viernes, 21 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 10




—La verdad es que estás teniendo una recuperación bastante buena —le dijo el cirujano a Paula mientras estudiaba la radiografía de su pierna—. Aunque me temo que los clavos de metal tendrán que quedarse. Son lo que mantiene unido el hueso roto. Pero todo está soldándose convenientemente y veo que las cicatrices van desapareciendo.


En realidad, Paula no veía mucha mejora en las marcas moradas que recorrían su pierna, pero el doctor Hillier se mostraba tan entusiasta con su recuperación, que sentía que no podía quejarse. La verdad era que se sentía afortunada de estar viva y, tras haber conocido a incontables víctimas de minas antipersonales cuando estaba en África, algunas de las cuales habían perdido miembros, consideraba que unas cuantas cicatrices no eran nada.


—Puedes meterte detrás de la cortina y ponerte la ropa. Yo le diré a la enfermera que concierte una cita para dentro de seis meses —dijo el doctor Hillier, y frunció el ceño al oír voces alteradas al otro lado de la puerta—. Parece otro cliente satisfecho con la sanidad pública.


—No puede entrar ahí... —se oyó a la enfermera.


—Vaya, vaya —oyó Paula decir al cirujano en aquel hospital de Londres—. Pedro Alfonso, ¿Qué está haciendo aquí?


«Buena pregunta», pensó Paula mientras se ponía la ropa a toda velocidad. Echó un vistazo desde detrás de la cortina y vio que, efectivamente, Pedro estaba allí, y no parecía estar de buen humor.


—¿Paula, dónde estás? ¿Qué estás haciendo? —preguntó cuando ella salía de detrás de la cortina.


—Vestirme —contestó ella, sintiendo un vuelco en el corazón al verlo después de dos semanas.


—¿Quieres decir que te has desnudado delante de él? —preguntó Pedro, señalando al doctor.


—Había una enfermera presente —dijo el doctor.


—El doctor Hillier es el cirujano que me operó la pierna —explicó Paula—. No sé qué derecho crees que tienes a entrar aquí. ¿Y cómo sabías que estaba aquí?


Tras dirigirle una mirada de odio al doctor, Pedro la siguió fuera de la consulta, y dijo:
—Tu amiguito de la agencia inmobiliaria me dijo que tenías cita en el hospital. Llegué a la casa Dower y la encontré vacía. Sabía que Bruno y su familia habían vuelto a Milán, pero creía... esperaba que estarías allí.


—¿Puedes bajar la voz? Se suponía que no volvías hasta mañana por la noche y, aunque hubiera sabido que regresabas antes, no habría podido cambiar la cita. La concerté hace siglos.


—¿Cuál es tu problema?


—¿A qué te refieres? No tengo ningún problema, salvo el hecho de que entres así en la consulta. Ha sido de muy mala educación.


Pedro murmuró algo en italiano que Paula sospechaba no debía de ser muy amable.


—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué tenías que ver al médico y qué le pasa a tu pierna?


—Me hice daño en la pierna cuando estaba trabajando en África —explicó ella—. En un accidente.


—¿Un accidente de coche?


—No —vaciló un momento antes de seguir hablando—. En una explosión. Pisé una mina. Bueno, no la pisé del todo, claro, o no estaría aquí ahora mismo, pero algo la detonó cuando yo estaba a medio metro y... estuve a punto de perder la pierna.


Pedro se quedó mirándola como si fuese él quien estuviese a punto de explotar, pero, de pronto, se dio la vuelta y abrió la puerta de la zona de consultas.


—¿Y dices que este doctor te operó la pierna? Quiero hablar con él y que me explique detalladamente las lesiones que sufriste.


Pedro, no puedes entrar ahí. Es un hombre ocupado y hay que ceñirse a las citas.


Pero ya era demasiado tarde, porque Pedro entró en la consulta y cerró la puerta tras él. Avergonzada, Paula se dio la vuelta y miró a la enfermera sentada tras el mostrador.


—Lo siento, es horrible, ¿verdad? —dijo.


—Creo que es maravilloso —contestó la enfermera con una sonrisa—. Es muy dominante, ¿verdad?


—No sabe cuánto —murmuró Paula. Sin Pedro allí para entretenerlos, la pequeña multitud reunida en la sala de espera se quedó mirándola, y Paula salió corriendo al pasillo en busca de la máquina de bebidas.


Cuando regresó diez minutos después, encontró a Pedro apoyado contra el mostrador. Hacía calor en el hospital y ella estaba sofocada, pero él parecía fresco y relajado, aparte de tremendamente atractivo con sus vaqueros y su chaqueta de cuero negra. El grupo de enfermeras que lo rodeaba también debía de pensar así. 


Debía de ser el único hombre del mundo capaz de flirtear con cinco mujeres a la vez, pero, a medida que ella se aproximaba, Pedro se incorporó y caminó hacia ella.


—¿Lista para irnos? —preguntó.


—Sí —contestó ella secamente.


Pedro sonrió y la besó apasionadamente, derribando sus defensas.


—Vámonos, cara. Estamos haciendo una escena.


—¿Estamos? Estás. No puedo creer que hayas hecho eso.


—¿Besarte? —preguntó él inocentemente.


—No puedo creer que hayas entrado así en la consulta del doctor Hillier. ¡Dos veces! —exclamó Paula mientras caminaba por el pasillo—. A saber qué habrá pensado.


—Me ha sido de mucha ayuda. Incluso me ha ensañado las radiografías de tu pierna después de decirle que tenía tu permiso.


—¡Pero no lo tenías! ¿Pedro, por qué estás aquí?


—¿Por qué no me dijiste que habías resultado herida? —de pronto parecía muy serio, y la observaba con atención como si estuviera tratando de asegurarse de que estaba completamente recuperada, como decía el doctor.


Paula se encogió de hombros, deseando que el tono de preocupación de su voz no la hiciera sentir tan mal. Su pierna se estaba curando bien, mejor de lo que esperaba, y no necesitaba revivir los recuerdos de la explosión que aún le provocaba pesadillas.


—Mi bienestar no tiene nada que ver contigo. Lo dejaste claro hace cuatro años.


—Podrías haber muerto. El doctor ha dicho que perdiste tanta sangre que no sabía si sobrevivirías.


—Bueno, pero estoy viva. Estoy aquí y estoy bien, así que ya puedes dejar esta súbita preocupación a un lado.


Pedro le parecía que estaba lejos de estar bien. Tal vez las radiografías revelasen que su pierna se estaba curando, pero las cicatrices mentales seguían atormentándola. Podía ver las sombras en sus ojos y, a juzgar por la breve descripción de la explosión que le había dado el doctor, no le sorprendía. Aún tenía que luchar por controlar las náuseas que le entraban al imaginar su cuerpo ensangrentado tirado en el suelo y la culpa por no haber estado allí para salvarla. 


Si la hubiera creído a ella en vez de a Gianni, Paula jamás habría ido a África y nunca habría resultado herida. Pero Gianni era su hermano. ¿Por qué iba a mentirle? No tenía sentido.


—Si estás bien, ¿por qué cojeas? —preguntó él cuando llegaban a la salida del hospital.


—Hoy me duele un poco la pierna, pero no me sorprende porque he estado de un lado a otro durante toda la mañana. Descansaré en el tren.


—Te llevaré de vuelta a Wellworth. ¿Esperabas que fuera a dejarte tirada en la estación?


—No esperaba verte en absoluto —murmuró Paula. Podía ver su coche aparcado en zona amarilla, pero, mientras caminaban por aquella atestada calle de Londres, era consciente de que todo el mundo los miraba. Era de esperar. 


Él era altísimo y cualquiera lo miraría incluso antes de darse cuenta de que era el campeón del mundo de Fórmula 1.


—Pensé que podríamos hacer unas compras ya que estamos en la ciudad. Pero quizá no sea buena idea. Obviamente, te duele la pierna.


—Está bien, pero nada de compras —dijo ella firmemente—. Llamas demasiado la atención, Pedro, y no quiero que nos hagan fotos por la calle los periodistas. Dirán que estamos juntos otra vez, cosa que no es cierta.


Pedro pareció tan sorprendido al oír cómo lo rechazaba, que Paula tuvo que disimular una sonrisa. Jamás había ocurrido eso hacía cuatro años, pero estaba decidida a no dejar que volviera a pisotearla.


—¿Así está mejor? —preguntó él mientras sacaba unas gafas de sol de diseño y se las ponía.


—Oh, sí, mucho mejor. Incógnito total. Ahora pareces de la mafia.


—¿Te avergüenzas de estar conmigo?


—Claro que no —contestó ella—, pero no quiero regresar a los días en los que se referían a mí en los tabloides como tu última adquisición.


—Nunca nadie pensó eso de ti —dijo él.


—Todo el equipo Alfonso sabía que mi trabajo como agente de prensa era una tapadera del hecho de que era tu amante y, si no lo sabían, tu padre se encargó de que supieran que yo era tu prostituta.


Pedro se detuvo junto al coche, quitó la multa del limpiaparabrisas y se la guardó en el bolsillo sin ni siquiera mirarla.


—No sé cómo puedes decir algo así.


—Fabrizzio me lo llamó a la cara —dijo ella.


—No te creo. Estás mintiendo.


—Ya estamos otra vez —murmuró Paula—. La historia de siempre. No miento, Pedro. Nunca te he mentido, ni sobre Gianni ni sobre tu padre ni sobre nada, pero estoy harta de tener que defenderme. Tu padre me despreciaba. Quería que te casaras con Valentina. Quizá incluso convenció a Gianni para que me mintiese al respecto, no sé.


—¿Por qué diablos iba a hacer algo así? —gritó Pedro, y Paula dio un paso atrás, anticipando la escena que se avecinaba en una de las calles más concurridas de Londres.


—¿Porque quería separarnos, quizá? —sugirió.


—Bueno, pues no tenía por qué haberse molestado. Tú ya habías decidido que un solo Alfonso no era suficiente para mantenerte contenta y estabas decidida a quedarte con los dos. Nos separamos porque te pillé haciendo el amor con Gianni.


Paula no podía aguantarlo más. Las lágrimas ya le quemaban en los ojos, pero se negaba a darle la satisfacción de verla llorar.


—De acuerdo, tú ganas. Cree lo que quieras, lo harás de todas formas, pero la razón por la que nos separamos, Pedro, es que no tenías fe en mí, al igual que yo no tengo fe en ti ahora, y nunca la tendré








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