domingo, 25 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 19





Durante las semanas que siguieron, Pedro cumplió su promesa y asistió a todos los eventos, cenas y compromisos sociales a los que lo invitaban. Conoció a muchas mujeres, pero en todas encontraba algo que le disgustaba: una era demasiado seria, otra demasiado baja, esa demasiado ruidosa, aquella demasiado agradable. Harry se desesperaba con él y le anunció que si seguía así, el famoso heredero del imperio Alfonso habría que encargarlo en un laboratorio.


Pedro estaba agotado; su ritmo de trabajo seguía siendo el mismo y, con tantas salidas, apenas dormía. Ya no tenía tiempo para correr, ni para jugar al ajedrez, así que no había vuelto a ver a su vecina. Ni falta que le hacía, se dijo a sí mismo.


A veces, cuando llegaba a su inmaculado y silencioso piso se sorprendía pensando que era tan acogedor como el quirófano un hospital. Últimamente siempre estaba de mal humor y lo volcaba sobre personas inocentes de forma totalmente injusta, lo que le hacía sentirse aún peor. Una intensa insatisfacción parecía reconcomerlo a todas horas y, a pesar de que se repetía a sí mismo que era una persona completamente feliz, sacudía la cabeza y maldecía a Paula Chaves, juzgándola responsable de su miserable estado de ánimo.


—No puedes seguir así, Pedro—le dijo un día su amigo Harry al observar sus profundas ojeras y la palidez de su rostro.


—¿Así cómo? —respondió Pedro con sarcasmo.


—Te va a acabar dando un infarto. Venga, confiesa de una vez, ¿qué es lo que ocurre? ¿Es tu madre? ¿Te sigue incordiando con sus mezquindades?


—Mi madre no tiene nada que ver. No seas estúpido, Harry, no me pasa nada en absoluto.


Harry lo dejó pasar por el momento, pero en cuanto llegó a su casa se lo comentó a su esposa.


—Me juego el cuello a que se trata de una mujer —afirmó Lisa, muy segura.


—Tonterías —respondió su marido—. Le he presentado a todas las mujeres solteras y atractivas de Londres, y no le ha gustado ninguna.


—Eso lo único que demuestra es que no se trata de una de esas estúpidas rubias pechugonas que insistes en buscarle —respondió Lisa con desdén.


—Pero, entonces ¿quién? Pedro no tiene tiempo material para conocer otras mujeres.


—Eso es verdad —afirmó su mujer con cierta perplejidad.



***


Entretanto, Pau seguía con su vida como de costumbre. 


Echaba de menos las partidas de ajedrez y las conversaciones con Pedro, pero sabía que si él no quería verla no había nada que hacer. Paula era consciente de que Pedro era un hombre extremadamente orgulloso y de que ella lo había golpeado donde más dolía. Suspiró con cierta tristeza; le daba pena haber perdido un amigo, pero esperaba que, a la larga, todo eso redundaría en beneficio de su vecino.


Las cosas hubieran seguido así eternamente si un día Pedro no se hubiera encontrado en una situación algo peculiar. Había recibido una invitación para asistir a una gala benéfica a la que iría lo más granado de la alta sociedad londinense y cuyo organizador era un poderoso hombre de negocios con el que estaba interesado en cerrar una importante operación. Se suponía que todo el mundo acudía con pareja a ese tipo de veladas, pero en esos momentos Pedro no tenía ninguna. Sabía que cualquiera de las mujeres que le había presentado Harry daría lo que fuera por ir con él; no porque fuese un tipo irresistible —tampoco se hacía ilusiones al respecto— pero era rico, de buena familia y la gala prometía convertirse en el evento social del año, sin embargo no le apetecía ir con ninguna de ellas. Así que decidió tragarse su orgullo y pedírselo a su vecina; al menos ella no tendría una idea equivocada sobre sus intenciones.


Sin darse tiempo para arrepentirse, se plantó ante la puerta del piso de Paula y llamó al timbre. Tuvo que llamar dos veces más hasta que la puerta se abrió. Una Pau con la cara y las manos llenas de pegotes de pintura, el pelo recogido en un desgreñado moño y sus viejos vaqueros cubiertos por su decrépita bata llena de manchas, abrió la puerta y se quedó mirándolo pasmada.


—¡Pedro!


—Hola, Paula, venía a pedirte un favor —le dijo como si acabaran de verse el día anterior.


—Pasa, estaba pintando pero justo acabo de terminar y me disponía a cenar algo, ¿quieres acompañarme?


Pedro entró en el acogedor salón en el que un alegre fuego crepitaba en la chimenea. Milo dormitaba cerca y apenas levantó la cabeza cuando el hombre entró. Como de costumbre, había flores en un enorme jarrón de cristal y algunos objetos, aquí y allá, que enseguida hacían notar al visitante que la casa estaba habitada.


—Estás llena de pintura. —Sin poder evitarlo, Pedro alargó la mano y con su pulgar intentó quitar una mancha azul índigo que adornaba la mandíbula femenina, pero la pintura estaba seca y lo único que consiguió fue que su dedo le cosquilleara durante un buen rato. Pese a su aspecto desaliñado, Pedro pensó que Paula estaba preciosa. No sabía qué era, pero había algo en el rostro de su vecina que le relajaba.


—Si quieres puedo preparar algo rápido mientras te limpias un poco.


—Estupendo, Pedro, te prometo que no tardaré —contestó ella lanzándole una sonrisa que le cortó el aliento.


Pedro se dirigió a la cocina y abrió la nevera; dentro no había gran cosa, pero al fondo descubrió un poco de lechuga, un par de tomates, jamón y queso y, tras hacer una mayonesa casera, preparó unos sándwiches. Para beber, su vecina solo tenía agua o coca-cola, así que cogió un par de latas, llenó unos vasos con hielo y los añadió a la bandeja; lo llevó todo al salón y, a los pocos minutos, Paula hacía su aparición. Se había cambiado los vaqueros por otros un poco más nuevos, llevaba un jersey de cuello alto negro y tan solo iba calzada con unos gruesos calcetines de lana. El pelo, después de un importante cepillado, lo llevaba recogido en una coleta y su cara, sin rastro de maquillaje, y ya limpia de pintura, lucía tersa y perfecta. Pau se sentó en el sofá a lo indio y a Pedro le pareció absurdamente joven.


Pedro le tendió uno de los sándwiches y un plato y le sirvió la coca-cola en un vaso que dejó a su alcance sobre la mesa de centro. La joven se abalanzó sobre el emparedado y le dio un buen mordisco. Con la boca llena dijo:
—Hmm, delicioso.


Su vecino le sonrió, consciente de cuanto la había echado de menos; a pesar de sus impertinencias y de sus salidas de tono, le gustaba estar con ella. Comenzó a comerse su sándwich y se felicitó a sí mismo, estaba buenísimo. Cuando terminaron de cenar, Paula apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los párpados, estaba cansada.


—¿Cuál es el favor que querías pedirme? —preguntó, curiosa.


—Verás, necesito una pareja para ir a un baile.


Pau abrió los ojos de golpe y se lo quedó mirando incrédula.


—¡Bromeas!


—En absoluto, necesito una pareja para acudir a la gala benéfica de Health4U.


—¡Me estás tomando el pelo! La mayoría de las mujeres mataría por ir invitada a esa gala. ¿Qué pasa con Alicia? ¿Os habéis peleado?


—Digamos que lo más seguro es que Alicia acuda como pareja de uno de mis más odiados rivales.


—Entiendo —afirmó Paula dirigiéndole una pícara sonrisa—. Así que quieres darle celos a la bella Alicia...


—No exactamente. —Sin embargo, a Pedro no le importó que la joven creyera que ese era su verdadero motivo. En realidad, no sabía cuál era el verdadero motivo por el que había decidido pedirle a su vecina que lo acompañara, pero, por el momento, prefería no pensar en ello.


—Entonces, ¿puedo contar contigo?


—¡No me lo perdería por nada del mundo! —respondió Paula, entusiasmada.


—Respecto al vestido yo lo pagaré, no tienes por qué gastarte tu dinero.


—No te preocupes por eso, Pedro. Mi amiga Fiona tiene una boutique de ropa de segunda mano y entre las dos seguro que encontramos algo.


Pedro la miró dubitativo, pero decidió no decir nada.


—Perfecto. Entonces el viernes pasaré a buscarte a las nueve.



***


El viernes, a las nueve en punto, Pedro pulsó el timbre del piso de su vecina. La puerta se abrió y el hombre se quedó inmóvil en el umbral, incapaz de pronunciar palabra. Paula llevaba un elegante vestido de tirantes de color rojo, que se adaptaba a su esbelta figura como un guante de látex y subrayaba el tono cremoso de su piel. De su melena, recogida en un moño alto, escapaban algunos sedosos mechones ondulados. Un escote de vértigo dejaba su espalda completamente al aire y en uno de los laterales de la prenda la seductora raja, que le llegaba a medio muslo, permitía entrever una de sus maravillosas piernas. Los tacones de sus sandalias eran de diez centímetros y, con ellos puestos, la frente de la chica quedaba a la altura de su mandíbula. Pedro se dio cuenta de que seguía contemplándola con la boca abierta y la cerró de golpe, tratando de reunir de nuevo su juicio disperso.


—Estás maravillosa —consiguió articular por fin.


Los incitantes labios femeninos, pintados en un tono discreto, esbozaron una sonrisa complacida.


—Muchas gracias, Pedro, tú tampoco estás nada mal —afirmó Paula recorriendo con la mirada la alta y distinguida figura enfundada en su elegante esmoquin negro—. Esta noche la bella Alicia se va a morir de envidia.


Pedro notó el brillo malicioso de sus ojos y sintió algo de lástima por la pobre Alicia.


—Permíteme. —El hombre cogió el abrigo que Pau llevaba colgado del brazo y la ayudó a ponérselo.


La combinación del suave perfume de Paula con el aroma que desprendía su piel hizo que, una vez más, a Pedro se le dilataran las aletas de la nariz y se viera obligado a tragar saliva. Tratando de contener los pensamientos, nada adecuados, que le daban vueltas en la cabeza, apoyó con ligereza una de sus fuertes manos en la cintura de la joven y la condujo hacia la puerta.


Durante el trayecto en coche, Pedro apenas podía apartar la mirada de la chica que charlaba con él tan animada como de costumbre y tuvo que inspirar un par de veces, en un intento desesperado por recuperar la tranquilidad. Al llegar a la entrada del palacete brillantemente iluminado donde iba a tener lugar el acto, los flashes de los paparazzi destellaron, inagotables, y Pedro fue consciente de que la foto de ambos saldría al día siguiente en la sección de sociedad de todos los periódicos.


Por fin, consiguieron llegar hasta lo alto de la escalinata donde el anfitrión recibía a los invitados. El hombre les saludó muy cordial y les invitó a pasar a la mansión, decorada con profusión de flores y velas. Pedro notó que los hombres no apartaban los ojos de Paula, mientras que las mujeres la examinaban de arriba abajo con curiosidad y sintió una mezcla de irritación y orgullo por llevar a semejante mujer colgada de su brazo. Varios conocidos suyos se le acercaron obligándolo a hacer nuevas presentaciones y Paula se mostró natural y simpática con todos ellos.


—Mira quién está aquí. Pedro y su encantadora vecinita.


La aguda voz de Alicia le produjo un ligero sobresalto, pero lo disimuló bien.


—Hola Alicia,Stuart. Querida, a Alicia ya la conoces, te presento a Brad Stuart. Stuart, esta es Paula Chaves. —Brad se llevó la mano de Pau a los labios, sin tratar de esconder la mirada libidinosa con la que recorrió su cuerpo con morosidad.


—¡Vaya, Alfonso! Desde luego tienes buen ojo para la belleza.


Si las miradas pudieran matar, Brad Stuart se habría derrumbado ahí mismo después de recibir la que Alicia le lanzó, cargada con una dosis letal de veneno.


—Creo que estamos en la misma mesa, querido —comentó Alicia sonriéndole a Pedro de un modo tan insinuante, que a Pau le hubiera gustado arrancarle sus gruesos labios pintados de rojo, tirarlos al suelo, y pisotearlos con los afilados tacones de sus zapatos.


—Voy a enseñarle a Paula todo esto. Luego nos vemos.


—No sé cómo puedes estar celoso de Brad —declaró Pau en cuanto estuvieron a una distancia prudencial de la pareja—. Es un hombre BAH.


—¿BAH? ¿No es TOP? —interrogó Pedro con curiosidad.


—No es BAH. Barrigón, arrogante e hipócrita.


—Creo que has acertado de pleno con el retrato psicológico —comentó Pedro muy serio, disimulando una sonrisa.


—¿Verdad? —respondió Paula, satisfecha.


—Pero para tu información, te diré que no tengo celos de él. Alicia no significa nada para mí.


—Querido, Pedro, conmigo no es necesario que finjas, pero esta noche Alicia se va a arrepentir con toda su alma de haberte dejado escapar...





MAS QUE VECINOS: CAPITULO 18





Los días siguientes Pedro no tuvo tiempo de aburrirse como tanto había temido antes de salir de Londres. Todas las mañanas montaban a caballo por los alrededores y Pau aprovechaba para señalarle los lugares más interesantes del condado. A veces les acompañaban sus hermanos y entonces emprendían veloces galopadas para ver quién era el más rápido y junto a la chimenea del salón tuvieron lugar interminables partidas de cartas, a las que los Chaves eran muy aficionados. Pedro ayudó a Marisa a preparar el pavo la víspera de Navidad y, en cuanto terminaron de comer el día veinticinco, recibió un caluroso aplauso del resto de los comensales.


El único momento tirante durante su estancia en la granja se produjo la mañana antes de Navidad. Tras darse una ducha caliente, Pedro salía del cuarto de baño con una toalla enrollada alrededor de sus estrechas caderas cuando se cruzó con Paula, que se dirigía hacia allí soñolienta. La joven, tan solo cubierta con un diminuto pijama cuyos pantalones cortos dejaban al descubierto sus interminables piernas, chocó de lleno contra el fornido torso masculino y a Pedro no le quedó más remedio que sujetarla con fuerza de los brazos para evitar que cayera.


—Perdón.


Pedro miró el rostro adormilado, aún sonrojado por el sueño, alzado hacia él, su brillante pelo revuelto, y el pecho femenino, que subía y bajaba agitado por el encontronazo, y tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no estrecharla contra él y besarla como la había besado aquel día en la nieve. Sin decir nada, la soltó despacio y observó como Paula se metía en el baño y cerraba la puerta tras ella. 


Mientras recorría descalzo los escasos metros que le separaban de su habitación, Pedro se prometió a sí mismo que, en cuanto volviera a Londres, buscaría una pareja adecuada con la que apagar ese fuego que ardía en su interior.



***


Los días de vacaciones llegaron a su fin y Pedro y Pau se vieron obligados a regresar a la ciudad. Pedro se despidió de todos, agradeciendo en especial a Marisa su hospitalidad y lo amable que había sido con él.


—Vuelve cuando quieras, Pedro, has sido el huésped más agradable que Pau ha traído jamás.


—Eso es verdad —terció Roberto, el hermano mayor, pasando un brazo por los hombros de Paula—. Mi querida hermanita es muy aficionada a traer aquí a cualquier pobrecillo que encuentra en su camino. ¿Os acordáis cuando se presentó con el inefable Henry?


—No me lo recuerdes —respondió la madre de Pau llevándose una mano a la frente, abrumada—. Era vegetariano y no podía comer nada que hubiera formado parte, aún remotamente, de un animal. Ese año tuve que preparar un pavo de Navidad sin pavo. Imagínate.


—¿Y qué me decís de Ringo? —intervino Roberto, a pesar de las protestas de Paula—. Todavía hay una mancha en el techo del salón de cuando decidió llenar la casa de velas, para recuperar el espíritu de las Navidades pasadas. Pete, mi amigo el bombero, todavía me echa en cara que se perdió el pudding por venir a apagar el fuego de las cortinas.


Pedro echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. La familia Chaves era entrañable y con ellos había pasado las mejores Navidades desde hacía años. Cuando terminaron las despedidas, se subieron al coche y partieron.


—Lo he pasado muy bien, Paula.


—Me alegro.


—Tu familia es maravillosa, rara vez me he cruzado con gente tan agradable.


—Muchas gracias, Pedro, tú también les has caído muy bien.


Siguieron viajando en silencio durante un tiempo, hasta que Pedro que llevaba varios minutos dándole vueltas en su cabeza a cierto asunto lo rompió de golpe:
—Así que yo soy una más de tus obras de caridad —afirmó Pedro mirándola de reojo. Le irritaba que la chica le pusiera en el mismo saco que a cualquiera de sus patéticos amigos.


—No les hagas caso, Pedro. Ellos también eran tipos agradables.


—Me parece que tienes un corazón muy tierno.


La joven lo miró como si supiera lo que estaba pensando y comentó:
—No eres una obra de caridad, Pedro, eres un tipo triunfador, guapo y divertido, es solo... —Paula se interrumpió, mordiéndose el labio inferior.


—¿Solo qué? —Esta vez, Pedro no estaba dispuesto a dejarla escapar.


—Desde que te conocí, pensé que no eras feliz —soltó la joven casi sin respirar y se quedó esperando.


Pedro se la quedó mirando muy sorprendido.


—¿Por qué no iba a ser feliz? Tengo todo lo que puedo desear.


—¿Tú crees? —preguntó Pau mirándole con esos ojos afectuosos en los que a él le pareció detectar un poco de lástima; ¿cómo se atrevía a sentir lástima de él?


La chica percibió como la espalda de Pedro se ponía rígida, mientras sus ojos grises se volvían más y más fríos, y adivinó que, una vez más, su vecino se apresuraba a reforzar las inexpugnables defensas a su alrededor. Las manos masculinas apretaban con fuerza el volante; era evidente que estaba muy enfadado, pero Pau sabía que no lo demostraría. Su buena educación era más espesa que la piel de un elefante y pocas cosas lograban atravesarla. La joven suspiró arrepentida, no debería haber dicho nada.


Pedro siguió conduciendo en silencio hasta que llegaron a Londres. Cuando dejó a Paula y a Milo frente a la puerta de su piso, se limitó a decir:
—Buenas noches.


—Por favor, Pedro, no te enfades conmigo.


Pau alzó su mano y le acarició la mejilla. A su vecino le pareció el tipo de carantoña que también dedicaría a un perro sarnoso, y se apartó de su mano como si quemara.


—No estoy enfadado —mintió muy digno—. Buenas noches, Paula.


—Buenas noches, Pedro.


sábado, 24 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 17






A la mañana siguiente cuando llamó al timbre de su vecina, apenas tuvo que esperar unos segundos. Paula ya estaba lista, vestida con unos pantalones ajustados, un grueso jersey de cuello vuelto y unas botas altas forradas de borrego. En el suelo descansaba una enorme maleta con su gruesa cazadora encima y abundante material de pintura. Un obediente Milo esperaba sentado a su lado, rodeado de su propio equipaje.


—Muy puntual —declaró Pedro mirándola con aprobación—. ¿Has avisado a tu madre de mi llegada?


—Sí. La telefoneé esta mañana y dijo que estaría encantada de recibirte.


—Perfecto. —Pedro cogió la mayor parte de los bultos y se dirigió hacia el ascensor, mientras la joven lo seguía con Milo.


Metieron al perro en el maletero junto con el resto del equipaje y ellos se sentaron delante. Pau miró con disimulo a su atractivo vecino que ese día llevaba puesta una elegante chaqueta de sport y le gustó lo que vio; sabía que a su madre también le gustaría Pedro, y solo esperaba que no se le metieran ideas absurdas respecto a ellos dos en la cabeza.


El paisaje volaba ante sus ojos cubierto por una espesa capa de nieve que aumentaba su belleza serena. Por fortuna, no quedaba ni rastro de hielo en el asfalto, así que no tuvieron ningún problema en todo el viaje, que resultó de lo más agradable.


A Pau le sorprendió encontrar a su vecino tan animado. 


Pedro también estaba algo desconcertado con su actitud; de repente, se sentía muy contento de haber decidido acompañarla y se alegraba de no tener que pasar solo esas fiestas que siempre le resultaban algo deprimentes. Solo se detuvieron una vez a echar gasolina y a tomar un café, así que llegaron a casa de los padres de Paula justo a tiempo para la comida.


Debían haber oído el sonido del motor pues, cuando Pau y Pedro se bajaron del coche, un comité de bienvenida, compuesto por sus padres y sus tres hermanos, les esperaba en la puerta de la casa para recibirlos.


Pedro notó que Paula se quedaba muy rígida a su lado y, extrañado, vio como, de pronto, la joven daba media vuelta y salía corriendo por el jardín nevado en dirección contraria. La explicación llegó enseguida, en forma de tres tipos enormes que salieron en su persecución gritando como lunáticos. Al final, uno de ellos se lanzó en plancha y agarró las piernas de Pau derribándola sobre el suelo helado. Los otros dos cogieron puñados de nieve y empezaron a metérselos por el cuello y por debajo del jersey, mientras ella gritaba sin pausa pidiendo socorro.


Los padres de Paula miraban la escena, divertidos, así que Pedro no se atrevió a intervenir. Por fin, los hombres juzgaron que la tortura había durado lo suficiente y ayudaron a la pobre chica a ponerse en pie.


—¡Me las pagaréis los tres! —amenazó Paula blandiendo su puño ante sus caras, aunque su expresión risueña contradecía su aparente enfado.


De nuevo se acercó a Pedro, con el pelo revuelto y el rostro congestionado por el esfuerzo y los presentó.


Pedro Alfonso, mis tres horribles hermanos mayores, Roberto, Jaime y David. —Después lo condujo hasta la entrada de la casa y le presentó a sus padres.


—Papá, Mamá, este es Pedro AlfonsoPedro, mis padres Marisa y Martin.


Pedro les estrechó la mano a ambos y les agradeció su amabilidad por recibirlo en su casa sin haber avisado.


—No te preocupes, Pedro, ¿puedo llamarte así? —Pedro asintió con una sonrisa y la madre de Pau prosiguió, mirándolo con aprobación—. Llámame Marisa. Los amigos de mis hijos son siempre bienvenidos.


Pedro le sorprendió el calor que irradiaba toda la familia; quizá eran sus genes latinos los que hacían que se mostraran tan cariñosos los unos con los otros, intercambiando continuamente besos y abrazos sin ningún tipo de embarazo. Para Alfonso, que provenía de una familia poco dada a la exhibición de sentimientos en público, los Chaves suponían una gran novedad. Ahora entendía de dónde le venía a Pau esa necesidad de tocar y besar a todo el mundo.


La casa, una antigua granja de estilo tudor con un tejado de pizarra a dos aguas de pendiente muy marcada y muros de estuco blanco entramados con piezas de roble oscurecido, tenía mucho encanto y, a pesar de no ser excesivamente amplia, resultaba muy acogedora. Pau lo acompañó a una pequeña habitación de techo abuhardillado y le advirtió que tendría que compartir con ella el baño que había al fondo del pasillo.


Cuando terminó de deshacer su equipaje, Pedro bajó al salón como le había indicado Paula y la encontró allí, sentada en el regazo de su padre y abrazada a su cuello como si aún tuviera ocho años. Mientras contemplaba la tierna escena, una cálida sensación inundó su cuerpo y, una vez más, se alegró de haber venido.


Enseguida, Marisa anunció que la comida estaba lista y todos se sentaron alrededor de la gran mesa de madera del comedor. El almuerzo resultó muy alegre; los hermanos de Pau la pinchaban a menudo, pero se notaba que la chica estaba acostumbrada a ese tratamiento, pues les respondía con agudeza, sin enfadarse jamás. El señor Chaves era profesor y Pedro no tuvo problemas para encontrar temas de conversación interesantes de los que hablar con él. Marisa, la madre, era el alma de la casa; se preocupaba de facilitarle la vida a su despistado marido sin que este pareciera percatarse de ello y manejaba a sus arrolladores hijos —incluida Paula— con mano de hierro, aunque se notaba que sentía adoración por todos ellos. A Pedro enseguida le hicieron sentirse uno más y, al poco tiempo, la misma Marisa lo regañaba por no querer repetir por tercera vez.


Tras el pantagruélico almuerzo, todos ayudaron a recoger los cacharros. Después, sus padres se fueron a dormir la siesta y Pau propuso dar un paseo para bajar la comida. Sus hermanos prefirieron quedarse en casa, pero Pedro se apuntó, encantado; se sentía terriblemente pesado y quería conocer los alrededores de la pintoresca granja. Así que, bien abrigados y acompañados por un entusiasta Milo, que esta vez no iba sujeto por la correa, salieron al exterior. 


Deambularon durante un buen rato por los prados cubiertos de nieve sin apenas hablar, escuchando en el profundo silencio que los rodeaba el sonido de sus pisadas que, al aplastar la nieve, restallaba como un latigazo.


—La campiña es muy bella en esta zona.


—¿Verdad que sí? —asintió Pau, entusiasmada—. Adoro volver a casa.


Pedro miró su rostro sonrojado por el frío, enmarcado por el gorro y la bufanda de lana de alegres colores, y él también la encontró adorable.


—¿Pasaste aquí tu infancia?


—Sí crecí aquí. Me encanta pasear por los prados, montar a caballo, bañarme en la laguna que hay unos metros más allá —comentó Paula señalando hacia la derecha con una mano—. Como diría mi madre siempre fui su cuarto varón. De pequeña era un auténtico chicazo.


—Nadie que te viera ahora lo creería.


—Caramba, Pedro —declaró la chica mirándole con sus grandes y sonrientes ojos castaños—, creo que me acabas de hacer un cumplido


—Quizá —respondió él con vaguedad.


—¡Te echo una carrera, el primero que llegue hasta ese roble de ahí gana! —gritó Pau saliendo disparada.


Pedro reaccionó en el acto y la persiguió a toda velocidad, pero Paula era muy rápida y le costó alcanzarla. Para detenerla antes de que consiguiera alcanzar la meta, Pedro se arrojó sobre ella y la placó como había hecho su hermano y, una vez más, Pau se encontró tumbada todo lo larga que era sobre el suelo nevado. Pedro le dio la vuelta, se subió sobre ella y la inmovilizó.


—Y ahora ¿qué? —preguntó Pedro sujetando las muñecas femeninas sobre su cabeza con una mano y acercando el rostro a su cara para mirarla.


A pesar de su crítica situación, Paula se reía con su risa contagiosa y el hombre no pudo evitar esbozar una sonrisa.


—Está bien, tú ganas —declaró la chica, sonriente, mientras sus ojos bailoteaban de diversión.


—¿Y mi recompensa? —preguntó él mirando sus delicados rasgos con intensidad.


—No hablamos de ninguna recompensa, señor Alfonso.


—Entonces yo mismo elegiré mi premio —anunció él inclinando aún más la cabeza, hasta que sus labios quedaron a tan solo un par de centímetros de la boca femenina.


Pau se retorció bajo su cuerpo, pero sus vanos intentos de liberarse solo sirvieron para despertar en Pedro un intenso ardor.


—No lo hagas, Pedro, recuerda la maldición —susurró la joven y el aire cálido de su aliento lo rozó, haciéndolo excitarse aún más.


—Ya te dije que soy un pragmático hombre de negocios, Paula. No creo en las maldiciones.


Con delicadeza, Pedro posó sus labios sobre los de ella sintiendo el frescor de su boca y, tal y como le había ocurrido en las otras dos ocasiones en que la besó, los plomos de su mente se fundieron de golpe. Al notar la inequívoca respuesta de Paula, empezó a besarla con ansia infinita; por un momento, Pedro olvidó por completo dónde estaban y cómo habían llegado hasta allí, y su único pensamiento inteligible fue que debía hacerla suya en ese mismo instante. 


Deslizó la mano bajo el jersey de Paula hasta posarla sobre uno de los firmes pechos y percibió, satisfecho, que encajaba a la perfección en el hueco de su mano. Notó que la joven se arqueaba contra él y su pasión alcanzó el grado de ebullición. Sin embargo, poco después sintió los pequeños puños enguantados golpear sus hombros y se percató de que no era que Pau estuviera excitada, sino que luchaba contra él. Horrorizado, dejó de besarla en el acto y levantó la cabeza.


Pedro, para, por favor —suplicó la chica mirándolo con lo que a él le pareció una mirada de auténtico terror.


—Lo siento, Paula, perdóname —suplicó en un tono ronco y en el acto se quitó de encima de ella y la ayudó a levantarse.


Pau consiguió permanecer erguida a pesar de sus piernas temblorosas. ¡Por Dios, no entendía por qué ese hombre conseguía excitarla de semejante manera! Le había costado un esfuerzo sobrehumano pedirle que se detuviera, pero era consciente de que no debía dejarse llevar por su cuerpo traidor.


—No hay nada que perdonar, Pedro, pero no debemos permitir que vuelva a ocurrir. Ya te dije una vez que no besas mal, de hecho lo haces francamente bien, pero yo no quiero tener un lío con un hombre que está a punto de casarse. —Pedro trató de abrir la boca para negar esa posibilidad, pero Pau lo interrumpió—. Es inútil que lo niegues. Sé que ahora mismo estás alterado, pero cuando recobres la sensatez te alegrarás de que te haya detenido antes de cometer una tontería. Yo te considero un buen amigo, Pedro, y creo que sería una estupidez tirar por la borda algo tan poco usual, para cambiarlo por un revolcón sin importancia.


Pedro recibió sus prudentes palabras como un punching-ball un rosario de golpes. Aturdido, miró los labios femeninos que acababan de pronunciarlas, enrojecidos y ligeramente hinchados, y deseó inclinarse de nuevo sobre ellos y besarlos hasta que le suplicara clemencia. No entendía qué demonios le ocurría. Nunca antes había perdido así el control de sus pasiones con una mujer, pero, si Paula no lo hubiera detenido, le habría hecho el amor allí mismo, sobre ese suelo congelado. Sacudió la cabeza tratando de que sus pensamientos recobraran la coherencia. Pau aún creía que iba a casarse con Alicia, tenía que sacarla de su error pero, casi al instante, se preguntó por qué debía hacerlo; al fin y al cabo, no pretendía tener una relación seria con Paula Chaves, ¿verdad?


Los dos eran tan diferentes como la noche y el día, y Pau ni siquiera pertenecía al prototipo de rubia curvilínea por las que se sentía atraído. Además, sabía que ella nunca comprendería sus horarios interminables de trabajo, ni sus continuos viajes de negocios y tampoco podía arriesgarse a presentársela a sus colegas; era capaz de soltarles la primera frivolidad que se le pasara por la cabeza.


No, Pau Chaves no era la mujer adecuada para él. Su reacción había sido normal dentro de un orden; hacía casi cuatro meses que no se acostaba con una mujer y esa energía encapsulada tenía que escapar por algún sitio. Algo más tranquilo, recobró la voz.


—Tienes razón, Paula. Voy a casarme con Alicia. Además, y perdona mi sinceridad, no es que me sienta atraído por ti, es solo que me he dejado llevar por un impulso extraño...


—¡No me digas más! Ahora lo entiendo —lo interrumpió la joven con una expresión muy misteriosa.


—¿Sí? —preguntó, dubitativo; ni él mismo estaba seguro de comprenderlo del todo.


—Se trata del estofado de mamá... —Le hizo una seña para que bajara la cabeza. Intrigado, Pedro acercó la oreja a sus labios y Pau susurró en su oído—. Tiene efectos afrodisíacos.


Sin poder contener un minuto más su hilaridad, la joven se retorció de risa y Pedro se la quedó mirando con desdeñosa frialdad. Definitivamente, se dijo, Paula Chaves era una inmadura; todo se lo tomaba a broma.


—Cuando te canses de reír, será mejor que regresemos —declaró muy envarado.


—Venga, Pedro —rogó, alegre, colgándose de su brazo—, no te enfades. Es mucho mejor tener un vecino-amigo, que un vecino-lío-y-pelea, ¿no estás de acuerdo?


—Por supuesto —respondió él intentando salvaguardar su dignidad.


Si el episodio no había significado nada para ella, para él tampoco. A lo largo de su vida había besado a docenas de mujeres, así que no había que darle más importancia. Cierto que besar a la señorita Chaves había resultado especialmente agradable, pero sin duda, como ya concluyó antes, solo era debido a esos largos meses de celibato.