el movimiento de sus bíceps mientras remaba hacia el centro del lago. Se le quedó la boca seca al imaginárselo de pronto sin la camiseta.


El único hombre al que había deseado; al que siempre desearía. De pronto su vida aparecía ante sus ojos como una carretera solitaria, ¿pero cuál era la alternativa? ¿Reunir las piezas que quedaban de su idilio y disfrutarlo mientras durase? Ya lo había hecho una vez, había vivido con la inseguridad de que él pudiera ponerle fin algún día. No creía que tuviese la fuerza necesaria para volver a hacerlo.






AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 10




—La verdad es que estás teniendo una recuperación bastante buena —le dijo el cirujano a Paula mientras estudiaba la radiografía de su pierna—. Aunque me temo que los clavos de metal tendrán que quedarse. Son lo que mantiene unido el hueso roto. Pero todo está soldándose convenientemente y veo que las cicatrices van desapareciendo.


En realidad, Paula no veía mucha mejora en las marcas moradas que recorrían su pierna, pero el doctor Hillier se mostraba tan entusiasta con su recuperación, que sentía que no podía quejarse. La verdad era que se sentía afortunada de estar viva y, tras haber conocido a incontables víctimas de minas antipersonales cuando estaba en África, algunas de las cuales habían perdido miembros, consideraba que unas cuantas cicatrices no eran nada.


—Puedes meterte detrás de la cortina y ponerte la ropa. Yo le diré a la enfermera que concierte una cita para dentro de seis meses —dijo el doctor Hillier, y frunció el ceño al oír voces alteradas al otro lado de la puerta—. Parece otro cliente satisfecho con la sanidad pública.


—No puede entrar ahí... —se oyó a la enfermera.


—Vaya, vaya —oyó Paula decir al cirujano en aquel hospital de Londres—. Pedro Alfonso, ¿Qué está haciendo aquí?


«Buena pregunta», pensó Paula mientras se ponía la ropa a toda velocidad. Echó un vistazo desde detrás de la cortina y vio que, efectivamente, Pedro estaba allí, y no parecía estar de buen humor.


—¿Paula, dónde estás? ¿Qué estás haciendo? —preguntó cuando ella salía de detrás de la cortina.


—Vestirme —contestó ella, sintiendo un vuelco en el corazón al verlo después de dos semanas.


—¿Quieres decir que te has desnudado delante de él? —preguntó Pedro, señalando al doctor.


—Había una enfermera presente —dijo el doctor.


—El doctor Hillier es el cirujano que me operó la pierna —explicó Paula—. No sé qué derecho crees que tienes a entrar aquí. ¿Y cómo sabías que estaba aquí?


Tras dirigirle una mirada de odio al doctor, Pedro la siguió fuera de la consulta, y dijo:
—Tu amiguito de la agencia inmobiliaria me dijo que tenías cita en el hospital. Llegué a la casa Dower y la encontré vacía. Sabía que Bruno y su familia habían vuelto a Milán, pero creía... esperaba que estarías allí.


—¿Puedes bajar la voz? Se suponía que no volvías hasta mañana por la noche y, aunque hubiera sabido que regresabas antes, no habría podido cambiar la cita. La concerté hace siglos.


—¿Cuál es tu problema?


—¿A qué te refieres? No tengo ningún problema, salvo el hecho de que entres así en la consulta. Ha sido de muy mala educación.


Pedro murmuró algo en italiano que Paula sospechaba no debía de ser muy amable.


—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué tenías que ver al médico y qué le pasa a tu pierna?


—Me hice daño en la pierna cuando estaba trabajando en África —explicó ella—. En un accidente.


—¿Un accidente de coche?


—No —vaciló un momento antes de seguir hablando—. En una explosión. Pisé una mina. Bueno, no la pisé del todo, claro, o no estaría aquí ahora mismo, pero algo la detonó cuando yo estaba a medio metro y... estuve a punto de perder la pierna.


Pedro se quedó mirándola como si fuese él quien estuviese a punto de explotar, pero, de pronto, se dio la vuelta y abrió la puerta de la zona de consultas.


—¿Y dices que este doctor te operó la pierna? Quiero hablar con él y que me explique detalladamente las lesiones que sufriste.


Pedro, no puedes entrar ahí. Es un hombre ocupado y hay que ceñirse a las citas.


Pero ya era demasiado tarde, porque Pedro entró en la consulta y cerró la puerta tras él. Avergonzada, Paula se dio la vuelta y miró a la enfermera sentada tras el mostrador.


—Lo siento, es horrible, ¿verdad? —dijo.


—Creo que es maravilloso —contestó la enfermera con una sonrisa—. Es muy dominante, ¿verdad?


—No sabe cuánto —murmuró Paula. Sin Pedro allí para entretenerlos, la pequeña multitud reunida en la sala de espera se quedó mirándola, y Paula salió corriendo al pasillo en busca de la máquina de bebidas.


Cuando regresó diez minutos después, encontró a Pedro apoyado contra el mostrador. Hacía calor en el hospital y ella estaba sofocada, pero él parecía fresco y relajado, aparte de tremendamente atractivo con sus vaqueros y su chaqueta de cuero negra. El grupo de enfermeras que lo rodeaba también debía de pensar así. 


Debía de ser el único hombre del mundo capaz de flirtear con cinco mujeres a la vez, pero, a medida que ella se aproximaba, Pedro se incorporó y caminó hacia ella.


—¿Lista para irnos? —preguntó.


—Sí —contestó ella secamente.


Pedro sonrió y la besó apasionadamente, derribando sus defensas.


—Vámonos, cara. Estamos haciendo una escena.


—¿Estamos? Estás. No puedo creer que hayas hecho eso.


—¿Besarte? —preguntó él inocentemente.


—No puedo creer que hayas entrado así en la consulta del doctor Hillier. ¡Dos veces! —exclamó Paula mientras caminaba por el pasillo—. A saber qué habrá pensado.


—Me ha sido de mucha ayuda. Incluso me ha ensañado las radiografías de tu pierna después de decirle que tenía tu permiso.


—¡Pero no lo tenías! ¿Pedro, por qué estás aquí?


—¿Por qué no me dijiste que habías resultado herida? —de pronto parecía muy serio, y la observaba con atención como si estuviera tratando de asegurarse de que estaba completamente recuperada, como decía el doctor.


Paula se encogió de hombros, deseando que el tono de preocupación de su voz no la hiciera sentir tan mal. Su pierna se estaba curando bien, mejor de lo que esperaba, y no necesitaba revivir los recuerdos de la explosión que aún le provocaba pesadillas.


—Mi bienestar no tiene nada que ver contigo. Lo dejaste claro hace cuatro años.


—Podrías haber muerto. El doctor ha dicho que perdiste tanta sangre que no sabía si sobrevivirías.


—Bueno, pero estoy viva. Estoy aquí y estoy bien, así que ya puedes dejar esta súbita preocupación a un lado.


Pedro le parecía que estaba lejos de estar bien. Tal vez las radiografías revelasen que su pierna se estaba curando, pero las cicatrices mentales seguían atormentándola. Podía ver las sombras en sus ojos y, a juzgar por la breve descripción de la explosión que le había dado el doctor, no le sorprendía. Aún tenía que luchar por controlar las náuseas que le entraban al imaginar su cuerpo ensangrentado tirado en el suelo y la culpa por no haber estado allí para salvarla. 


Si la hubiera creído a ella en vez de a Gianni, Paula jamás habría ido a África y nunca habría resultado herida. Pero Gianni era su hermano. ¿Por qué iba a mentirle? No tenía sentido.


—Si estás bien, ¿por qué cojeas? —preguntó él cuando llegaban a la salida del hospital.


—Hoy me duele un poco la pierna, pero no me sorprende porque he estado de un lado a otro durante toda la mañana. Descansaré en el tren.


—Te llevaré de vuelta a Wellworth. ¿Esperabas que fuera a dejarte tirada en la estación?


—No esperaba verte en absoluto —murmuró Paula. Podía ver su coche aparcado en zona amarilla, pero, mientras caminaban por aquella atestada calle de Londres, era consciente de que todo el mundo los miraba. Era de esperar. 


Él era altísimo y cualquiera lo miraría incluso antes de darse cuenta de que era el campeón del mundo de Fórmula 1.


—Pensé que podríamos hacer unas compras ya que estamos en la ciudad. Pero quizá no sea buena idea. Obviamente, te duele la pierna.


—Está bien, pero nada de compras —dijo ella firmemente—. Llamas demasiado la atención, Pedro, y no quiero que nos hagan fotos por la calle los periodistas. Dirán que estamos juntos otra vez, cosa que no es cierta.


Pedro pareció tan sorprendido al oír cómo lo rechazaba, que Paula tuvo que disimular una sonrisa. Jamás había ocurrido eso hacía cuatro años, pero estaba decidida a no dejar que volviera a pisotearla.


—¿Así está mejor? —preguntó él mientras sacaba unas gafas de sol de diseño y se las ponía.


—Oh, sí, mucho mejor. Incógnito total. Ahora pareces de la mafia.


—¿Te avergüenzas de estar conmigo?


—Claro que no —contestó ella—, pero no quiero regresar a los días en los que se referían a mí en los tabloides como tu última adquisición.


—Nunca nadie pensó eso de ti —dijo él.


—Todo el equipo Alfonso sabía que mi trabajo como agente de prensa era una tapadera del hecho de que era tu amante y, si no lo sabían, tu padre se encargó de que supieran que yo era tu prostituta.


Pedro se detuvo junto al coche, quitó la multa del limpiaparabrisas y se la guardó en el bolsillo sin ni siquiera mirarla.


—No sé cómo puedes decir algo así.


—Fabrizzio me lo llamó a la cara —dijo ella.


—No te creo. Estás mintiendo.


—Ya estamos otra vez —murmuró Paula—. La historia de siempre. No miento, Pedro. Nunca te he mentido, ni sobre Gianni ni sobre tu padre ni sobre nada, pero estoy harta de tener que defenderme. Tu padre me despreciaba. Quería que te casaras con Valentina. Quizá incluso convenció a Gianni para que me mintiese al respecto, no sé.


—¿Por qué diablos iba a hacer algo así? —gritó Pedro, y Paula dio un paso atrás, anticipando la escena que se avecinaba en una de las calles más concurridas de Londres.


—¿Porque quería separarnos, quizá? —sugirió.


—Bueno, pues no tenía por qué haberse molestado. Tú ya habías decidido que un solo Alfonso no era suficiente para mantenerte contenta y estabas decidida a quedarte con los dos. Nos separamos porque te pillé haciendo el amor con Gianni.


Paula no podía aguantarlo más. Las lágrimas ya le quemaban en los ojos, pero se negaba a darle la satisfacción de verla llorar.


—De acuerdo, tú ganas. Cree lo que quieras, lo harás de todas formas, pero la razón por la que nos separamos, Pedro, es que no tenías fe en mí, al igual que yo no tengo fe en ti ahora, y nunca la tendré








jueves, 20 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 9




La casa estaba vacía cuando regresó abajo, y se dijo a sí misma que se alegraba. Era hora de mirar hacia el futuro, y Pedro no entraba en el suyo. Dejó la maleta en el hall y emitió un gemido al recordar que había dejado la ventana de su dormitorio abierta. A pesar de que no tenía intención de quedarse en la casa Dower, no quería ser responsable si entraban a robar. Además, le encantaba esa casa y no podía soportar la idea de que entraran intrusos.


Ya sabía que la posibilidad de vivir en esa casa en todo su esplendor era demasiado buena para ser verdad, pensaba mientras daba un último vistazo, pero, cuando se disponía a cerrar las puertas de cristal que daban a la terraza, un movimiento llamó su atención.


Pedro estaba de pie junto al estanque, con los brazos cruzados sobre el pecho y la misma pose arrogante. Hasta que Paula se fijó más y se dio cuenta de que no era consciente de su presencia.


Parecía mayor. Al fin y al cabo habían pasado cuatro años, y su vida en los circuitos de carreras le exigía mucho, tanto física como mentalmente. Paula recordaba la intensa presión a la que estaba sometido en cada carrera. Cuando era joven, su padre, Fabrizzio, había sido un brillante ingeniero cuyo matrimonio con la hija de un acaudalado fabricante de coches le había permitido desarrollar coches deportivos exclusivos que se habían convertido en uno de los más importantes objetos de exportación de Italia. Alfonso ya era una compañía con éxito, pero, cuando Pedro ganó su primer campeonato del mundo conduciendo un coche diseñado por la compañía de su padre, catapultó el apellido Alfonso a lo más alto junto a nombres como Ferrari o Renault. El orgullo y la fortuna de la corporación Alfonso descansaban sobre los hombros del chico de oro del país. Pedro era un héroe nacional, pero el precio de tan reputado título era alto, y la idea del fracaso, inconcebible.


Una vez le había confiado que se sentía muy solo en la cima, y ella había mirado a su alrededor, a las innumerables personas que habían acudido para celebrar otra victoria, y se había carcajeado. Por aquel entonces, Paula pensaba que bromeaba; todo el mundo quería estar con Pedro, todos querían una parte de él. Pero, al verlo en ese momento, de pronto lo comprendió, y con esa comprensión llegó el remordimiento y la vergüenza, porque ella era tan culpable como cualquiera de querer tener una parte de él.


De pronto Pedro levantó la cabeza y la miró, pero, en vez de sentirse abochornada, se quedó sorprendida por el vacío que vio en sus ojos oscuros.


—¿Por qué pensabas que iba a casarme con Valentina?—preguntó él.


—Gianni me lo dijo —contestó ella centrando su mirada en un conjunto de margaritas.


—¡Gianni! No te creo.


—Es la verdad —insistió ella—. La noche en que nos descubriste junto a la piscina, no era lo que pensabas. Gianni acababa de explicarme que existía un acuerdo entre los Alfonso y los Domenici desde hacía años, y que tú estabas decidido a casarte con Valentina para satisfacer a Fabrizzio.


—Yo no soy la marioneta de mi padre —respondió Pedro, furioso—. Y estamos en el siglo veintiuno; los matrimonios concertados desaparecieron hace cientos de años.


—¿Me estás negando que alguna vez hablaste con Fabrizzio sobre casarte con ella?


—Se mencionó —admitió él, encogiéndose de hombros—. A mi padre le habría gustado, es cierto, pero sabía que no había posibilidad de que ocurriera.


—Pero Gianni me lo dijo —dijo Paula desesperadamente. Era la primera vez que Pedro la había escuchado realmente, pero el descrédito en sus ojos hacía que fuera difícil continuar—. Me dijo que el hecho de que parecieras encantado de que nuestra relación saliese a la luz era todo una estratagema. Sabías que, cuando decidieras dejarme, saldría en todos los titulares y eso alegraría a Valentina y a su familia. Pero, si creías que yo habría seguido siendo tu amante después de casarte, es que no me conocías en absoluto.


Pedro apretó la mandíbula, pero su voz sonó suave y tranquila.


—¿Y Gianni te dijo eso? ¿Mi hermano, que está muerto y no puede defenderse? Eso sí que es conveniente.


—¿Por qué iba a mentirte? —preguntó Paula—. Gianni no quería decírmelo, pero las cosas no estaban bien entre nosotros desde hacía semanas. Estabas frío y distante, y yo sospechaba que te habías cansado de mí. Le insistí a Gianni hasta que acabó por contarme lo que estabas planeando y, cuando nos descubriste, simplemente me estaba reconfortando, nada más, a pesar de que él dijera que teníamos una aventura secreta.


—¿Ésa es tu versión de la verdad? —preguntó él—. ¿Eso es lo mejor que puede ocurrírsete?


—La verdad —dijo ella con una calma mortal— es que eres un mentiroso bastardo que esperaba ascender en la escala social casándose con la hija de un aristócrata mientras tenía una amante convenientemente escondida. Esto es inútil —murmuró—. Hace cuatro años te hiciste una idea sobre mí y aún no tienes agallas para admitir que puede que te equivocaras.


—Te vi, y no sólo aquella noche. Siempre tenías los ojos puestos en Gianni. Siempre estabas riéndote con él.


—Era el único de tu familia que era amable conmigo —dijo Paula, defendiéndose—. Tu padre dejó claro que me despreciaba, y todos los demás hicieron lo mismo y me trataban como si tuviera la peste bubónica. Yo sólo tenía ojos para ti —aún era así. Él era el único hombre al que había amado, la razón por la que había pasado los últimos tres años en constante peligro. Concentrarse en su supervivencia había sido la única forma de evitar pensar en él y en la vida que habían compartido—. ¿Cómo tienes la desfachatez de acusarme de serte infiel cuando no pasa una semana sin que aparezca en los tabloides algo escrito sobre tu última conquista y tú?


—He tenido otras amantes en estos cuatro años —dijo Pedro, acercándose a ella—. No puedo negarlo. Como tú dices, hay muchas mujeres que declaran abiertamente que están disponibles, y yo nunca he fingido ser un monje. Pero, mientras estábamos juntos, te fui fiel. Yo no miraba a los miembros de tu familia.


Paula tenía que marcharse de allí antes de perder la compostura. Ya sentía las lágrimas quemándole en los ojos, de modo que se dio la vuelta y salió corriendo hacia los escalones que conducían a la casa.


—Las otras mujeres no significaron nada —insistió Pedro, agarrándola del hombro y obligándola a mirarlo—. Solía cerrar los ojos y fingir que estaba contigo.


—Eso es asqueroso —susurró Paula, y observó cómo él agachaba la cabeza hasta que sus bocas quedaron a milímetros de distancia.


—Es la verdad —susurró él antes de besarla.


El primer instinto de Paula fue resistirse, y comenzó a empujarlo a la altura de los hombros. En respuesta, Pedro simplemente la agarró con fuerza contra su pecho mientras con una mano le inclinaba la cabeza para que no pudiera escapar a sus labios, que parecían decididos a tomar todo lo que ella no quería dar.


La imagen de Pedro abrazando a otra mujer, besándola, acariciándola, haciendo el amor con ella, hacía que su cuerpo se tensara. Era insoportable y lo odiaba, pero, al mismo tiempo, era cada vez más difícil resistirse a la maestría de sus caricias. La conocía demasiado bien. Incluso después de tanto tiempo. De modo que, poco a poco, fue relajando los puños y colocando los brazos alrededor de su cuello, sintiendo su pelo sedoso entre los dedos, recordando cómo a él solía gustarle que le masajeara los hombros después de una carrera. Sintió que no podía resistirlo más y separó los labios lentamente mientras Pedro deslizaba la mano hasta sus nalgas, levantándole los muslos y presionándolos contra su erección, haciendo que se diera cuenta de que ella no era la única que estaba perdiendo el control.


—He fantaseado con la idea de hacer el amor contigo cada noche de los últimos cuatro años —admitió él cuando levantó la cabeza, pero, para entonces, Paula ya no podía hablar. Cuando la tumbó en el suelo, el frescor de la hierba rompió el embrujo que la rodeaba, pero, cuando trató de incorporarse, él se colocó encima, aprisionándola con su cuerpo contra el suelo. Sobre sus cabezas, las hojas de los árboles formaban un intrincado dosel más allá del cual podía verse el cielo azul. El suave aroma de la hierba se mezclaba con la esencia de su colonia, y sus sentidos se estremecían al sentir al hombre que había sido parte de ella.


Pedro deslizó los dedos hasta el dobladillo de su camiseta y se la levantó para dejar al descubierto sus pechos.


—La fantasía nunca era tan buena —repitió él.


Paula se arqueó, incapaz de contener un gemido de placer cuando le lamió un pezón con la lengua. La caricia la atormentaba y ella tuvo que hundir las uñas en sus hombros.


Pero, cuando sintió que Pedro le desabrochaba el botón de los vaqueros y comenzaba a bajarle la cremallera, Paula fue consciente de la realidad y supo que, si Pedro le bajaba los pantalones, vería la cicatriz de su pierna. ¿Qué estaba haciendo? ¿Se había vuelto loca? Él creía que era una mentirosa. Su opinión no podía ser peor y, sin embargo, estaba a punto de ofrecerle un encuentro sexual en la hierba antes de que se marchara a la otra punta del mundo.


Al sentir la tensión que súbitamente inundaba su cuerpo, Pedro se quedó quieto, observándola mientras ella trataba de quitarse sus manos de encima.


—No, no quiero esto —le dijo ferozmente.


Él se rió y giró para colocarse sobre la hierba y mirar al cielo.


—Ya me he dado cuenta, cara. Me pregunto si sabes lo que quieres.


—Desde luego no a ti —contestó ella mientras se ponía en pie.


—¿Por eso huías? Me he tropezado con tu maleta en el hall.


—Pensé que ya te habías marchado.


—¿Y estabas esperando a ese momento para escabullirte?


—No me estaba escabullendo —contestó ella—, tienes que entender que no puedo quedarme aquí.


—¿Y si te pidiera que te quedaras?


—Dame una buena razón por la que debería hacerlo.


—Darle otra oportunidad a una relación que ninguno de los dos quiere olvidar —sugirió él.


—Ya hemos ido por ese camino —dijo ella sacudiendo la cabeza, negándose a escuchar a su corazón—, y me niego a tener una relación con un hombre que no confía en mí. Nunca te he mentido.


—Lo que significa que Gianni, mi hermano, en quien yo confiaba, me mintió —murmuró él—. Yo no provoqué su accidente —añadió mientras se ponía en pie.


Paula le colocó una mano en el brazo, desesperada por reconfortarlo. Parecía devastado, no había otra palabra para describirlo, y deseaba estar con él. Ya no le importaban los años de separación y amargura que había vivido.


—Sé que no lo hiciste —dijo ella.


—Yo lo adoraba, y la intensa rivalidad entre nosotros nunca fue tan seria como todo el mundo creía, o eso pensaba yo. En el Grand Prix de Hungría, me di cuenta de la seriedad del asunto. Gianni estaba desesperado por ganarme y yo podría haberle dejado, debería haberlo hecho. En vez de eso, se arriesgó estúpidamente y tomó la curva a demasiada velocidad. Nunca olvidaré el momento en que su coche se salió de la pista.


Comenzó a caminar lentamente hacia la casa, con la espalda rígida, y Paula corrió tras él.


—Aquella noche, sentado en la unidad de cuidados intensivos, viéndolo conectado a todas aquellas máquinas, me prometí a mí mismo que no volvería a pasar nada malo entre nosotros, y que pondría fin a la pelea que nos había separado.


—¿Sobre qué peleasteis? —preguntó ella en un susurro—. ¿Por mí?


Su asentimiento de cabeza confirmó lo peor y ella tuvo que contener las lágrimas.


—No me extraña que me odies. El accidente de Gianni fue culpa mía.


—El accidente de Gianni fue culpa de Gianni —le dijo Pedro con firmeza—. He tardado tres años en darme cuenta de eso. Corrió un riesgo innecesario y pagó el precio, pero ver cómo luchaba por asimilar su parálisis fue duro. Me sentía culpable por tenerlo todo y que él no tuviera nada. Perderte a ti fue un infierno privado, pero no fue nada comparado con el tormento por el que él estaba pasando, y al final no pude salvarlo. Eligió acabar con su vida.


Por primera vez, Paula comprendió la agonía que debían de haber supuesto para Pedro los últimos años. Debía de haber sido toda una sorpresa encontrarla a ella en brazos de Gianni, y quizá fuese comprensible que inicialmente hubiera creído a su hermano. Ella había estado demasiado herida como para intentar defenderse y, para cuando Pedro se hubo calmado lo suficiente como para poder escucharla, Gianni ya había tenido el accidente. Pedro había sido incapaz de ayudarlo. Lo único que podía hacer era darle su apoyo y confianza.


—Tengo que irme... el avión me está esperando —murmuró él mientras, atravesaba la casa, deteniéndose para recoger su maletín y ponerse la chaqueta—. ¿Dónde irás tú? ¿A casa de Nicolas Monkton?


—¡No! No hay nada entre nosotros. No sé qué voy a hacer —admitió Paula. No sabía qué pensar, cómo reaccionar ante todo lo que él le había dicho, pero no había tiempo para seguir discutiendo; Pedro ya estaba saliendo por la puerta.


Colocó el maletín en el asiento trasero de su coche antes de sentarse tras el volante. Había dicho que tenía que irse, pero parecía estar tomándose demasiado tiempo en hacerlo y, mientras Paula observaba cómo ponía en marcha el motor, tuvo la extraña sensación de que no quería marcharse. 


Finalmente, puso el coche en marcha.


—¡Pedro!


Pedro ya estaba a punto de salir del camino, pero debió de haberla visto por el espejo retrovisor, porque frenó en seco antes de bajar la ventanilla.


—¿Qué pasa, cara?


—Ten cuidado —susurró Paula, agachándose para colocar la cara a su mismo nivel.


—Prometo tener cuidado si tú prometes quedarte —no le dio opción a contestar, simplemente le pasó la mano por el pelo y la arrastró hacia el coche para besarla—. ¿Tenemos un trato?


Paula se había quedado sin palabras y sólo podía mirarlo, sin ser consciente de la cantidad de emociones que revelaban sus ojos.


Pedro sabía que le quedaba un largo camino por recorrer, pero era un viaje que estaba decidido a hacer.