Los días siguientes Pedro no tuvo tiempo de aburrirse como tanto había temido antes de salir de Londres. Todas las mañanas montaban a caballo por los alrededores y Pau aprovechaba para señalarle los lugares más interesantes del condado. A veces les acompañaban sus hermanos y entonces emprendían veloces galopadas para ver quién era el más rápido y junto a la chimenea del salón tuvieron lugar interminables partidas de cartas, a las que los Chaves eran muy aficionados. Pedro ayudó a Marisa a preparar el pavo la víspera de Navidad y, en cuanto terminaron de comer el día veinticinco, recibió un caluroso aplauso del resto de los comensales.
El único momento tirante durante su estancia en la granja se produjo la mañana antes de Navidad. Tras darse una ducha caliente, Pedro salía del cuarto de baño con una toalla enrollada alrededor de sus estrechas caderas cuando se cruzó con Paula, que se dirigía hacia allí soñolienta. La joven, tan solo cubierta con un diminuto pijama cuyos pantalones cortos dejaban al descubierto sus interminables piernas, chocó de lleno contra el fornido torso masculino y a Pedro no le quedó más remedio que sujetarla con fuerza de los brazos para evitar que cayera.
—Perdón.
Pedro miró el rostro adormilado, aún sonrojado por el sueño, alzado hacia él, su brillante pelo revuelto, y el pecho femenino, que subía y bajaba agitado por el encontronazo, y tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no estrecharla contra él y besarla como la había besado aquel día en la nieve. Sin decir nada, la soltó despacio y observó como Paula se metía en el baño y cerraba la puerta tras ella.
Mientras recorría descalzo los escasos metros que le separaban de su habitación, Pedro se prometió a sí mismo que, en cuanto volviera a Londres, buscaría una pareja adecuada con la que apagar ese fuego que ardía en su interior.
***
Los días de vacaciones llegaron a su fin y Pedro y Pau se vieron obligados a regresar a la ciudad. Pedro se despidió de todos, agradeciendo en especial a Marisa su hospitalidad y lo amable que había sido con él.
—Vuelve cuando quieras, Pedro, has sido el huésped más agradable que Pau ha traído jamás.
—Eso es verdad —terció Roberto, el hermano mayor, pasando un brazo por los hombros de Paula—. Mi querida hermanita es muy aficionada a traer aquí a cualquier pobrecillo que encuentra en su camino. ¿Os acordáis cuando se presentó con el inefable Henry?
—No me lo recuerdes —respondió la madre de Pau llevándose una mano a la frente, abrumada—. Era vegetariano y no podía comer nada que hubiera formado parte, aún remotamente, de un animal. Ese año tuve que preparar un pavo de Navidad sin pavo. Imagínate.
—¿Y qué me decís de Ringo? —intervino Roberto, a pesar de las protestas de Paula—. Todavía hay una mancha en el techo del salón de cuando decidió llenar la casa de velas, para recuperar el espíritu de las Navidades pasadas. Pete, mi amigo el bombero, todavía me echa en cara que se perdió el pudding por venir a apagar el fuego de las cortinas.
Pedro echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. La familia Chaves era entrañable y con ellos había pasado las mejores Navidades desde hacía años. Cuando terminaron las despedidas, se subieron al coche y partieron.
—Lo he pasado muy bien, Paula.
—Me alegro.
—Tu familia es maravillosa, rara vez me he cruzado con gente tan agradable.
—Muchas gracias, Pedro, tú también les has caído muy bien.
Siguieron viajando en silencio durante un tiempo, hasta que Pedro que llevaba varios minutos dándole vueltas en su cabeza a cierto asunto lo rompió de golpe:
—Así que yo soy una más de tus obras de caridad —afirmó Pedro mirándola de reojo. Le irritaba que la chica le pusiera en el mismo saco que a cualquiera de sus patéticos amigos.
—No les hagas caso, Pedro. Ellos también eran tipos agradables.
—Me parece que tienes un corazón muy tierno.
La joven lo miró como si supiera lo que estaba pensando y comentó:
—No eres una obra de caridad, Pedro, eres un tipo triunfador, guapo y divertido, es solo... —Paula se interrumpió, mordiéndose el labio inferior.
—¿Solo qué? —Esta vez, Pedro no estaba dispuesto a dejarla escapar.
—Desde que te conocí, pensé que no eras feliz —soltó la joven casi sin respirar y se quedó esperando.
Pedro se la quedó mirando muy sorprendido.
—¿Por qué no iba a ser feliz? Tengo todo lo que puedo desear.
—¿Tú crees? —preguntó Pau mirándole con esos ojos afectuosos en los que a él le pareció detectar un poco de lástima; ¿cómo se atrevía a sentir lástima de él?
La chica percibió como la espalda de Pedro se ponía rígida, mientras sus ojos grises se volvían más y más fríos, y adivinó que, una vez más, su vecino se apresuraba a reforzar las inexpugnables defensas a su alrededor. Las manos masculinas apretaban con fuerza el volante; era evidente que estaba muy enfadado, pero Pau sabía que no lo demostraría. Su buena educación era más espesa que la piel de un elefante y pocas cosas lograban atravesarla. La joven suspiró arrepentida, no debería haber dicho nada.
Pedro siguió conduciendo en silencio hasta que llegaron a Londres. Cuando dejó a Paula y a Milo frente a la puerta de su piso, se limitó a decir:
—Buenas noches.
—Por favor, Pedro, no te enfades conmigo.
Pau alzó su mano y le acarició la mejilla. A su vecino le pareció el tipo de carantoña que también dedicaría a un perro sarnoso, y se apartó de su mano como si quemara.
—No estoy enfadado —mintió muy digno—. Buenas noches, Paula.
—Buenas noches, Pedro.
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