domingo, 9 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 24





Nochevieja


DURANTE un tiempo, Pedro pensó que todo saldría bien. Al volver a la ciudad, se dedicaron a pasear con ella como turistas. Vieron en Broadway una obra de teatro. Discutieron sobre ella durante horas, mientras tomaban café con pastelillos en un restaurante italiano de Little Italy. Después, asistieron a una exposición en el Museo de Arte Moderno, la cual ella encontró ofensiva y él fascinante. De inmediato se metieron en un taxi y Paula pidió que los llevaran al Metropolitan. Una vez allí, enseñó a Pedro las pinturas de los viejos maestros.


—Eso es arte —aseguró Paula.


—Si los artistas sólo pintaran retratos y paisajes en ese estilo, se quedarían estancados —comentó Pedro—. El arte es un medio creativo, se supone que debe cambiar y evolucionar. Eso es lo mismo que dijiste acerca de esa obra que no tenía ningún sentido.


—Bueno...


—Vamos, Paula. Admítelo. Tengo razón. Experimentar es importante.


—Nunca he dicho que no lo fuera —aseguró ella.


—¿De verdad?


—No. Sólo he dicho que no me gustaba ese tipo de experimentación. Ahora, llévame a comer. Todo este debate me ha abierto el apetito.


—¿A dónde te gustaría ir? —preguntó Pedro—. ¿Quizá al Russian Tea Room?


Ella negó con la cabeza.


—Ese lugar que está en tu barrio me gustaría más. Tengo antojo de pepinillos en vinagre —confesó Paula.


Pedro se detuvo de pronto, con expresión estupefacta.


—¿Tienes antojo de pepinillos? —preguntó él. Ella asintió.


—¿Qué hay de extraño en eso? —quiso saber Paula.


—¿Antojo de pepinillos en vinagre? —repitió él.


Paula lo miró sin comprender, y al fin abrió muchos los ojos al hacerlo.


—¡Oh, Pedro, no estoy encinta!


—¿Estás segura? —preguntó él, con un nudo en la garganta por la emoción. Recordó lo que había sentido en Nochebuena, cuando la tía Mildred le sugirió que Paula debería tener una casa llena de bebés—. Eso estaría bien, en realidad, sería maravilloso.


Pedro, no sería maravilloso. Llámame tradicional, pero pienso que las parejas tienen que casarse antes de convertirse en padres.


—No hay problema, podríamos casarnos esta noche —aseguró Pedro—. No se me ocurre una manera mejor de pasar la última noche del año.


—No hagas sonar esas campanas, Romeo —indicó Paula con expresión de anhelo—. El único pasillo que tú y yo recorreremos en un futuro inmediato está en Bloomingdale's. Quiero ese vestido que vi en su catálogo.


—Ya lo veremos —respondió Pedro.


—¿El vestido? —preguntó ella.


—La boda.


—No intentes convertir esto en una discusión, Pedro —pidió Paula—. Solamente conseguirás hacerme cambiar de opinión si me convences de que podemos hacer que funcione.


—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso? —preguntó Pedro.


—El tiempo.


—Nos conocemos desde hace casi dos años —indicó él.


—Sí, pero en realidad, sólo hemos estado juntos algo así como un mes, si sumas todas nuestras visitas —explicó Paula.


—Asegúrate de añadir el tiempo que pasamos en el teléfono —sugirió él con sarcasmo—. ¿Qué tiene que ver el tiempo con todo esto? Algunas personas se conocen y se casan de inmediato.


—Eso es muy romántico —señaló Paula— pero después, descubren todos los problemas.


—Y los solucionan —indicó él.


—O se divorcian —observó Paula—. Yo tengo bastante con un divorcio.


Pedro cedió, pues sabía que una vez que Paula tomaba una decisión, sólo la persuasión suave, y no la táctica insistente, resultaba efectiva.


Tal vez pensando en aquel asunto como si fuera una campaña publicitaria, tendría más éxito. El era el productor, y Paula representaba al público. Lo único que tenía que hacer era convencerla de que su vida no estaría completa si no tenía a Pedro Alfonso en su casa. Para un profesional con los éxitos que había conseguido, eso debería resultar muy sencillo.


Sin embargo, no resultó de esa manera. La campaña fue saboteada, antes que pudiera entrar en acción. Pedro cometió el error de llamar a su oficina desde un teléfono público en el restaurante. Era un hábito compulsivo, lo hizo sin pensar en las consecuencias. 


Naturalmente, se produjo una crisis.


—Estaré allí en diez minutos —le prometió Pedro a su secretaria—. Intenta arreglar una cita para esta tarde.


Cuando volvió a la mesa, su mente ya estaba en el trabajo. 


Sacó una libretita del bolsillo y empezó a anotar algunas ideas.


—Has llamado a la oficina —lo acusó Paula.


El la miró con expresión de culpabilidad.


—Estás de vacaciones —le recordó Paula.


—Eso no significa que ya no tenga responsabilidades —respondió él.


—Creí que habías dejado a Eduardo a cargo del negocio —comentó Paula.


—Lo hice, pero...


Pedro... ¿cómo esperas que él se convierta en socio, si no le permites hacerse cargo del trabajo cotidiano?


—Sí se lo permito —respondió Pedro—. Sólo le doy un poco de energía —aseguró Pedro a la defensiva.


—¿A qué hora es la cita? —preguntó Paula.


—¿Quién ha dicho algo acerca de una cita? —preguntó él.


—Te conozco —manifestó Paula—. Esa energía que le darás a Eduardo significa una cita. ¿A qué hora?


Pedro no quería darle la satisfacción de admitir que tenía razón. Por desgracia, no tenía alternativa.


—No estoy seguro —respondió él—. Helene va a concertarla.


—¿Y qué hay acerca de nuestros planes para Nochevieja, con los niños? Estarán en tu apartamento a las tres, y esperan pasar la noche con nosotros. Les prometimos juegos de video, películas y pizza


—¡Maldición, me había olvidado de eso! —murmuró Pedro—. Pero no importa, pues tú estarás allí, y yo no estaré en la oficina más de una hora. Tal vez esté de vuelta antes que ellos lleguen —tomó la mano de Paula—. Lo siento, cariño. Sé que esto no es justo para ti. Haré que la cita sea corta, para que no tengas que estar mucho tiempo sola con los niños.


—Jonathan y Kevin no constituyen ningún problema. Lo pasamos maravillosamente bien juntos —explicó Paula—. Anhelo volver a verlos. Sin embargo, ellos cuentan con verte a ti.


Pedro se sintió todavía más culpable. Desde que se divorció, había hecho un gran esfuerzo por no desilusionar a los niños.


—Paula, no voy a cancelar la reunión con mis hijos. ¿Cuál es el problema?


—Al parecer no lo ves, ¿no es así? —preguntó Paula. 


Suspiró y sacudió la cabeza.


—Y al parecer, tu no puedes aceptar que yo soy de esa manera. Siempre me ha gustado cumplir con mis obligaciones —declaró Pedro.


—Con tus obligaciones de trabajo —lo corrigió ella—. Parece que las obligaciones familiares han pasado a un segundo lugar.


Frustrado por la negativa de Paula para comprender, se levantó y puso un billete sobre la mesa.


—Me voy a la oficina —dijo Pedro—. Estaré en casa lo antes posible.


Al llegar a la puerta del restaurante, Pedro se volvió un instante. Paula seguía sentada, y, enfadada, se estaba dedicando a romper servilletas. Como si de pronto se hubiese dado cuenta de que él la estaba observando, levantó la mirada y la expresión de sus ojos casi le rompió el corazón. Tenía la expresión de una mujer que había perdido lo más importante de su vida.


Pedro sabía exactamente cómo se sentía Paula



****

Paula entró en el apartamento de Pedro con la llave que él le había dado cuando volvieron de Atlanta. Faltaba una hora para que llegaran los niños; se dio un largo baño caliente, y meditó sobre cada palabra que, enfadada, le había dicho a Pedro. Se preguntó si sería razonable por su parte esperar que él repartiera equitativamente su tiempo entre su trabajo y la vida con ella y sus hijos. Además, tanto trabajo podría dañar su salud.


Tal vez la verdad del asunto era que Pedro se parecía demasiado a Mateo, y no lo suficiente a su padre. Raul Chaves había nacido en una familia rica. Aunque tuvo que trabajar durante toda su vida para mantener la posición económica de la familia, nunca había tenido que luchar. 


Paula había llevado una vida segura, adinerada.


Mateo no había tenido que luchar para triunfar en la profesión médica. Tenía un talento natural, había asistido a buenas escuelas, parecía haberlo tenido todo en la vida, excepto la posición social que tanto deseaba, y por la que se casó con ella. Una vez que tuvo dinero y un lugar en la sociedad de Atlanta, se pudo dedicar a lo que en realidad quería... la cirugía. Solía pasar todo el tiempo en la sala de operaciones, excepto las pocas horas que necesitaba para dormir.


Todavía pensando en aquel problema, Paula se puso un suéter rojo y unos pantalones negros de lana. Con toda deliberación, se peinó hacia atrás, en un estilo que odiaba Pedro. Imaginó que él volvería nervioso, culpable...


Antes que pudiera continuar con esos pensamientos, sonó el timbre, anunciando la llegada de Jonathan y de Kevin.


—¡Hey, papá, ya llegamos! ¿Estás en el despacho? —preguntó Jonathan.


Paula los recibió en el vestíbulo.


—¡Feliz Año Nuevo a los dos! —exclamó Paula.


—Sí —asintió Kevin y corrió para abrazarla—. ¿Podremos quedarnos despiertos hasta la medianoche? ¿Tú también estarás levantada?


—No lo sé —bromeó Paula. Se arrodilló para ayudarlo a quitarse las botas—. Eso es muy tarde para mí. ¿Y tú, Jonathan? ¿Crees que estarás despierto hasta tan tarde?


—Seguro —respondió Jonathan—. Ahora tengo nueve años. Siempre me acuesto tarde.


—¿Tienes nueve años? —preguntó Paula—. Creía que el mes pasado tenías ocho. Eso significa que ha sido tu cumpleaños.


—Sí —dijo Jonathan—. Me regalaron muchas cosas. ¿Quieres verlas? Tengo algunas aquí—se asomó al despacho—.¿En dónde está papá?


—Tuvo que irse un rato a la oficina —explicó Paula—. Volverá pronto.


—Hmmm... —comentó Kevin y abrió mucho los ojos—. Mamá se va a enfadar. Se supone que no deberíamos estar aquí, mientras papá no esté.


—Estoy segura de que no hay problema, puesto que yo estoy aquí —indicó Paula, y se preguntó si eso sería verdad. Patricia no la conocía, y a lo mejor se pondría furiosa—. Tal vez debería llamarla. ¿Qué pensáis?


—Llamaré a papá —informó Jonathan—. Quizá él pueda llamarla.


Paula asintió, después de todo, era responsabilidad de Pedro.


—De acuerdo, llama a tu padre —respondió Paula—. Kevin, ¿por qué no me enseñas a hacer palomitas de maíz?


—¿No sabes? —preguntó Kevin.


—Las he hecho alguna vez, pero es probable que tú las hagas mejor que yo—comentó Paula.


—De acuerdo —dijo Kevin con solemnidad—. Te enseñaré.


—Empieza tú. Espérame en la cocina.


El niño corrió hacia la cocina, mientras ella esperaba a que Jonathan llamara a la oficina de Pedro.


—Hola tía Helene. Soy Jonathan. ¿Está papá allí? —puso expresión preocupada mientras escuchaba la respuesta—. De acuerdo, de acuerdo, adiós.


—¿Todo está bien?—preguntó Paula.


—Me dijo que papá está en una reunión —le informó Jonathan.


Paula sintió que la sangre le hervía.


—¿No hablaste con tu padre? —preguntó ella.


—Ella me preguntó si yo estaba aquí, y dijo que él me llamaría cuando terminara esa reunión—explicó Jonathan.


—¡Maldición! —murmuró Paula sin pensar, y sintió que una pequeña mano le tocaba el brazo.


—Está bien, Paula. A mamá no le importará que tú nos cuides.


—¿Y si hubiera sido una emergencia? —preguntó Paula.


—Yo se lo hubiera dicho a Helene, eso es todo —respondió el niño—. En caso de emergencia, Helene se lo habría dicho a mi padre y él se habría puesto al teléfono. Pero supongo que esto no es una emergencia. Estamos aquí, contigo.


Paula abrazó a Jonathan.


—Sí, Jonathan, estáis bien aquí conmigo. Ahora, veamos cómo hace Kevin las palomitas de maíz.


A las siete, Pedro todavía no había vuelto, y Paula pidió una pizza por teléfono. Ya habían terminado de comerla y de jugar con el video cuando al fin Pedro apareció. Paula tuvo que dominarse para no reaccionar ante el cansancio que vio reflejado en sus ojos. También tuvo que ocultar su furia.


Jonathan y Kevin lo saludaron con entusiasmo, en apariencia, no preocupados porque él no estuviera en casa cuando llegaron. Pedro abrazó a Kevin y le alborotó el pelo a Jonathan.


—Nos hemos divertido mucho, papá —le informó Jonathan—. Paula es muy buena con los juegos de video.


Pedro miró a Paula, por encima de la cabeza de Kevin.


—Apuesto que así es —dijo Pedro—. ¿Me dejaron un poco de pizza?


—Está en el horno —señaló Paula—. La traeré.


—Gracias, cariño.


Cuando Paula volvió al comedor, Pedro estaba en el suelo, ayudando a Kevin a competir con Jonathan en otro juego de video. A pesar de que las arrugas de cansancio de su rostro estaban más pronunciadas que nunca, él rodeaba a Kevin con un brazo, y su atención estaba por completo dedicada al juego. Ese era otro indicio para Paula de que Pedro era un competidor compulsivo, sin importar el tipo de juego. Incluso un juego infantil requería de toda su energía. Pedro levantó la cabeza y le sonrió a Paula, mientras aceptaba la pizza.


—¿Vino, café, agua mineral? —preguntó Paula.


—Agua mineral.


Cuando Paula volvió con la bebida, intentó mantenerse apartada, pero de inmediato, Jonathan la obligó a jugar a su lado, pues declaró que Kevin tenía una ventaja injusta.


—Tienes que ayudarme, Paula, papá es muy bueno.


—Ya veo —murmuró ella—. Veamos qué podemos hacer al respecto.


Media hora después, cuando Paula y Jonathan resultaron victoriosos, Pedro rió.


—Al fin me vencisteis —comentó Pedro.


—Me temo que no lo suficiente —respondió ella.


—¿Por qué no vais a buscar esos pitos y todo lo que he comprado para el Año Nuevo? —preguntó Pedro a los niños—. Están en su habitación —cuando se fueron, se inclinó y besó a Paula—. Siento lo sucedido esta tarde.


Paula suspiró y le acarició las huellas de cansancio que se dibujaban en su rostro.


—Pareces exhausto —indicó ella.


—Lo estoy.


Pedro... ¿por qué...?


—Hablaremos de eso más tarde —prometió él—. Intentaré explicártelo. Por lo menos, te debo eso.


—Entonces, ¿eres consciente de lo que te estás haciendo? —preguntó ella.


Pedro asintió, y logró sonreír cuando sus hijos volvieron y lo obligaron a jugar con ellos. Si no hubiese sido por la conversación seria que tenía pendiente, Paula se habría sentido muy contenta. Esa era la familia que siempre había querido tener. Los niños la habían aceptado en sus vidas con mucha facilidad. Si aceptaba la proposición de Pedro, estaría con el hombre que amaba, con sus hijos y, quizá, con los hijos de ambos. Eso era más de lo que podía ambicionar. 


¿Entonces por qué se aferraba con terquedad al único problema que veía en esa solución?


Se dijo que eso era debido a que esa solución era demasiado importante. No se trataba de que Pedro recogiera los calcetines cuando se los quitara; eso tenía fácil solución. 


Un marido que nunca estaba cerca, y para el que su matrimonio estaba después que su trabajo, era algo diferente por completo.


—Paula, casi es medianoche —dijo Kevin con entusiasmo—. Esa enorme pelota empieza a moverse.


Los locutores de la televisión, y la multitud de Times Square anunciaron el Año Nuevo. Kevin y Jonathan hicieron sonar sus pitos. Pedro tomó a Paula en brazos.


—¡Feliz Año Nuevo, cariño!—exclamó Pedro.


—¡Feliz Año Nuevo! —respondió Paula.


Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Si pudieran atesorar ese momento en su mente, tal vez podría ser un feliz Año Nuevo.







sábado, 8 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 23






—No puedo imaginar qué le ha sucedido a mamá —comentó Paula más tarde, cuando al fin Pedro y ella consiguieron escapar al mirador que se abría por el lado sur de la enorme mansión. Las luces navideñas brillaban en los patios de las distantes casas vecinas. De no haber sido por la actitud de su madre, habría sido una noche mágica para Paula. Le gustó ver cómo Pedro había tratado a la tía Mildred y al tío George—. ¿Por qué supones que ha insistido en una tradición tan anticuada? Nunca lo había hecho. —Quiere proteger a su hijita de los invasores yanquis —indicó Pedro.


—Supongo que tal vez sea eso —aceptó Paula.


—No querrás permitir que te intimide, ¿o sí? —preguntó Pedro.


Paula lo miró a los ojos, y se preguntó si él tendría alguna idea de lo maquiavélica que podía llegar a ser su madre, y de la influencia que intentaba ejercer, no sólo sobre ella, sino sobre toda la familia.


—Yo no soy a quien ella intenta intimidar —señaló Paula.


—Estás equivocada, amor mío. Ella ha descubierto mis intenciones desde la primera vez que me miró a los ojos. Ha estado preparando su plan de batalla desde entonces.


—No te preocupes —dijo Paula—. Ha pasado mucho tiempo desde que mi madre podía dirigir mi vida.


—Pero no desde que lo ha intentado —indicó Pedro.


—Lo lleva en la sangre —le aseguró Paula y rió sin resentimiento. Después de un momento añadió—: habría sido una reina maravillosa, ¿no crees? Le encanta mover la mano y observar que todos se mueven para cumplir sus deseos. Si ella hubiera podido hacer las cosas a su manera, mi padre habría arreglado los matrimonios de todas nosotras. Nos habríamos quedado sentadas en el jardín en espera de nuestro destino.


—¿Si eso hubiera sucedido, lo habrías aceptado?—preguntó Pedro.


Paula meditó durante un momento, y comprendió que de esa manera había escogido a Mateo... a través de las indicaciones de sus padres. Tal vez a su madre no le gustara demasiado Mateo, pero lo consideraba suficientemente anticuado.


—Creo que en su momento lo acepté —admitió al fin Paula.


—¿Y ahora?


—Ahora, tomaré mis propias decisiones.—aseguró ella.


—¿Vas a escogerme a mí, Paula? ¿Aunque no encaje en la idea que tiene tu madre acerca de un marido respetable?


—¿Quién quiere responsabilidad? —bromeó Paula, que no quería dejarse llevar a una conversación seria sobre el tema del matrimonio. Aunque pensaba en ello frecuentemente, le tenía miedo. A su edad, apenas había empezado a comprender que el matrimonio a menudo no necesitaba solamente amor. La obsesión de Pedro por el trabajo no era algo fácil de soportar. Además, esa noche no era la indicada para discutir eso con seriedad—. Voy detrás de tu cuerpo— dijo, con la intención de distraerlo.


Advirtió que Pedro se tensaba. El la tomó de la barbilla suavemente y le levantó la cabeza, obligándola a mirarlo a los ojos. Su mirada parecía condenar el comentario que le había hecho.


—¿Por qué dices eso? Suena como el libreto de una estúpida comedia romántica —le reprochó Pedro. Ella lo besó en la mejilla.


—Era una broma, Pedro. Siempre me dices que sea alegre.


—No cuando el tema es tan serio como el matrimonio —indicó Pedro.


—No estamos hablando de matrimonio —dijo Paula.


—¿No?


Pedro, no podemos hablar de matrimonio mientras no sepamos cómo mantener esta relación. Tu vida está en Nueva York. No puedo imaginarme visitándote allí más de dos veces al año, y mucho menos viviendo en esa ciudad.


—No te gusta.


—Exactamente —admitió Paula—. A no ser que me equivoque, tú piensas igual con respecto a Atlanta.


—No tengo nada contra Atlanta, pero mis negocios están en Nueva York —explicó Pedro.


—Y mi vida está aquí, o lo estará, tan pronto como termine mis estudios en Savannah. Ese es otro motivo por el cual no puedo hacer mis maletas e irme a Nueva York. Tú insististe hasta que me inscribí. Soy más feliz que nunca. ¿Esperas que renuncie, antes de graduarme?


—No —respondió Pedro y suspiró con pesar—. Me gusta que estudies. Resulta evidente que ahora estás más realizada, que te sientes más segura. ¿Qué sucederá cuando te gradúes? ¿Querrás entonces trabajar en Nueva York?


—Esa es una posibilidad demasiado lejana como para tenerla en cuenta —dijo Paula.


—¿Quieres que dejemos en espera nuestra vida hasta entonces? —preguntó Pedro.


—¿No hay lugar para el compromiso? —preguntó Paula.


—Menciona uno —indicó Pedro de manera razonable.


A pesar de intentarlo, Paula no pudo pensar en una solución mejor que la que Pedro proponía.


Pedro, es mucho más complicado que escoger una ciudad para vivir. No me gusta cómo eres en Nueva York... cómo nos comportamos. Desde la primera noche nos atacamos. No tuvimos tiempo para estar a solas. Apenas si tienes tiempo para estar con tus hijos. Planeas toda tu vida alrededor de actividades de negocios con personas que apenas conoces, y que ni siquiera te gustan.


—Esa es la naturaleza del trabajo que desempeño —manifestó Pedro—. ¿Me estás diciendo que quieres que lo deje?


—Por supuesto que no, pero... ¿no podrías separar tu trabajo y tu vida personal un poco más?


Pedro evitó mirarla a los ojos, y se puso a pasear por el mirador.


—No lo sé —respondió él al fin—. Sinceramente, no lo sé, pero sí sé que te quiero y que deseo que esto funcione, como nunca había deseado nada. Vuelve conmigo ahora, Paula. Intentémoslo de nuevo, hasta que las clases empiecen otra vez, a primeros de año. Si podemos hablar acerca de lo que no funciona, podremos manejar la situación. Por favor, cariño... dame otra oportunidad. Los niños se mueren por volver a verte. Nueva York es bonita en esta época del año. Podemos pasar la última noche del año en Times Square.


Esa idea la hizo estremecerse.


—No iría allí por nada del mundo —prometió ella con fervor, en tono de broma. El sonrió.


—De acuerdo, una cena tranquila sólo para dos, en el restaurante más bonito de la ciudad. Podremos bailar hasta el amanecer. No habrá negocios —le dio un rápido beso en la boca, y encendió su pasión—. Por favor —con la lengua le acarició el contorno de la boca. Paula se estremeció. No había otro lugar en el mundo donde deseara empezar el año, que no fuera en los brazos de Pedro.


—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Paula y él la abrazó.


—Podríamos irnos esta noche, pero quiero ganar algunos puntos con tu madre. Sospecho que esa no es la manera de hacerlo —confesó él.


—Sospechas bien.


—Entonces, nos iremos por la mañana, después de rendir homenaje a la reina y de abrir nuestros regalos —sugirió Pedro.


—No permitas que se entere de que la llamas así. No sabe que es así como mis hermanas y yo hablamos de ella.


—Viniendo de mí, ella pensará que es un tributo —señaló Pedro.


—¡Oh, Pedro! Te quiero tanto.


—Yo también te quiero, y haremos que esto funcione, te lo prometo.



LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 22





Navidad


APENAS eran las ocho de la tarde del día de Nochebuena. 


Pedro llevaba menos de una hora en casa de los padres de Paula, y sus hermanos con sus respectivas familias todavía no habían aparecido, pero Paula ya estaba muy nerviosa.


Se dijo que a ese paso, cuando terminara el fin de semana, tendrían que internarla en un hospital psiquiátrico.


Mientras su madre le contaba otra entusiasta anécdota acerca de Mateo, Paula espiró profundamente y la interrumpió:
—Mamá, estoy segura de que Pedro no está interesado en saber con qué habilidad partía el pavo mi ex marido. El es cirujano, ¿qué esperabas?


—Paula, no le hables a tu madre en ese tono —intervino su padre, mientras continuaba encendiendo su pipa. El tono suave de su voz no engañó a Paula; sabía que lo estaba diciendo en serio. Ella miró en su dirección, suplicante, y suspiró resignada. —Sólo estaba intentando dejar algo en claro —señaló su madre—. ¿Más bocadillos, señor Alfonso?


—Gracias—dijo Pedro—. ¿Qué es lo que quería dejar en claro, señora Chaves? —preguntó con aparente interés.


Paula sintió deseos de golpearlo por alentar a su madre. Las cosas no estaban saliendo como ella había esperado. Ella había querido que Pedro experimentara lo que era una verdadera fiesta familiar; en cambio, él parecía estar soportando una típica inspección de su madre.


—Qué vamos a echar de menos a Mateo en estas fiestas —indicó su madre, con un brillo triunfante en los ojos. 


Observaba la reacción de Pedro, y no oyó el gemido de Paula.


—Yo no, desde luego —aseguró Paula entre dientes, y en voz alta añadió—: ¿No quieres dar un paseo, Pedro? Te enseñaré el jardín —no pudo evitar un tono de desesperación en su voz, que su madre ignoró.


—Os moriréis de frío allí afuera —objetó su madre.


—Déjalos ir, Lucinda. ¿No te das cuenta de que quieren estar solos? —dijo su padre con indulgencia.


—Pero el resto de las chicas llegará en cualquier momento —indicó su madre.


—No nos iremos lejos, mamá. Cuando lleguen todos los demás pídele a May que nos llame —dijo Paula. Tomó a Pedro de la mano y lo sacó de la habitación.


—Desearía pensar que estás ansiosa por estar a solas conmigo, como tu padre piensa —comentó Pedro cuando temblaban de frío afuera de la casa.


—Lo estoy —confesó Paula y lo abrazó por la cintura. 
Apoyó la cabeza en su pecho. De inmediato se sintió mejor—. ¿Por qué el hecho de venir aquí me devuelve a la adolescencia de nuevo? Fui una adolescente terrible, y no soy mejor ahora. Gracias por haber aceptado esto. No se me ocurrió ningún pretexto para evitar pasar las Navidades aquí, sin provocar una Tercera Guerra Mundial.


—Sobreviviste a las torturas de Nueva York conmigo —comentó Pedro—. Es lo menos que puedo hacer. Además, esto me da la oportunidad de ver cómo conseguiste convertirte en una mujer tan dinámica y tan sexy —murmuró y le acarició los labios con los suyos.


—Oh, deseo... —empezó a decir ella—. Me temo que no verás evidencia alguna de esas cualidades por aquí, si todo lo que hago durante las siguientes cuarenta y ocho horas es disculparme.


—Entonces, deja de disculparte —sugirió Pedro. Le acarició la mejilla con los dedos—. El comportamiento de tu madre no es responsabilidad tuya. ¿Temes que me desanime porque tu madre no deja de mencionar a Mateo como un ejemplo de las más altas virtudes masculinas?


—¿Qué hombre desea escuchar algo parecido? —preguntó Paula levantando los ojos hacia el cielo.


Pedro le levantó la barbilla, y cuando ella se atrevió a mirarlo a los ojos, advirtió que casi se estaba riendo.


—¿Piensas que Mateo Devlin fue tan ejemplar? —preguntó Pedro.


—No.


—Entonces, en realidad no importa lo que tu madre pueda pensar. Déjala que tenga sus ilusiones —indicó Pedro.


—Créeme, no tiene ilusiones en lo que respecta a Mateo. Era con él exactamente como está siendo contigo. Parece que tú estás tomando todo esto mejor que él. Mateo deseaba mucho impresionarla. Pensó que eso lo ayudaría a escalar la pirámide social de Atlanta.


—Paula... ¿crees que podríamos dejar de hablar de Mateo y de tu madre? —preguntó él y la abrazó con más fuerza.


—¿Qué tienes en la cabeza?


—Pensé que tal vez podríamos hacer algo que generara un poco de calor. Hace mucho frío aquí afuera.


—Una buena idea —señaló Paula.


—No es cosa de pensar, Paula, sino de sentir —dijo Pedro y le besó la boca.


Sus caderas quedaron muy juntas, y Pedro colocó las manos en la parte baja de la espalda. La temperatura subió algunos grados de inmediato, y la perspectiva de enfrentarse de nuevo a su madre le pareció a Paula menos importante que sentir la fuerza del hombre que la abrazaba. El recuerdo de los problemas que habían tenido en Nueva York parecía muy lejano. Tal vez la magia de la Navidad consiguiera arreglarlo todo.



****


La gran mesa del comedor era más grande que muchos apartamentos neoyorquinos que Pedro había visitado. Una gran fuente de frutas en el centro daba un toque festivo de color a los mantelillos individuales y servilletas blancos. Las copas brillaban bajo la luz de las velas de la enorme araña de cristal. Pedro supuso que la porcelana con filo de oro y adornos de plata eran herencias de la familia, tal vez de algún antepasado que había atravesado el océano en el Mayflower.


Paula ya le había advertido a Pedro que su madre era sureña de corazón y que tenía poca tolerancia para "los malditos yanquis". Sin tener en cuenta su insistencia en mencionar a Mateo Devlin cada diez segundos, fue educada con Pedro a pesar de sus raíces norteñas.


No obstante, Pedro no se hacía ilusiones, y sabía que ese trato no se debía a que él le hubiera encantado, sino que Paula, y quizá cierto sentido del deber, tal vez le exigían que lo tratara razonablemente bien, por lo menos delante de la familia.


Sin contar a Pedro y a Paula, catorce adultos se encontraban sentados a la mesa. Los niños fueron desterrados al salón, y disfrutaron de una cena igualmente abundante.


Por lo que notó Pedro, los niños tenían poco en común, además de los lazos familiares, y tuvo la impresión de que la mayoría de ellos no se apreciaban entre sí, más allá de lo requerido por un sentido de la obligación. Considerando todo lo anterior, era la reunión navideña más extraña en la que había tomado parte Pedro, un ritual gótico con corrientes ocultas de hostilidad que estaban de acuerdo con la idea estereotipada que se había formado de la aristocrática familia Chaves.


Todo aquello era tan diferente de su humilde cuna, que no había punto de comparación. Sus padres ni siquiera tenían dinero para comprar pavo el día de Navidad; no obstante conseguían crear una atmósfera de afecto y placer.


En cambio allí, con la familia Chaves, sólo el vino francés impedía que la fiesta resultara sumamente aburrida. Cuando las lenguas empezaron a soltarse, Pedro supuso que habría conflicto.


Empezaba a interesarse en la conversación, cuando la dama que se encontraba sentada a su lado, colocó una mano exquisitamente cuidada sobre la suya y preguntó:
—¿En dónde lo tenía oculto Paula?


—En un armario —murmuró Pedro, y disfrutó de la confusión que se reflejó por un instante en sus ojos.


—¿En un armario? —repitió la dama.


—Por supuesto. ¿Acaso no es ahí donde se ocultan los secretos mejor guardados? —preguntó Pedro.


—Oh, señor Alfonso, está bromeando conmigo, ¿no es así? —preguntó la dama, después de un momento de duda.


Pedro sonrió y decidió que le gustaba aquella coqueta de cierta edad.


—Sí, señora. Creo que sí —respondió él. La risa de la dama era cristalina.


—Pequeño demonio. Me alegro mucho de que Paula lo haya conocido. No se parece en nada a ese petulante marido que tenía.


—¿Mateo era petulante? —preguntó Pedro.


Por lo que antes había dicho la señora Chaves, Mateo era casi un santo. Aunque Pedro sabía por qué la madre de Paula había alabado el recuerdo de su ex yerno, estaba ansioso por escuchar un punto de vista más imparcial.


—Era muy aburrido —aseguró la dama—. Sin embargo, no vaya a decir que yo se lo he dicho. A Paula no le gustaría que yo difundiera rumores acerca de su matrimonio. Una mujer como Paula debería tener una familia, ¿no lo cree usted así?


Pedro nunca había pensado en ese tema, pues ya tenía a Jonathan y a Kevin. Observó a Paula, que se encontraba sentada al otro lado de la mesa, e intentó imaginar una versión en miniatura de esa belleza. La imagen que apareció en su mente lo dejó sin aliento.


—Sí —respondió Pedro con voz suave—. Creo que tiene razón, señora Brandon.


—Puede llamarme tía Mildred, joven. Sospecho que no pasará mucho tiempo antes que usted forme parte de esta familia.


—No mucho —confirmó Pedro siguiendo un impulso, antes que el hombre mayor que estaba sentado a su izquierda reclamara su atención.


—Da lo mismo esconder su dinero debajo del colchón, que meterlo en uno de esos lugares de ahorro y préstamos —declaró George Franklin, agitando un dedo ante Pedro. Al igual que la tía Mildred, parecía haber cumplido ya los setenta años, pero como ella, la edad no había nublado su ingenio lo más mínimo. Lo miró a los ojos al inclinarse hacia él—. ¿Qué tiene que decir respecto a eso?


—Pienso que todo se reduce a escoger el mejor programa de inversión que le convenga a cada uno —respondió Pedro.


—¡Bah! Esa es una respuesta ambigua, jovencito. ¿Qué piensa en realidad?


—Creo que está intentando meterme en problemas, señor—respondió Pedro—. Sé muy bien que usted, entre otras cosas, es presidente de una de las más grandes instituciones de ahorros y préstamos en todo el estado de Georgia.


—Muy bien, joven, eso me gusta —respondió George Franklin. Con el tenedor golpeó su copa para atraer la atención del resto de las personas que se encontraban sentadas a la mesa—. Me gustaría proponer un brindis por Paula y Pedro... que su amor prospere junto con su cuenta bancaria.


En un extremo de la mesa, la señora Chaves parecía pasar por un mal momento. Paula se ruborizó cuando Pedro la miró a los ojos. Su aire sofisticado desapareció, y una vez más se convirtió en una mujer vulnerable y sensual, la misma de la que se había enamorado aquella noche en Savannah. Pedro sonrió con satisfacción, al tiempo que levantaba su copa, en un brindis más privado.


Pedro no contó con la señora Chaves cuando intercambió esas miradas con Paula en la mesa. La dama sabía leer el pensamiento, y al parecer desde hacía tiempo había decidido hacer todo lo que estuviera en su poder para mantener apartados a Paula y a Pedro.


Al terminar la cena, la señora Chaves envió a los hombres al salón para que fumaran y bebieran brandy. La sugerencia claramente sorprendió a algunas jóvenes, que ya se habían levantado.


—Sentaos, Paula, Melanie —ordenó la señora Chaves—. Tomaremos el té aquí.


—Pero mamá —protestó Paula, mas fue acallada con una mirada.


Pedro sonrió ante el plan demasiado evidente de la señora Chaves, y ante la aparente frustración de Paula, y al pasar al lado de esta última, murmuró al oído:
—Intenta soportarlo, querida. Nosotros, los hombres de la familia, pronto te rescataremos.


—¡Vete al diablo!—musitó Paula con dulzura, al advertir la mirada de desaprobación de su madre.


Sin molestarse por ocultar su alegría, Pedro parpadeó con atrevimiento.


—Estas son las reglas del juego, cariño —le aseguró Pedro.


Comprendió que Paula ya no se sentía intimidada por las acciones represivas de su madre. Al mirar hacia atrás, Pedro advirtió el brillo de malicia de los ojos de Lucinda Chaves.