miércoles, 19 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 5




Paula observó cómo se alejaba la furgoneta de la mudanza antes de volver a entrar en la casa vacía. Los últimos dos días habían sido un constante ajetreo mientras empaquetaba las pertenencias y los muebles de sus padres, pero ya todo estaba guardado en el camión que iba camino de Escocia.


Lo único que quedaba por empaquetar eran sus pocas posesiones antes de mudarse al piso que Nico le había conseguido. Mientras sus padres habían estado en Edimburgo buscando una casa, tras decidir mudarse más cerca de su anciana abuela, Paula se había ocupado de vender su casa de campo. La petición del nuevo propietario de tomar posesión de la casa a principios de julio había sido toda una sorpresa, y significaba que ella sólo disponía de un par de días para organizar su propia mudanza.


El piso estaba situado en una finca de nueva construcción a las afueras del pueblo. No era su primera elección, pero la propiedad en el bonito pueblo de Oxfordshire era cara de alquilar, y pedir una hipoteca con su salario actual no era una opción. Su otra opción era reubicarse en Londres y buscar un trabajo mejor pagado en un periódico nacional. Su reputación como periodista intrépida jugaría a su favor, pero los tres años que había pasado en África la habían dejado física y mentalmente agotada.


Ella adoraba Wellworth. Había sido su hogar durante casi toda su vida y tenía recuerdos felices de su niñez en la vicaría, una niñez que no había logrado prepararla para el mundo exterior, prepararla para Pedro Alfonso, pensaba mientras se ponía una taza de té. Él había aparecido en su vida como un torbellino y ella había quedado atrapada por su encanto. Era distinto a cualquier otro hombre que hubiera conocido, a pesar de que no hubiera habido muchos, solo un par de romances fugaces mientras estaba en la universidad.
Pedro la había sorprendido y deleitado al aparecer en la unidad de lesiones de columna a la que asistía su hermano Simon, pero nunca habría imaginado que se presentaría en la vicaría para invitarla a cenar.


Buscó impacientemente la tetera en las cajas de embalaje mientras los recuerdos la invadían. Quizá fuese una buena idea alejarse de Wellworth. Tal vez un nuevo comienzo en Londres, donde nada pudiera recordarte a Pedro, fuera lo que necesitaba. Lo que no necesitaba era la imagen mental de la primera vez que habían hecho el amor, la inmensa sensibilidad de Pedro al descubrir que ella era virgen.


¿Por qué no podía quedarse en el pasado en vez de habitar en sus sueños y ocupar su mente cada vez que se despertaba? Agarró una taza de té y salió de la cocina, topándose de bruces con Pedro.


—¡Pedro! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado?


—La puerta de delante estaba abierta. Deberías ser más cuidadosa, cara; podría entrar cualquiera.


—Cualquiera acaba de hacerlo, aunque, para ser sincera, preferiría a Jack el Destripador. ¿Por qué has venido, Pedro? Imaginaba que a estas alturas estarías en la otra punta del mundo.


La frialdad de su voz le advirtió que, por lo que a ella respectaba, podía irse a cualquier otro planeta. Había cierta energía en ella que no había estado allí cinco años atrás. 


Aunque entonces ella era joven y tremendamente tímida. 


Recordaba lo mucho que le había costado convencerla para que se acostara con él, aunque había merecido la pena esperar. Durante un segundo, cerró los ojos e imaginó la palidez de su piel, sus pechos firmes y tersos. Su erección fue instantánea y bochornosamente descarada. Se cruzó de brazos con la esperanza de llamar la atención sobre su pecho y no sobre sus pantalones.


—El Grand Prix de Canadá no es hasta dentro de dos semanas —dijo él—. Pensé que podría pasar un tiempo en Wellworth.


—No veo por qué. No es Monte Carlo. No hay nada aquí que pueda excitarte.


—Te subestimas, cara. Hay ciertos elementos en Wellworth que encuentro muy excitantes.


—¡Oh, por el amor de Dios! —podía pasar perfectamente sin la seducción verbal. No podía imaginar por qué Pedro estaba allí o qué era lo que se proponía, aparte de jugar al gato y al ratón, pero se negaba a darle la satisfacción de saber que estaba poniéndola nerviosa. Paula entró al salón sin preocuparse de si la seguía o no, y se sentó en el alféizar de la ventana, que tenía que hacer las veces de silla ahora que todos los muebles habían desaparecido.


—¡Dios! ¿Te han robado? —preguntó Pedro al ver la sala vacía—. No me extraña que te interese la vida de los ricos si tienes que vivir así.


—Mis padres acaban de vender la casa y yo voy a mudarme a un piso —contestó Paula, sintiendo que su paciencia llegaba al límite—. No estoy interesada en Nico ni en ningún otro. ¿Has oído eso de «no tropezar dos veces en la misma piedra»? Créeme, Pedro, tú has hecho que no me interesen las relaciones sentimentales. Nunca volveré a confiar en otro hombre.


—¡Confiar! —exclamó Pedro—. Te atreves a hablarme de confianza cuando tú hiciste pedazos la mía. ¡Me arrancaste el corazón! Te lo di todo, incluyendo mi confianza, y tú me lo tiraste a la cara. Dime, Paula, ¿qué habrías pensado si me hubieras pillado junto a la piscina, medio desnudo, en brazos de otra mujer? Añade a eso el hecho de que estabas besando a mi hermano, un hombre en el que confiaba. ¿Cuál habría sido tu reacción en circunstancias similares?


—Yo al menos te habría escuchado —murmuró Paula. 


Nunca lo había visto desde el punto de vista de Pedro y, para ser sincera, verlo con otra mujer habría hecho que saliera corriendo en busca de un refugio en el que lamerse las heridas de su orgullo. Pero ella siempre había esperado lo peor, siempre había dado por hecho que llegaría el día en el que Pedro se cansaría de ella y la sustituiría por otra. Ella nunca le había dado motivos para dudar, ni con Gianni ni con nadie más. Había estado demasiado enamorada de él, y la adoración que había sentido era un recuerdo demasiado humillante que prefería olvidar.


—Sí te escuché —dijo Pedro, sintiendo la necesidad de dejárselo claro a ella y a él mismo. Para ser sincero, ver a Paula en bikini en brazos de su hermano había hecho que se sintiera tan mareado que apenas había podido oír nada más que el latido de su corazón—. Escuché tu silencio mientras Gianni explicaba cómo habías intentado seducirlo hasta que no había podido resistirse.


—Y tú te lo creíste —dijo Paula.


—Era mi hermano —añadió él, comenzando a dar vueltas por la habitación—. ¿Por qué iba a mentirme?


—No lo sé.


Y ya nadie lo sabría; Gianni había muerto y se había llevado consigo las razones por las que había arruinado su relación con Pedro. Ni siquiera podía culpar enteramente a Gianni. La relación ya estaba mal por entonces y Pedro debía de andar buscando una razón para ponerle fin. O eso, o realmente había pretendido mantenerla como su amante tras su matrimonio con la hija de un aristócrata italiano.


—Eso ya no importa —murmuró ella, preguntándose cómo se atrevía a parecer tan herido cuando había sido ella la traicionada, la que había acabado con el corazón roto—. No sé lo que pretendías conseguir viniendo aquí.


Pedro respiró profundamente y se pasó la mano por el pelo, sabiendo que aquel encuentro no estaba saliendo según lo planeado.


—He venido para ofrecerte mi perdón —le informó.


Paula dejó la taza de té antes de derramarlo o tirárselo a la cara. Pedro estaba esperando una respuesta a aquella afirmación tan arrogante, observándola con expectación.


—Muy amable por tu parte —murmuró Paula finalmente—, pero no, gracias.


—¿Qué quieres decir con eso? Me he dado cuenta de que merecía la pena luchar por lo que teníamos. Estoy preparado para olvidar lo que ocurrió con Gianni y darle otra oportunidad a nuestra relación.


—Bueno, pues te has dado cuenta demasiado tarde.


Sus padres le habían enseñado que la ira no resolvía nada y, durante años, Paula había controlado sus emociones. 


Durante el año que había pasado con Pedro, había estado demasiado fascinada con él como para discutir, pero se había convertido en una persona diferente. Lo que había presenciado en África, la pobreza y las atrocidades, había hecho que liberara parte de su ira luchando por la causa. Ya no tenía miedo de expresar sus emociones y, en ese momento, Pedro estaba en su línea de fuego.


—No necesito tu perdón; no he hecho nada malo, así que, si esperas algún tipo de disculpa, será mejor que esperes sentado. La única persona que tiene que disculparse eres tú —prosiguió Paula, poniéndose en pie—. El único traidor que hay aquí eres tú —añadió mientras colocaba el dedo en su pecho—. Así que, me gustaría que te fueras. ¡Regresa con Mitzy o Misty o como quiera que se llame tu nueva «agente de prensa» y déjame en paz!


Durante unos segundos, Pedro pareció perplejo. Nunca la había oído levantar la voz, y mucho menos gritarle como una loca, pensó Paula. Pero entonces levantó la cabeza y tuvo la desfachatez de sonreír mientras hablaba.


—Ya he puesto fin a mi aventura con Misa —dijo—. No tienes razón para estar celosa, cara.


—Seguro que tu esposa se sentirá muy aliviada, pero a mí no podría importarme menos y, sinceramente, no estoy celosa. Vendería mi alma al diablo antes que volver contigo.


Tenía que alejarse de él antes de echarse a llorar o, peor aún, lanzarse a su pecho y pedirle la segunda oportunidad que él le estaba ofreciendo. Pedro se quedó mirándola como un ángel vengador, con los labios apretados. Entonces Paula recordó cómo era el roce de aquellos labios en los suyos. 


¿Cómo podía rechazar la oportunidad de experimentar eso de nuevo? Era el amor de su vida; el vacío de los últimos cuatro años era prueba de ello. Pero él no la amaba, nunca la había amado y ella no sacrificaría el respeto en sí misma por el sexo, por muy bueno que fuera. Valía más que eso.


—¿Qué quieres decir con mi esposa? Madre de Dios. No tengo esposa —dijo Pedro, agarrándola del brazo.


—¿Y qué pasó con Valentina de Domenici, la mujer con la que ibas a casarte? Lo sabía todo, Pedro. Sabía que tu padre había concertado el matrimonio entre vosotros años atrás, y que planeabas tenerme a mí como amante después de casarte con ella. Era un plan asqueroso entonces y ahora no me parece mucho más apetecible. Suéltame, Pedro; me estás haciendo daño.


—No sabes nada —dijo él—. ¿De qué va todo esto, Paula? ¿Es un intento patético por echarme la culpa? No funcionará. ¡Dios! Te veía flirtear con Gianni, pero nunca sospeché que pudieras llevarlo hasta tal punto que no pudiera contener su deseo por ti.


Pedro, mi brazo...


Pedro bajó la mirada y vio que estaba apretándole el brazo con fuerza, de modo que la soltó al instante.


—Debería haber escuchado a mi padre —murmuró—. Me advirtió sobre ti.


—Apuesto a que sí... Yo nunca le gusté. Pensaba que no era lo suficientemente buena para ti.


—Eso es ridículo —dijo Pedro.


Paula suspiró. ¿Por qué se molestaba en luchar en una batalla que sabía que no ganaría? En el año que había pasado con Pedro, Fabrizzio Alfonso apenas había advertido su existencia, y como ella sólo lo había visto en los circuitos, donde los nervios estaban a flor de piel, la antipatía hacia ella había pasado inadvertida, por todos menos por ella. Más tarde, cuando Paula había ido al hospital para ver a Gianni tras el accidente, Fabrizzio le había dicho que no era bien recibida por nadie de la familia Alfonso. Le dijo que ella había sido la ramera de Pedro, y que él había seguido hacia delante.


De pronto se sintió a la defensiva. Su relación con Pedro había ocurrido hacía mucho tiempo y, como Fabrizzio había señalado, Pedro había seguido hacia delante, la vida había seguido y el hecho de que su corazón siguiese anclado en el pasado era culpa suya y de nadie más.


—No hay necesidad de remover el pasado —dijo ella—. Simplemente aceptemos que fue bonito mientras duró.


—Tan bonito que no has sido capaz de olvidarlo.


Pedro estaba tan cerca, que Paula tuvo que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos y, para su desdicha, su mirada ardiente le produjo un intenso calor por todo el cuerpo.


—Tu arrogancia siempre me deja sin aliento —contestó ella, horrorizada al notar que le temblaba la voz, cuando lo que pretendía era sonar fría y controlada.


—No es arrogancia; es la verdad, para los dos. Yo nunca te he olvidado, ni tampoco lo que hubo entre nosotros.


—Teníamos sexo —dijo ella—. Y, durante los años que hemos estado separados, apuesto a que has seguido teniendo sexo con infinidad de mujeres. ¿Crees que no veía a las admiradoras que esperaban fuera del circuito a que aparecieras?


—Ninguna era tan buena como tú —le aseguró Pedro—. Y, en cuanto a lo de dejarte sin aliento...


Paula había estado tan concentrada en sus palabras que, por unos segundos, no había sido consciente de sus intenciones. Pedro se aprovechó de esos segundos para estrecharla entre sus brazos y besarla intensamente.


Paula sintió que era como encontrar el cielo después de un largo viaje, y se preguntó cómo había logrado sobrevivir tanto tiempo sin él. Las caricias de su lengua mientras lamía sus labios acabaron con el último vestigio de control que le quedaba mientras Paula abría la boca. Pedro deslizó los dedos por su pelo mientras, con la otra mano, recorría su cuerpo hasta llegar a las caderas, subiendo de nuevo hasta sus pechos. Paula le rodeó el cuello con los brazos, pero, cuando sintió sus dedos deslizarse bajo su camiseta, se quedó quieta. La paciencia nunca había sido uno de los puntos fuertes de Pedro y, en el calor de la pasión, solía ignorar los botones y los cierres, arrancándole la ropa sin más. De pronto fue consciente de la realidad y del hecho de que estaba en brazos de Pedro, el único lugar al que se había jurado no volver.


Pedro levantó la cabeza como si hubiera advertido su distancia y Paula sintió la vergüenza mientras él le apartaba los brazos del cuello con cara de repugnancia.


—Siempre has sido una chica fácil —murmuró.


—Lárgate —ordenó ella, alejándose de él y corriendo hacia las escaleras—, antes de que llame a la policía y haga que te detengan por acoso. Ni quiero ni necesito tu perdón y, a pesar de tu arrogante presunción de que eres un regalo de Dios para las mujeres, yo no te deseo.




AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 4




Pedro se obligó a sí mismo a no apretar los puños y apoyó las manos sobre la barandilla que rodeaba la terraza. Como miles de personas, él había leído los artículos detallando los choques violentos entre diversos grupos en África. Había quedado horrorizado por las historias de barbaries cometidas contra las tribus locales, pero lo que más le había inquietado era el hecho de que fuera Paula la que estaba atrapada allí, la que había sido hecha prisionera y la que había arriesgado su vida filtrando sus artículos para alertar a la población mundial sobre la crisis. Su primer instinto había sido el de salvarla, pero no tenía derecho para interferir en su vida. 


Había puesto fin a su relación con ella al dejarla en aquel vuelo con destino a Inglaterra tras descubrirla en brazos de Gianni, y se había maldecido a sí mismo por su debilidad al pasar de un canal a otro con la esperanza de ver su cara.


Paula se giró para mirarlo y el corazón le dio un vuelco al ver el brillo en sus ojos. Bajo aquella fachada de sofisticación yacía la vulnerabilidad que tan bien recordaba, y tuvo que resistir el deseo de abrazarla con fuerza.


—No tengo por qué quedarme aquí escuchando tus insultos. Nunca me escucharías, ¿verdad, Pedro? Siempre estuviste seguro de llevar razón. Pero ya no me importa lo que pienses; no tengo nada de qué avergonzarme. Sé cuál es la verdad y Gianni también lo sabía.


—¿Y si ahora quisiera escucharte? —preguntó él tras un largo silencio—. Es demasiado tarde para hablar con Gianni, pero tú...


—También es demasiado tarde para hablar conmigo —contestó Paula—. Cuatro años tarde. Así que, si ahora te invade la culpa, tendrás que sufrirlo, y espero que lo hagas —como lo había hecho ella, pero ya no más. 


Si Pedro esperaba ver a la patética chiquilla que una vez había sido, se llevaría una sorpresa. Le había llevado mucho tiempo recuperar el respeto en sí misma, y no estaba dispuesta a perderlo, por mucho que su corazón ansiara estar con Pedro.


—Veo que la gatita se ha convertido en una pantera... con garras —murmuró él—. No recordaba que te gustara tanto discutir, cara.


—¿Y no te aprovechaste de mi inseguridad? Sabías que estaba asombrada contigo. No podía creer que el gran Pedro Alfonso quisiera estar conmigo, una chica inocente de un pequeño pueblo inglés. Seguro que te encantaba el hecho de que estuviera desesperada por mantenerte contento.


—Me encantaba el hecho de que estuvieras desesperada por mí —contestó él.


Y Paula se estremeció cuando le pasó el dedo por la mejilla, deslizándolo por su cuello hasta sentir su pulso alterado. Era tan guapo. Había olvidado lo impactante que era su altura y la anchura de sus hombros, pero el tiempo no había hecho nada por borrar los recuerdos de aquella boca, y se estremeció al advertir el olor de su colonia. Inmediatamente se apartó de él.


—El sexo estaba bien, de acuerdo. Desde luego, te merecías la reputación de semental, Pedro. Pero nuestra relación no estaba basada más que en eso.


—No lo subestimes, cara. Quizá podríamos darnos otra oportunidad.


No podía estar hablando en serio. Lo peor de todo era que se sentía tentada; incluso después de todo lo que le había hecho pasar. Tendría que ir a que le revisaran la cabeza, pensó mientras trataba de poner distancia entre ellos antes de hacer algo estúpido como lanzarse a sus brazos.


—Ni lo sueñes —contestó finalmente. Habría sido muy satisfactorio hacer que Paula se tragase sus palabras, acercarse a ella y besarla. Su resistencia sería mínima; lo sabía tan bien como ella. Pero fue el brillo de desesperación en sus ojos lo que hizo que Pedro se abstuviera de demostrarle que, en algunos aspectos, nada había cambiado. La química sexual que existía entre ellos seguía presente.


La echaba de menos. A pesar de haber estado a punto de odiarla, seguía despertándose cada mañana antes del amanecer y la buscaba, sufriendo al darse cuenta de que ya no estaba.


—Por curiosidad —añadió ella, deteniéndose junto a la puerta que daba al salón de baile—. ¿Qué estás haciendo en Wellworth? El Brembridge es un hotel excelente, pero hay otros igual de buenos y mucho más cerca de Silverstone.


—¿No crees que sea posible que haya venido a buscarte? —murmuró él.


—Es poco probable —contestó ella, carcajeándose—. Por lo que yo sé, no soy más que una prostituta. ¿Por qué diablos ibas a venir a buscarme?


—Quizá es que te echaba de menos, cara mia —sugirió él.


—Creo que es más probable que te hayas quedado sin mujeres con las que acostarte, pero, sean cuales sean tus razones, no me interesan. Mañana te marcharás de Wellworth y, por lo que a mí respecta, puedes irte al infierno. Es donde he estado yo durante los últimos cuatro años.


Nicolas Monkton levantó la cabeza cuando Paula se reunió con él en el salón, frunciendo el ceño al advertir su cara pálida.


—¿Estás bien, Paula? Estaba a punto de enviar una patrulla de búsqueda.


—Lo siento... Me duele la cabeza; creo que llamaré a un taxi.


—No seas tonta; te llevaré a casa. De todas formas, ya estoy listo para irme.


—Ha sido un buen día —dijo él mientras conducía por el sendero que llevaba a la casa de sus padres—. ¿Conoces la casa Dower, al otro extremo del pueblo? Una pareja de inversores la adquirió hace un año y la ha renovado completamente. Llevaba dos meses en mis libros de arrendamientos y hoy he oído que ya tenemos inquilino.


—¿Quién la va a alquilar? —preguntó Paula con una sonrisa, fingiendo interés a pesar de su dolor de cabeza—. ¿Una familia? Es lo suficientemente grande.


Nico negó con la cabeza.


—La ha adquirido un consorcio; probablemente la usarán como base para ejecutivos que estén de visita, pero, para ser sincero, por lo que han acordado pagar de alquiler, me da igual que monten un circo allí. ¿Cómo ha ido la entrevista con Pedro Alfonso? —preguntó mientras aparcaba frente a la casa—. Has estado en la terraza mucho tiempo. ¿Has conseguido lo que querías?


—No he descubierto nada nuevo —contestó Paula mientras salía del coche. No iba a contarle a Nico el hecho crucial que había averiguado esa noche. Aún estaba recuperándose de saber que no había logrado olvidarse de Pedro. Volver a verlo de nuevo había sido devastador; había echado abajo sus defensas con gran facilidad, y a Paula iba a costarle trabajo volver a levantarlas.


martes, 18 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 3



Pedro escudriñó el salón de baile sin dejar de sonreír a las numerosas personas que ansiaban captar su atención. Paula no había llegado. Quizá no fuese a ir a la fiesta de después de la carrera, a pesar de que su asistente personal le hubiera enviado una invitación abierta a todo el mundo de la prensa local. Quizá considerase que la celebración de su victoria en el Grand Prix británico estuviese por debajo de ella, pensó al recordar la indiferencia con la que le había dicho lo poco impresionada que estaba ante él.


Jamás en su vida se había sentido tan insultado. No era ningún ángel; era el primero en admitirlo. Pero era campeón mundial de Fórmula 1 por quinto año y pasaba su vida rodeado de gente que lo admiraba. Sin embargo, Paula Chaves no estaba impresionada. Y no se refería a sus habilidades al volante. En el fondo de su alma lo sabía, pero el hecho de que no estuviera impresionada por el hombre, por el verdadero Pedro Alfonso, era algo que lo incomodaba, porque Paula lo conocía mejor que la mayoría.


No sabía qué reacción había esperado de ella al volver a verlo, pero no habría estado mal un poco de gratitud ante el hecho de que estuviera dispuesto a olvidar el pasado y a hablar con ella. El problema era que no se había sentido capaz de olvidar el pasado con tanta facilidad como imaginaba. La aparición de Paula en la sala de prensa lo había sobresaltado. A pesar de saber que había vuelto a Wellworth y que estaba trabajando como reportera en el periódico local, realmente no esperaba verla en el hotel. 


Había olvidado lo guapa que era, o quizá no lo hubiese olvidado y sólo hubiese tratado de enterrar el recuerdo de sus ojos azules y su piel sedosa. Incluso en ese momento, podía sentir la suavidad de sus labios, podía saborearla, pero, cada vez que cerraba los ojos, la veía besando a Gianni.


—¿Pedro, tenemos que quedarnos aquí toda la noche? —preguntó Misa, haciendo pucheros y mirándolo con unos ojos que le dejaron indiferente. Después de tres meses, su relación había tocado fondo; lo único que se avecinaba eran llantos y rabietas cuando Pedro la dejara.


—Me gusta estar aquí —dijo él con frialdad sin dejar de mirar hacia la entrada del salón—, pero claro, eres libre de marcharte cuando quieras.


—No sé por qué has decidido celebrar la fiesta en este antro —murmuró Misa—. ¿Qué tiene Wellworth? Ni siquiera tiene tiendas decentes.


Siendo consciente de que no estaba llamando la atención de Pedro, se agarró con fuerza a él y echó su melena hacia atrás con tanta energía que los pechos estuvieron a punto de salírsele del diminuto vestido que llevaba puesto, aunque no le sirvió de nada. Los ojos de Pedro estaban puestos en la mujer que acababa de entrar en el salón de baile.


En contraste con los encantos exagerados de Misa, Paula parecía tan casta como una monja con su traje azul marino. 


La larga falda tenía una discreta raja que revelaba una pierna y, cuando se giró Pedro vio que llevaba la espalda al descubierto


Elegante y sofisticada, Paula había madurado, y Pedro sintió un intenso deseo. Era la amante más receptiva y generosa que había conocido, y él no pudo evitar que sus pies se dirigieran hacia ella, deteniéndose al ver que el idiota de Nicolas Monkton se le había adelantado. Se giró abruptamente y se dirigió hacia el grupo de modelos promocionales que trabajaban para los diferentes patrocinadores. Al menos ellas lo encontraban impresionante, y de ninguna manera quería que Paula pensara que estaba esperándola. Si decidía retomar su relación, sería sólo con sus condiciones.


—Paula, me alegro de verte; estás increíble.


—Gracias —Paula sonrió cuando Nicolas Monkton se acercó a saludarla. Su descarada apreciación aumentó su autoestima, considerablemente debilitada. No había querido asistir a la fiesta de después de la carrera. Recordaba muy bien cómo eran gracias al año que había pasado con Pedro, pero Cliff se lo había rogado y no había podido negarse.


—Yo no puedo ir. Jenny se pondrá de parto en cualquier momento —había dicho Cliff—. Con unos cuantos detalles de después de la carrera bastará para terminar tu artículo, sobre todo si puedes conseguir, una entrevista con Alfonso.


—No te prometo nada —había murmurado Paula.


La fiesta era exactamente como había imaginado. El salón estaba lleno de rubias que hacían que se sintiera excesivamente vestida. No veía a Pedro y no tenía intención de buscarlo; estaba harta de actuar como una tonta enamorada, de modo que sonrió amablemente a Nico.


—Si hubiera sabido que venías, me habría ofrecido a traerte —dijo él mientras la conducía hacia la barra.


—Fue una decisión de última hora. Jenny estaba teniendo dolores y Cliff no quería dejarla sola. Pero no he venido conduciendo, sino en taxi.


—Algo sensato, si quieres beber algo —convino Nico—. Pero yo sí he traído el coche, así que te llevaré de vuelta a casa. Menuda fiesta han montado —añadió, mirando hacia el bufé que había al otro lado de la sala—. Pero me temo que Alfonso puede permitírselo. Debe de estar forrado. ¿Tú no tenías una relación con él?


—Hace tiempo.


—¿Y qué hay del hermano, Gianni? La noticia de su muerte fue algo trágico. Dijeron que no había podido asumir el hecho de no volver a andar y que se había suicidado. Pedro debe de estar destrozado, sobre todo teniendo en cuenta que se rumoreaba que había sido él el causante del accidente.


Paula sintió cómo el vello de la nuca se le ponía de punta, y supo con certeza que Pedro andaba cerca. Cerró los ojos, desesperada. No quería sentir eso; había tardado mucho tiempo en olvidarse de él y no estaba dispuesta a dejar que un solo encuentro lo echara todo a perder.


—Yo no me creería todo lo que dicen en la prensa amarilla —dijo ella—. Pedro no fue el causante del accidente de Gianni; eso quedó claramente demostrado.


—Sin embargo había gran rivalidad entre ellos, ¿verdad? —insistió Nico—. Creo que no se hablaban en el momento del accidente.


—Eran amigos aparte de hermanos —dijo Paula—. Eso es todo lo que yo sé —no era asunto suyo explicar que, debajo de aquella rivalidad, había existido un profundo amor y respeto que había hecho que Pedro creyera a Gianni antes que a ella. Se recordó a sí misma que aquello formaba parte del pasado, luchando contra el recuerdo de la cara de odio de Pedro al declarar que Paula los había tomado a los dos por tontos. Ella había estado demasiado sorprendida como para defenderse y, en el vuelo de vuelta a casa, había comprendido que Pedro tenía sus razones para pensar lo peor. Simplemente buscaba una excusa para librarse de ella.


—¿Te apetece algo de comer? —preguntó Nico, arrastrándola hacia el bufé.


—Ve tú delante —murmuró ella—. Hace demasiado calor aquí. Voy a salir a la terraza un rato.


Se dio la vuelta y se quedó sin aliento al ver al grupo que había de pie a pocos metros de distancia, con Pedro en el centro. Era más alto que el resto de los hombres, pero no era sólo su altura lo que llamó su atención, sino su aire de autoridad y su arrogancia. Poseía un carisma que atraía a la gente hacia él, hombres y mujeres por igual, aunque, inevitablemente, eran mujeres las que lo rodeaban en ese momento. Pedro se dio la vuelta en ese momento y Paula se sonrojó al ver su mirada. Agachó la cabeza y se dirigió hacia la puerta de la terraza.


El aire nocturno era frío. El aroma de la madreselva y de las rosas la tranquilizó, hasta que su paz quedó alterada por una voz familiar.


—¿Qué haces aquí sola, Paula? ¿Dónde está tu perrito faldero?


Ningún hombre tenía derecho a ser tan sexy. Su camisa negra enfatizaba la anchura de sus hombros, y tenía los dos botones de arriba desabrochados, revelando una cadena dorada alrededor de su cuello. Tenía aspecto de ser el semental del que hablaba su reputación, pensó Paula, tratando de convencerse de que no estaba celosa de todas las mujeres que habían compartido su cama. La riqueza y el sex appeal combinaban bien con el atractivo físico; Pedro poseía todo eso, y Paula dudaba que hubiese pasado los últimos cuatro años de celibato. Él había sido su primer y único amante, pero, para él, ella no había sido más que una de tantas conquistas. ¿Entonces por qué su subconsciente se aferraba a la idea de que ella era su mujer? ¿Y por qué su cuerpo reaccionaba inmediatamente a su presencia como si hubiera estado esperándolo todo ese tiempo?


—Si te refieres a Nico, está dentro, y no es mi perrito faldero. Ni siquiera lo conozco tanto. Es un amigo, nada más.


—Por no mencionar que es el dueño de Monkton Hall —murmuró Pedro—. ¿Estás segura de que no quieres convertirte en la señora de la casa, Paula?


—Ya has hecho esa sugerencia tan insultante, pero, para ser sincera, no creo que tenga que ver contigo —contestó Paula, dando un paso hacia atrás al darse cuenta de lo cerca que estaba Pedro.


—Dime, cara —murmuró Pedro—. Si no has vuelto a Wellworth para buscarte un marido rico, ¿qué pretendes? Te ganaste una reputación como periodista respetada en África. ¿Por qué conformarse con un trabajo en una gaceta local?


—Necesito un descanso —admitió Paula—. Los últimos tres años han sido... duros —terminando con la explosión de la mina que había estado a punto de volarle la pierna izquierda, aunque se negaba a proporcionarle esa información a Pedro


Después de que él pusiera fin a la relación, ella había regresado a Inglaterra decidida a volcarse de lleno en su carrera, y había tenido suerte de encontrar un trabajo en un periódico nacional. Era joven, libre y soltera, y la vida en Londres podría haber sido divertida, pero en ese momento echaba de menos a Pedro, y saber de su vida amorosa por los periódicos no ayudaba. El viaje a África para visitar a sus padres le había parecido una buena manera de exorcizarlo de su mente; en aquel momento no sabía que eso le cambiaría la vida.


Paula se apartó más de él y Pedro maldijo para sus adentros, tratando de controlar las emociones que le provocaba.


—Leía tus artículos y vi el documental que hiciste —dijo Pedro, recordando lo mucho que había temido por su seguridad—. ¿Cómo pudiste llegar hasta el punto de arriesgar tu vida por regla general? Si hubieras estado conmigo, jamás te habría permitido irte.


—Fuiste tú quien puso fin a nuestra relación, Pedro —dijo ella con una risa irónica.


—Y por una buena razón, teniendo en cuenta que te estabas tirando a mí hermano. Apenas podía creerlo cuando un año después vi tus reportajes desde el oeste de África. ¿Qué intentabas hacer? ¿Pagar por tus pecados? ¿Una prostituta convertida en madre Teresa?


—Serás cerdo —dijo Paula, alejándose de él, cegada por las súbitas lágrimas que estaba decidida a no dejar escapar. 


Había llorado ríos enteros por Pedro Alfonso, pero eso había acabado; podría volver a hacerle daño.