Durante las semanas que siguieron, Pedro cumplió su promesa y asistió a todos los eventos, cenas y compromisos sociales a los que lo invitaban. Conoció a muchas mujeres, pero en todas encontraba algo que le disgustaba: una era demasiado seria, otra demasiado baja, esa demasiado ruidosa, aquella demasiado agradable. Harry se desesperaba con él y le anunció que si seguía así, el famoso heredero del imperio Alfonso habría que encargarlo en un laboratorio.
Pedro estaba agotado; su ritmo de trabajo seguía siendo el mismo y, con tantas salidas, apenas dormía. Ya no tenía tiempo para correr, ni para jugar al ajedrez, así que no había vuelto a ver a su vecina. Ni falta que le hacía, se dijo a sí mismo.
A veces, cuando llegaba a su inmaculado y silencioso piso se sorprendía pensando que era tan acogedor como el quirófano un hospital. Últimamente siempre estaba de mal humor y lo volcaba sobre personas inocentes de forma totalmente injusta, lo que le hacía sentirse aún peor. Una intensa insatisfacción parecía reconcomerlo a todas horas y, a pesar de que se repetía a sí mismo que era una persona completamente feliz, sacudía la cabeza y maldecía a Paula Chaves, juzgándola responsable de su miserable estado de ánimo.
—No puedes seguir así, Pedro—le dijo un día su amigo Harry al observar sus profundas ojeras y la palidez de su rostro.
—¿Así cómo? —respondió Pedro con sarcasmo.
—Te va a acabar dando un infarto. Venga, confiesa de una vez, ¿qué es lo que ocurre? ¿Es tu madre? ¿Te sigue incordiando con sus mezquindades?
—Mi madre no tiene nada que ver. No seas estúpido, Harry, no me pasa nada en absoluto.
Harry lo dejó pasar por el momento, pero en cuanto llegó a su casa se lo comentó a su esposa.
—Me juego el cuello a que se trata de una mujer —afirmó Lisa, muy segura.
—Tonterías —respondió su marido—. Le he presentado a todas las mujeres solteras y atractivas de Londres, y no le ha gustado ninguna.
—Eso lo único que demuestra es que no se trata de una de esas estúpidas rubias pechugonas que insistes en buscarle —respondió Lisa con desdén.
—Pero, entonces ¿quién? Pedro no tiene tiempo material para conocer otras mujeres.
—Eso es verdad —afirmó su mujer con cierta perplejidad.
***
Entretanto, Pau seguía con su vida como de costumbre.
Echaba de menos las partidas de ajedrez y las conversaciones con Pedro, pero sabía que si él no quería verla no había nada que hacer. Paula era consciente de que Pedro era un hombre extremadamente orgulloso y de que ella lo había golpeado donde más dolía. Suspiró con cierta tristeza; le daba pena haber perdido un amigo, pero esperaba que, a la larga, todo eso redundaría en beneficio de su vecino.
Las cosas hubieran seguido así eternamente si un día Pedro no se hubiera encontrado en una situación algo peculiar. Había recibido una invitación para asistir a una gala benéfica a la que iría lo más granado de la alta sociedad londinense y cuyo organizador era un poderoso hombre de negocios con el que estaba interesado en cerrar una importante operación. Se suponía que todo el mundo acudía con pareja a ese tipo de veladas, pero en esos momentos Pedro no tenía ninguna. Sabía que cualquiera de las mujeres que le había presentado Harry daría lo que fuera por ir con él; no porque fuese un tipo irresistible —tampoco se hacía ilusiones al respecto— pero era rico, de buena familia y la gala prometía convertirse en el evento social del año, sin embargo no le apetecía ir con ninguna de ellas. Así que decidió tragarse su orgullo y pedírselo a su vecina; al menos ella no tendría una idea equivocada sobre sus intenciones.
Sin darse tiempo para arrepentirse, se plantó ante la puerta del piso de Paula y llamó al timbre. Tuvo que llamar dos veces más hasta que la puerta se abrió. Una Pau con la cara y las manos llenas de pegotes de pintura, el pelo recogido en un desgreñado moño y sus viejos vaqueros cubiertos por su decrépita bata llena de manchas, abrió la puerta y se quedó mirándolo pasmada.
—¡Pedro!
—Hola, Paula, venía a pedirte un favor —le dijo como si acabaran de verse el día anterior.
—Pasa, estaba pintando pero justo acabo de terminar y me disponía a cenar algo, ¿quieres acompañarme?
Pedro entró en el acogedor salón en el que un alegre fuego crepitaba en la chimenea. Milo dormitaba cerca y apenas levantó la cabeza cuando el hombre entró. Como de costumbre, había flores en un enorme jarrón de cristal y algunos objetos, aquí y allá, que enseguida hacían notar al visitante que la casa estaba habitada.
—Estás llena de pintura. —Sin poder evitarlo, Pedro alargó la mano y con su pulgar intentó quitar una mancha azul índigo que adornaba la mandíbula femenina, pero la pintura estaba seca y lo único que consiguió fue que su dedo le cosquilleara durante un buen rato. Pese a su aspecto desaliñado, Pedro pensó que Paula estaba preciosa. No sabía qué era, pero había algo en el rostro de su vecina que le relajaba.
—Si quieres puedo preparar algo rápido mientras te limpias un poco.
—Estupendo, Pedro, te prometo que no tardaré —contestó ella lanzándole una sonrisa que le cortó el aliento.
Pedro se dirigió a la cocina y abrió la nevera; dentro no había gran cosa, pero al fondo descubrió un poco de lechuga, un par de tomates, jamón y queso y, tras hacer una mayonesa casera, preparó unos sándwiches. Para beber, su vecina solo tenía agua o coca-cola, así que cogió un par de latas, llenó unos vasos con hielo y los añadió a la bandeja; lo llevó todo al salón y, a los pocos minutos, Paula hacía su aparición. Se había cambiado los vaqueros por otros un poco más nuevos, llevaba un jersey de cuello alto negro y tan solo iba calzada con unos gruesos calcetines de lana. El pelo, después de un importante cepillado, lo llevaba recogido en una coleta y su cara, sin rastro de maquillaje, y ya limpia de pintura, lucía tersa y perfecta. Pau se sentó en el sofá a lo indio y a Pedro le pareció absurdamente joven.
Pedro le tendió uno de los sándwiches y un plato y le sirvió la coca-cola en un vaso que dejó a su alcance sobre la mesa de centro. La joven se abalanzó sobre el emparedado y le dio un buen mordisco. Con la boca llena dijo:
—Hmm, delicioso.
Su vecino le sonrió, consciente de cuanto la había echado de menos; a pesar de sus impertinencias y de sus salidas de tono, le gustaba estar con ella. Comenzó a comerse su sándwich y se felicitó a sí mismo, estaba buenísimo. Cuando terminaron de cenar, Paula apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los párpados, estaba cansada.
—¿Cuál es el favor que querías pedirme? —preguntó, curiosa.
—Verás, necesito una pareja para ir a un baile.
Pau abrió los ojos de golpe y se lo quedó mirando incrédula.
—¡Bromeas!
—En absoluto, necesito una pareja para acudir a la gala benéfica de Health4U.
—¡Me estás tomando el pelo! La mayoría de las mujeres mataría por ir invitada a esa gala. ¿Qué pasa con Alicia? ¿Os habéis peleado?
—Digamos que lo más seguro es que Alicia acuda como pareja de uno de mis más odiados rivales.
—Entiendo —afirmó Paula dirigiéndole una pícara sonrisa—. Así que quieres darle celos a la bella Alicia...
—No exactamente. —Sin embargo, a Pedro no le importó que la joven creyera que ese era su verdadero motivo. En realidad, no sabía cuál era el verdadero motivo por el que había decidido pedirle a su vecina que lo acompañara, pero, por el momento, prefería no pensar en ello.
—Entonces, ¿puedo contar contigo?
—¡No me lo perdería por nada del mundo! —respondió Paula, entusiasmada.
—Respecto al vestido yo lo pagaré, no tienes por qué gastarte tu dinero.
—No te preocupes por eso, Pedro. Mi amiga Fiona tiene una boutique de ropa de segunda mano y entre las dos seguro que encontramos algo.
Pedro la miró dubitativo, pero decidió no decir nada.
—Perfecto. Entonces el viernes pasaré a buscarte a las nueve.
***
El viernes, a las nueve en punto, Pedro pulsó el timbre del piso de su vecina. La puerta se abrió y el hombre se quedó inmóvil en el umbral, incapaz de pronunciar palabra. Paula llevaba un elegante vestido de tirantes de color rojo, que se adaptaba a su esbelta figura como un guante de látex y subrayaba el tono cremoso de su piel. De su melena, recogida en un moño alto, escapaban algunos sedosos mechones ondulados. Un escote de vértigo dejaba su espalda completamente al aire y en uno de los laterales de la prenda la seductora raja, que le llegaba a medio muslo, permitía entrever una de sus maravillosas piernas. Los tacones de sus sandalias eran de diez centímetros y, con ellos puestos, la frente de la chica quedaba a la altura de su mandíbula. Pedro se dio cuenta de que seguía contemplándola con la boca abierta y la cerró de golpe, tratando de reunir de nuevo su juicio disperso.
—Estás maravillosa —consiguió articular por fin.
Los incitantes labios femeninos, pintados en un tono discreto, esbozaron una sonrisa complacida.
—Muchas gracias, Pedro, tú tampoco estás nada mal —afirmó Paula recorriendo con la mirada la alta y distinguida figura enfundada en su elegante esmoquin negro—. Esta noche la bella Alicia se va a morir de envidia.
Pedro notó el brillo malicioso de sus ojos y sintió algo de lástima por la pobre Alicia.
—Permíteme. —El hombre cogió el abrigo que Pau llevaba colgado del brazo y la ayudó a ponérselo.
La combinación del suave perfume de Paula con el aroma que desprendía su piel hizo que, una vez más, a Pedro se le dilataran las aletas de la nariz y se viera obligado a tragar saliva. Tratando de contener los pensamientos, nada adecuados, que le daban vueltas en la cabeza, apoyó con ligereza una de sus fuertes manos en la cintura de la joven y la condujo hacia la puerta.
Durante el trayecto en coche, Pedro apenas podía apartar la mirada de la chica que charlaba con él tan animada como de costumbre y tuvo que inspirar un par de veces, en un intento desesperado por recuperar la tranquilidad. Al llegar a la entrada del palacete brillantemente iluminado donde iba a tener lugar el acto, los flashes de los paparazzi destellaron, inagotables, y Pedro fue consciente de que la foto de ambos saldría al día siguiente en la sección de sociedad de todos los periódicos.
Por fin, consiguieron llegar hasta lo alto de la escalinata donde el anfitrión recibía a los invitados. El hombre les saludó muy cordial y les invitó a pasar a la mansión, decorada con profusión de flores y velas. Pedro notó que los hombres no apartaban los ojos de Paula, mientras que las mujeres la examinaban de arriba abajo con curiosidad y sintió una mezcla de irritación y orgullo por llevar a semejante mujer colgada de su brazo. Varios conocidos suyos se le acercaron obligándolo a hacer nuevas presentaciones y Paula se mostró natural y simpática con todos ellos.
—Mira quién está aquí. Pedro y su encantadora vecinita.
La aguda voz de Alicia le produjo un ligero sobresalto, pero lo disimuló bien.
—Hola Alicia,Stuart. Querida, a Alicia ya la conoces, te presento a Brad Stuart. Stuart, esta es Paula Chaves. —Brad se llevó la mano de Pau a los labios, sin tratar de esconder la mirada libidinosa con la que recorrió su cuerpo con morosidad.
—¡Vaya, Alfonso! Desde luego tienes buen ojo para la belleza.
Si las miradas pudieran matar, Brad Stuart se habría derrumbado ahí mismo después de recibir la que Alicia le lanzó, cargada con una dosis letal de veneno.
—Creo que estamos en la misma mesa, querido —comentó Alicia sonriéndole a Pedro de un modo tan insinuante, que a Pau le hubiera gustado arrancarle sus gruesos labios pintados de rojo, tirarlos al suelo, y pisotearlos con los afilados tacones de sus zapatos.
—Voy a enseñarle a Paula todo esto. Luego nos vemos.
—No sé cómo puedes estar celoso de Brad —declaró Pau en cuanto estuvieron a una distancia prudencial de la pareja—. Es un hombre BAH.
—¿BAH? ¿No es TOP? —interrogó Pedro con curiosidad.
—No es BAH. Barrigón, arrogante e hipócrita.
—Creo que has acertado de pleno con el retrato psicológico —comentó Pedro muy serio, disimulando una sonrisa.
—¿Verdad? —respondió Paula, satisfecha.
—Pero para tu información, te diré que no tengo celos de él. Alicia no significa nada para mí.
—Querido, Pedro, conmigo no es necesario que finjas, pero esta noche Alicia se va a arrepentir con toda su alma de haberte dejado escapar...
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