Navidad
APENAS eran las ocho de la tarde del día de Nochebuena.
Pedro llevaba menos de una hora en casa de los padres de Paula, y sus hermanos con sus respectivas familias todavía no habían aparecido, pero Paula ya estaba muy nerviosa.
Se dijo que a ese paso, cuando terminara el fin de semana, tendrían que internarla en un hospital psiquiátrico.
Mientras su madre le contaba otra entusiasta anécdota acerca de Mateo, Paula espiró profundamente y la interrumpió:
—Mamá, estoy segura de que Pedro no está interesado en saber con qué habilidad partía el pavo mi ex marido. El es cirujano, ¿qué esperabas?
—Paula, no le hables a tu madre en ese tono —intervino su padre, mientras continuaba encendiendo su pipa. El tono suave de su voz no engañó a Paula; sabía que lo estaba diciendo en serio. Ella miró en su dirección, suplicante, y suspiró resignada. —Sólo estaba intentando dejar algo en claro —señaló su madre—. ¿Más bocadillos, señor Alfonso?
—Gracias—dijo Pedro—. ¿Qué es lo que quería dejar en claro, señora Chaves? —preguntó con aparente interés.
Paula sintió deseos de golpearlo por alentar a su madre. Las cosas no estaban saliendo como ella había esperado. Ella había querido que Pedro experimentara lo que era una verdadera fiesta familiar; en cambio, él parecía estar soportando una típica inspección de su madre.
—Qué vamos a echar de menos a Mateo en estas fiestas —indicó su madre, con un brillo triunfante en los ojos.
Observaba la reacción de Pedro, y no oyó el gemido de Paula.
—Yo no, desde luego —aseguró Paula entre dientes, y en voz alta añadió—: ¿No quieres dar un paseo, Pedro? Te enseñaré el jardín —no pudo evitar un tono de desesperación en su voz, que su madre ignoró.
—Os moriréis de frío allí afuera —objetó su madre.
—Déjalos ir, Lucinda. ¿No te das cuenta de que quieren estar solos? —dijo su padre con indulgencia.
—Pero el resto de las chicas llegará en cualquier momento —indicó su madre.
—No nos iremos lejos, mamá. Cuando lleguen todos los demás pídele a May que nos llame —dijo Paula. Tomó a Pedro de la mano y lo sacó de la habitación.
—Desearía pensar que estás ansiosa por estar a solas conmigo, como tu padre piensa —comentó Pedro cuando temblaban de frío afuera de la casa.
—Lo estoy —confesó Paula y lo abrazó por la cintura.
Apoyó la cabeza en su pecho. De inmediato se sintió mejor—. ¿Por qué el hecho de venir aquí me devuelve a la adolescencia de nuevo? Fui una adolescente terrible, y no soy mejor ahora. Gracias por haber aceptado esto. No se me ocurrió ningún pretexto para evitar pasar las Navidades aquí, sin provocar una Tercera Guerra Mundial.
—Sobreviviste a las torturas de Nueva York conmigo —comentó Pedro—. Es lo menos que puedo hacer. Además, esto me da la oportunidad de ver cómo conseguiste convertirte en una mujer tan dinámica y tan sexy —murmuró y le acarició los labios con los suyos.
—Oh, deseo... —empezó a decir ella—. Me temo que no verás evidencia alguna de esas cualidades por aquí, si todo lo que hago durante las siguientes cuarenta y ocho horas es disculparme.
—Entonces, deja de disculparte —sugirió Pedro. Le acarició la mejilla con los dedos—. El comportamiento de tu madre no es responsabilidad tuya. ¿Temes que me desanime porque tu madre no deja de mencionar a Mateo como un ejemplo de las más altas virtudes masculinas?
—¿Qué hombre desea escuchar algo parecido? —preguntó Paula levantando los ojos hacia el cielo.
Pedro le levantó la barbilla, y cuando ella se atrevió a mirarlo a los ojos, advirtió que casi se estaba riendo.
—¿Piensas que Mateo Devlin fue tan ejemplar? —preguntó Pedro.
—No.
—Entonces, en realidad no importa lo que tu madre pueda pensar. Déjala que tenga sus ilusiones —indicó Pedro.
—Créeme, no tiene ilusiones en lo que respecta a Mateo. Era con él exactamente como está siendo contigo. Parece que tú estás tomando todo esto mejor que él. Mateo deseaba mucho impresionarla. Pensó que eso lo ayudaría a escalar la pirámide social de Atlanta.
—Paula... ¿crees que podríamos dejar de hablar de Mateo y de tu madre? —preguntó él y la abrazó con más fuerza.
—¿Qué tienes en la cabeza?
—Pensé que tal vez podríamos hacer algo que generara un poco de calor. Hace mucho frío aquí afuera.
—Una buena idea —señaló Paula.
—No es cosa de pensar, Paula, sino de sentir —dijo Pedro y le besó la boca.
Sus caderas quedaron muy juntas, y Pedro colocó las manos en la parte baja de la espalda. La temperatura subió algunos grados de inmediato, y la perspectiva de enfrentarse de nuevo a su madre le pareció a Paula menos importante que sentir la fuerza del hombre que la abrazaba. El recuerdo de los problemas que habían tenido en Nueva York parecía muy lejano. Tal vez la magia de la Navidad consiguiera arreglarlo todo.
****
La gran mesa del comedor era más grande que muchos apartamentos neoyorquinos que Pedro había visitado. Una gran fuente de frutas en el centro daba un toque festivo de color a los mantelillos individuales y servilletas blancos. Las copas brillaban bajo la luz de las velas de la enorme araña de cristal. Pedro supuso que la porcelana con filo de oro y adornos de plata eran herencias de la familia, tal vez de algún antepasado que había atravesado el océano en el Mayflower.
Paula ya le había advertido a Pedro que su madre era sureña de corazón y que tenía poca tolerancia para "los malditos yanquis". Sin tener en cuenta su insistencia en mencionar a Mateo Devlin cada diez segundos, fue educada con Pedro a pesar de sus raíces norteñas.
No obstante, Pedro no se hacía ilusiones, y sabía que ese trato no se debía a que él le hubiera encantado, sino que Paula, y quizá cierto sentido del deber, tal vez le exigían que lo tratara razonablemente bien, por lo menos delante de la familia.
Sin contar a Pedro y a Paula, catorce adultos se encontraban sentados a la mesa. Los niños fueron desterrados al salón, y disfrutaron de una cena igualmente abundante.
Por lo que notó Pedro, los niños tenían poco en común, además de los lazos familiares, y tuvo la impresión de que la mayoría de ellos no se apreciaban entre sí, más allá de lo requerido por un sentido de la obligación. Considerando todo lo anterior, era la reunión navideña más extraña en la que había tomado parte Pedro, un ritual gótico con corrientes ocultas de hostilidad que estaban de acuerdo con la idea estereotipada que se había formado de la aristocrática familia Chaves.
Todo aquello era tan diferente de su humilde cuna, que no había punto de comparación. Sus padres ni siquiera tenían dinero para comprar pavo el día de Navidad; no obstante conseguían crear una atmósfera de afecto y placer.
En cambio allí, con la familia Chaves, sólo el vino francés impedía que la fiesta resultara sumamente aburrida. Cuando las lenguas empezaron a soltarse, Pedro supuso que habría conflicto.
Empezaba a interesarse en la conversación, cuando la dama que se encontraba sentada a su lado, colocó una mano exquisitamente cuidada sobre la suya y preguntó:
—¿En dónde lo tenía oculto Paula?
—En un armario —murmuró Pedro, y disfrutó de la confusión que se reflejó por un instante en sus ojos.
—¿En un armario? —repitió la dama.
—Por supuesto. ¿Acaso no es ahí donde se ocultan los secretos mejor guardados? —preguntó Pedro.
—Oh, señor Alfonso, está bromeando conmigo, ¿no es así? —preguntó la dama, después de un momento de duda.
Pedro sonrió y decidió que le gustaba aquella coqueta de cierta edad.
—Sí, señora. Creo que sí —respondió él. La risa de la dama era cristalina.
—Pequeño demonio. Me alegro mucho de que Paula lo haya conocido. No se parece en nada a ese petulante marido que tenía.
—¿Mateo era petulante? —preguntó Pedro.
Por lo que antes había dicho la señora Chaves, Mateo era casi un santo. Aunque Pedro sabía por qué la madre de Paula había alabado el recuerdo de su ex yerno, estaba ansioso por escuchar un punto de vista más imparcial.
—Era muy aburrido —aseguró la dama—. Sin embargo, no vaya a decir que yo se lo he dicho. A Paula no le gustaría que yo difundiera rumores acerca de su matrimonio. Una mujer como Paula debería tener una familia, ¿no lo cree usted así?
Pedro nunca había pensado en ese tema, pues ya tenía a Jonathan y a Kevin. Observó a Paula, que se encontraba sentada al otro lado de la mesa, e intentó imaginar una versión en miniatura de esa belleza. La imagen que apareció en su mente lo dejó sin aliento.
—Sí —respondió Pedro con voz suave—. Creo que tiene razón, señora Brandon.
—Puede llamarme tía Mildred, joven. Sospecho que no pasará mucho tiempo antes que usted forme parte de esta familia.
—No mucho —confirmó Pedro siguiendo un impulso, antes que el hombre mayor que estaba sentado a su izquierda reclamara su atención.
—Da lo mismo esconder su dinero debajo del colchón, que meterlo en uno de esos lugares de ahorro y préstamos —declaró George Franklin, agitando un dedo ante Pedro. Al igual que la tía Mildred, parecía haber cumplido ya los setenta años, pero como ella, la edad no había nublado su ingenio lo más mínimo. Lo miró a los ojos al inclinarse hacia él—. ¿Qué tiene que decir respecto a eso?
—Pienso que todo se reduce a escoger el mejor programa de inversión que le convenga a cada uno —respondió Pedro.
—¡Bah! Esa es una respuesta ambigua, jovencito. ¿Qué piensa en realidad?
—Creo que está intentando meterme en problemas, señor—respondió Pedro—. Sé muy bien que usted, entre otras cosas, es presidente de una de las más grandes instituciones de ahorros y préstamos en todo el estado de Georgia.
—Muy bien, joven, eso me gusta —respondió George Franklin. Con el tenedor golpeó su copa para atraer la atención del resto de las personas que se encontraban sentadas a la mesa—. Me gustaría proponer un brindis por Paula y Pedro... que su amor prospere junto con su cuenta bancaria.
En un extremo de la mesa, la señora Chaves parecía pasar por un mal momento. Paula se ruborizó cuando Pedro la miró a los ojos. Su aire sofisticado desapareció, y una vez más se convirtió en una mujer vulnerable y sensual, la misma de la que se había enamorado aquella noche en Savannah. Pedro sonrió con satisfacción, al tiempo que levantaba su copa, en un brindis más privado.
Pedro no contó con la señora Chaves cuando intercambió esas miradas con Paula en la mesa. La dama sabía leer el pensamiento, y al parecer desde hacía tiempo había decidido hacer todo lo que estuviera en su poder para mantener apartados a Paula y a Pedro.
Al terminar la cena, la señora Chaves envió a los hombres al salón para que fumaran y bebieran brandy. La sugerencia claramente sorprendió a algunas jóvenes, que ya se habían levantado.
—Sentaos, Paula, Melanie —ordenó la señora Chaves—. Tomaremos el té aquí.
—Pero mamá —protestó Paula, mas fue acallada con una mirada.
Pedro sonrió ante el plan demasiado evidente de la señora Chaves, y ante la aparente frustración de Paula, y al pasar al lado de esta última, murmuró al oído:
—Intenta soportarlo, querida. Nosotros, los hombres de la familia, pronto te rescataremos.
—¡Vete al diablo!—musitó Paula con dulzura, al advertir la mirada de desaprobación de su madre.
Sin molestarse por ocultar su alegría, Pedro parpadeó con atrevimiento.
—Estas son las reglas del juego, cariño —le aseguró Pedro.
Comprendió que Paula ya no se sentía intimidada por las acciones represivas de su madre. Al mirar hacia atrás, Pedro advirtió el brillo de malicia de los ojos de Lucinda Chaves.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario