viernes, 21 de octubre de 2016
AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 11
Comenzó a alejarse de él. Delante de ella, un autobús se detuvo junto a la acera y Paula echó a correr, consiguiendo montarse justo antes de que se marchara.
—¿Adónde? —le preguntó el conductor mientras ella se secaba las lágrimas con un pañuelo.
—A King's Cross.
—No en este autobús. Vas en dirección equivocada. Éste va a Marble Arch.
A Paula le daba igual dónde fuese el autobús siempre y cuando se alejase de Pedro, pensó mientras pagaba el billete y se quedaba mirando ausente por la ventana.
—¿Entonces dónde vamos? Pensé que no querías que te vieran en público conmigo.
Paula se quedó con la boca abierta cuando Pedro se sentó a su lado en el autobús. No tenía ni idea de cómo se habría subido. Debía de haber saltado tras él, aunque no le impresionaba.
—Y no quiero —señaló ella—, así que lárgate.
—¿Realmente crees que voy a dejarte deambular por Londres triste y sola? —preguntó Pedro.
—No sé. No te había visto en cuatro años. ¿Por qué de repente actúas como si te importara? Sobre todo cuando tú eres la razón de mi desdicha.
—Hay algo entre nosotros... —comenzó a decir él.
—No lo hay, Pedro. Ya no. Lo tiraste por la borda cuando elegiste creer a todo el mundo antes que a mí. No quiero escuchar tus razones. Ya no quiero hablar del pasado.
—Bien, entonces podremos concentrarnos en el presente —añadió él con frialdad—. Empezaremos desde el principio y llegaremos a conocernos el uno al otro como dos personas normales. Hola, soy Pedro Alfonso; soy piloto de carreras.
Todo el mundo en el autobús se giró hacia ellos y Paula sacudió la cabeza, decidida a no sonreír.
—No se te puede describir como a una persona normal, Pedro —murmuró ella.
—A ti tampoco, cara —dijo él, agarrándole la mano.
Seguía dándole la mano cuando se bajaron del autobús y comenzaron a caminar por Hyde Park. Paula tenía que soltarse y exigirle que la dejara en paz, pero la verdad era que deseaba estar con él. Deseaba poder empezar desde el principio como él había sugerido, pero había demasiados malentendidos por ambas partes, las emociones estaban todavía a flor de piel, y su único posible salvador, el que podría demostrar su inocencia, se había llevado el secreto a la tumba.
—¿Qué tal te fue con Bruno y su familia? —preguntó Pedro mientras caminaban junto a la orilla del lago.
—Genial; su mujer y él son una pareja adorable, y los niños son preciosos.
Durante dos semanas, la casa Dower había estado llena de la alegría de cuatro niños pequeños, de las risas y de los llantos del adobarle bebé, pero ahora los Martinelli estaban de vuelta en Italia. Había disfrutado de su compañía. Habían llenado el hueco que Pedro había dejado y habían sido tan amables, que Paula apenas había tenido ocasión de entristecerse, aunque echarlo de menos había supuesto un constante dolor en el pecho.
Ver a la joven familia le había provocado envidia, contemplando la devoción que Bruno sentía por su esposa e hijos. Si las cosas hubieran sido distintas, ésos podrían haber sido Pedro y ella. A sus veintisiete años, las manecillas de su reloj biológico habían empezado a moverse y, cuando había tomado en brazos al bebé de los Martinelli, se había sentido embargada por el deseo de tener un hijo.
No sabía si Pedro querría tener hijos. Nunca habían hablado de ese tema, y las fantasías que ella había albergado sobre el matrimonio y la familia habían sido un deseo secreto que jamás se había atrevido a confesar. Pedro era piloto de carreras, un playboy internacional que adoraba la velocidad y el riesgo. No podía imaginárselo sentando la cabeza y, si realmente hablaba en serio sobre lo de darle a su relación una segunda oportunidad, Paula tendría que aceptar que sería con sus condiciones, llevando una vida nómada propia de un piloto de Fórmula 1.
Debía ir a un psicólogo si estaba considerando la idea de volver con él. Odiaba ser un personaje público y ver su aventura relatada en todos los tabloides y revistas del corazón. No era una supermodelo ni una actriz glamurosa, y los paparazzi siempre habían especulado sobre por quién decidiría sustituirla Pedro cuando se cansara de ella, lo cual, según decían, sucedería con total seguridad. Cuatro años atrás, Paula había sido una persona insegura de sí misma y del papel que desempeñaba en la vida de Pedro. Y el asunto no sería muy distinto en la actualidad, si él creía que lo había engañado con su hermano. Decía que quería darle a su relación otra oportunidad, pero sería imposible si sospechaba de ella constantemente, y Paula no podría soportar que se le volviera a romper el corazón.
Incluso con las gafas de sol, Pedro seguía siendo fácilmente reconocible, y fue detenido en varias ocasiones por admiradores que le pedían un autógrafo.
—No puedo evitarlo —murmuró él mientras Paula lo veía firmar en la espalda de la camiseta de una admiradora—. La Fórmula 1 llama mucho la atención hoy en día.
—No; tú llamas la atención.
—Esto es inútil. No puedo hablar contigo cuando te pones así —añadió, mirando hacia el otro lado del lago, a la caseta que alquilaba barcas de remos—. Vamos. Seguro que en mitad del lago no nos molestan, a no ser que tengas algo en contra de los patos —le agarró la mano y la arrastró tras él, ignorando sus protestas.
—No quiero montarme en una barca. Llévate a otra. Dios sabe que hay miles de mujeres que darían lo que fuera con tal de estar contigo en mitad del lago.
—¡Madre de Dios! Eres una cabezona —la subió a la barca, se quitó la chaqueta y se la tiró.
Paula había abierto la boca para seguir protestando, pero, al verlo con su camiseta negra de manga corta, se quedó sin palabras. Tenía un cuerpo increíble, pensó mientras trataba de mirar a otro sitio que no fueran sus hombros y el movimiento de sus bíceps mientras remaba hacia el centro del lago. Se le quedó la boca seca al imaginárselo de pronto sin la camiseta.
El único hombre al que había deseado; al que siempre desearía. De pronto su vida aparecía ante sus ojos como una carretera solitaria, ¿pero cuál era la alternativa? ¿Reunir las piezas que quedaban de su idilio y disfrutarlo mientras durase? Ya lo había hecho una vez, había vivido con la inseguridad de que él pudiera ponerle fin algún día. No creía que tuviese la fuerza necesaria para volver a hacerlo.
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