domingo, 2 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 1




Dieciséis de mayo.


EL sol se ocultaba sobre el río Savannah. Era una puesta de sol deslumbrante y llamativa. El sonido lento y lúgubre de la sirena de un barco reflejaba con precisión el estado de ánimo de Paula Chaves, mientras observaba cómo el buque de carga avanzaba lentamente por el estrecho canal.


Saboreaba una copa de vino blanco dulce, mientras intentaba recordar el momento preciso en que su vida, alguna vez perfecta, se había convertido en algo tan terrible.


 ¿Cuál había sido el punto crítico? ¿Cuándo había dejado de amarla Mateo por otra mujer? Y se hizo otra pregunta aún más inquietante, ¿cuándo había renunciado ella a sus sueños por la necesidad de agradar a su marido? Todos pensaban que la mujer de Mateo Devlin era muy fuerte e inteligente, pero en realidad, nadie conocía a Paula Chaves. 


¡Ni siquiera ella misma se reconocía!


—¿Más café?


—No, gracias —absorta en medio de su desolación privada, se desentendió del camarero sin levantar la mirada


—¿Está segura? —insistió el camarero. Su voz tenía un tono extraño que la hizo levantar la cabeza. Unos ojos de color castaño, que brillaban como la misma risa del diablo, la observaron de cerca—. Está recién hecho —le acercó la jarra a la nariz, para que pudiera saborear el rico aroma.


—Lo siento, no bebo café, sólo vino —se disculpo ella y sonrió a aquellos ojos irresistibles.


—¡Oh! —exclamó él desilusionado. Parecía un tanto desconcertado. A Paula le pareció extraña en él aquella inseguridad.


—¿Es nuevo? —preguntó Paula con amabilidad. A pesar de que había hecho esa pregunta sólo para tranquilizarlo, comprendió, mientras esperaba la respuesta, que deseaba hablar con alguien. Estaba cansada de estar a solas con sus pensamientos. Aquellos ojos, tan llenos de vida y humor, eran el antídoto perfecto para su inesperada soledad.


—Podría decirse—respondió él. Al instante pareció más esperanzado—. Usted es la primera persona que atiendo.


—¿De verdad? —preguntó ella. Un examen más detenido reveló más contradicciones. El parecía tener unos treinta y cinco años, demasiado viejo para ser un camarero novato. 


Sin embargo, de inmediato Paula descartó esa posibilidad, pues aquel hombre tenía una apariencia de éxito, un aire de fuerte masculinidad que no correspondía a su conducta en apariencia vulnerable. Era como si se tratara de un mal actor esforzándose por representar un papel que no le cuadraba. Tantas contradicciones la intrigaban.


—Mi primer cliente —confirmó él—. ¿Está absolutamente segura de que no desea tomar café?


Paula decidió seguirle el juego... si es que se trataba de un juego, y averiguar a dónde quería llegar.


—¿Está intentando comprobar si puede servirlo bien sin derramarlo? —preguntó Paula.


—En realidad, estoy intentando una manera de poder seguir hablando con usted —aseguró el hombre sonriendo.


Esa insinuación tan directa y atrevida era lo último que ella había esperado. Los camareros de los establecimientos elegantes de Atlanta no solían insinuarse á sus clientes. Sin embargo, pensó que tal vez a las mujeres sin compañía se las consideraba presas fáciles.


—¿Por qué? —preguntó Paula.


—Es una mujer hermosa, y en apariencia está sola. Parecía tan triste que pensé que alguien debería animarla.


Paula entrecerró un poco los ojos.


—¿Cree que va a conseguir una propina mayor haciendo eso? —preguntó ella.


El negó con la cabeza, con un gesto de culpabilidad.


—No es la propina —indicó el hombre—. Si promete no decir nada, le confesaré algo.


Paula estaba fascinada con la conversación. Se lo prometió solemnemente, algo que había hecho desde que tenía diez años de edad. Era una hermosa sensación sentirse joven de nuevo, compartir secretos, en especial con un hombre tan atractivo como ese.


El sonrió, en apariencia satisfecho.


—Sabía que podría contar con usted —manifestó él—. Ni siquiera soy camarero. He agarrado la cafetera de allí—dijo señalando la barra del restaurante.


—Permítame adivinar —solicitó Paula—. Es ayudante de camarero, en espera de un ascenso.


—Falso. ¡Ni siquiera trabajo aquí! —repuso riendo.


Paula se fijó con detenimiento en la ropa que llevaba. Sus pantalones, de buen corte, parecían hechos a la medida. Los puños de su camisa tenían bordado un monograma, y la tela, una mezcla de seda y algodón, parecía cara. Paula bajó la mirada y se dio cuenta de que los zapatos que llevaba eran los mismos que le había comprado recientemente a Mateo, que le habían costado unos doscientos dólares. En definitiva, era ropa muy elegante para un ayudante de camarero, por muy generosas que fueran las propinas que recibiera.


—Muy bien —dijo Paula, deseando que en sus labios no apareciera aquella sonrisa culpable—, entonces, ya es hora de que se confiese. ¿Cuál es la verdadera historia?


El fingió una expresión humilde. Por lo menos, ella supuso que era fingida.


—Estaba comiendo solo —confesó él—, cuando la vi —dijo señalando una mesa. Una chaqueta, que hacía juego con los pantalones que llevaba, estaba colocada en el respaldo de la silla, con una corbata encima de ella—. Desde que la vi llegar supe que tenía que conocerla. No parecía ser el tipo de dama a la que le gusta ser abordada por un hombre en un restaurante, así que... ¡Pensé en el café!


—En definitiva, muy original —comentó ella, sorprendida al descubrir que le gustaba esa inesperada insinuación. Había transcurrido mucho tiempo desde que alguien se había atrevido a acercarse a ella, eso en caso de que no se intimidara ante la actitud violentamente posesiva de Mateo. 


Pensó que ese hombre era fascinante.


Paula apoyó la barbilla en una mano y le sostuvo la mirada.


—¿Qué clase de mujer le parece que soy? —preguntó curiosa.


El documento de divorcio que llevaba en el bolso indicaba con mucha claridad que ya no era una mujer casada. Sin ese papel, no estaba segura de lo que era en la actualidad. Tal vez ese extraño podría decirle en lo que se había convertido Paula Chaves.


—Una mujer con clase —respondió él de inmediato—, reservada, quizá un poco perdida.


—Interesante —comentó Paula.


—¿Por qué? —quiso saber él—. ¿Estoy tan lejos de la verdad?


—No, más cerca de lo que usted cree, al menos, respecto a lo último —explicó ella y suspiró con pesar. El frunció el ceño.


—¿Quiere hablar sobre ello? —preguntó él.


—¿Con usted?


—¿Por qué no? Estoy aquí, además tengo una jarra llena de café, que podríamos compartir. Es mucho más barato que un psiquiatra.


Paula rió ante su ocurrencia. De pronto se sintió más atrevida que de costumbre, y asintió.


—¡Claro! ¿Por qué no?


El fue a buscar su chaqueta y su corbata, y tomó una taza de una mesa vecina. Sirvió el café y se sentó.


La miró a los ojos directamente, de una manera en que Mateo no se había atrevido a mirarla en mucho tiempo. Eso le gustó a Paula, le gustaba el hecho de que ese hombre adoptara una actitud relajada, sin prisas, y en especial que pareciera interesado en lo que ella se disponía a contarle.


—Dime porqué una mujer hermosa como tú se siente perdida —pidió él, y empezó a tutearla—. Antes que nada, dime tu nombre.


—Paula.


Sintió una timidez repentina que no había experimentado en mucho tiempo. Algo que emanaba del hombre que tenía enfrente le sugería que en el interior, que era lo único que contaba, ya no seguía siendo un desconocido, que estaba en armonía con ella, que quería conocerla bien... y lo mejor de todo, que en apariencia la veía como a una mujer deseable, y no como a la desdeñada mujer del eminente doctor Mateo Devlin.


—¿Qué más? —la animó él—. ¿Quién eres, Paula, y por qué estás sentada aquí sola?


—Supongo que si quisiera usar una frase estereotipada diría que hoy es el primer día del resto de mi vida.


—Te has divorciado—comentó él, y Paula lo miró sorprendida—. No soy adivino —rió—. Durante todo este tiempo has estado acariciando tu anillo de boda, como si no pudieras decidir si quitártelo o dejártelo puesto. Ha sido una revelación involuntaria.


Paula extendió una mano y contempló el espectacular diamante de dos quilates, y la montura sencilla de oro.


—Odio lo que representa—admitió Paula—; sin embargo, me gusta este maldito anillo. ¿No es ridículo sentirse tan ligada a una pieza de joyería?


En lugar de reírse con tolerancia, como lo hubiera hecho Mateo, él se tomó aquella pregunta en serio.


—Depende del motivo —sugirió él.


—Porque lo mandamos a hacer con una piedra que pertenecía a mi bisabuela. Nana Devereaux era una anciana maravillosa. Tenía ochenta y siete años cuando murió. Eso ocurrió hace diez años, y todavía la echo de menos —explicó Paula.


—Creo que comprendo —indicó él—, pero... ¿no crees que era una mala señal el hecho de que tu marido no te comprara un diamante nuevo?


Paula defendió a Mateo.


—No en aquel momento. Me gustaba este. Tiene un valor sentimental. Además, él todavía no había empezado a trabajar como cirujano. Yo tenía apenas veintiún años, y acababa de salir de la universidad. Tuvimos suerte en poder pagar la montura del anillo.


—Ah, el síndrome del médico —manifestó él—. Lo ayudaste durante los primeros años, y después, cuando triunfó, huyó con su enfermera.


—No fue su enfermera —corrigió Paula, sólo para recordarle a ese extraño tan sorprendentemente astuto, que no lo sabía todo.


—¿No? —exclamó él.


—Era una estudiante en prácticas de pediatría —explicó ella.


—Me había olvidado de la liberación femenina. ¿Qué tenía ella, que no tuvieras tú? No me puedo imaginar nada.


—Una carrera —señaló Paula.


—¿Y él encontró eso atractivo?


—Lo encontró conveniente —comentó Paula—. Intereses similares, horarios similares y, supongo, que también oportunidades frecuentes para hacerlo en las pequeñas habitaciones del hospital donde se guarda la ropa de cama.


—Y estás amargada —sugirió él.


—No, ya no lo estoy ni tampoco sorprendida —admitió Paula—, ahora sólo estoy asustada —se sorprendió a sí misma, pues no tenía la costumbre de contar sus intimidades a nadie. Mateo siempre había apreciado la intimidad, y Paula nunca había podido desahogarse con sus amistades. En ese momento descubrió que echaba de menos los tiempos de la universidad, con sus confidencias y sus intimidades compartidas. Ese hombre que la observaba con compasión la animaba a hacerle confidencias, y con sus amables ojos castaños le prometía mantenerlas en secreto. Después de un momento, ella añadió—: No sé qué hacer ahora. ¿Qué es lo que hace una mujer de treinta y dos años, cuando está sola por primera vez?


—¿Qué has estado haciendo? —preguntó él.


—Reuniendo dinero para una nueva sección de pediatría en el hospital —contestó irónica.


—Hmmm... —dijo él con una solemnidad que parecía contradecir la diversión que se reflejaba en sus ojos—. Comprendo por qué eso ya no te resulta atractivo.


—Esperaba que lo comprendieras.


—¿Has trabajado alguna vez? —quiso saber él.


—Intenta organizar comidas para quinientas personas, y convence a la gente para que done algunos miles de dólares... Créeme, eso es trabajar —le aseguró Paula.


—Pero con eso no puedes hacer un curriculum vitae —señaló él.


—Cierto —aceptó ella—. No tengo ni idea de lo que tú haces, pero... si fueras dueño de una empresa, ¿me contratarías?


El la miró con detenimiento, y al parecer se tomó su pregunta en serio. Paula se ruborizó ante aquella mirada tan intensa. Tampoco era exactamente la mirada fría y profesional de un jefe examinando a un candidato para un empleo. El pulso de Paula se aceleró.


—Tal vez —respondió él al fin.


Paula no sabía si sentirse molesta por la precaución de él, o animada por su deseo de considerar esa posibilidad.


—¿De qué? —preguntó Paula.


—De modelo —respondió él.


Al oír su respuesta, Paula rió.


—En realidad, un hombre que puede utilizar una cafetera para presentarse, seguro que es capaz de inventar algo más original que eso —comentó Paula.


—No te rías—le dijo—. Tienes un bonito cuerpo, una piel maravillosa, y ojos misteriosos y sensuales. En definitiva, muy fotogénica.


—Lo siguiente que me dirás es que puedes convertirme en una estrella—bromeó Paula.


—Probablemente podría conseguirlo —respondió él con seguridad—. Al menos, en anuncios comerciales de televisión o folletos. Dirijo una agencia publicitaria en Nueva York. Tengo muchos clientes que podrían beneficiarse con una representante de tu clase —miró el anillo—. La industria del diamante, por ejemplo.


Paula giró la muñeca, y el diamante brilló con la luz de la sala.


—Lo ves —dijo ella—. Te dije que podría servir. ¿Por qué estás en Savannah? ¿Estás buscando algún escenario? Esta es una hermosa ciudad.


—Lo es —convino él—, pero estoy aquí para firmar un nuevo contrato. Hemos terminado con las reuniones pronto, por lo que ya debería haberme ido; sin embargo, como los últimos meses han sido un infierno para mí, decidí quedarme una noche más descansando —la miró a los ojos. El pulso de Paula se aceleró, cuando él añadió con tono seductor—: Me alegro de haberlo hecho.


—Yo también —admitió ella, sorprendida por su propia sinceridad. Después de tantos años de mantenerse apartada, estaba descubriendo que le entusiasmaba aquella intimidad inesperada.


—¿Ya has terminado de cenar, Paula?


Paula fijó la mirada en el marisco que apenas había tocado y asintió.


—No tenía mucho apetito —explicó Paula.


—Entonces, salgamos de aquí y demos un paseo junto al río. Después, te invitaré a tomar una copa.


En la mirada del desconocido Paula veía honestidad, compasión, y un poco de deseo. Todo eso la atraía. Por lo tanto, no consideró necesario ser demasiado precavida con él.


—Si puedes encontrar al verdadero camarero, para que pueda pagar mi cuenta, con mucho gusto te acompañaré a dar un paseo —respondió Paula.


—Yo me encargaré de eso —aseguró él.


—No—protestó ella.


—No aceptaré una negativa como respuesta —indicó él—. Algún día podrás devolverme el favor, cuando veas a alguien que parezca perdido y solo.



LA PROXIMA VEZ... : SINOPSIS




Juntos compartieron una cálida noche sureña, pero cada uno tenía su vida en otro lugar. Sólo quedó una promesa entre los dos: volver a verse al año siguiente.


Paula vivió todo este tiempo recordando la pasión compartida con Pedro. Quería pasar toda la vida junto a él, pero al año siguiente, las obligaciones volvieron a separarlos. Entonces ella comenzó a preguntarse si "la próxima vez" significaría algún día "para siempre".

sábado, 1 de octubre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO FINAL





Mucho más tarde, Paula permanecía absolutamente feliz recostada sobre el pecho de Pedro. El brazo masculino rodeaba su cintura, pegándola a él, como si Pedro no pudiera soportar la idea de perder el contacto con su piel ni siquiera por un segundo. De pronto, Pau alzó la vista y soltó una exclamación de sorpresa:
—¡El cuadro de Peter! ¡Pedro, fuiste tú!


Pedro miró el cuadro y después la miró a ella con una amplia sonrisa.


—En efecto, yo lo compré.


—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Paula frotando su cara contra su pecho, mimosa.


—Me daba vergüenza que adivinaras que no podía vivir sin tener cerca algo de ti, pero a mí mismo me decía que solo lo había comprado como amante del arte. El que no pudiera dormir sin contemplarlo antes durante un buen rato no parecía importar, ni tampoco que fuera lo primero que miraba cuando me despertaba por la mañana, pero ahora... —. De pronto, Pedro se quedó muy serio. Un segundo después, se sentó en el colchón, la agarró de los brazos y la obligó a incorporarse hasta que sus ojos quedaron a la misma altura. Con el corazón asomado a sus iris grises añadió—: Ahora deseo contemplar el original durante el resto de las mañanas de mi vida. Dime que te casarás conmigo, Paula. No permitiré que te apartes de nuevo de mi lado.


Pau lo miró sin hacer ningún intento de esconder el profundo amor que sentía por él y contestó:
—Sí, Pedro, te quiero. —Él la apretó con fuerza y la besó hasta que entre las brumas de su pasión sintió las palmas de las manos de Paula sobre su pecho, tratando de alejarlo.


—¿Qué ocurre? —preguntó, preocupado.


—Espera, me casaré contigo, Pedro, pero con una condición...


Al ver las motas doradas que destellaban traviesas en sus ojos castaños, Pedro frunció el ceño con un enojo simulado.


—Hmm. Esto no me gusta un pelo.


—Quiero que admitas que ahora crees en las maldiciones.


Por un momento, Pedro no supo a qué se refería, pero enseguida recordó las palabras de aviso que le lanzó Paula la primera vez que la besó; así que, con mucha seriedad, colocó una mano sobre su corazón y reconoció:
—Paula Chaves, admito que me porté como un estúpido incrédulo. Cuando me advertiste que todo aquel que te besaba se enamoraba, irremediablemente, de ti tenías toda la razón; eres una auténtica bruja.


—¿Lo ves? No ha sido tan difícil. —Pau sonrió con malicia.


—Entonces, ¿te casarás conmigo? Paula, contesta de una vez, no me gusta nada esta incertidumbre —ordenó en un tono severo, al tiempo que le daba una ligera sacudida.


Paula lo miró con arrogancia y contestó muy seria:
—Mi querido y estirado vecino, por supuesto que me casaré contigo, no puedo esperar a darte una nueva paliza al ajedrez...


—Malvada —gruñó Pedro antes de abalanzarse sobre ella y apretarla contra sí con todas sus fuerzas.


—¡Ay, me estás aplastando! —protestó la joven, a pesar de que sus propios brazos, entrelazados alrededor del cuello masculino, lo estrechaban como si no fuera a soltarlo nunca más.


—¿Paula...? —El matiz áspero en la voz de Pedro, tan cerca de su oído, desencadenó un calambre que recorrió la columna vertebral de Pau de arriba a abajo y sacudió, una a una, todas sus vértebras.


—¿Si, Pedro? —respondió ella.


—No sé lo que me haces, Paula, pero a tu lado me siento como un animal en celo. Necesito con toda mi alma hacerte de nuevo el amor —susurró, al tiempo que hundía la cabeza en el hueco de su garganta y mordisqueaba la suave piel de su cuello.


La joven se arqueó contra él y sus pechos y su vientre hinchados se clavaron contra el firme torso masculino. En el acto, la excitación de Pedro subió como el mercurio de un termómetro cuando lo acercan a una bombilla.


—Un animal... hmm, me gusta... —El matiz ardiente y sensual de la voz de Paula, que él nunca le había escuchado antes, hizo que cualquier atisbo de cordura desapareciera de la mente de Pedro y ya no pudo pensar en otra cosa que no fuera en fundirse con ella una vez más.


MAS QUE VECINOS: CAPITULO 39




La sinceridad más absoluta se reflejaba en esos ojos castaños que lo miraban con tanto amor, que Pedro sintió una súbita opresión en la garganta y se vio obligado a tragar saliva varias veces. Despacio, el hombre agarró la barbilla de Paula entre el índice y el pulgar y, alzándola hacia él con suavidad, se abalanzó sobre sus sensuales labios como un hombre hambriento se arroja sobre un festín.


Los brazos de Pau se entrelazaron alrededor del cuello masculino y lo atrajo aún más hacia sí. El abrazo fue largo y abrasador y, todo lo que no fuera la sensación de aquellos firmes labios devorando su boca se borró de la mente de la joven. En un momento dado, Pedro se agachó un poco, la alzó entre sus brazos como si no pesara nada y se dirigió con ella hasta su dormitorio. La dorada luz de la tarde, tamizada por los screen de las ventanas, inundaba la habitación. Con suavidad, la colocó sobre la cama y se tumbó a su lado. Pedro apoyó la cabeza sobre su brazo doblado y, al contemplar el rostro de Paula sonrosado por la excitación y sus labios enrojecidos por sus ávidos besos, se dijo una vez más que era la mujer más hermosa que había conocido en su vida. Luego se inclinó hacia ella y susurró roncamente en su oído:
—Paula, te necesito... he estado demasiado tiempo sin ti. —La joven percibió el deseo salvaje que asomaba en la mirada de Pedro y supo que era el reflejo fiel del que ella misma sentía. Sus ojos marrones, enormes y cálidos, lo miraron con profunda ternura y Paula se limitó a contestar:
—Sí.


Con mucha delicadeza, Pedro comenzó a desabotonar el vestido suelto que llevaba la joven. Esta vez, estaba decidido a no apresurarse; no solo quería acostarse con Paula, quería demostrarle hasta dónde llegaba el amor que sentía por ella. 


Cuando terminó de soltar todos los botones se lo sacó por la cabeza, luego desabrochó el sujetador y lo arrojó a un lado e hizo lo mismo con el resto de su ropa. Pedro permaneció un rato contemplando su cuerpo completamente desnudo con reverencia.


—Eres tan hermosa...


Sonrojada al sentir esa mirada candente deslizándose por todo sus ser, Paula preguntó:
—¿A pesar de estar embarazada?


—Eso te hace aún más bella a mis ojos. —Pedro acarició su vientre con suavidad, luego inclinó la cabeza y empezó a rociar de suaves besos la piel, sedosa y tirante, que lo cubría.


Las manos de la chica se enredaron en el cabello masculino y, obligándolo a alzar la cabeza, lo atrajo hacia ella y lo besó de lleno en la boca.


—Te quiero —susurró contra sus labios.


—Me has enseñado a vivir, Paula —respondió él roncamente.


A pesar del calor provocado por las ardientes caricias de Pedro, Pau tembló al escuchar sus palabras y lo estrechó aún más contra ella. Luego, se separó un poco y comenzó a desabotonar su camisa, se la quitó y lo mismo hizo con sus pantalones y el resto de su ropa. Desnudos, se dejaron arrebatar por el delirio y se acariciaron el uno al otro hasta que, sofocados y sin resuello, llegaron al límite de su resistencia. Pedro separó sus rodillas y con un suave empujón se introdujo en el cálido interior femenino, mientras Paula enredaba sus piernas alrededor de las suyas, en un intento de acercarse a él todavía más. En un momento dado, aún dentro de ella, Pedro se alzó sobre sus antebrazos y se quedó contemplando el rostro femenino, cuyos párpados apenas velaban el delirio exultante en que la sumían sus caricias.


Con voz temblorosa, Pau le preguntó:
—¿Es esto una nueva clase de perversa tortura?


Pedro le dirigió la sonrisa más tierna que la joven le había visto jamás y contestó:
—No, esto es el amor, puesto que lo hacemos juntos...


Paula se abrazó a él con todas sus fuerzas y pegó su boca a la suya, al tiempo que arqueaba sus caderas contra él. Ante ese apasionado ataque, Pedro, inerte ante sus caricias, ya no pudo contenerse ni un segundo más y, con movimientos suaves y profundos a la vez, siguió adelante hasta que los dos, jadeantes y con los cuerpos resbaladizos por el sudor, alcanzaron un palpitante clímax que les dejó exhaustos por completo.



MAS QUE VECINOS: CAPITULO 38




Muy despacio, Pedro apartó su boca de la de Paula y permaneció contemplando, maravillado, su precioso rostro sonrojado y esos aterciopelados ojos castaños tan expresivos que no podían ocultar su pasión. Toda ella refulgía como un millón de diamantes y él era incapaz de apartar la vista de semejante espectáculo.


—Vamos, confiesa —El tono áspero de su voz le produjo a Pau un escalofrío que no era de miedo, precisamente.


—Yo... Yo también te espié cuando te quedaste en calzoncillos en la playa.


Su vecino echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.


—¡Paula Chaves ya sabía yo que eras una descarada! Recuérdame más tarde que te de una paliza por tu atrevimiento, pero ahora seguiré con mi historia. —Como si tuviera voluntad propia, su mano acariciaba la tersa mejilla sin parar y Pau arrimó aún más su rostro a esos dedos, largos y cálidos, que tanto había extrañado en los últimos meses—. No sé si eres consciente, Paula, de que hace tiempo decidí abandonar mis planes de seducción. Había llegado a la conclusión de que estaba tan a gusto en tu compañía que prefería no arriesgar eso en aras de una efímera satisfacción sexual. Sin embargo, lo que era incapaz de reconocer, ni siquiera ante mí mismo, era que me aterrorizaba pensar que una vez saciado el deseo, pudieras cansarte de mí y al final lo perdiera todo. Pero la noche que te vi besando a Atkinson, todos mis planes saltaron por los aires...


—¡Alto! Yo no lo besé, fue él el que me besó a mí. Roberto solo quería ofrecerme consuelo tras haberte pillado infraganti besando a Pamela —lo interrumpió Paula, muy interesada en aclarar ese punto.


—Te repito que yo no besé a Pamela. Como bien sabes, desde hace tiempo no tengo ojos para otra mujer que no seas tú —respondió Pedro, impaciente, mirándola con severidad.


—No sé nada de eso —protestó Paula y, sin apartar la vista de los ojos grises, preguntó con ironía—: ¿Y la mujer morena que te acompañó a la exposición? ¿Es ella también una fantasía de mi mente enferma?


—¿Estás celosa? —Pedro esbozó una sonrisa que a Pau le pareció irritante.


—¿Debería estarlo?— contestó la joven, desafiante.


—Lisa es la esposa de Harry, mi mejor amigo. —Pedro recuperó su seriedad en el acto y confesó—: Desde que te conocí, Paula, no he estado con ninguna otra mujer; ni siquiera fui capaz de volver a acostarme con Alicia.


—No tenía ni idea —declaró Pau con sinceridad y sintiendo una profunda emoción alzó los brazos, los enlazó alrededor del cuello de Pedro y hundió los dedos en sus cortos cabellos. Al sentir el inmenso cuerpo de su vecino temblar bajo su contacto, Paula se recreó en su poder recién descubierto.


—Si sigues con eso, no sé si seré capaz de seguir con mis explicaciones —advirtió Pedro que había empezado a respirar con dificultad.


Paula retiró sus brazos en el acto y se puso en jarras. 


Maliciosa, enarcó una ceja y respondió displicente:
—Está bien, sigue vecino, has conseguido despertar mi interés.


—Me alegro de haber logrado semejante hazaña, señorita Chaves, recuérdame que luego te de una doble paliza por tu impertinencia —afirmó, amenazador—. Como te iba diciendo, cuando vi a Atkinson besándote (y tu sin resistirte mucho que digamos) —Pau resopló, indignada—, perdí la cabeza. En ese momento, solo fui capaz de pensar que tenías que ser mía, todo lo demás se borró de mi mente y ya sabes lo que ocurrió después.


—Sí, lo sé muy bien... —Las tórridas imágenes de aquella noche de pasión volvieron a la mente de Paula como habían hecho una y mil veces durante esos largos meses de separación.


—No sé lo que me pasó aquella noche; era como si no pudiera dejar de tocarte ni un segundo... nunca me había ocurrido nada parecido. Dime la verdad, Paula, ¿te asusté? ¿Te hice daño? —En la voz masculina se reflejaba la angustia y el remordimiento que lo habían acompañado durante mucho tiempo y Pau supo, sin ninguna duda, que había llegado el momento de dejar de huir. Debía enfrentarse a lo que había entre ellos y ser completamente sincera.


—No, Pedro, no me hiciste daño y sí, me asustaste... —La joven pasó una mano por el ceño fruncido de él, como si quisiera borrar su expresión atormentada, luego cogió su rostro entre sus manos y clavó sus pupilas en esos ojos grises que tanto le gustaban—. Me asustó tanto darme cuenta de lo que sentía por ti, que salí huyendo como una cobarde.


Pedro se quedó muy quieto, sin apartar la mirada de ella, y al fin se atrevió a preguntar procurando que no le temblara la voz:
—¿Y qué era lo que sentías por mí?


—Me di cuenta de que, por primera vez en mi vida, me había enamorado...