domingo, 25 de septiembre de 2016
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 20
A Paula la cena le resultó tremendamente interesante y reveladora, y llegó a la conclusión de que los ricos y poderosos eran tan previsibles y quejicas como los nada ricos y cero poderosos; incluso le divirtieron las pullas disimuladas que Alicia le lanzaba en cuanto tenía oportunidad. Advirtió las miradas seductoras que la mujer disparaba sin pausa sobre Pedro y notó, complacida, que él parecía ser inmune a ellas.
Pedro la observaba charlar con sus vecinos de asiento y defenderse con habilidad de las malas artes de Alicia. Al lado de Pau estaba sentado su anfitrión, el hombre al que Pedro tenía que convencer para cerrar una serie de acuerdos, y durante la mayor parte de la cena la joven mantuvo una animada conversación con él. Pedro, que lo conocía bien y sabía que era un tipo amargado y desagradable, observó con asombro cómo el hombre, hasta en dos ocasiones, se reía a carcajada limpia de algo que la chica le contaba. Paula estaba resultando una auténtica caja de sorpresas y Pedro se alegraba de haber venido con ella; tener un amigo del sexo femenino podía resultar muy útil en algunas ocasiones, se dijo.
Al acabar la cena, la orquesta empezó a tocar. Pedro se acercó a Paula y, en ese momento, el anfitrión se levantó para bailar con su mujer.
—Bueno, Alfonso. No recuerdo una gala en la que me haya divertido más. Tienes que traer a Pau a menudo, es un diablillo —sonrió su anfitrión al tiempo que pellizcaba con suavidad la barbilla de la joven, después se alejó con su mujer rumbo a la pista de baile y Pedro aprovechó para sentarse en la silla desocupada.
—¿Lo estás pasando bien?
—De maravilla. Te agradezco que me hayas invitado. Fiona estaba muerta de envidia cuando se lo conté. —Una vez más, su maravillosa sonrisa le deslumbró.
—Tu vestido es muy bonito —declaró él tratando de no devorarla con la mirada.
—Gracias, es un modelo de Valentino. Fiona tiene auténticas maravillas en su tienda.
—Todos los hombres me envidian —afirmó muy serio.
Pau lo miró risueña y respondió del mismo modo.
—Las mujeres tienen deseos de arañarme la cara por estar contigo; en especial, la bella Alicia.
—Te has defendido muy bien de sus ataques.
—No es la primera mujer resentida a la que me enfrento. —En ese instante, la orquesta empezó a tocar las primeras notas de una canción lenta.
—¿Bailas conmigo?
—Encantada —respondió Pau poniéndose en pie.
Pedro rodeó con sus brazos la cintura de la joven, al tiempo que ella apoyaba sus manos en los anchos hombros masculinos, luego alzó su rostro hacia él y lo contempló con sus aterciopelados ojos castaños.
—Le has caído bien a Christopher —afirmó él, intentando concentrarse en algo que no fuera el calor de esa piel que atravesaba la fina tela del vestido y le quemaba las yemas de los dedos.
—¿Chris? Es un hombre encantador.
—Cuántas confianzas ¿También has decidido acortarle el nombre a él? —preguntó sintiéndose extrañamente irritado.
—Me lo pidió él mismo.
Pedro frunció el ceño, atónito.
—¿Te pidió que lo llamaras Chris? No puedo creerlo, Christopher Harrison es el tipo más estirado y misántropo que conozco.
—Creo que te equivocas, Pepe —contestó Paula mirándolo con seriedad—, no solo me he reído mucho con él durante la cena, sino que ha prometido hacer un cuantioso donativo a la escuela donde trabajo. Como comprenderás, no puedo creer que sea cierto que detesta al resto de la humanidad.
—Eres increíble, no he visto nada igual.
—Me imagino que eso será un cumplido, ¿no, querido Pedro? —preguntó enarcando una ceja, burlona.
—No estoy seguro —respondió él con severidad.
—Sería conveniente que cambiaras de cara —comentó Pau lanzándole una sonrisa tan insinuante que Pedro se olvidó de respirar durante unos segundos—. La bella Alicia, nos está mirando.
—¿De veras? Entonces será mejor que haga esto. —Su vecino la acercó aún más a él, hasta que sus cuerpos quedaron tan pegados, que Pau pudo percibir el relieve de cada uno de sus poderosos músculos contra su piel. Luego se inclinó y la besó en la frente con delicadeza.
—Caramba, Pedro, no sabía que fueras tan buen actor.
—¿Ah, no? —murmuró y deslizó sus cálidos dedos con lentitud por la espalda desnuda, haciendo que a Pau le entraran ganas de ronronear.
La joven se recostó sobre el hombro masculino y cerró los ojos. Pedro apoyó la mejilla en su cabello y tuvo que contenerse para no enterrar la cara en el cálido hueco de su garganta y morder esa piel cremosa que parecía hipnotizarlo. Durante el tiempo que duró la canción, ambos perdieron la noción del tiempo y, estrechamente abrazados, se deslizaron por la pista al ritmo cadencioso de la melodía.
Al apagarse las ultimas notas, tardaron aún unos segundos en separarse el uno del otro. Por fin, Pau alzó el rostro hacia él, parpadeando con lentitud como si despertara de un sueño:
—Creo que debemos tener cuidado con estas maniobras para poner celosa a Alicia, querido Pedro, podrían volverse adictivas —declaró Paula en un ronco susurro.
Pedro se limitó a mirarla con intensidad y no dijo nada. La joven percibió que algo había cambiado pues, a partir de ese momento, lo notó tenso durante el resto de la noche. A pesar de que su vecino se mantuvo a su lado la mayor parte de la velada y charlaron amigablemente con todo el que se acercaba, Pau sabía que él había alzado una nueva barrera entre ambos. Muchos hombres se acercaron para sacarla a la pista, pero Pedro no volvió a bailar con ella en toda la noche.
Cuando, por fin, su vecino le dio las buenas noches frente a la puerta de su vivienda, Pau se volvió hacia él y le dio las gracias:
—Lo he pasado muy bien, Pedro. Ha sido una fiesta espléndida.
—Me alegro de que hayas disfrutado, Paula —respondió él con rigidez.
—¿Te ocurre algo? ¿He dicho algo que te ha disgustado una vez más? —preguntó la joven clavando sus ojos afectuosos en los de Pedro.
—¡Por supuesto que no! —respondió él esbozando una sonrisa poco sincera—. Señorita Paula Chaves, ha estado usted perfecta durante toda la noche.
Pau se lo quedó mirando unos segundos más sin decir nada. Finalmente, se puso de puntillas, lo besó en la mejilla y se despidió.
—Buenas noches, Pedro.
En cuanto Paula cerró la puerta a su espalda, Pedro se permitió aflojar los puños que había mantenido apretados contra sus muslos durante los últimos minutos; era lo único que se le había ocurrido para evitar agarrar a la joven, estrecharla contra sí y besarla hasta dejarla sin aliento.
Despacio, se dirigió a su piso. Nada más entrar, arrojó la chaqueta del esmoquin sobre un sillón, se aflojó el lazo de la corbata y se soltó los primeros botones de la camisa, como si al hacerlo su respiración fuera a recuperar su calmado ritmo habitual, pero no ocurrió así. Jadeaba como si acabara de correr una maratón.
«No puede ser», se dijo a sí mismo pasándose, desesperado, la mano por sus cortos cabellos grises.
Lo supo cuando terminó la canción que habían bailado juntos y Pau alzó su rostro hacia él. Al contemplar esos ojos castaños que parecían acariciar cuando miraban, comprendió que, por primera vez en su vida, se había enamorado con locura de una mujer.
«Es imposible», se repitió levantándose del sofá y paseando por la habitación como un tigre enjaulado. «Esa mujer me saca de quicio la mayor parte del tiempo, continuamente se ríe de mí, es descarada e impertinente, pertenecemos a mundos distintos...».
Pensó en las contradictorias sensaciones que se agolparon en su pecho mientras bailaban juntos, con la cabeza de ella posada sobre su hombro. Hubiera querido hacerle el amor ahí mismo, pero al mismo tiempo deseaba abrazarla, protegerla de todo y contra todos, como si toda la ternura que no sabía que llevara dentro pugnara por desbordarse.
Quería que solo tuviera ojos para él, que fuera solo suya.
Nadie le había producido ese efecto. Jamás.
«Tonterías. No es amor, solo es deseo. La excitación que me produce su mera presencia quizá desaparezca si nos acostamos. Sí», continuó con su monólogo interior, «tengo que acostarme con ella, una vez, un par de veces, las que sean necesarias para apagar este fuego que me roe las entrañas. Después podré olvidarla y seguir con mi vida tal y como era antes de conocerla».
Pedro se había enorgullecido siempre de ejercer un férreo control sobre sus emociones y no estaba dispuesto a que una vecina insolente cambiara eso. Las veces que la había besado, ella se había mostrado bastante dispuesta, a pesar de que luego se había echado para atrás. Algo había dicho sobre no querer liarse con nadie, pero echar una pequeña cana al aire no tenía importancia. Él haría todo lo que estuviera en su mano para convencerla; cuanto antes se acostara con ella, antes se la quitaría de la cabeza.
Más tranquilo después de esas reflexiones, Pedro se dirigió a su dormitorio, se tiró de espaldas sobre la cama y, con los brazos cruzados detrás de la nuca, alzó la mirada para contemplar el cuadro que había comprado en la galería de Diego Torres. Le encantaba ese cuadro; le aportaba una serenidad de la que últimamente andaba muy necesitado, pero no era porque los ojos con chispas doradas fueran iguales a los de su vecina o porque algo en el rostro del cuadro reflejara su vitalidad. No. No era por eso. El chico tenía talento.
Nada más.
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 19
Durante las semanas que siguieron, Pedro cumplió su promesa y asistió a todos los eventos, cenas y compromisos sociales a los que lo invitaban. Conoció a muchas mujeres, pero en todas encontraba algo que le disgustaba: una era demasiado seria, otra demasiado baja, esa demasiado ruidosa, aquella demasiado agradable. Harry se desesperaba con él y le anunció que si seguía así, el famoso heredero del imperio Alfonso habría que encargarlo en un laboratorio.
Pedro estaba agotado; su ritmo de trabajo seguía siendo el mismo y, con tantas salidas, apenas dormía. Ya no tenía tiempo para correr, ni para jugar al ajedrez, así que no había vuelto a ver a su vecina. Ni falta que le hacía, se dijo a sí mismo.
A veces, cuando llegaba a su inmaculado y silencioso piso se sorprendía pensando que era tan acogedor como el quirófano un hospital. Últimamente siempre estaba de mal humor y lo volcaba sobre personas inocentes de forma totalmente injusta, lo que le hacía sentirse aún peor. Una intensa insatisfacción parecía reconcomerlo a todas horas y, a pesar de que se repetía a sí mismo que era una persona completamente feliz, sacudía la cabeza y maldecía a Paula Chaves, juzgándola responsable de su miserable estado de ánimo.
—No puedes seguir así, Pedro—le dijo un día su amigo Harry al observar sus profundas ojeras y la palidez de su rostro.
—¿Así cómo? —respondió Pedro con sarcasmo.
—Te va a acabar dando un infarto. Venga, confiesa de una vez, ¿qué es lo que ocurre? ¿Es tu madre? ¿Te sigue incordiando con sus mezquindades?
—Mi madre no tiene nada que ver. No seas estúpido, Harry, no me pasa nada en absoluto.
Harry lo dejó pasar por el momento, pero en cuanto llegó a su casa se lo comentó a su esposa.
—Me juego el cuello a que se trata de una mujer —afirmó Lisa, muy segura.
—Tonterías —respondió su marido—. Le he presentado a todas las mujeres solteras y atractivas de Londres, y no le ha gustado ninguna.
—Eso lo único que demuestra es que no se trata de una de esas estúpidas rubias pechugonas que insistes en buscarle —respondió Lisa con desdén.
—Pero, entonces ¿quién? Pedro no tiene tiempo material para conocer otras mujeres.
—Eso es verdad —afirmó su mujer con cierta perplejidad.
***
Entretanto, Pau seguía con su vida como de costumbre.
Echaba de menos las partidas de ajedrez y las conversaciones con Pedro, pero sabía que si él no quería verla no había nada que hacer. Paula era consciente de que Pedro era un hombre extremadamente orgulloso y de que ella lo había golpeado donde más dolía. Suspiró con cierta tristeza; le daba pena haber perdido un amigo, pero esperaba que, a la larga, todo eso redundaría en beneficio de su vecino.
Las cosas hubieran seguido así eternamente si un día Pedro no se hubiera encontrado en una situación algo peculiar. Había recibido una invitación para asistir a una gala benéfica a la que iría lo más granado de la alta sociedad londinense y cuyo organizador era un poderoso hombre de negocios con el que estaba interesado en cerrar una importante operación. Se suponía que todo el mundo acudía con pareja a ese tipo de veladas, pero en esos momentos Pedro no tenía ninguna. Sabía que cualquiera de las mujeres que le había presentado Harry daría lo que fuera por ir con él; no porque fuese un tipo irresistible —tampoco se hacía ilusiones al respecto— pero era rico, de buena familia y la gala prometía convertirse en el evento social del año, sin embargo no le apetecía ir con ninguna de ellas. Así que decidió tragarse su orgullo y pedírselo a su vecina; al menos ella no tendría una idea equivocada sobre sus intenciones.
Sin darse tiempo para arrepentirse, se plantó ante la puerta del piso de Paula y llamó al timbre. Tuvo que llamar dos veces más hasta que la puerta se abrió. Una Pau con la cara y las manos llenas de pegotes de pintura, el pelo recogido en un desgreñado moño y sus viejos vaqueros cubiertos por su decrépita bata llena de manchas, abrió la puerta y se quedó mirándolo pasmada.
—¡Pedro!
—Hola, Paula, venía a pedirte un favor —le dijo como si acabaran de verse el día anterior.
—Pasa, estaba pintando pero justo acabo de terminar y me disponía a cenar algo, ¿quieres acompañarme?
Pedro entró en el acogedor salón en el que un alegre fuego crepitaba en la chimenea. Milo dormitaba cerca y apenas levantó la cabeza cuando el hombre entró. Como de costumbre, había flores en un enorme jarrón de cristal y algunos objetos, aquí y allá, que enseguida hacían notar al visitante que la casa estaba habitada.
—Estás llena de pintura. —Sin poder evitarlo, Pedro alargó la mano y con su pulgar intentó quitar una mancha azul índigo que adornaba la mandíbula femenina, pero la pintura estaba seca y lo único que consiguió fue que su dedo le cosquilleara durante un buen rato. Pese a su aspecto desaliñado, Pedro pensó que Paula estaba preciosa. No sabía qué era, pero había algo en el rostro de su vecina que le relajaba.
—Si quieres puedo preparar algo rápido mientras te limpias un poco.
—Estupendo, Pedro, te prometo que no tardaré —contestó ella lanzándole una sonrisa que le cortó el aliento.
Pedro se dirigió a la cocina y abrió la nevera; dentro no había gran cosa, pero al fondo descubrió un poco de lechuga, un par de tomates, jamón y queso y, tras hacer una mayonesa casera, preparó unos sándwiches. Para beber, su vecina solo tenía agua o coca-cola, así que cogió un par de latas, llenó unos vasos con hielo y los añadió a la bandeja; lo llevó todo al salón y, a los pocos minutos, Paula hacía su aparición. Se había cambiado los vaqueros por otros un poco más nuevos, llevaba un jersey de cuello alto negro y tan solo iba calzada con unos gruesos calcetines de lana. El pelo, después de un importante cepillado, lo llevaba recogido en una coleta y su cara, sin rastro de maquillaje, y ya limpia de pintura, lucía tersa y perfecta. Pau se sentó en el sofá a lo indio y a Pedro le pareció absurdamente joven.
Pedro le tendió uno de los sándwiches y un plato y le sirvió la coca-cola en un vaso que dejó a su alcance sobre la mesa de centro. La joven se abalanzó sobre el emparedado y le dio un buen mordisco. Con la boca llena dijo:
—Hmm, delicioso.
Su vecino le sonrió, consciente de cuanto la había echado de menos; a pesar de sus impertinencias y de sus salidas de tono, le gustaba estar con ella. Comenzó a comerse su sándwich y se felicitó a sí mismo, estaba buenísimo. Cuando terminaron de cenar, Paula apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los párpados, estaba cansada.
—¿Cuál es el favor que querías pedirme? —preguntó, curiosa.
—Verás, necesito una pareja para ir a un baile.
Pau abrió los ojos de golpe y se lo quedó mirando incrédula.
—¡Bromeas!
—En absoluto, necesito una pareja para acudir a la gala benéfica de Health4U.
—¡Me estás tomando el pelo! La mayoría de las mujeres mataría por ir invitada a esa gala. ¿Qué pasa con Alicia? ¿Os habéis peleado?
—Digamos que lo más seguro es que Alicia acuda como pareja de uno de mis más odiados rivales.
—Entiendo —afirmó Paula dirigiéndole una pícara sonrisa—. Así que quieres darle celos a la bella Alicia...
—No exactamente. —Sin embargo, a Pedro no le importó que la joven creyera que ese era su verdadero motivo. En realidad, no sabía cuál era el verdadero motivo por el que había decidido pedirle a su vecina que lo acompañara, pero, por el momento, prefería no pensar en ello.
—Entonces, ¿puedo contar contigo?
—¡No me lo perdería por nada del mundo! —respondió Paula, entusiasmada.
—Respecto al vestido yo lo pagaré, no tienes por qué gastarte tu dinero.
—No te preocupes por eso, Pedro. Mi amiga Fiona tiene una boutique de ropa de segunda mano y entre las dos seguro que encontramos algo.
Pedro la miró dubitativo, pero decidió no decir nada.
—Perfecto. Entonces el viernes pasaré a buscarte a las nueve.
***
El viernes, a las nueve en punto, Pedro pulsó el timbre del piso de su vecina. La puerta se abrió y el hombre se quedó inmóvil en el umbral, incapaz de pronunciar palabra. Paula llevaba un elegante vestido de tirantes de color rojo, que se adaptaba a su esbelta figura como un guante de látex y subrayaba el tono cremoso de su piel. De su melena, recogida en un moño alto, escapaban algunos sedosos mechones ondulados. Un escote de vértigo dejaba su espalda completamente al aire y en uno de los laterales de la prenda la seductora raja, que le llegaba a medio muslo, permitía entrever una de sus maravillosas piernas. Los tacones de sus sandalias eran de diez centímetros y, con ellos puestos, la frente de la chica quedaba a la altura de su mandíbula. Pedro se dio cuenta de que seguía contemplándola con la boca abierta y la cerró de golpe, tratando de reunir de nuevo su juicio disperso.
—Estás maravillosa —consiguió articular por fin.
Los incitantes labios femeninos, pintados en un tono discreto, esbozaron una sonrisa complacida.
—Muchas gracias, Pedro, tú tampoco estás nada mal —afirmó Paula recorriendo con la mirada la alta y distinguida figura enfundada en su elegante esmoquin negro—. Esta noche la bella Alicia se va a morir de envidia.
Pedro notó el brillo malicioso de sus ojos y sintió algo de lástima por la pobre Alicia.
—Permíteme. —El hombre cogió el abrigo que Pau llevaba colgado del brazo y la ayudó a ponérselo.
La combinación del suave perfume de Paula con el aroma que desprendía su piel hizo que, una vez más, a Pedro se le dilataran las aletas de la nariz y se viera obligado a tragar saliva. Tratando de contener los pensamientos, nada adecuados, que le daban vueltas en la cabeza, apoyó con ligereza una de sus fuertes manos en la cintura de la joven y la condujo hacia la puerta.
Durante el trayecto en coche, Pedro apenas podía apartar la mirada de la chica que charlaba con él tan animada como de costumbre y tuvo que inspirar un par de veces, en un intento desesperado por recuperar la tranquilidad. Al llegar a la entrada del palacete brillantemente iluminado donde iba a tener lugar el acto, los flashes de los paparazzi destellaron, inagotables, y Pedro fue consciente de que la foto de ambos saldría al día siguiente en la sección de sociedad de todos los periódicos.
Por fin, consiguieron llegar hasta lo alto de la escalinata donde el anfitrión recibía a los invitados. El hombre les saludó muy cordial y les invitó a pasar a la mansión, decorada con profusión de flores y velas. Pedro notó que los hombres no apartaban los ojos de Paula, mientras que las mujeres la examinaban de arriba abajo con curiosidad y sintió una mezcla de irritación y orgullo por llevar a semejante mujer colgada de su brazo. Varios conocidos suyos se le acercaron obligándolo a hacer nuevas presentaciones y Paula se mostró natural y simpática con todos ellos.
—Mira quién está aquí. Pedro y su encantadora vecinita.
La aguda voz de Alicia le produjo un ligero sobresalto, pero lo disimuló bien.
—Hola Alicia,Stuart. Querida, a Alicia ya la conoces, te presento a Brad Stuart. Stuart, esta es Paula Chaves. —Brad se llevó la mano de Pau a los labios, sin tratar de esconder la mirada libidinosa con la que recorrió su cuerpo con morosidad.
—¡Vaya, Alfonso! Desde luego tienes buen ojo para la belleza.
Si las miradas pudieran matar, Brad Stuart se habría derrumbado ahí mismo después de recibir la que Alicia le lanzó, cargada con una dosis letal de veneno.
—Creo que estamos en la misma mesa, querido —comentó Alicia sonriéndole a Pedro de un modo tan insinuante, que a Pau le hubiera gustado arrancarle sus gruesos labios pintados de rojo, tirarlos al suelo, y pisotearlos con los afilados tacones de sus zapatos.
—Voy a enseñarle a Paula todo esto. Luego nos vemos.
—No sé cómo puedes estar celoso de Brad —declaró Pau en cuanto estuvieron a una distancia prudencial de la pareja—. Es un hombre BAH.
—¿BAH? ¿No es TOP? —interrogó Pedro con curiosidad.
—No es BAH. Barrigón, arrogante e hipócrita.
—Creo que has acertado de pleno con el retrato psicológico —comentó Pedro muy serio, disimulando una sonrisa.
—¿Verdad? —respondió Paula, satisfecha.
—Pero para tu información, te diré que no tengo celos de él. Alicia no significa nada para mí.
—Querido, Pedro, conmigo no es necesario que finjas, pero esta noche Alicia se va a arrepentir con toda su alma de haberte dejado escapar...
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 18
Los días siguientes Pedro no tuvo tiempo de aburrirse como tanto había temido antes de salir de Londres. Todas las mañanas montaban a caballo por los alrededores y Pau aprovechaba para señalarle los lugares más interesantes del condado. A veces les acompañaban sus hermanos y entonces emprendían veloces galopadas para ver quién era el más rápido y junto a la chimenea del salón tuvieron lugar interminables partidas de cartas, a las que los Chaves eran muy aficionados. Pedro ayudó a Marisa a preparar el pavo la víspera de Navidad y, en cuanto terminaron de comer el día veinticinco, recibió un caluroso aplauso del resto de los comensales.
El único momento tirante durante su estancia en la granja se produjo la mañana antes de Navidad. Tras darse una ducha caliente, Pedro salía del cuarto de baño con una toalla enrollada alrededor de sus estrechas caderas cuando se cruzó con Paula, que se dirigía hacia allí soñolienta. La joven, tan solo cubierta con un diminuto pijama cuyos pantalones cortos dejaban al descubierto sus interminables piernas, chocó de lleno contra el fornido torso masculino y a Pedro no le quedó más remedio que sujetarla con fuerza de los brazos para evitar que cayera.
—Perdón.
Pedro miró el rostro adormilado, aún sonrojado por el sueño, alzado hacia él, su brillante pelo revuelto, y el pecho femenino, que subía y bajaba agitado por el encontronazo, y tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no estrecharla contra él y besarla como la había besado aquel día en la nieve. Sin decir nada, la soltó despacio y observó como Paula se metía en el baño y cerraba la puerta tras ella.
Mientras recorría descalzo los escasos metros que le separaban de su habitación, Pedro se prometió a sí mismo que, en cuanto volviera a Londres, buscaría una pareja adecuada con la que apagar ese fuego que ardía en su interior.
***
Los días de vacaciones llegaron a su fin y Pedro y Pau se vieron obligados a regresar a la ciudad. Pedro se despidió de todos, agradeciendo en especial a Marisa su hospitalidad y lo amable que había sido con él.
—Vuelve cuando quieras, Pedro, has sido el huésped más agradable que Pau ha traído jamás.
—Eso es verdad —terció Roberto, el hermano mayor, pasando un brazo por los hombros de Paula—. Mi querida hermanita es muy aficionada a traer aquí a cualquier pobrecillo que encuentra en su camino. ¿Os acordáis cuando se presentó con el inefable Henry?
—No me lo recuerdes —respondió la madre de Pau llevándose una mano a la frente, abrumada—. Era vegetariano y no podía comer nada que hubiera formado parte, aún remotamente, de un animal. Ese año tuve que preparar un pavo de Navidad sin pavo. Imagínate.
—¿Y qué me decís de Ringo? —intervino Roberto, a pesar de las protestas de Paula—. Todavía hay una mancha en el techo del salón de cuando decidió llenar la casa de velas, para recuperar el espíritu de las Navidades pasadas. Pete, mi amigo el bombero, todavía me echa en cara que se perdió el pudding por venir a apagar el fuego de las cortinas.
Pedro echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. La familia Chaves era entrañable y con ellos había pasado las mejores Navidades desde hacía años. Cuando terminaron las despedidas, se subieron al coche y partieron.
—Lo he pasado muy bien, Paula.
—Me alegro.
—Tu familia es maravillosa, rara vez me he cruzado con gente tan agradable.
—Muchas gracias, Pedro, tú también les has caído muy bien.
Siguieron viajando en silencio durante un tiempo, hasta que Pedro que llevaba varios minutos dándole vueltas en su cabeza a cierto asunto lo rompió de golpe:
—Así que yo soy una más de tus obras de caridad —afirmó Pedro mirándola de reojo. Le irritaba que la chica le pusiera en el mismo saco que a cualquiera de sus patéticos amigos.
—No les hagas caso, Pedro. Ellos también eran tipos agradables.
—Me parece que tienes un corazón muy tierno.
La joven lo miró como si supiera lo que estaba pensando y comentó:
—No eres una obra de caridad, Pedro, eres un tipo triunfador, guapo y divertido, es solo... —Paula se interrumpió, mordiéndose el labio inferior.
—¿Solo qué? —Esta vez, Pedro no estaba dispuesto a dejarla escapar.
—Desde que te conocí, pensé que no eras feliz —soltó la joven casi sin respirar y se quedó esperando.
Pedro se la quedó mirando muy sorprendido.
—¿Por qué no iba a ser feliz? Tengo todo lo que puedo desear.
—¿Tú crees? —preguntó Pau mirándole con esos ojos afectuosos en los que a él le pareció detectar un poco de lástima; ¿cómo se atrevía a sentir lástima de él?
La chica percibió como la espalda de Pedro se ponía rígida, mientras sus ojos grises se volvían más y más fríos, y adivinó que, una vez más, su vecino se apresuraba a reforzar las inexpugnables defensas a su alrededor. Las manos masculinas apretaban con fuerza el volante; era evidente que estaba muy enfadado, pero Pau sabía que no lo demostraría. Su buena educación era más espesa que la piel de un elefante y pocas cosas lograban atravesarla. La joven suspiró arrepentida, no debería haber dicho nada.
Pedro siguió conduciendo en silencio hasta que llegaron a Londres. Cuando dejó a Paula y a Milo frente a la puerta de su piso, se limitó a decir:
—Buenas noches.
—Por favor, Pedro, no te enfades conmigo.
Pau alzó su mano y le acarició la mejilla. A su vecino le pareció el tipo de carantoña que también dedicaría a un perro sarnoso, y se apartó de su mano como si quemara.
—No estoy enfadado —mintió muy digno—. Buenas noches, Paula.
—Buenas noches, Pedro.
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