sábado, 24 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 17






A la mañana siguiente cuando llamó al timbre de su vecina, apenas tuvo que esperar unos segundos. Paula ya estaba lista, vestida con unos pantalones ajustados, un grueso jersey de cuello vuelto y unas botas altas forradas de borrego. En el suelo descansaba una enorme maleta con su gruesa cazadora encima y abundante material de pintura. Un obediente Milo esperaba sentado a su lado, rodeado de su propio equipaje.


—Muy puntual —declaró Pedro mirándola con aprobación—. ¿Has avisado a tu madre de mi llegada?


—Sí. La telefoneé esta mañana y dijo que estaría encantada de recibirte.


—Perfecto. —Pedro cogió la mayor parte de los bultos y se dirigió hacia el ascensor, mientras la joven lo seguía con Milo.


Metieron al perro en el maletero junto con el resto del equipaje y ellos se sentaron delante. Pau miró con disimulo a su atractivo vecino que ese día llevaba puesta una elegante chaqueta de sport y le gustó lo que vio; sabía que a su madre también le gustaría Pedro, y solo esperaba que no se le metieran ideas absurdas respecto a ellos dos en la cabeza.


El paisaje volaba ante sus ojos cubierto por una espesa capa de nieve que aumentaba su belleza serena. Por fortuna, no quedaba ni rastro de hielo en el asfalto, así que no tuvieron ningún problema en todo el viaje, que resultó de lo más agradable.


A Pau le sorprendió encontrar a su vecino tan animado. 


Pedro también estaba algo desconcertado con su actitud; de repente, se sentía muy contento de haber decidido acompañarla y se alegraba de no tener que pasar solo esas fiestas que siempre le resultaban algo deprimentes. Solo se detuvieron una vez a echar gasolina y a tomar un café, así que llegaron a casa de los padres de Paula justo a tiempo para la comida.


Debían haber oído el sonido del motor pues, cuando Pau y Pedro se bajaron del coche, un comité de bienvenida, compuesto por sus padres y sus tres hermanos, les esperaba en la puerta de la casa para recibirlos.


Pedro notó que Paula se quedaba muy rígida a su lado y, extrañado, vio como, de pronto, la joven daba media vuelta y salía corriendo por el jardín nevado en dirección contraria. La explicación llegó enseguida, en forma de tres tipos enormes que salieron en su persecución gritando como lunáticos. Al final, uno de ellos se lanzó en plancha y agarró las piernas de Pau derribándola sobre el suelo helado. Los otros dos cogieron puñados de nieve y empezaron a metérselos por el cuello y por debajo del jersey, mientras ella gritaba sin pausa pidiendo socorro.


Los padres de Paula miraban la escena, divertidos, así que Pedro no se atrevió a intervenir. Por fin, los hombres juzgaron que la tortura había durado lo suficiente y ayudaron a la pobre chica a ponerse en pie.


—¡Me las pagaréis los tres! —amenazó Paula blandiendo su puño ante sus caras, aunque su expresión risueña contradecía su aparente enfado.


De nuevo se acercó a Pedro, con el pelo revuelto y el rostro congestionado por el esfuerzo y los presentó.


Pedro Alfonso, mis tres horribles hermanos mayores, Roberto, Jaime y David. —Después lo condujo hasta la entrada de la casa y le presentó a sus padres.


—Papá, Mamá, este es Pedro AlfonsoPedro, mis padres Marisa y Martin.


Pedro les estrechó la mano a ambos y les agradeció su amabilidad por recibirlo en su casa sin haber avisado.


—No te preocupes, Pedro, ¿puedo llamarte así? —Pedro asintió con una sonrisa y la madre de Pau prosiguió, mirándolo con aprobación—. Llámame Marisa. Los amigos de mis hijos son siempre bienvenidos.


Pedro le sorprendió el calor que irradiaba toda la familia; quizá eran sus genes latinos los que hacían que se mostraran tan cariñosos los unos con los otros, intercambiando continuamente besos y abrazos sin ningún tipo de embarazo. Para Alfonso, que provenía de una familia poco dada a la exhibición de sentimientos en público, los Chaves suponían una gran novedad. Ahora entendía de dónde le venía a Pau esa necesidad de tocar y besar a todo el mundo.


La casa, una antigua granja de estilo tudor con un tejado de pizarra a dos aguas de pendiente muy marcada y muros de estuco blanco entramados con piezas de roble oscurecido, tenía mucho encanto y, a pesar de no ser excesivamente amplia, resultaba muy acogedora. Pau lo acompañó a una pequeña habitación de techo abuhardillado y le advirtió que tendría que compartir con ella el baño que había al fondo del pasillo.


Cuando terminó de deshacer su equipaje, Pedro bajó al salón como le había indicado Paula y la encontró allí, sentada en el regazo de su padre y abrazada a su cuello como si aún tuviera ocho años. Mientras contemplaba la tierna escena, una cálida sensación inundó su cuerpo y, una vez más, se alegró de haber venido.


Enseguida, Marisa anunció que la comida estaba lista y todos se sentaron alrededor de la gran mesa de madera del comedor. El almuerzo resultó muy alegre; los hermanos de Pau la pinchaban a menudo, pero se notaba que la chica estaba acostumbrada a ese tratamiento, pues les respondía con agudeza, sin enfadarse jamás. El señor Chaves era profesor y Pedro no tuvo problemas para encontrar temas de conversación interesantes de los que hablar con él. Marisa, la madre, era el alma de la casa; se preocupaba de facilitarle la vida a su despistado marido sin que este pareciera percatarse de ello y manejaba a sus arrolladores hijos —incluida Paula— con mano de hierro, aunque se notaba que sentía adoración por todos ellos. A Pedro enseguida le hicieron sentirse uno más y, al poco tiempo, la misma Marisa lo regañaba por no querer repetir por tercera vez.


Tras el pantagruélico almuerzo, todos ayudaron a recoger los cacharros. Después, sus padres se fueron a dormir la siesta y Pau propuso dar un paseo para bajar la comida. Sus hermanos prefirieron quedarse en casa, pero Pedro se apuntó, encantado; se sentía terriblemente pesado y quería conocer los alrededores de la pintoresca granja. Así que, bien abrigados y acompañados por un entusiasta Milo, que esta vez no iba sujeto por la correa, salieron al exterior. 


Deambularon durante un buen rato por los prados cubiertos de nieve sin apenas hablar, escuchando en el profundo silencio que los rodeaba el sonido de sus pisadas que, al aplastar la nieve, restallaba como un latigazo.


—La campiña es muy bella en esta zona.


—¿Verdad que sí? —asintió Pau, entusiasmada—. Adoro volver a casa.


Pedro miró su rostro sonrojado por el frío, enmarcado por el gorro y la bufanda de lana de alegres colores, y él también la encontró adorable.


—¿Pasaste aquí tu infancia?


—Sí crecí aquí. Me encanta pasear por los prados, montar a caballo, bañarme en la laguna que hay unos metros más allá —comentó Paula señalando hacia la derecha con una mano—. Como diría mi madre siempre fui su cuarto varón. De pequeña era un auténtico chicazo.


—Nadie que te viera ahora lo creería.


—Caramba, Pedro —declaró la chica mirándole con sus grandes y sonrientes ojos castaños—, creo que me acabas de hacer un cumplido


—Quizá —respondió él con vaguedad.


—¡Te echo una carrera, el primero que llegue hasta ese roble de ahí gana! —gritó Pau saliendo disparada.


Pedro reaccionó en el acto y la persiguió a toda velocidad, pero Paula era muy rápida y le costó alcanzarla. Para detenerla antes de que consiguiera alcanzar la meta, Pedro se arrojó sobre ella y la placó como había hecho su hermano y, una vez más, Pau se encontró tumbada todo lo larga que era sobre el suelo nevado. Pedro le dio la vuelta, se subió sobre ella y la inmovilizó.


—Y ahora ¿qué? —preguntó Pedro sujetando las muñecas femeninas sobre su cabeza con una mano y acercando el rostro a su cara para mirarla.


A pesar de su crítica situación, Paula se reía con su risa contagiosa y el hombre no pudo evitar esbozar una sonrisa.


—Está bien, tú ganas —declaró la chica, sonriente, mientras sus ojos bailoteaban de diversión.


—¿Y mi recompensa? —preguntó él mirando sus delicados rasgos con intensidad.


—No hablamos de ninguna recompensa, señor Alfonso.


—Entonces yo mismo elegiré mi premio —anunció él inclinando aún más la cabeza, hasta que sus labios quedaron a tan solo un par de centímetros de la boca femenina.


Pau se retorció bajo su cuerpo, pero sus vanos intentos de liberarse solo sirvieron para despertar en Pedro un intenso ardor.


—No lo hagas, Pedro, recuerda la maldición —susurró la joven y el aire cálido de su aliento lo rozó, haciéndolo excitarse aún más.


—Ya te dije que soy un pragmático hombre de negocios, Paula. No creo en las maldiciones.


Con delicadeza, Pedro posó sus labios sobre los de ella sintiendo el frescor de su boca y, tal y como le había ocurrido en las otras dos ocasiones en que la besó, los plomos de su mente se fundieron de golpe. Al notar la inequívoca respuesta de Paula, empezó a besarla con ansia infinita; por un momento, Pedro olvidó por completo dónde estaban y cómo habían llegado hasta allí, y su único pensamiento inteligible fue que debía hacerla suya en ese mismo instante. 


Deslizó la mano bajo el jersey de Paula hasta posarla sobre uno de los firmes pechos y percibió, satisfecho, que encajaba a la perfección en el hueco de su mano. Notó que la joven se arqueaba contra él y su pasión alcanzó el grado de ebullición. Sin embargo, poco después sintió los pequeños puños enguantados golpear sus hombros y se percató de que no era que Pau estuviera excitada, sino que luchaba contra él. Horrorizado, dejó de besarla en el acto y levantó la cabeza.


Pedro, para, por favor —suplicó la chica mirándolo con lo que a él le pareció una mirada de auténtico terror.


—Lo siento, Paula, perdóname —suplicó en un tono ronco y en el acto se quitó de encima de ella y la ayudó a levantarse.


Pau consiguió permanecer erguida a pesar de sus piernas temblorosas. ¡Por Dios, no entendía por qué ese hombre conseguía excitarla de semejante manera! Le había costado un esfuerzo sobrehumano pedirle que se detuviera, pero era consciente de que no debía dejarse llevar por su cuerpo traidor.


—No hay nada que perdonar, Pedro, pero no debemos permitir que vuelva a ocurrir. Ya te dije una vez que no besas mal, de hecho lo haces francamente bien, pero yo no quiero tener un lío con un hombre que está a punto de casarse. —Pedro trató de abrir la boca para negar esa posibilidad, pero Pau lo interrumpió—. Es inútil que lo niegues. Sé que ahora mismo estás alterado, pero cuando recobres la sensatez te alegrarás de que te haya detenido antes de cometer una tontería. Yo te considero un buen amigo, Pedro, y creo que sería una estupidez tirar por la borda algo tan poco usual, para cambiarlo por un revolcón sin importancia.


Pedro recibió sus prudentes palabras como un punching-ball un rosario de golpes. Aturdido, miró los labios femeninos que acababan de pronunciarlas, enrojecidos y ligeramente hinchados, y deseó inclinarse de nuevo sobre ellos y besarlos hasta que le suplicara clemencia. No entendía qué demonios le ocurría. Nunca antes había perdido así el control de sus pasiones con una mujer, pero, si Paula no lo hubiera detenido, le habría hecho el amor allí mismo, sobre ese suelo congelado. Sacudió la cabeza tratando de que sus pensamientos recobraran la coherencia. Pau aún creía que iba a casarse con Alicia, tenía que sacarla de su error pero, casi al instante, se preguntó por qué debía hacerlo; al fin y al cabo, no pretendía tener una relación seria con Paula Chaves, ¿verdad?


Los dos eran tan diferentes como la noche y el día, y Pau ni siquiera pertenecía al prototipo de rubia curvilínea por las que se sentía atraído. Además, sabía que ella nunca comprendería sus horarios interminables de trabajo, ni sus continuos viajes de negocios y tampoco podía arriesgarse a presentársela a sus colegas; era capaz de soltarles la primera frivolidad que se le pasara por la cabeza.


No, Pau Chaves no era la mujer adecuada para él. Su reacción había sido normal dentro de un orden; hacía casi cuatro meses que no se acostaba con una mujer y esa energía encapsulada tenía que escapar por algún sitio. Algo más tranquilo, recobró la voz.


—Tienes razón, Paula. Voy a casarme con Alicia. Además, y perdona mi sinceridad, no es que me sienta atraído por ti, es solo que me he dejado llevar por un impulso extraño...


—¡No me digas más! Ahora lo entiendo —lo interrumpió la joven con una expresión muy misteriosa.


—¿Sí? —preguntó, dubitativo; ni él mismo estaba seguro de comprenderlo del todo.


—Se trata del estofado de mamá... —Le hizo una seña para que bajara la cabeza. Intrigado, Pedro acercó la oreja a sus labios y Pau susurró en su oído—. Tiene efectos afrodisíacos.


Sin poder contener un minuto más su hilaridad, la joven se retorció de risa y Pedro se la quedó mirando con desdeñosa frialdad. Definitivamente, se dijo, Paula Chaves era una inmadura; todo se lo tomaba a broma.


—Cuando te canses de reír, será mejor que regresemos —declaró muy envarado.


—Venga, Pedro —rogó, alegre, colgándose de su brazo—, no te enfades. Es mucho mejor tener un vecino-amigo, que un vecino-lío-y-pelea, ¿no estás de acuerdo?


—Por supuesto —respondió él intentando salvaguardar su dignidad.


Si el episodio no había significado nada para ella, para él tampoco. A lo largo de su vida había besado a docenas de mujeres, así que no había que darle más importancia. Cierto que besar a la señorita Chaves había resultado especialmente agradable, pero sin duda, como ya concluyó antes, solo era debido a esos largos meses de celibato.


3 comentarios:

  1. Qué lindos caps, re divertidos. Qué linda la flia de Pau.

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  2. Muy buenos capítulos! Ya sabe de donde salió Pau con su forma de ser! Sería lindo que Pedro se contagie de la energía de ellos!

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