Paula observó cómo se alejaba la furgoneta de la mudanza antes de volver a entrar en la casa vacía. Los últimos dos días habían sido un constante ajetreo mientras empaquetaba las pertenencias y los muebles de sus padres, pero ya todo estaba guardado en el camión que iba camino de Escocia.
Lo único que quedaba por empaquetar eran sus pocas posesiones antes de mudarse al piso que Nico le había conseguido. Mientras sus padres habían estado en Edimburgo buscando una casa, tras decidir mudarse más cerca de su anciana abuela, Paula se había ocupado de vender su casa de campo. La petición del nuevo propietario de tomar posesión de la casa a principios de julio había sido toda una sorpresa, y significaba que ella sólo disponía de un par de días para organizar su propia mudanza.
El piso estaba situado en una finca de nueva construcción a las afueras del pueblo. No era su primera elección, pero la propiedad en el bonito pueblo de Oxfordshire era cara de alquilar, y pedir una hipoteca con su salario actual no era una opción. Su otra opción era reubicarse en Londres y buscar un trabajo mejor pagado en un periódico nacional. Su reputación como periodista intrépida jugaría a su favor, pero los tres años que había pasado en África la habían dejado física y mentalmente agotada.
Ella adoraba Wellworth. Había sido su hogar durante casi toda su vida y tenía recuerdos felices de su niñez en la vicaría, una niñez que no había logrado prepararla para el mundo exterior, prepararla para Pedro Alfonso, pensaba mientras se ponía una taza de té. Él había aparecido en su vida como un torbellino y ella había quedado atrapada por su encanto. Era distinto a cualquier otro hombre que hubiera conocido, a pesar de que no hubiera habido muchos, solo un par de romances fugaces mientras estaba en la universidad.
Pedro la había sorprendido y deleitado al aparecer en la unidad de lesiones de columna a la que asistía su hermano Simon, pero nunca habría imaginado que se presentaría en la vicaría para invitarla a cenar.
Buscó impacientemente la tetera en las cajas de embalaje mientras los recuerdos la invadían. Quizá fuese una buena idea alejarse de Wellworth. Tal vez un nuevo comienzo en Londres, donde nada pudiera recordarte a Pedro, fuera lo que necesitaba. Lo que no necesitaba era la imagen mental de la primera vez que habían hecho el amor, la inmensa sensibilidad de Pedro al descubrir que ella era virgen.
¿Por qué no podía quedarse en el pasado en vez de habitar en sus sueños y ocupar su mente cada vez que se despertaba? Agarró una taza de té y salió de la cocina, topándose de bruces con Pedro.
—¡Pedro! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado?
—La puerta de delante estaba abierta. Deberías ser más cuidadosa, cara; podría entrar cualquiera.
—Cualquiera acaba de hacerlo, aunque, para ser sincera, preferiría a Jack el Destripador. ¿Por qué has venido, Pedro? Imaginaba que a estas alturas estarías en la otra punta del mundo.
La frialdad de su voz le advirtió que, por lo que a ella respectaba, podía irse a cualquier otro planeta. Había cierta energía en ella que no había estado allí cinco años atrás.
Aunque entonces ella era joven y tremendamente tímida.
Recordaba lo mucho que le había costado convencerla para que se acostara con él, aunque había merecido la pena esperar. Durante un segundo, cerró los ojos e imaginó la palidez de su piel, sus pechos firmes y tersos. Su erección fue instantánea y bochornosamente descarada. Se cruzó de brazos con la esperanza de llamar la atención sobre su pecho y no sobre sus pantalones.
—El Grand Prix de Canadá no es hasta dentro de dos semanas —dijo él—. Pensé que podría pasar un tiempo en Wellworth.
—No veo por qué. No es Monte Carlo. No hay nada aquí que pueda excitarte.
—Te subestimas, cara. Hay ciertos elementos en Wellworth que encuentro muy excitantes.
—¡Oh, por el amor de Dios! —podía pasar perfectamente sin la seducción verbal. No podía imaginar por qué Pedro estaba allí o qué era lo que se proponía, aparte de jugar al gato y al ratón, pero se negaba a darle la satisfacción de saber que estaba poniéndola nerviosa. Paula entró al salón sin preocuparse de si la seguía o no, y se sentó en el alféizar de la ventana, que tenía que hacer las veces de silla ahora que todos los muebles habían desaparecido.
—¡Dios! ¿Te han robado? —preguntó Pedro al ver la sala vacía—. No me extraña que te interese la vida de los ricos si tienes que vivir así.
—Mis padres acaban de vender la casa y yo voy a mudarme a un piso —contestó Paula, sintiendo que su paciencia llegaba al límite—. No estoy interesada en Nico ni en ningún otro. ¿Has oído eso de «no tropezar dos veces en la misma piedra»? Créeme, Pedro, tú has hecho que no me interesen las relaciones sentimentales. Nunca volveré a confiar en otro hombre.
—¡Confiar! —exclamó Pedro—. Te atreves a hablarme de confianza cuando tú hiciste pedazos la mía. ¡Me arrancaste el corazón! Te lo di todo, incluyendo mi confianza, y tú me lo tiraste a la cara. Dime, Paula, ¿qué habrías pensado si me hubieras pillado junto a la piscina, medio desnudo, en brazos de otra mujer? Añade a eso el hecho de que estabas besando a mi hermano, un hombre en el que confiaba. ¿Cuál habría sido tu reacción en circunstancias similares?
—Yo al menos te habría escuchado —murmuró Paula.
Nunca lo había visto desde el punto de vista de Pedro y, para ser sincera, verlo con otra mujer habría hecho que saliera corriendo en busca de un refugio en el que lamerse las heridas de su orgullo. Pero ella siempre había esperado lo peor, siempre había dado por hecho que llegaría el día en el que Pedro se cansaría de ella y la sustituiría por otra. Ella nunca le había dado motivos para dudar, ni con Gianni ni con nadie más. Había estado demasiado enamorada de él, y la adoración que había sentido era un recuerdo demasiado humillante que prefería olvidar.
—Sí te escuché —dijo Pedro, sintiendo la necesidad de dejárselo claro a ella y a él mismo. Para ser sincero, ver a Paula en bikini en brazos de su hermano había hecho que se sintiera tan mareado que apenas había podido oír nada más que el latido de su corazón—. Escuché tu silencio mientras Gianni explicaba cómo habías intentado seducirlo hasta que no había podido resistirse.
—Y tú te lo creíste —dijo Paula.
—Era mi hermano —añadió él, comenzando a dar vueltas por la habitación—. ¿Por qué iba a mentirme?
—No lo sé.
Y ya nadie lo sabría; Gianni había muerto y se había llevado consigo las razones por las que había arruinado su relación con Pedro. Ni siquiera podía culpar enteramente a Gianni. La relación ya estaba mal por entonces y Pedro debía de andar buscando una razón para ponerle fin. O eso, o realmente había pretendido mantenerla como su amante tras su matrimonio con la hija de un aristócrata italiano.
—Eso ya no importa —murmuró ella, preguntándose cómo se atrevía a parecer tan herido cuando había sido ella la traicionada, la que había acabado con el corazón roto—. No sé lo que pretendías conseguir viniendo aquí.
Pedro respiró profundamente y se pasó la mano por el pelo, sabiendo que aquel encuentro no estaba saliendo según lo planeado.
—He venido para ofrecerte mi perdón —le informó.
Paula dejó la taza de té antes de derramarlo o tirárselo a la cara. Pedro estaba esperando una respuesta a aquella afirmación tan arrogante, observándola con expectación.
—Muy amable por tu parte —murmuró Paula finalmente—, pero no, gracias.
—¿Qué quieres decir con eso? Me he dado cuenta de que merecía la pena luchar por lo que teníamos. Estoy preparado para olvidar lo que ocurrió con Gianni y darle otra oportunidad a nuestra relación.
—Bueno, pues te has dado cuenta demasiado tarde.
Sus padres le habían enseñado que la ira no resolvía nada y, durante años, Paula había controlado sus emociones.
Durante el año que había pasado con Pedro, había estado demasiado fascinada con él como para discutir, pero se había convertido en una persona diferente. Lo que había presenciado en África, la pobreza y las atrocidades, había hecho que liberara parte de su ira luchando por la causa. Ya no tenía miedo de expresar sus emociones y, en ese momento, Pedro estaba en su línea de fuego.
—No necesito tu perdón; no he hecho nada malo, así que, si esperas algún tipo de disculpa, será mejor que esperes sentado. La única persona que tiene que disculparse eres tú —prosiguió Paula, poniéndose en pie—. El único traidor que hay aquí eres tú —añadió mientras colocaba el dedo en su pecho—. Así que, me gustaría que te fueras. ¡Regresa con Mitzy o Misty o como quiera que se llame tu nueva «agente de prensa» y déjame en paz!
Durante unos segundos, Pedro pareció perplejo. Nunca la había oído levantar la voz, y mucho menos gritarle como una loca, pensó Paula. Pero entonces levantó la cabeza y tuvo la desfachatez de sonreír mientras hablaba.
—Ya he puesto fin a mi aventura con Misa —dijo—. No tienes razón para estar celosa, cara.
—Seguro que tu esposa se sentirá muy aliviada, pero a mí no podría importarme menos y, sinceramente, no estoy celosa. Vendería mi alma al diablo antes que volver contigo.
Tenía que alejarse de él antes de echarse a llorar o, peor aún, lanzarse a su pecho y pedirle la segunda oportunidad que él le estaba ofreciendo. Pedro se quedó mirándola como un ángel vengador, con los labios apretados. Entonces Paula recordó cómo era el roce de aquellos labios en los suyos.
¿Cómo podía rechazar la oportunidad de experimentar eso de nuevo? Era el amor de su vida; el vacío de los últimos cuatro años era prueba de ello. Pero él no la amaba, nunca la había amado y ella no sacrificaría el respeto en sí misma por el sexo, por muy bueno que fuera. Valía más que eso.
—¿Qué quieres decir con mi esposa? Madre de Dios. No tengo esposa —dijo Pedro, agarrándola del brazo.
—¿Y qué pasó con Valentina de Domenici, la mujer con la que ibas a casarte? Lo sabía todo, Pedro. Sabía que tu padre había concertado el matrimonio entre vosotros años atrás, y que planeabas tenerme a mí como amante después de casarte con ella. Era un plan asqueroso entonces y ahora no me parece mucho más apetecible. Suéltame, Pedro; me estás haciendo daño.
—No sabes nada —dijo él—. ¿De qué va todo esto, Paula? ¿Es un intento patético por echarme la culpa? No funcionará. ¡Dios! Te veía flirtear con Gianni, pero nunca sospeché que pudieras llevarlo hasta tal punto que no pudiera contener su deseo por ti.
—Pedro, mi brazo...
Pedro bajó la mirada y vio que estaba apretándole el brazo con fuerza, de modo que la soltó al instante.
—Debería haber escuchado a mi padre —murmuró—. Me advirtió sobre ti.
—Apuesto a que sí... Yo nunca le gusté. Pensaba que no era lo suficientemente buena para ti.
—Eso es ridículo —dijo Pedro.
Paula suspiró. ¿Por qué se molestaba en luchar en una batalla que sabía que no ganaría? En el año que había pasado con Pedro, Fabrizzio Alfonso apenas había advertido su existencia, y como ella sólo lo había visto en los circuitos, donde los nervios estaban a flor de piel, la antipatía hacia ella había pasado inadvertida, por todos menos por ella. Más tarde, cuando Paula había ido al hospital para ver a Gianni tras el accidente, Fabrizzio le había dicho que no era bien recibida por nadie de la familia Alfonso. Le dijo que ella había sido la ramera de Pedro, y que él había seguido hacia delante.
De pronto se sintió a la defensiva. Su relación con Pedro había ocurrido hacía mucho tiempo y, como Fabrizzio había señalado, Pedro había seguido hacia delante, la vida había seguido y el hecho de que su corazón siguiese anclado en el pasado era culpa suya y de nadie más.
—No hay necesidad de remover el pasado —dijo ella—. Simplemente aceptemos que fue bonito mientras duró.
—Tan bonito que no has sido capaz de olvidarlo.
Pedro estaba tan cerca, que Paula tuvo que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos y, para su desdicha, su mirada ardiente le produjo un intenso calor por todo el cuerpo.
—Tu arrogancia siempre me deja sin aliento —contestó ella, horrorizada al notar que le temblaba la voz, cuando lo que pretendía era sonar fría y controlada.
—No es arrogancia; es la verdad, para los dos. Yo nunca te he olvidado, ni tampoco lo que hubo entre nosotros.
—Teníamos sexo —dijo ella—. Y, durante los años que hemos estado separados, apuesto a que has seguido teniendo sexo con infinidad de mujeres. ¿Crees que no veía a las admiradoras que esperaban fuera del circuito a que aparecieras?
—Ninguna era tan buena como tú —le aseguró Pedro—. Y, en cuanto a lo de dejarte sin aliento...
Paula había estado tan concentrada en sus palabras que, por unos segundos, no había sido consciente de sus intenciones. Pedro se aprovechó de esos segundos para estrecharla entre sus brazos y besarla intensamente.
Paula sintió que era como encontrar el cielo después de un largo viaje, y se preguntó cómo había logrado sobrevivir tanto tiempo sin él. Las caricias de su lengua mientras lamía sus labios acabaron con el último vestigio de control que le quedaba mientras Paula abría la boca. Pedro deslizó los dedos por su pelo mientras, con la otra mano, recorría su cuerpo hasta llegar a las caderas, subiendo de nuevo hasta sus pechos. Paula le rodeó el cuello con los brazos, pero, cuando sintió sus dedos deslizarse bajo su camiseta, se quedó quieta. La paciencia nunca había sido uno de los puntos fuertes de Pedro y, en el calor de la pasión, solía ignorar los botones y los cierres, arrancándole la ropa sin más. De pronto fue consciente de la realidad y del hecho de que estaba en brazos de Pedro, el único lugar al que se había jurado no volver.
Pedro levantó la cabeza como si hubiera advertido su distancia y Paula sintió la vergüenza mientras él le apartaba los brazos del cuello con cara de repugnancia.
—Siempre has sido una chica fácil —murmuró.
—Lárgate —ordenó ella, alejándose de él y corriendo hacia las escaleras—, antes de que llame a la policía y haga que te detengan por acoso. Ni quiero ni necesito tu perdón y, a pesar de tu arrogante presunción de que eres un regalo de Dios para las mujeres, yo no te deseo.
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